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La república encapuchada (o los nuevos rostros del anarquismo)

Considerado por muchos como el hermano menor –y maltratado– del comunismo, el anarquismo como corriente filosófica y política alcanzó su “madurez” a fines del siglo XIX, pero hoy puede hablarse de posiciones anarquistas asociadas al feminismo, ecologismo y a la reivindicación de los derechos de minorías étnicas y sexuales que apuestan por la disolución del Estado. Una vez desechado el modelo de marcha colectiva, con líder y petitorio, la acción de encapuchados vestidos de negro y dispuestos a enfrentarse a las policías se ha convertido en un fenómeno global.

Hace ya mucho tiempo Marx anunció que el espectro del comunismo inquietaba a Europa. Hoy el comunismo parece de verdad enterrado y por lo ancho del mundo recorre el anarquismo, una ideología a la que Marx trató en vano de aplastar y que tiene mucha relación con los movimientos sociales actuales: movilizaciones organizadas de manera horizontal, sin la tutela de partidos políticos ni líderes reconocibles que articulen sus diversas demandas. El anarquismo tiene una malévola fama conspirativa, pésima prensa por su historial de violencia y se presume siempre un asunto de grupos minúsculos. Esto pasa por alto su carisma y que muchas de sus causas pueden resonar en multitudes que se rehusarían a definirse como anarquistas duros y a enarbolar todas sus banderas.

Un buen punto de partida para explorar los fundamentos teóricos y las estrategias de este movimiento son los trabajos recientes de Ruth Kinna, The Government of No One (2019) y Anarchism: A Beginner’s Guide (2016), donde describe las diferentes manifestaciones del anarquismo desde sus fundadores hasta las Pussy Riot. No es una historia lineal, sino que un análisis de la evolución de sus temas principales, fiel a los fundamentos teóricos de esta ideología que rechaza categorías, etiquetas y dogmas. Ruth Kinna se propuso limpiar la imagen del movimiento, romper el molde eurocéntrico de los recuentos históricos previos y explorar su viabilidad política. Tarea difícil, tratándose de un movimiento que ha sido descrito como una “decepción colosal” y cuyo carácter utópico impide localizarlo en un territorio político, entendido como el arte de lo posible.

En el anarquismo no existe un discurso unitario, porque, como sugiere esta autora, siempre ha sido una respuesta a circunstancias políticas, sociales y económicas particulares. Se trata de un conjunto de ideas afines, en constante flujo y abierto a influencias. Lo que podría llamarse su “madurez” ideológica la alcanzó en las últimas décadas del siglo XIX, cuando un grupo de movimientos activos en Europa y América adoptaron un programa que buscaba la abolición del Estado y la liberación del pueblo de la dominación política y la explotación económica que ejercía este, mediante una serie de acciones directas de carácter no gubernamental. Ideológicamente, el anarquismo se sitúa en los extremos de un arco que por un lado tensan el liberalismo a ultranza y por otro el marxismo y el comunismo revolucionarios.

El movimiento tuvo su apogeo hacia 1890, cuando se perfilan las ideas de la trinidad anarquista formada por Proudohn, Bakunin y Kroptkin, y terminó cuando Franco aplastó la revolución española después de 1939, en los últimos días de la Guerra Civil. Desde entonces, el anarquismo pasó largos años de relativa oscuridad, hasta que para sorpresa de muchos reapareció en Mayo del 1968, como el elemento inspirador y aglutinante de dicho movimiento juvenil. Casi 30 años más tarde, volvió a asomar su cabeza, en los movimientos sociales antiglobalización iniciados en Seattle en 1999 y más tarde repartidos por todo el mundo. Kinna observa, sin embargo, la huella del anarquismo también en otros movimientos de menor figuración, como los de liberación animal, antinucleares, antibélicos, así como en las campañas por la desescolarización y la renovación urbana, activas por ya casi un siglo.

Hoy puede hablarse de posiciones anarquistas más o menos radicalizadas asociadas al feminismo, a movimientos ecologistas y a la reivindicación de los derechos de minorías étnicas y sexuales, todas reunidas bajo un amplio paraguas, donde comparten la sombra con una enorme multitud global proto-anarca, de sensibilidad contracultural asociada a ciertas formas de vida, sensibilidades y opciones estéticas estimuladas por una cultura pop que lleva décadas de intenso romance con el anarquismo, en música, películas, moda, de Sid Vicious hasta Cardi B. Este movimiento que siempre operó a través de redes transnacionales de cooperación y solidaridad, ha encontrado en internet un ecosistema fabuloso para articular plataformas globales de activismo y comunicación.

