POR Daniel Hopenhayn
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Un gran desorden bajo el cielo

No es novedad que Slavoj Žižek prefiera concentrarse en el problema antes que en la solución. Lo radical es que en El coraje de la desesperanza, su último libro, defienda esta actitud como la única que podría salvarnos de la catástrofe: o la izquierda se deja de enarbolar “falsas alternativas” al capitalismo global o la humanidad completa pagará por su indolencia. La tesis se apoya en un ágil recorrido por la actualidad mundial, con el radar siempre atento a las secuelas ideológicas del narcisismo contemporáneo.

El subtítulo del libro, “Crónicas del año en que actuamos peligrosamente”, se refiere a 2016. Fue el año en que los populismos de derecha golpearon la mesa y también el año en que Žižek, para indignación de muchos y admiración de pocos, postuló que un triunfo electoral de Trump auguraba un escenario “menos peor” que el de Clinton. Desde entonces la pregunta, pronunciada con cierto hartazgo, se ha vuelto recurrente: Bueno, ¿y qué propone Žižek?

En este conjunto de ensayos, que amplía algunos ya publicados y presenta otros inéditos, Žižek termina de esclarecer su propuesta: “Asumir completamente la desesperanza”. Esto es, dejar atrás la “cobardía teórica” que sobrevino en la izquierda tras el fin de la historia, y que se expresa en el compulsivo hábito de vislumbrar “la proverbial luz al final del túnel”. Aun viendo, o no queriendo ver, que el único tren en marcha es el que viene en dirección contraria. Que los nichos académicos de “teoría radical” son tolerados por el poder porque sus ideas ladran pero no muerden. Que la falta de coraje reprochada a los políticos ha sido una excusa de muy baja ley para soslayar una carencia ante todo intelectual: nada ha creado la izquierda del siglo XXI que pueda presentar como alternativa al capitalismo globalizado.

Lo que sí ha creado son esperanzas, promesas de “revolución sin revolución” que Žižek se apresta a desmontar con los oficios de una mente brillante y una prosa apenas distanciada de la exposición oral. Como de costumbre, los grandes eventos políticos son desentrañados con la ayuda de chistes idiosincrásicos, películas de ciencia ficción y ensayistas de todo el mundo a los que el autor cita in extenso, para luego proceder a rebatirlos. Hegeliano y lacaniano, es decir, maestro en el arte de ponerlo todo al revés, su estrategia aquí es invariable: zambullirnos en un torbellino de inversiones dialécticas (la “verdadera pregunta” siempre es otra), para demostrar que vivimos una época de “pseudoconflictos”, de falsos antagonismos que han despolitizado los verdaderos.

Sería así como las disputas en torno al terrorismo, la inmigración o la sexualidad han conseguido desplazar hacia la agenda liberal “humanitaria”, o hacia un espurio “choque de civilizaciones”, los antagonismos derivados de una división de clases a escala planetaria, a la que hoy solo podría desafiar un proyecto que regenere el ideal igualitario y en una perspectiva también global. Se adivina ya el conflicto que esto plantea al interior de la izquierda: “Debemos enfrentarnos a las limitaciones de las políticas de identidad, privándolas de su estatus privilegiado”.

Tras revisar sus posiciones, Žižek concluye que las luchas antirracistas y antisexistas –cuyo potencial emancipador no pone en duda− simplemente no están disponibles para congeniar intereses con los trabajadores precarizados del mundo. Constatar que la agenda trans copaba los medios progresistas en los meses previos a la victoria de Trump, le sugiere que la izquierda liberal se ha concentrado en “apartheids culturales y sexuales recién descubiertos tan solo para encubrir su completa inmersión en el capitalismo global”, a la manera del neurótico obsesivo que le habla sin pausa al psicoanalista para no dar espacio a la pregunta incómoda. Los teóricos del multiculturalismo, ejemplifica, “oficialmente promueven el mantra de sexo-raza-clase”, pero siempre se las arreglan para excluir la dimensión de clase. Así, para la izquierda ya no existen “trabajadores”, sino turcos en Alemania, argelinos en Francia, mexicanos en Estados Unidos. Se acabó, por fin, la explotación de clases: solo queda acabar con la “intolerancia a la Otredad”.

Bajo este abandono del enfoque marxista subyace otro más profundo: la renuncia al universalismo, piedra angular del ideal igualitario −desde el Nuevo Testamento a la fecha− y que la izquierda ha preferido reconocer como patrimonio del capitalismo, bajo la ingenua divisa de combatirlo en claves comunitarias o “alternativas”. Algunos intentan disputarle a la derecha las pasiones nacionalistas (“una lucha ridícula, perdida de antemano”), llamando a anular los acuerdos comerciales cuando se trata de reformularlos. Otros oponen al individualismo las tradiciones de sociedades “armoniosas”, pero más jerárquicas que cualquiera del Primer Mundo. Seducida por estas fuerzas centrífugas, alega Žižek, la izquierda occidental ha logrado que sus discursos exhiban menos vocación universalista que los planes de Boko Haram.

