Enrique Lihn en la cornisa, Ediciones UDP, 2019.

POR Claudia Donoso
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Enrique Lihn en la cornisa

Claudia Donoso. Tu abuela parece ocupar un lugar privilegiado en tu memoria, incluso como destinataria de poemas.

Enrique Lihn. Yo tengo una especie de complejo de Edipo con mi abuela. Era muy expresiva y a la vez muy lejana. Una persona muy puritana, también. O sea que la relación que teníamos no era una relación afectiva entre una mujer mayor y un niño, sino entre una dama y un caballero victorianos. Creo que la gente de fines del siglo XIX tendía a ver en los niños adultos en miniatura, y como yo era un huésped asiduo en su casa me confirió, a manera de título nobiliario, una madurez artificial.

¿Cómo te llamaba ella?

Me interpelaba con el diminutivo de Enriquillo y siempre me estimuló como artista. A los diez años me había celebrado una ilustración de san Francisco, obra que realicé por encargo subliminal suyo. Su sentido común se fundaba  en proverbios ingleses, y cuando cumplí doce años pretendió que yo estudiara inglés, cosa que nunca he terminado de hacer.

¿Por qué te dio ese lugar destacado?

Porque era una persona que distribuía su afecto por partes no equitativas, creo que hasta entre sus propios hijos. Una actitud no muy buena ni para los elegidos ni para los desplazados, y yo diría que su resolución de destacarme fue consecuencia de mi decisión de nacer en su casa. Mi familia se trasladaba una y otra vez de lugar. Había que empacar y desempacar para entrar y salir de las detestables pensiones de Agustinas o Catedral abajo, y entonces estaba convenido que durante esos lapsos me acogería. En su casa yo era recibido y despedido con regalos extraordinarios que siempre me arrepiento de no haber conservado. Por ejemplo, mi abuela me traspasó la victrola de mueble que su hijo mayor le había regalado y que por lo tanto era algo más que un objeto. O la máquina de escribir que había pertenecido a mi abuelo.

Eso está en unos versos en La musiquilla de las pobres esferas: Abuela de escribir, máquina mía, / ya no corre sangre por mis venas”… Tu abuela fue tu primera musa.

Varios poemas en distintas épocas aluden a ella directamente. Mi abuela tenía ensoñaciones  religiosas, algo como un delirio religioso controlado. Intuía que esa exacerbación podía ser su punto ciego del ojo, y siempre insistió en que yo no fuera a pensar que era una beata común y silvestre. Y no lo era. Ella tenía la impresión crítica de que la Iglesia católica debía renovarse para enfrentar el desafío del mundo moderno y pensaba que para eso la Iglesia necesitaba que apareciera un santo de carne y hueso; o, más exactamente, la resurrección de san Francisco de Asís con su concepción desjerarquizada del mundo. Había esperado cautelosamente que alguno de sus hijos fuera sacerdote y reencarnara al santo; luego fui yo el que tomó el relevo en sus expectativas. Cuando partí a Europa en 1965, puede que ella haya conectado, como siempre lo hizo, en realidad, la mística y la poesía. Mu- rió en 1966, después de renunciar con piadosa ironía a la tentación de haber aspirado a contar con un santo dentro de la familia.

¿Cuál fue su contribución a tus fijaciones estéticas y literarias?

Mi abuela era muy música, había estudiado violín, y eso me permeó de alguna manera.  Y también me regaló unos libros de pintura que después destruí. Les saqué páginas para colgar las reproducciones que tenían, que eran las primeras reproducciones en colores de pinturas que se hacían a fines del siglo XIX o a principios del XX, en la Tate Gallery. Los prerrafaelistas, Rossetti, William Morris, Burne-Jones, eran tipos que yo conocí, gracias a eso, a los siete años. Unas pinturas tan mórbidas y tan extrañas.

¿Era lectora?

Sí, era lectora. Claro que cuando yo la conocí leía nada más que novelas policiales.

Por todo lo que dices, parece ser que fue ella quien  te conectó con el prerrafaelismo y la Belle Époque,  que están presentes no solo en tu poesía, sino también  en tus dibujos.

Es que por una especie de anomalía cronológica se me agregó como propio ese pasado. En La Orquesta de Cristal, el diálogo con la Belle Époque es irónico, pero en “Beata Beatrix” y en otros poemas el diálogo es en serio y algo del prerrafaelismo propiamente tal se hace ahí presente como en una sesión de espiritismo. En realidad, la experiencia de lo imaginario, en el sentido de lo fantasmal, está asocia- do para mí con esas imágenes, de las cuales mi abuela fue una suerte de médium, así que sin proponérselo me hizo un amateur de las anacronías.

