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Nanni Moretti, mesías lunático

Ensayo de Alan Pauls, publicado en su libro Temas lentos, Ediciones UDP, 2012.

A mediados de 1976, los hermanos Taviani discutían en su pequeña oficina romana los detalles de la película que tenían entre manos –Padre padrone– cuando el ronquido de un motor que se acercaba, ligeramente desafinado, los obligó a callarse. Vieron por la ventana una vieja Vespa blanca estacionada frente a la oficina y a un hombre alto, extraordinariamente flaco, vestido con unos raídos pantalones de pana, que caminaba hacia ellos con el casco todavía puesto y los trancos largos y ciegos de un sonámbulo. Por un momento, un poco inquietos, los Taviani alentaron la esperanza de que la visita no fuera para ellos. Pero el timbre sonó, sonó una, dos, tres veces, y Paolo –el más aplomado de los dos: casi veinticinco años después, Vittorio confiesa que él había propuesto que se quedaran en silencio, fingiendo que no había nadie en la oficina– abrió la puerta, y el hombre entró y les estrechó la mano durante un largo rato, con una gravedad un poco pasada de moda, quizá burlándose, y sin decir una palabra se sentó ante el escritorio, en la silla de Paolo, de modo que Paolo, después de cerrar la puerta, fue hasta el escritorio y se quedó de pie junto a Vittorio –solo había dos sillas en la oficina–, posición en la que debió permanecer los quince minutos que duró la visita del desconocido.

–Soy Nanni Moretti –dijo.

Y ya abría la boca para seguir hablando cuando Vittorio, tartamudeando, con una trémula cortesía, le preguntó si no creía que sin el casco, dado que estaban en pleno verano, estaría mucho más… Moretti no lo dejó terminar y se quitó el casco con un solo gesto, como quien se arranca una máscara en la última escena de una película de terror. Entonces los Taviani comprendieron dos cosas: que a Nanni Moretti no le gustaba ser interrumpido, y que la cara que asomaba detrás de las cortinas de pelo y de barba era la cara de alguien joven, muy joven: una especie de estudiante crónico, pálido y desaliñado, propenso a la cólera y al rubor, un espectro de entusiasmo irascible que mayo del ’68 había enviado –según el caprichoso régimen de intercambios que a menudo suscriben las décadas– a la Roma de mediados de los años ’70.

Los Taviani no recuerdan muy bien de qué hablaron. Recuerdan que Moretti habló, habló y habló y que ellos escucharon. Quería trabajar con ellos en su próxima película. De meritorio, de eléctrico, de cualquier cosa. Había hecho un par de cortos en Super-8 que podía mostrarles, si querían. Nada demasiado importante: ejercicios. Ahora empezaba a preparar su primer largometraje, también en Super-8.

–Ah, qué bien –suspiró Paolo–. ¿Y de qué va a tratar su película?

–Todavía no lo sé –dijo Moretti–. Solo tengo el título. Se va a llamar Yo soy un autárquico.

Los Taviani no recuerdan muy bien cómo consiguieron que se fuera. Recuerdan, sí, qué fue lo que pensaron mientras lo despedían, mientras con alivio, casi encariñados, lo veían ponerse el casco y subirse a la Vespa con la parsimonia de un cowboy de western marciano. Pensaron que lunáticos así eran los que hacían estallar el frágil equilibrio de los rodajes… y también los que hacían posible que el cine volviera a respirar.

–No lo contratemos –dijo Paolo–; va a ser mejor para todos: para nosotros, porque vamos a filmar en paz; y para él, porque va a poder hacer su película.

Pero a Moretti nadie le dice que no. Ni los hermanos más famosos del cine italiano. A los 23 años, esta ex estrella del waterpolo, que había renunciado por el cine a una carrera más que promisoria –titular de la primera del Lazio, miembro del equipo nacional juvenil–, no trabajaría en el equipo técnico de los Taviani pero sí como actor: Moretti es el campesino que lleva el nombre de Cesare en Padre padrone, el film que al año siguiente consagrará en Cannes a los Taviani. Y algunos meses más tarde, tan sucio, ensimismado e irritable como había irrumpido en la oficina de los Taviani, Moretti filma las primeras tomas de Io sono un autarchico. El debut es múltiple. Con la cámara de Super-8 que compró vendiendo su colección de estampillas, Moretti inaugura al mismo tiempo tres cosas: una carrera en el largometraje, un alter ego de ficción llamado Michelle y una manera de hablar y mirar en primera persona a la que el cine nunca se había asomado.

