Tema libre, Ediciones UDP, 2018.

POR Alejandro Zambra
Artículos

Tema libre

Primero hay que vivir, decía Claudia, y era difícil no estar de acuerdo: antes de escribir había que vivir las historias, las aventuras.  A mí no me interesaba, por entonces, contar historias. A ella sí, es decir no, no todavía; quería vivir las historias que quizás años o décadas después, en un incierto y sosegado futuro, contaría. Claudia era cortazariana a más no poder, aunque su primera aproximación a Cortázar había sido, en realidad, un desengaño: al llegar al capítulo 7 de Rayuela reconoció,  con pavor, el texto que su novio solía recitarle como propio, por lo que terminó con él y comenzó, con Cortázar, un romance que tal vez aún perdura. Mi amiga no se llamaba, no se llama Claudia: protejo, por si acaso, su identidad, y la del novio, que entonces era ayudante de cátedra y seguro que ahora da clases sobre Cortázar  o sobre Lezama Lima o sobre intertextualidad en alguna universidad norteamericana.

A esas alturas de 1993 o 1994, Claudia ya era, sin duda, la protagonista de una novela larga, bella y compleja, digna de Cortázar o de Kerouac o de cualquiera que se atreviera a seguir su vida rápida e intensa. La vida de los demás, la vida de nosotros, en cambio, cabía de sobra en una página (y a doble espacio). A los dieciocho años Claudia ya había ido y vuelto varias veces: de una ciudad a otra, de un país a otro, de un continente a otro, y también, sobre todo, del dolor a la alegría y de la alegría al dolor. Llenaba sus croqueras con lo que yo suponía que eran cuentos o esbozos de cuentos o quizás un diario. Pero la única vez que aceptó leerme unos fragmentos descubrí, con asombro, que escribía poemas. Ella no los llamaba poemas sino anotaciones. La única diferencia real entre esas anotaciones  y los textos que en ese tiempo yo escribía era el nivel de impostura: transcribíamos las mismas frases, describíamos  las mismas escenas, pero ella las olvidaba o al menos decía olvidarlas, mientras que yo las pasaba en limpio y perdía las horas ensayando títulos y estructuras.

Deberías escribir cuentos o una novela, le dije a Claudia esa tarde de viento helado y cerveza fría. Has vivido mucho, agregué, torpemente. No, respondió, tajante: tú has vivido más, tú has vivido mucho más que yo, y enseguida empezó a relatar mi vida como si leyera, en mi mano, el pasado, el presente y el futuro. Exageraba, como todos los narradores (y como todos los poetas): cualquier anécdota de la niñez se volvía esencial, cada hecho significaba una pérdida o un progreso irreparables. Me reconocí a medias en el protagonista y en los decisivos personajes secundarios (ella misma era, en esa historia, un personaje secundario que poco a poco iba cobrando relevancia). De inmediato quise corresponder a esa novela improvisando la vida de Claudia: hablé de viajes, del difícil retorno a Chile, de la separación de sus padres, y hubiera seguido, pero de pronto Claudia me dijo cállate y fue al baño o dijo que iba al baño y tardó diez o veinte minutos en volver. Venía a paso lento, encubriendo, apenas, un miedo o una vergüenza que no le conocía. Perdona, me dijo, no sé si me gustaría que alguien escribiera mi vida. Me gustaría contarla yo misma o tal vez no contarla. Nos echamos en el pasto a intercambiar disculpas como si compitiéramos  en un con- curso de buenas maneras. Pero hablábamos, en realidad, un lenguaje privado que ninguno de los dos quería o podía traducir.

Fue entonces cuando me contó lo del capítulo 7 de Rayuela. Yo conocía al ayudante y sabía que había sido novio de Claudia, por lo que la historia me pareció aun más cómica, pues me lo imaginaba convertido en el cíclope del que hablaba Cortázar (“… y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen…”). Aguanté la risa hasta que Claudia soltó una carcajada y me dijo que era mentira, pero los dos sabíamos que era verdad. A mí Cortázar no me gusta tanto, lancé de repente, a pito de nada, quizás para cambiar de tema. ¿Por qué? No sé, no me gusta tanto, repetí, y volvimos a reír, esta vez sin motivo, ya liberados de la agobiante seriedad.

Sería fácil, ahora, rebatir o confirmar esos lugares comunes: si has vivido mucho escribes novelas, si has vivido poco escribes poemas. Pero no era ésa exactamente  nuestra discusión, que tampoco era una discusión, o al menos no de ésas en que uno pierde y el otro gana. Queríamos, tal vez, empatar, seguir hablando hasta que soltaran a los perros y tuviéramos que huir, borrachos, saltando la reja celeste. Pero aún no estábamos borrachos y al guardia le daba lo mismo si nos íbamos o seguíamos conversando toda la noche.

Tema libre, Alejandro Zambra, Colección Vidas Ajenas, Ediciones UDP, 2018.