Durante un buen  tiempo  los prerrafaelistas estuvieron desprestigiados,  porque  se les consideraba  “literarios”.

Estuvieron muy desprestigiados, y entonces yo me sumé al desprestigio de estos señores. Por ejemplo, siempre que- dé con la sensación de que la pintura prerrafaelista tenía interés. En realidad es porque la había visto en la época de mi infancia, pero me hice el leso y me acoplé a toda esta tendencia contra la pintura literaria. Hacia 1967 se hizo una gran exposición del simbolismo que recorrió el mundo, y después de eso hubo un revival de estas cosas que siempre me han rondado y que me siguen gustando. Llegué a ver algunos originales de esa pintura prerrafaelista en Londres y me impresionaron mucho. Me he dado cuenta de que he hecho un recorrido buscando primeras impresiones de la infancia y eran impresiones culturales. Además, con el correr de mis propios años, esos trazos se han ido expandiendo y ramificando como zonas de un rompe- cabezas que se va armando  con el tiempo. Por todo lo con- versado, creo que la presencia de mi abuela no se limita al recuerdo de un personaje. Stendhal dijo: “El estilo es el hombre”.  Yo diría que es también la abuela del hombre.

¿Por qué era tan “inglesa” tu abuela?

Es que ella fue la hija mayor de un caballero Délano, que hizo dinero en la época del auge del salitre y que educó a algunos de sus hijos, especialmente a mi abuela, en Europa. Entonces ella sabía idiomas, leía inglés perfectamente, era gringa. Por ejemplo, enfrentó los problemas económicos de la familia más de una vez, porque mi abuelo fue un empresario poco eficaz, más bien especulativo. Así, en un momento dado aceptó trabajar en la mina de El Teniente como administradora del staff house de los gringos, con los que se entendía bien porque los Délano eran medio norteamericanos y tenían pasta de pioneros.

Como sea, parece haber sido una persona muy intensa.

Era intensa, claro. Esa rama de mi familia es una combinación de cosas. Frederic es el segundo apellido, que siem- pre tengo la impresión de que es medio judío-norteamericano. Entonces en muchos de mis tíos había una cosa como de pioneros, una cosa extrema, de soluciones límite. Por ejemplo, a Jorge Délano, Coke, se le ocurrió hacer cine en Chile. Cine malo, bueno, no sé, yo creo que pésimo. Otro, Alfredo Délano, fue uno de los primeros fabricantes de sanitarios. Puede que haya introducido el bidet en Chile, pero su “violín de Ingres” eran las matemáticas puras. Hubo otro de estos hermanos de mi abuela que se asiló en un lugar remotísimo en el norte y construyó una casa con sus propias manos. Creo que era una casa que subía y bajaba con poleas. Ese fulano tocaba el serrucho y tocaba muy bien, porque todos eran músicos, músicos instintivos que no estudiaron música.

El retrato que haces de tu abuela la pinta solitaria. ¿Qué pasaba con tu abuelo?

Con mi abuelo vivían juntos según el viejo estilo, pero separados por “incompatibilidad de caracteres”. Es posible entonces que ella haya establecido conmigo un diálogo que le faltaba. Era una persona solitaria como a veces me pare- ce que somos la mayoría de las personas  de mi familia por el lado matriarcal. Vivía en un mundo cerrado que mantenía relaciones prácticas con la realidad, pero restringidas al máximo. Una de sus pocas relaciones sociales era el padre Prudencio Salvatierra, un cura del convento vecino. El mundo es chico, porque ese cura, que me prestó las Confesiones de san Agustín cuando mi abuela me llevó a verlo para aliviar mis crisis de adolescencia,  se indignó con la publicación de Versos de salón de Nicanor Parra y decretó en una afiebrada nota crítica que el libro era una basura contaminada.

¿Tu madre  se parece en algo a ella?

En muchos sentidos, es su imagen calcada. Mi madre na- ció en medio de la crujidera económica, así que no tuvo las mismas ventajas que mi abuela. Es menos fantasiosa que mi abuela, tiene más sentido del humor y es más flexible. Menos cultivada, pero más sabia. Mi abuela le dejó como “atavismo” el ideal ascético que sobrevaloraba el sentido del deber y escamoteaba los derechos del lado flaco de la persona. Ella, mi madre, construyó, no sé cómo, una casa que mi padre tuvo la mala ocurrencia de vender. Años después repitió la hazaña, y la casa tiene algo de un barco que ella pilotea por mares desconocidos o de una isla que la gente no abandona nunca y a la que los hermanos y her- manas volvemos cuando hay problemas.  Yo viví allí por largos períodos, hasta hace diez años, y ella se hizo cargo de mi hija Andrea hasta que cumplió catorce años.