Todos los caminos de El coraje de la desesperanza conducen a la frustrada experiencia del gobierno griego de Syriza, que el autor demuestra conocer en detalle (cita a Varoufakis a título de “comunicación personal”). Allí se evidenció que las medidas de lo posible, en el mundo actual, están fuera del alcance de un gobierno democrático de izquierda: sus ideas no se pueden aplicar al interior de un país (o se fugarían los capitales), ni tienen cabida en los organismos económicos multilaterales, nebulosas entidades que hoy, según intenta probar Žižek, gobiernan el mundo tal como el Partido Comunista gobierna China: subyugando a las instituciones visibles del Estado para usarlas como fachada de sus propias decisiones.

Pero el “falso radicalismo” de izquierda, una vez más, eligió la salida fácil: acusar a Syriza de “traición”. Frivolidad que el filósofo remite a un mal ya no de la izquierda, sino de la época: huir de todo problema objetivo por la vía de reducirlo a percepciones subjetivas. Sería la impronta narcisista del sujeto contemporáneo, intolerante al peligro de existir e inserto en comunidades electivas que no obligan, como las antiguas, “a encontrar mi camino en un mundo vital preexistente y no elegido en el que encuentro diferencias reales, con las que aprendo a lidiar”. Si se impone la lógica de los “espacios seguros”, previene Žižek, la izquierda está perdida, pues se trata de la misma lógica que inspira los guetos para millonarios que no quieren saber de gente extraña. Por eso no le sorprende que “los teóricos de la sociedad de riesgo” hayan encontrado discípulos entre los neonazis, que también han aprendido a explicar su violencia como el efecto de una enfermedad social.

La paradoja es que, mientras más nos atrincheramos en la subjetividad y nos afanamos en reglamentarla, peor la conocemos. Žižek se burla del “kit de consentimiento” que ya se vende en Europa para dar el sí a las relaciones sexuales, pues reflejaría la negación a comprender dos cosas: que “el sexo nunca es solo sexo”, que necesita de un “marco fantasmático” para ocurrir, y que el “sí” a secas legitima de antemano una relación expuesta a toda suerte de abusos, de modo que el contrato requerirá de cláusulas cada vez más específicas. Por ejemplo: “Un ‘sí’ a las relaciones vaginales, pero no anales, un ‘sí’ a la felación pero no a tragarse el esperma, un ‘sí’ a unos leves azotes pero no a golpes violentos”.

Los efectos políticos del narcisismo no se manifiestan para Žižek en el ciudadano pasivo, sino en la “pseudoactividad” del aparentemente politizado. Esto incluye todas las formas de “activismo irreflexivo” que promueven la “no-representación” o las utopías de autogestión en redes, e incluso “toda esa cháchara acerca de la participación popular activa”. Syriza debió capitular ante Bruselas al día siguiente de ganar un plebiscito, lo cual confirma que la gran pregunta sigue siendo qué hacer con el Estado, y no “mantenernos a una distancia de seguridad del Estado”.

Es en todo este contexto de evasión que Trump sería el síntoma, pero Clinton la enfermedad: arrancar del peligro inmediato –Trump o sus sucedáneos− al precio de blindar un statu quo que nos aproxima a catástrofes ecológicas, sociales y geopolíticas. Para precipitar “el regreso de la historia”, Žižek se permite un discreto llamado a la acción: apoyar a movimientos como Nuestra Revolución, de Bernie Sanders, a quien espera ver competir con Trump en las elecciones de 2020. Pero advierte que reinventar el comunismo (la “solución de fondo”) requerirá, además de nuevas ideas, nuevas formas de radicalidad. Para ser claros: “Las políticas emancipadoras no deberían estar limitadas a priori por procedimientos de legitimación democráticos y formales. A menudo la gente no sabe lo que quiere, o no quiere lo que sabe, o simplemente quiere algo equivocado”.

¿Vanguardismo trasnochado? Realismo descarnado, respondería Žižek, que a falta de luz al final del túnel busca indicios de tormenta y recupera la esperanza repitiendo esta frase de Mao, citada más de una vez en el libro: “Reina un gran desorden bajo el cielo; la situación es excelente”.

El coraje de la desesperanza, Slavoj Žižek, Anagrama, 2018, 403 páginas, $21.000.