El bloque ha intervenido en innumerables manifestaciones antiglobalización y en movimientos como Occupy, la Primavera árabe y los Indignados españoles. Su nombre no solo alude a la formación de encapuchados de negro, sino también a un cuaderno de instrucciones disponible en internet (en Chile, paraíso capitalista, el texto se vende en las calles).

Una familia difícil

Fue el francés Jean Joseph Proudhon, ex impresor, periodista y luego escritor, quien definió al anarquismo como el gobierno de nadie o de ninguno, como consecuencia lógica de la igualdad humana. La infancia del anarquismo estuvo marcada por los conflictos traumáticos que mantuvo con el marxismo ortodoxo, una especie de hermano mayor, matón, con quien tuvo una relación larga y profundamente infeliz, de la que sobreviven traumas nunca resueltos. Este conflicto se personalizó en las diferencias que Marx tuvo primero con Proudhon y luego con Bakunin, con quienes fue agresivo y brutal. Su colega Engels no fue más simpático: dijo que bastaban cinco minutos para saberlo todo sobre el anarquismo.

Marx ridiculizó las ideas económicas de Proudhon, acusándolo de ser un utopista chiflado, que creía poder cambiar el mundo con solo modificar el sistema legal de la propiedad. Proudhon no compartió las ideas de Marx sobre la lucha de clases y rechazó su determinismo histórico por considerar que su caracterización del poder político y económico era errónea. Para él, la genuina transformación revolucionaria dependía de la aniquilación de la propiedad privada y del desmantelamiento del sistema de gobierno. El debate entre Marx y Proudhon lo prolongó Bakunin, quien siguió las ideas del francés y llevó esta disputa al corazón de la Segunda Internacional Obrera de 1872. Según Kinna, este conflicto se ha simplificado porque la separación ideológica entre Marx y Bakunin no fue total y no se transmitió a todos sus seguidores. Bakunin adoptó algunas ideas del materialismo histórico de Marx, advirtiendo que su visión al respecto era muy estrecha. Siguiendo a Proudhon, Bakunin consideró que el alemán subestimaba el poder independiente y opresor del Estado. Marx pensaba que la revolución significaba capturar la propiedad de los medios de producción, pero esto no era factible si la maquinaria estatal seguía en pie, aun cuando estuviera en manos del proletariado.

Bakunin objetó también la estrategia política de Marx, porque traicionaba el principio de la emancipación del proletariado por sí mismo, al insertarlo en la contienda electoral y en una lucha por el poder dentro del marco constitucional. Los anarquistas en cambio se opusieron a la formación de partidos políticos obreros. El eje de esta división fue la dicotomía entre la revuelta popular y la actividad parlamentaria, división que más tarde prolongó Lenin con su idea de vanguardias revolucionarias actuando en representación de los intereses del proletariado. Marx orquestó la expulsión de Bakunin de la Segunda Internacional e introdujo una cuña entre anarquistas y socialistas, pero detrás de cada uno de estos barbones hubo quienes continuaron sosteniendo posturas condenadas por el lado contrario. La separación entre ambas corrientes se agudizó cuando Bakunin formó una nueva Internacional autoproclamada antiautoritaria, para distinguirse de la liderada por Marx y por el compromiso de este último de entrar en la contienda electoral.

Hacia 1877 se consolidó un programa anarquista basado en cuatro pilares: la abolición del Estado, la abstención política, el rechazo de las candidaturas parlamentarias obreras y la “propaganda por la acción”, que luego derivó en violencia. El anarquismo adquirió una fuerte presencia en Europa y también en países hispanoamericanos, como Argentina, Cuba, México y Uruguay. Dos hitos clave en esta etapa fueron la comuna de París en 1871 y los incidentes de Chicago en 1886, donde los anarquistas se encontraron con una represión brutal que les habría revelado los límites de la república liberal, confirmando que solo prolongaba las monarquías europeas que supuestamente habían reemplazado.