Todo Moretti está de algún modo en ese paso de comedia con los Taviani. La intempestividad, la desubicación, esa determinación radical, a mitad de camino entre el estupor autista y el fanatismo: las mismas fuerzas que inquietaron esa tarde de verano a los Taviani son las que recorren la obra y la actitud del más original –y el más incómodo– de los cineastas italianos contemporáneos. Ya el título del primer largometraje anuncia la premisa básica del programa Moretti: autosuficiencia, autogestión, autonomía. Y habría que agregar: autobiografía. Porque Moretti no solo protagoniza como actor todas sus películas, sino que el personaje que interpreta, de Io sono un autarchico (1976) hasta Aprile (1998), es, con algunos matices, una versión más o menos exasperada de sí mismo, y gran parte de los personajes que lo escoltan en la ficción son parte de su familia, de su equipo de trabajo o de su círculo de amistades en la vida real. Caro diario (1994) y Aprile son sin duda las apoteosis de esa práctica exhibicionista: films híbridos, formalmente inestables, jugados en la tensión entre una puesta en escena rigurosa, incluso obsesiva, y un material excavado de la cotidianidad más banal y verdadera. Pero el Moretti caprichoso y monotemático de Aprile, que se queja de la liviandad de los teléfonos modernos o deserta de una filmación para tomarse un capuccino, no es muy distinto, por ejemplo, al Michele Apicella de Sogni d’oro (1981), un cineasta de vanguardia que prepara un film llamado La mamá de Freud, mantiene una pésima relación con su madre (interpretada por la madre real de Moretti) y compite con un cineasta rival en un programa de TV que los obliga a disfrazarse de pingüinos, o al sacerdote intolerante de Basta de sermones (1985), que se rebela y maltrata a todos los que acuden a él en busca de consuelo, o al Michele de Io sono un autarchico, que, mantenido por el padre y abandonado por la novia, mata las horas recitando en un espectáculo de teatro experimental y se entrena haciendo trekking en la montaña.

Se llame Michele Apicella (como en sus cuatro primeras películas y en Palombella rossa, de 1989), don Giulio (como en Basta de sermones) o directamente Nanni (como en Caro diario, de 1994, y Aprile), si Moretti aparece una y otra vez en pantalla es para encarnar siempre el mismo personaje: un sujeto impaciente, en carne viva, incapaz de encontrar su lugar en el mundo, incómodo en todos los contextos, todas las relaciones y todos los discursos, eternamente insatisfecho, que camina de un lado al otro como una fiera enjaulada y solo encuentra consuelo en la más psicótica (y la más anticinematográfica) de las compulsiones: el soliloquio. Moretti filma y se filma haciendo lo que más sabe: pensar en voz alta. Importa poco, pues, si el Moretti que camina por las paredes de las películas de Moretti es el mismo Moretti que las filma; lo que importa es que todos los Moretti confluyen y se funden en una misma y única figura conceptual, motor, materia y forma del cine morettiano: la figura del pensador que ya no puede pensar.

 

Aprile (1998)

Aprile (1998)

 

