Tag Archive: revolución

  1. Mayo del 68: un modelo para armar

    Leave a Comment

    Medio siglo después de la “revolución imaginaria” que hizo tambalear a Francia y Europa durante ocho semanas, cientos de libros –novelas, ensayos, memorias– se han escrito para tratar de dilucidar este evento iconoclasta y multidimensional. Pero así como existe la literatura post-68, también hay una serie de textos que prepararon el camino para la revuelta, la anunciaron o decretaron de antemano su derrota. He aquí una selección de cinco libros precursores y sucesores de Mayo del 68.

    En 1968, la filosofía tuvo su propia crisis. Mientras en las calles de París se agitaban lienzos en los que se anunciaba una nueva trinidad revolucionaria, “Marx, Mao, Marcuse”, los pensadores de la Escuela de Frankfurt, según cuenta Stuart Jeffries en Gran hotel abismo, se peleaban por escrito: por un lado, el citado Herbert Marcuse celebraba la lucha callejera y miraba la revuelta estudiantil y obrera como un paso loable de la teoría a la práctica; y por otro, Theodor Adorno alegaba que los años 60 no eran tiempos para la “postura fácil” de la acción, sino para el “duro trabajo de pensar”.

    En Francia, la envergadura del movimiento popular forzó a los intelectuales a tomar posición. Foucault, que por entonces vivía en Túnez, miró los hechos con cierta distancia: cuando volvió a París, en noviembre del 68, lo impactó la furia de los discursos, un tono que, según contó en 1975, le recordó la retórica del Partido Comunista “en su período más estalinista”. Barthes, por su parte, celebró la explosión de una “palabra salvaje” que, a través de malabares lingüísticos, engendró frases del tipo “prohibido prohibir” o “sean realistas, pidan lo imposible”.

    Para los conservadores, Mayo del 68 es el origen de los males de estos tiempos –desprecio por la autoridad, crisis del concepto de familia, violencia y terrorismo–, pero más allá de la infinidad de opiniones, lo esencial es que reflejan una memoria conflictiva y multidimensional. De ahí que una buena manera de entender los hechos sea buscar respuestas en textos de ficción, filosofía, memorias y ensayos publicados antes y después de 1968, que permiten armar el puzle de esas ocho semanas que remecieron al mundo.

    El segundo sexo, de Simone de Beauvoir (1949)
    Poco después de 1968, el famoso historiador francés Fernand Braudel salió en defensa de lo que llamó “aquella primavera deslumbrante”: “La revolución del 68 tuvo lugar en la medida en que entró en la moral”, afirmó. No es un legado exclusivo de las revueltas francesas –en Estados Unidos y en otras partes del mundo se vivía también un despertar sexual y una toma de conciencia sobre los derechos de las minorías raciales y de género–, pero en el país de los existencialistas, 20 años antes del estallido, se había publicado un ensayo fundacional para el feminismo occidental: El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, un texto que se convirtió, como cuenta la escritora María Moreno, en “el Libro Rojo de la nueva feminidad”.

    El objetivo de Beauvoir no era exigir igualdad constitucional para las mujeres, sino denunciar la desventaja cultural y social. Tomando ideas y conceptos del marxismo, el psicoanálisis y el estructuralismo, la autora propone un análisis radical: la gran derrota histórica de este “segundo sexo”, relegado a un rincón de la Historia, tuvo lugar cuando apareció la propiedad privada y el hombre se convirtió en dueño de los esclavos, de la tierra y también de la mujer. A estas alturas, la tesis del libro es famosa: “No se nace mujer: se llega a serlo”.

    En los años 60, y en particular en la Francia post-68, la desigualdad de género se instaló en la agenda de la izquierda de forma definitiva e imposible de entender sin los aportes de Beauvoir. Mayo del 68 visibilizó y aceleró a nivel local las mutaciones culturales y sociales de los años 60: el cuerpo pasó a ser un territorio político, como dijo luego Foucault, y la libertad sexual fue la forma en que los babyboomers del 68 derrocaron la vieja moral.

    Las reivindicaciones estrictamente feministas comenzaron un par de meses después de las protestas, pero durante las huelgas las mujeres constataron, como se lee en El segundo sexo, que el prestigio viril estaba “muy lejos de haberse borrado”. Según la historiadora Florence Rochefort, las jóvenes eran minoría en las marchas y sus camaradas las seguían viendo en ellas roles serviciales o de compañía. Sin embargo, a la larga el impulso revolucionario tuvo sus efectos, y en los 70 las feministas y los homosexuales se organizaron para combatir un nuevo enemigo: el orden heteropatriarcal.