Al contrario del dogmatismo de Marx, el anarquismo siempre toleró la existencia de diferentes versiones de su ideario, por lo que no hay un canon filosófico obligatorio. A los nombres de Proudhon, Bakunin y Kropoktin, en ocasiones se han sumado precedentes de un pasado remoto, como Lao Tse, y sucesores como Stirner, Tucker, Michel, Mackay, Tolstoi y Malatesta, por mencionar a algunos clásicos. En estas listas también hay mujeres –a pesar de la misoginia fundacional del anarquismo– como es el caso de Voltairine de Cleyre y Emma Goldman. El corazón de las ideas anarquistas lo ha ocupado por mucho tiempo la abolición del Estado y pueden llenarse páginas con testimonios en su contra. Emma Goldman, por ejemplo, dijo que este era un monstruo frío, inhumano y homicida. Con notable paranoia, Proudhon advirtió que ser gobernado implicaba, entre otras cosas, estar vigilado, inspeccionado, espiado, dirigido, numerado, enrolado, adoctrinado, avaluado, medido, etc.

La acción directa se asocia con actos ilegales o delitos, como es el caso de los saqueos, el sabotaje o el llamado monkeywrenching; la desobediencia civil en tanto, son actos de resistencia no violenta ante una injusticia específica en los cuales sus participantes anticipan una detención por la autoridad.

Del rechazo al Estado al rechazo al neoliberalismo

Ruth Kinna sostiene que las formulaciones anarquistas en contra del Estado muchas veces confunden los conceptos de gobierno, autoridad y poder. En términos anarquistas, el gobierno describe el mecanismo del mando, asociado a la violencia, mientras que la autoridad sería el principio que aspira a legitimar esta capacidad de gobernar, pero que en la práctica es una fuente de degradación del juicio individual, de uniformidad y corrupción. No habría mejor gobierno que el de uno mismo. Este énfasis que se ha puesto en rechazar el Estado se ha ido desplazando hacia el neoliberalismo, gracias a lecturas ecológicas y económicas que atribuyen a la operación del capitalismo internacional la inequidad global. Esta dimensión ecológica y anticapitalista es la que anima al “anarco-primitivismo”, promovido por Fred Perlman y John Zerzan y otros movimientos, anarco ecológicos como los “anarco-veganos”, contrarios a la civilización y la racionalidad liberal, que buscan un regreso a la naturaleza en una especie de “utopía arcaica”.

Un acierto de Kinna es observar que un eje compartido por los movimientos anarquistas a través del tiempo ha sido oponerse a la dominación, entendida como una forma difusa de poder, incrustada en una jerarquía y manifestada en la desigualdad de acceso a los recursos económicos y culturales. Dominación que implicaría una restricción a la libertad ejercida por hábito, fuerza y manipulación, por la ley o la fuerza. En esta línea los nuevos anarquismos han ido transformado la tradicional defensa de clase proletaria por un enfoque de interseccionalidad, donde las formas de opresión, étnicas, de género o clase, se encuentran entremezcladas y sobrepuestas en sistemas de dominación articulados en jerarquías complejas. Este enfoque caracteriza a movimientos anarquistas recientes de límites borrosos, como el “anarquismo de post izquierda”, el “post anarquismo” y el “anarco-feminismo”, que cuestionan los compromisos políticos del anarquismo tradicional.

El principal desafío anarquista ha sido combatir esta dominación atomizada mediante prácticas de difusión y estrategias de cambio u organización, que han sido objeto de debate, en particular la violencia. En el ámbito de la difusión, la educación ha sido una prioridad anarquista, no desde el punto de vista de la escolarización tradicional, sino al contrario, oponiéndose a la jerarquía del conocimiento y la escolaridad obligatoria. La verdadera educación sería el proceso de crear individuos capaces de pensar por sí mismos. La respuesta de cómo se consigue esto, parece, en todo caso, ser menos importante que la obsesión con desmitificar el poder y la autoridad.

La polémica de la violencia anarquista se asocia a la llamada “propaganda por la acción”, una estrategia educacional que incluía la publicación de libros y panfletos; las obras de arte y las actuaciones públicas. En el proceso de dar el salto de la reflexión a la acción, esta propaganda adquirió un tono muy violento y se tradujo entre fines de 1880 y la década de 1890 en una ola de actos de terrorismo individual donde se asesinó a casi una decena de autoridades en Europa y Estados Unidos, desde el asesinato del zar Alejandro II en 1881 al del archiduque Franz Ferdinand en 1914. Esta violencia fue repelente para algunos, pero para muchos otros se justificó porque habría sido iniciada por la opresión y explotación el Estado. Errico Malatesta, sostuvo incluso que la única violencia justificada era la anarquista. Los debates éticos en torno a la violencia anarquista, ya sea contra las personas como los bienes públicos o privados, no han parado desde entonces y reaparecen ante la opinión pública, como ocurrió con Ted Kaczynski, el famoso “Unabomber” y más recientemente con el llamado Black Bloc (Bloque Negro), estos grupos de encapuchados, habitualmente vestidos de negro, que atacan símbolos del capitalismo y el Estado, enfrentándose enconadamente con la policía.

