Jorge González, Hueders, 2020.

POR Constanza Gutiérrez
Artículos

Jorge González

La voz de Jorge González, sanmiguelino nacido en 1964, hijo de un vendedor de timbres de goma y una costurera, continúa alzándose como una voz crítica del poder, que marcó a la generación de los 80 y que le sigue hablando a los disconformes de hoy. Este libro ofrece un recorrido vibrante por la vida de un músico que, al frente de Los Prisioneros, hizo de la música popular una expresión orgánica del espíritu contestatario.

“DECIMOS LO QUE SABES, PERO SABEMOS CÓMO HABLAR”

En el momento en el que La voz de los 80 fue editado, a fines de 1984, Chile parecía dormido. La política prácticamente no existía, los rectores de las universidades y principales liceos habían sido reemplazados por militares o partidarios del régimen militar de Augusto Pinochet, y había soplones entre el alumnado. La prensa no podía publicar más que lo que estuviese permitido por el régimen militar y en televisión —la única diversión nocturna en un país con toque de queda— eran capaces de censurar una canción de amor por el simple hecho de repetir la palabra “No”3. Los programas consistían en shows de variedades, conversaciones o concursos como los de Sábados Gigantes, el programa de Don Francisco, donde el público tenía la oportunidad de ir al escenario, sortear ciertas pruebas y ganar electrodomésticos o un Fiat 600. En cuanto a la escena musical, las fábricas de discos habían cerrado y era la televisón la que empezaba a cubrir el rol de las radios. Para hacerse conocido haciendo música, entonces, lo importante era aparecer en un programa como Sábados Gigantes, Éxito o incluso El Festival de la Una. Y la escena era tan soporífera como lo demás: la izquierda se abocaba al Canto Nuevo —música preciosista con letras metafóricas que aburrían mortalmente a Jorge, adolescente impaciente y directo—, mientras que los más frívolos o apolíticos podían aspirar a una carrera musical corta y predecible, que solo podía desarrollarse en televisión y cuya consagración consistía en presentarse al Festival de Viña. ¿Después? Un par de entrevistas y vuelta a la tele. Quizás componer un par de jingles, o convertirse en animador, como hizo José Alfredo Fuentes.

Algo grande está naciendo,
en la década de los 80,
ya se siente en la atmósfera
saturada de aburrimiento.
Los hippies y los punks
tuvieron la ocasión
de romper el estancamiento,
en las garras de la comercialización
murió toda la buena intención.
Las juventudes cacarearon bastante
y no convencen ni por solo un instante
pidieron comprensión, amor y paz
con frases hechas muchos años atrás.
Deja la inercia de los 70,
abre los ojos, ponte de pie
escucha el latido, sintoniza el sonido,
agudiza tus sentidos, date cuenta que estás vivo.

Ya viene la fuerza, La voz de los 80.

“El estribillo de la canción que representaba a Perú, titulada ‘No vas a hacerme el amor’, contenía 36 veces la palabra ‘No’. De la nada surgió la denuncia de plagio por parte de una desconocida diseñadora, de nombre Jacqueline Cadet, que según versiones de prensa frecuentaba el bar Oliver, sitio de reunión de ex agentes de la DINA. Su prueba era un casete con una canción que habría inspirado a los peruanos, y que ella habría enviado al festival dos años antes; pero no existían huellas de esa postulación. El tema supuestamente plagiado no tenía partitura ni había sido inscrito en el Registro de Propiedad Intelectual. Se designó como perito al arreglador musical Horacio Saavedra —un clásico del festival—, quien sentenció, pese a la carencia de pruebas, que efectivamente se trataba de un plagio”. Fragmento del libro La era ochentera, Óscar Contardo y Macarena García.

El Canto Nuevo, representado por Eduardo Gatti, Sol y Lluvia, Schwenke & Nilo y otros, no era solo un género musical con guitarras arpegiadas, sino una estética completa, y ya gastada, que no tenía nada que ver con Jorge y sus amigos: un modo de vestir (largas greñas, chaquetas café, chalecos y pañuelos lila), gente con la que relacionarse o no (generalmente, de clase alta) y carreras universitarias ligadas al arte y las humanidades. El Canto Nuevo fue el primer movimiento musical que respondía a la represión cultural que imponía la dictadura, pero no se trataba de un grupo de vanguardia. Nostálgicos, querían revivir la Nueva Canción —ese movimiento latinoamericano de canciones de protesta que las dictaduras censuraron— a la vez que se interesaban por exponentes del folclore gringo como Bob Dylan y Joan Baez. Organizaban peñas y café-concerts y se juntaban en el Café del Cerro, en el Barrio Bellavista, donde realizaban recitales en los que tocaban Congreso, Eduardo Peralta, Santiago del Nuevo Extremo, Inti Illimani e Illapu. Respecto de ellos y sus poéticas letras, Jorge González decía en la revista La Bicicleta: “Yo protesto contra los tipos que usan la poesía como arma de combate. Los tipos que por parecer profundos oscurecen un texto y que al final uno no entiende si les interesa tanto su causa como ellos mismos”.