¿Y cómo era tu papá?

A él no le iba bien, aunque lo habían educado para que le fuera bien, como sí ocurrió con sus hermanos. Cuando niño había pertenecido a un mundo que luego se le cerró, porque empezó a estudiar leyes, no se recibió y entró a trabajar como empleado público.

Dices “bien” en el sentido  económico.

Sí, y en lo demás que a veces se da por añadidura. Él era un pije que no estaba preparado para sobrevivir al desastre económico familiar protagonizado por mi abuelo Walter Lihn. Entonces pasó de una burguesía acomodada a la condición de pobre de cuello y corbata, porque era muy poco ambicioso. Pero lo que yo recuerdo  es que se negó a vivir ese cambio con amargura o resentimiento. Conservó su educación, el buen trato con los demás y el principio de la respetabilidad de la dignidad burguesa, en lugar de combinar con ellos, como la mayoría, la soberbia y la rapacidad. Era un poco iluso.

Mientras tanto, a ti te iba pésimo en el colegio.

Salía todo el tiempo mal en los exámenes y mi papá iba arreglando la pista. Hablaba con los profesores, me tomaba horas extras y, en vez de exigirme, me decía que no importaba que repitiera. Durante mucho tiempo consideré que eso había sido una debilidad y que en realidad me había perjudicado. Pero después he pensado que no, que había una especie de percepción de parte de él de que yo era un sujeto con particularidades  equis y que me las iba a arreglar.

Bueno, a los trece años entraste al Bellas Artes.

Claro, me extendieron un cheque en blanco. Mi papá se empeñaba en creer que si yo tenía suerte, y él algunos san- tos en la corte, mi vida no tendría por qué irse a la cresta. Por ejemplo, ya más grande, íbamos saliendo bastante en- tonados de una fiestoca con Jorge Edwards y el Queque Sanhueza, y entonces me puse un pañuelo en la mano y de un puñete rompí una vitrina que resultó estar al lado de una comisaría. Yo me declaré culpable y me dejaron adentro. Esto fue un viernes y pasé el sábado en la comisaría. Estaba bien jodido el panorama, porque los juzgados no funcionaban hasta el lunes. El sábado me llevaron a la Penitenciaría, que entonces como hoy era un lugar siniestro. Y mi papá se movió como pudo y logró sacarme en la mañana. A la salida, yo esperaba que se enojara. Pero me dijo “bueno, yo creo que esto te va a servir como experiencia para escribir”, porque yo ya escribía. Imagínate. Creo que debe haber sido una de las pocas veces que hablamos.  Estoy exagerando, pero él fue algo violento como padre joven y quizás no me tomé el trabajo de superar ese mal recuerdo.

¿Y él leía?

Al final, en los últimos años de su vida, empezó a leer y a interesarse, yo creo que por contagio. Leía muy lentamente. El castillo de Kafka lo leyó durante muchos meses. También hizo un especie de giro político.  Yo creo que votó por Allende el año 64. Tuvo un vuelco, pero era una cosa muy sutil, no hablaba de eso.

¿Alcanzaste a manifestarle tu afecto?

No. Cuando sabía que se iba a morir, lo que ocurrió el año 76, preferí ignorar esa posibilidad o no creer en ella. Cada familia es un nudo ciego. A mi papá lo descuidé totalmente. No lo entendí. Él era un hombre solitario, una isla dentro de la isla familiar. Comparado con él, yo me creía de una complejidad enorme. Pero ahora lo encuentro enigmático, mientras que yo soy meramente complicado. O sea, lo encuentro mucho más complejo que yo, porque no sé cómo cierta gente se adecua para vivir en condiciones totalmente adversas y cómo en esas circunstancias  puede conservar cierta calma. Él consiguió algo muy difícil: sentir verdadera humildad, vivir con desprendimiento. Y creo que eso es lo que más se acerca a lo que uno tendría que hacer. No hay nada más ridículo e injustificado que sentirse el hoyo del queque. La existencia desmiente esa presunción. El que no es humilde  es un imbécil, como lo somos la mayoría.

Enrique Lihn en la cornisa, Claudia Donoso, Colección Vidas Ajenas, Ediciones UDP, 2019.