Porque Moretti, como se dice, es alguien que no tiene paz. A diferencia de sus mayores sesentayochistas (Bernardo Bertolucci, Marco Ferreri, su adorado Pasolini, a quien homenajea en la segunda “entrada” de Carodiario, cuando peregrina a bordo de su Vespa hasta el descampado donde Giuseppe Pelosi lo mató en 1975), que inventaron y protagonizaron el último gran éxtasis artístico-político del siglo XX, Moretti, nacido en 1953, llegó demasiado tarde, cuando la fiesta había terminado o se degradaba en la insensatez y el espanto. De joven, mientras entrenaba en las piletas del Lazio, militó en la izquierda extraparlamentaria, una de las alternativas que los radicales italianos improvisaron para evitar ser arrastrados por el naufragio de Enrico Berlinger y el eurocomunismo, para oponerse a la hegemonía de la democracia cristiana y para imaginar algún destino que no fuera el que proponían la pólvora y la sangre del terrorismo. Io sono un autarchico es de 1976, un año después del asesinato de Pasolini, y una de las pocas cosas que los Taviani recuerdan con claridad de aquella conversación con Moretti es la pasión, la tristeza sin consuelo y la ira con que ese joven energúmeno de 23 años se puso a hablar del autor de Teorema, negando la versión oficial de su muerte y asegurando que los autores del crimen “habían firmado la sentencia de muerte del cine italiano”. (“Bueno: tampoco hay que exagerar”, creyó necesario decir Vittorio, quizás un poco lastimado). Huérfano del padre Pasolini, Moretti solo tiene una manera de hacer el duelo: convertirse en cineasta y filmar.

El signo fúnebre de esa iniciación tenía todo para condenarlo a la amnesia o a la nostalgia, dos destinos que supo esquivar como nadie, con la cintura, la agilidad y la falta de misericordia que solo tienen los grandes artistas de la risa. (Vittorio Taviani, recordando aquel primer encuentro en la oficina, dijo que nunca había visto a un chico tan desprovisto de gracia extraer de esa indigencia un encanto tan grande. Paolo asintió y dijo: “¡Como todos los cómicos!”) Frágil y saludable a la vez, precario y extrañamente entusiasta, el cine de Moretti tiene la curiosidad y la obcecación de una fuga hacia adelante; trabaja con formas y tonos menores, flirtea con el documental, funde el registro de la intimidad cotidiana con el de la intervención política, alterna films de ficción con cortometrajes de urgencia, y lo que sostiene el movimiento singular de su obra es un puñado de preguntas que vuelven una y otra vez, espasmódicas, como tics nerviosos de una suerte de tourettismofilosófico-político-existencial: ¿cómo pensar a Italia? ¿Qué hacer con las imágenes y las palabras? ¿Qué quiere decir “izquierda”? Son las mismas preguntas que acosaban a Lenin (¿Qué hacer?) y a Kant (¿Qué se puede esperar?), solo que formuladas por un cineasta que filma desde la complejidad de la posthistoria: alguien para quien la Revolución o la Razón no son premisas sino problemas, y alguien que no puede vivir sin dar rienda suelta al puñado de deseos anacrónicos que le mordisquean los talones: problematizarlo todo, nadar contra la corriente, refutar el sentido común, empezar de nuevo otra vez, todos los días, en todas partes. Así, el personaje Moretti –con sus berrinches, su intemperancia, su incorrección política, su estrepitosa falta de modales, su vocación por el fastidio– es a la vez extremadamente actual y flagrantemente arcaico; es leve, fluido y mínimo, tres cualidades esenciales para infiltrarse en las delgadas mallas de la sociedad contemporánea; y también es radical, de una intransigencia quijotesca, inflexible hasta la demencia, como si las causas perdidas fueran las únicas dignas de ser defendidas. Inventando esa gran figura conceptual que preside su cine –El Asocial, El Que Dice No, El Que No Soporta–, Moretti, fiel al axioma de Hegel, reescribe al trágico Pasolini en clave de farsa.

El gran tema del cine de Nanni Moretti es la Crisis: la confusión, la dificultad de definir y juzgar, la imposibilidad de nombrar, la mutación, lo informe, lo que se mueve pero todavía no tiene rostro. Sus detractores le reprochan su compulsión a personalizarlo todo, a traducir y reducir los problemas que aborda, originalmente sociales o comunes, al idioma privado de la neurosis, del “caso” o, como mucho, de la novela familiar. (Silvia Nono, su mujer –hija de Luigi Nono y nieta de Schoenberg–, y su hijo Pietro son los coprotagonistas de Aprile). Es probable que el reproche esté también arraigado en el efecto abrumador que provoca la avidez autárquica del cineasta: además de actuar y dirigir sus películas, Moretti las escribe, las produce con su productora, la Sacher Film (bautizada en honor a la torta vienesa por la que suspira), las distribuye con su compañía Tandem y las exhibe en su cine, el Nuovo Sacher, que programa también películas ajenas (las de Abbas Kiarostami, entre otros) y los títulos ganadores del Premio Sacher, cuyo jurado forman Moretti y su socio, Angelo Barbagallo. (El artículo 1 del reglamento dice: “Jamás serán premiados los directores imbéciles que no le gusten a Moretti”).