Los Prisioneros llegaron a ocupar el espacio del que no se identificaba con el Canto Nuevo. Sin embargo, y aunque estuvieran influenciados por estéticas del primer mundo como el punk y el new wave, tampoco ofrecían una imagen de estrellas pop ni la de íconos rebeldes. No se disfrazaban para subir al escenario, eran vecinos de San Miguel. Inspirados en los raperos del Bronx, habían elegido usar zapatillas North Star (las que podían permitirse) y chalecos, como si estuvieran en su casa, y las palabras que utilizaba Jorge para sus letras formaban parte del habla cotidiana. A diferencia de los exponentes musicales del Canto Nuevo, González escribía letras directas, al callo. Leía lo que lo rodeaba y se hacía cargo de su entorno; entregaba su lectura. No fue necesario, por ejemplo, escribir una letra explícita contra el dictador. Las críticas apuntaban a todos lados (las cosas no se iban a solucionar solo porque Augusto Pinochet cayera) y tenían que ver con aquello que los afectaba en lo cotidiano: “Brigada de negro” mostraba su visión sobre la aletargada juventud y sus fiestas (Sábado en la noche, la gente estúpida sobra / Sábado en la noche, quién pesca a una chiquilla / Sábado en la noche, nadando en alcohol y tabaco / La noche es joven para lucir letreros en la ropa / Convence a tu chiquilla que te pareces a su ídolo); “Muevan las industrias” retrataba un problema país, la cesantía después del cierre de las fábricas, pero porque esto había afectado al padre de Miguel, el baterista de la banda, y su canción más famosa, si no su himno, “El baile de los que sobran”, hablaba de sus amigos, de sus compañeros de curso, de todos los alumnos de liceos fiscales de Chile:

Nos dijeron cuando chicos: jueguen a estudiar
Los hombres son hermanos Y juntos deben trabajar.
Oías los consejos, los ojos en el profesor,
Había tanto sol sobre las cabezas
Y no fue tan verdad
Porque esos juegos, al final,
Terminaron para otros con laureles y futuros
Y dejaron a mis amigos pateando piedras.

Bajo los zapatos, barro más cemento
Y el futuro no es ninguno
De los prometidos en los 12 juegos.
A otros le enseñaron secretos que a ti no
A otros dieron de verdad esa cosa llamada educación.
Ellos pedían esfuerzo,
Ellos pedían dedicación
¿Y para qué? Para terminar bailando y pateando piedras.

“Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos”, “Quieren dinero”, “Por qué no se van”, todas canciones que hablan de problemas que están más allá de la figura del dictador, pero directamente relacionadas con él y con la manera en la que sus decisiones afectaban la vida cotidiana de la gente normal (el “milagro económico” previo a 1982, bienestar que para alguien vacío como Pinochet se traducía en que uno de cada siete chilenos tuviese auto y teléfono, y uno de cada cinco televisor, y que dio paso a la peor crisis económica en 50 años). A ese grupo de gente normal era al que Jorge no quería dejar de pertenecer. Hoy dice que lo que le parece más triste de “El baile de los que sobran” es que describe tal cual lo que le pasó al dejar el colegio: “Me encontraba con ex compañeros y no los veía tan contentos como cuando en la sala contaban chistes. Entre los 17 y los 18 se vieron obligados a envejecer 10 años. Es terrible que niños de 16 años tengan que salir a la calle a defender a sus padres, porque eso es lo que está pasando”.

Su imagen era la de un joven tranquilo, un vecino cualquiera, pero crítico y descortés. A menudo se le calificó de resentido; las mentes simples suelen pensar que las críticas a la injusticia nacen de la envidia. Sin embargo, Jorge explicó a la revista Súper Rock que la suya no era “una postura irreflexiva contra la gente que tiene dinero, como nos han querido interpretar; muy por el contrario, es una actitud de rebeldía contra los que viven en un mundo de fantasía”.

En la prensa, la imagen de Los Prisioneros siempre fue distinta a la de las demás bandas. Ahí donde los periodistas esperaban encontrar un conjunto pop vacío, se encontraban con jóvenes vestidos como para ir a comprar el pan que aseguraban no estar interesados en las drogas ni en las fiestas que adormecían a sus coetáneos. Conjugaban la melodía de la canción pop con letras duras sobre la realidad, y es esta fantasía, la del artista pop, la que les permite entrar en la agenda periodística de un país en dictadura, no sin marcar una diferencia. En estas reseñas y entrevistas, era Jorge, como líder de la banda, y siendo el más deslenguado e irónico, quien destacaba.