Acciones directas

El Black Bloc, según el especialista Francis Dupuis-Déri, surgió en Berlín-Occidental hacia fines de 1980 y saltó a la fama en la llamada “batalla de Seattle” de 1999. Desde entonces, el bloque ha intervenido en innumerables manifestaciones antiglobalización y en movimientos como Occupy, la Primavera árabe y los Indignados españoles. Su nombre no solo alude a la formación de encapuchados de negro, sino también a un cuaderno de instrucciones disponible en internet (en Chile, paraíso capitalista, el texto se vende en las calles).

Leer los proyectos de constituciones anarquistas es algo desalentador y exasperante, luego de tanta alharaca emancipadora. El problema no resuelto es cómo proporcionar orden social sin recurrir a la represión o subordinación; cómo mantener la igualdad y la libertad sin que se imponga la uniformidad y lograr que prevalezca la armonía de intereses y la participación voluntaria de todos, sin que se imponga el egoísmo del más fuerte, en sociedades grandes y complejas, con millones de habitantes y proyectos de vida diferentes.

Según Kinna es un error ver las acciones de estos encapuchados como actos irracionales o apolíticos, porque tienen una clara intencionalidad ideológica. Sostiene que el fenómeno debiera verse a partir de la nueva dimensión que ha adquirido la protesta cuando se desechó el modelo de marcha hippie y adoptó una visión más agresiva, que se asumió como la única forma legítima de acción política. Kinna observa que estas movilizaciones pueden tomar la forma de acciones constitucionales ortodoxas, acciones simbólicas o bien de acciones directas o desobediencia civil. Estas últimas usualmente confundidas. La acción directa se asocia con actos ilegales o delitos, como es el caso de los saqueos, el sabotaje o el llamado monkeywrenching; la desobediencia civil en tanto, son actos de resistencia no violenta ante una injusticia específica en los cuales sus participantes anticipan una detención por la autoridad.

El anarquismo ha tendido a ver sus actividades como medios para “despertar” a una multitud hipnotizada. Lo que supone la existencia de un grupo despierto y el poder de los medios de comunicación y del capitalismo para hechizar a la gente o hacerla cómplice. La ruptura del consenso se asume entonces como una forma de insubordinación y de reafirmación de la autonomía. Esto se liga con el “impulso moral” que, según la misma autora, recorre al activismo anarquista. Pero esto también arriesga la emancipación autónoma de los propios oprimidos, quienes no debieran seguir a nadie que les diga al oído cómo deben vivir.

Los anarquistas han diseñado un futuro para nosotros en diversos proyectos de organización. Cada vez que usted ve una pared rayada con el famoso signo de la A dentro de un círculo –un acierto de diseño del francés Anselme Bellegarrigue– lo que está viendo es un símbolo del “orden en la anarquía”, fórmula acuñada por Proudhon para sugerir que el gobierno es la guerra civil y que el verdadero orden está donde no gobierna nadie. Este orden anarquista es, sin duda, el talón de Aquiles. Leer los proyectos de constituciones anarquistas es algo desalentador y exasperante, luego de tanta alharaca emancipadora. El problema no resuelto es cómo proporcionar orden social sin recurrir a la represión o subordinación; cómo mantener la igualdad y la libertad sin que se imponga la uniformidad y lograr que prevalezca la armonía de intereses y la participación voluntaria de todos, sin que se imponga el egoísmo del más fuerte, en sociedades grandes y complejas, con millones de habitantes y proyectos de vida diferentes.

Para Ruth Kinna las posibilidades políticas del anarquismo no debieran medirse por el éxito de su proselitismo, sino por los ajustes que puedan introducirse en organizaciones no anarquistas. Esto parece un premio de consuelo, pero la autora le pide al anarquismo pragmatismo –no peras al olmo–, porque de lo contrario no podrá funcionar como alternativa política. No se trata, dice, de forzar una opción política entre dos modos opuestos de vida, el Estado y la anarquía, sino que impulsar proyectos políticos populares, sociales y culturales dentro de un marco institucional. De lo contrario, uno podría agregar, la anarquía solo será la fiesta de recepción para la llegada de Godzila u otro Leviatán con esteroides.

 

The Government of No One: The Theory and Practice of Anarchism, Ruth Kinna, Pelican Books, 2019, 432 páginas, US$27.