Nanni Moretti en “La ciudad y las palabras”

Lunes 17 de abril, a las 18:30 hrs, en el auditorio del Campus Lo Contador de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Entrada liberada. Inscripciones con Loreto Villarroel (lvillarr@uc.cl).

Pero la autarquía –gran estrategia paranoica para tiempos de crisis– es justamente lo contrario del narcisismo: es la operación que desprivatiza lo personal y lo politiza, del mismo modo que en los films de Moretti las crisis nunca son exclusivas del yo, sino que son al mismo tiempo orgánicas y sociales, afectivas y políticas, familiares y nacionales. En los primeros minutos de Palombella rossa, Michele, waterpolista, choca en camino al club donde debe competir y pierde la memoria. Todo empieza a mezclarse: las vicisitudes del juego, los jirones de recuerdos familiares del héroe, la crisis del Partido Comunista, la religión, el despotismo mediático, el cine, la intolerable espectacularización de la sociedad… El que sufrió el golpe fue Michele, pero el accidente no es individual sino colectivo, y su efecto de cortocircuito arrastra la agenda entera de toda la sociedad. Moretti filma la perturbación de su personaje, pero la filma con la mirada de una especie de socio-neurólogo, alguien capaz de ver el funcionamiento mental de la sociedad, o de pensar la sociedad como un cerebro que hace falsos contactos, que patina y delira. Y en Aprile, el film narcisista por excelencia, ¿qué hace Moretti a los cinco minutos de ser padre por primera vez? Corre como un poseso por el hospital, todavía con el guardapolvo puesto, aullando y tratando de empapelar las paredes con la consigna de lucha que acaba de acuñar en la sala de partos: ¡Peridural Libre! O sale con su Vespa a la calle a festejar y descubre que toda Roma celebra el triunfo electoral del Ulivo –la coalición de centroizquierda que desaloja del poder a Berlusconi–, y a los autos que hacen sonar sus bocinas, él, padre flamante, levantando los brazos, contesta a los gritos: “¡Cuatro quilos doscientos!”.

¿Moretti personalista? Sin duda. Pero a condición de comprender hasta qué punto ese personalismo, que es básicamente una construcción artística, es también una de las poquísimas maneras felices en que el cine puede hoy tener alguna relación productiva con lo político. Moretti se lo toma todo de un modo personal. Quiere ser testigo de las cosas, quiere ver, quiere estar ahí. Stare lí, stare lí: es el lema que lo lleva a filmar el debate histórico sobre el cambio de nombre del PC italiano (La Cosa, 1990), o la llegada de los barcos cargados de refugiados albaneses y la declaración de independencia de Padania (Aprile), o los doce espectadores que asisten a la première de Primer plano, el film de Kiarostami, en el Nuovo Sacher (Il giorno della prima di Close-up, 1996). Estar ahí y sufrir, estar ahí y querer irse, estar ahí y delirar –pero no delegar nunca, no tener emisarios, no dejarse representar. En una de las escenas más regocijantes de Aprile, Moretti, acuciado por otra indignación, se va al Hyde Park de Londres a leer en voz alta todas las cartas de reclamo que escribió (y nunca envió) a las organizaciones de la izquierda italiana. Las lee, las recita a voz en cuello para la media docena de homeless que lo contemplan, y a medida que va dejando caer las hojas escritas –a medida que la carcajada nos asalta–, lo que se dibuja en la pantalla es la extraña, la intensa dimensión moral de Moretti, esa especie de irreductibilidad que lo convierte en un mesías contemporáneo, a la Buster Keaton: alguien que sabe que no hay salvación, pero aun así no piensa dejar de gritar.