—Hablando de música y haciéndonos cargo de aquellas críticas que hacen sus detractores… Aseguran que si bien tienen estribillos pegajosos, las canciones están compuestas sobre la base de no más de tres o cuatro compases. ¿Han realizado ustedes estudios musicales?
La cultura musical nuestra es la misma de los que escuchan radio. Hacemos música popular, no docta. No piensan tener tres o cuatro compases nuestras canciones… tienen como cinco.

—¿Cómo se definen políticamente?
Esas cosas no se contestan en estos tiempos. No sabemos nada de política y el conjunto nunca ha sido partidista. Ninguno de nosotros está inscrito en un partido. Piense usted que pal 11 (de septiembre) teníamos siete años y durante todos estos años no se nos ha enseñado educación política. Así que no sabemos lo que es la derecha ni el centro ni la izquierda.
—¿Y la extrema izquierda? ¿Saben lo que es el marxismo?
Hemos leído que la gente de la izquierda es muy mala y que el marxismo se come los postes…
—¿Creen en Dios?
Yo no (dice Jorge). Tengo muchas preocupaciones en esta Tierra como para estar pensando en el cielo.
La Segunda, 2 de enero de 1987.

A pesar de su personalidad llamativa para la prensa o que Carlos Fonseca y el mismo Jorge González estuvieran seguros de tener algo bueno entre las manos, el éxito de La voz de los 80 fue discutible: consiguieron un contrato con la discográfica EMI a los pocos meses de haberlo editado, pero siguieron pelando el ajo durante mucho rato. Las canciones no fueron tocadas en la radio, ellos mismos cargaron sus instrumentos (que, en un principio, eran arrendados) durante toda la gira promocional, y alguna vez durmieron en el furgón en el que viajaban.

Al componer el segundo disco de Los Prisioneros, Jorge aún vivía en San Miguel, en la casa de sus padres. La banda compró un Casio CZ 5000, que tenía un secuenciador, pero había que programarlo todo, nota por nota. “Fue un trabajo de chinos, pero yo feliz. Me encerré y le puse color, porque yo era el único que tenía las ganas de hacerlo y la capacidad, pero en realidad la capacidad venía por las ganas, la capacidad siempre viene por las ganas”. El Pateando piedras salió a la venta en septiembre de 1986 y trajo consigo al público, pero no la plata: si bien vendieron cinco mil copias en los primeros 10 días de su distribución y llenaron dos veces el Estadio Chile para presentarlo, Los Prisioneros seguían sin ver un peso, pagando la inversión en instrumentos y horas de estudio que había hecho el padre de Carlos Fonseca. El 10 de diciembre de ese año, EMI anunció que habían ganado doble disco de platino. Empezaron a tocar por todos lados, teatros y estadios, y hasta fueron invitados a la Teletón, donde fueron censurados por primera vez.

La primera Teletón, programa de beneficencia de 27 horas seguidas que aún se transmite año por medio, se había realizado en 1978, y era la versión de Don Francisco del programa que había inventado Jerry Lewis, en Estados Unidos, para ayudar a la Asociación de la Distrofia Muscular. Gracias a su popularidad, a Don Francisco no le costó conseguir auspiciadores ni que los canales nacionales aceptaran transmitir todas esas horas, no obstante, no todo el show dependía de él: TVN no iba a emitir algo que no hubiese transmitido en un día normal solo por tratarse de un espectáculo benéfico, por lo que cuando Los Prisioneros comenzaron a tocar “La voz de los 80”, el canal cortó sus transmisiones y se fue a comerciales, alegando desperfectos técnicos. Los Prisioneros no se dieron cuenta hasta llegar a sus casas, donde les contaron que al menos Canal 13 sí había transmitido la presentación.

La relación de Jorge González con la prensa siempre ha sido conflictiva. Son pocos los periodistas que están atentos a su trabajo y no a sus polémicas, porque es innegable también que —arrogante e impulsivo—, les ha dado de qué hablar. Tras el éxito de Pateando piedras, Los Prisioneros fueron nominados a unos premios que organizaba el suplemento Clip del diario Las Últimas Noticias. Convencidos de que ganarían todo, se enojaron al ver que compartían reconocimientos con la banda Cinema. Si realmente fue por lobby o no, cómo saberlo, lo cierto es que fue un error: ahora seguimos hablando de Los Prisioneros y no de Cinema. Los Prisioneros subieron a recibir sus premios al escenario solo para tirarlos al suelo ahí mismo. Más tarde, el problema sería el matrimonio del propio Jorge. Se había casado con Jacqueline Fresard en 1986, después de casi dos años de pololeo, en la iglesia Recoleta Domínica. Fue un matrimonio muy comentado por la prensa, no solo por el hecho de que fuera por la iglesia, de blanco ella y de traje él, sino porque Jacqueline Fresard era hija de un subsecretario de Economía de Pinochet. Mientras a los padres de Fresard no les molestaba la pareja de su hija ni a los de Jorge Jacqueline, a la prensa no le gustó esta unión. La antipatía, que era anterior, se acentuó aún más.

“No es que (nuestras familias) se fueran a morir si no nos casábamos (por la iglesia católica), pero yo sabía que los papás iban a estar felices si lo hacíamos. Cómo íbamos a ser tan egoístas de quitarles esa alegría, para irnos a vivir juntos como cualquier pareja de hippies-intelectuales”, dijo Jorge en la revista Mundo Diners Club, en 1987.

El día de la ceremonia, en la iglesia, Jorge tuvo un problema con un reportero gráfico. La guerra estaba declarada. “Yo quería que mi casamiento fuera algo privado. Y no solo la unión del corazón de Jacqueline y el mío, sino con los de nuestros papás también. Yo sabía que para el público iba a ser difícil comprender todo esto, pero —aunque parece título de canción barata— el amor es así. No tiene nada de malo que yo me enamorara de una persona con una familia que vive tan lejos de la mía”, argumentó en la revista Súper Rock. “Había muchas publicaciones que hablaban que yo estaba traicionando mis ideales. Eso no va a ser nunca. Yo me siento orgulloso, más que por los discos vendidos, los premios ganados o el cariño de la gente, por jamás haber mentido, por mostrarle siempre nuestra verdad a la gente. Yo tenía razones para que no sacaran fotos. Unos pocos periodistas entendieron, pero otros no”.

La gira del Pateando piedras solo consiguió que los tres jóvenes, que ya eran antipáticos y displicentes, se pusieran peor. Salieron preparados para el éxito, con un grupo de trabajo de 15 personas, entre técnicos, roadies y músicos, y material para construir escenarios, pero no anticiparon lo que se encontrarían: eran los nuevos enemigos oficiales de la dictadura. La censura en la Teletón los había dotado de un halo de misterio que no imaginaron jamás. En Constitución nadie salió a recibirlos y el local estaba cerrado; en Puerto Montt les dijeron que el gimnasio ya no estaba disponible y tuvieron que arrendar un cine donde no cabía ni la mitad de las personas que querían entrar, y en Victoria fueron derechamente prohibidos por la Comandancia de la Guarnición Militar. Alegaban que Los Prisioneros influenciaban negativamente a la juventud, incitándola a la drogadicción, el alcoholismo y el amor libre, y hasta vigilaron que ninguna radio difundiera noticias sobre la visita del trío. Los Prisioneros, entonces, eran estrellas conocidas en todo Chile y la prohibición no hacía más que confirmarlo: llenaron locales —y a veces hasta dos fechas— en Curicó, Chillán, Talcahuano, Tomé, Curanilahue, Valdivia y Puerto Montt, y en Victoria tocaron igual, en un pequeño gimnasio, a escondidas de los militares.

Tras la gira, volvieron al estudio con chofer, nuevos equipos y ayudantes, convencidos de que, no importaba lo que hicieran, estaría bien. Es quizá por esto que La cultura de la basura (1987), su tercer disco, fue difícil de grabar. Obnubilados y aburridos por el éxito que había tenido el disco anterior, se presentaron en el estudio con pésima actitud.

A esas alturas, no era solo Jorge quien creía ser un genio infalible; Claudio y Miguel decidieron que ellos también compondrían, lo que significaba alterar toda la dnciones. Al ser su primera vez como compositores dentro de un estudio, algunas cosas tomaron mucho más tiempo del que debían. Y aunque ahora podían despilfarrar horas de estudio, y lo hacían, Jorge no tenía paciencia: se iba a dormir siesta mientras sus amigos decidían cómo iban a hacer los coros. Regresaba más tarde y entonces debatían largamente qué samplers meter (Pedro Picapiedra hablando con Pablo Mármol, algo de los Beatles, etcétera). Años más tarde, en una entrevista a Marisol García para Chilerock, diría: “Estoy demasiado acostumbrado a seguir mis propios tiempos, mis propios impulsos, y hacer las huevás por instinto. Y cuando trabajai con gente tenís que venderles la poma’ cada vez que se te ocurre alguna idea, ¿cachai? Más encima, sabiendo que es por el bien de ellos. Y eso ya no lo puedo hacer. En Los Prisioneros me cargaba un poco eso de tener yo la idea genial y tener que vendérsela a mis compañeros. O sea, huevones, háganme caso nomás…”.

Jorge González, Hueders, 2020.