    Sylvie Chaperon, otra especialista del tema, explica que Beauvoir contribuyó a redefinir el feminismo de la segunda mitad del siglo XX al politizar las cuestiones privadas y al reclamar la libre expresión de las mujeres, una “revolución de la palabra” que constituyó un eje central de Mayo del 68, según escribe Michel de Certeau en el libro La prise de parole, escrito ese mismo año: una particularidad de la revuelta fue que la palabra fue tomada por jóvenes, mujeres, anónimos; grupos que hasta entonces no tenían autoridad para hacerlo y cuyo gesto fue leído como un desacato a la autoridad y a la jerarquía. De ahí nace su imagen idílica: Mayo, ante todo, fue un grito colectivo de libertad.

    Las cosas, de Georges Perec (1965)
    Los años 60 fueron tiempos de cambio, y mientras Barthes, Derrida o Kristeva revolucionaban las formas de entender y analizar los textos –su escritura, lectura y formas de producción–, la literatura vivía su propio remezón: se hablaba de la muerte del tema, de la crisis del autor y de una rebelión contra las formas clásicas, según Patrick Combes, autor de Mai 68, les écrivains, la littérature (2008). Desde los años 50, varios movimientos literarios derrocaron las viejas normas de la escritura, entre ellos, el nouveau roman, el grupo experimental OuLiPo y los situacionistas, con Guy Debord a la cabeza.

    Un lema de 1967 atribuido a esta última corriente vaticinó el ímpetu creativo de las revueltas del 68: “No queremos un mundo donde la garantía de no morir de hambre sea intercambiada por el riesgo a morir de aburrimiento”.

    Mayo se convirtió en un tópico literario que más tarde inspiró un sinfín de libros, pero para comprender el malestar social que despertó a las masas, y en particular a los jóvenes, la literatura pre-68 es clarificadora. Las cosas, de Georges Perec, es quizás el retrato sociológico más lúcido de la época y de esa generación que Godard llamó “los hijos de Marx y Coca-Cola”: a través de la historia de Jérôme y Sylvie, una pareja de veinteañeros que trabaja para empresas de publicidad y que se entrega al placer de los objetos, el escritor inmortalizó la naciente sociedad de consumo que comenzaba a atosigar a una juventud sometida a sus aspiraciones materiales y encandilada por los medios de comunicación.

    Las cosas se adelantó a la derrota de la generación de Mayo del 68 en manos del capitalismo y el consumo: “Millones de hombres lucharon antaño, e incluso luchaban aún, por pan. Jérôme y Sylvie no creían que se pudiera luchar por divanes Chesterfield. Pero, no obstante, hubiera sido la consigna que los habría movilizado más fácilmente”.

    Las cosas escribió Perec en la novela. De paso, anunció lo que Guy Debord advirtió dos años más tarde en La sociedad del espectáculo, a saber: la vida social había sido colonizada por las mercancías, que ser se convirtió en sinónimo de tener, y que tener devino en parecer.

    Daniel Cohn-Bendit frente a La Sorbona. Autor de Forget 68.

    El Anti-Edipo, de Gilles Deleuze y Félix Guattari (1972)
    En los años 60 circularon, dialogaron y convivieron una multiplicidad de ideas y corrientes filosóficas dedicadas a desentrañar el poder, el lenguaje, el marxismo o la psicología, por mencionar algunas áreas, y en ese panorama, un universo de pensadores heterogéneos se dedicaron a modificar el paisaje intelectual: Althusser, Barthes, Foucault, Lacan y Derrida, entre otros, abrieron las mentes de los estudiantes y desataron debates sulfurosos en seminarios abiertos y en aulas universitarias.

    Gilles Deleuze fue uno de los filósofos que más cuestionó el impulso creador con el que las masas buscaron instalar una nueva subjetividad durante Mayo del 68. La revuelta popular, sumada a sus lecturas de Foucault y a sus discusiones con Félix Guattari, lo llevaron a centrar su interés en lo estrictamente político, un giro en su obra que lo hizo volcarse al análisis del capitalismo, como quedó de manifiesto en dos de sus obras esenciales, coescritas junto a Guattari: El Anti-Edipo (1972) y Mil mesetas (1980). En ellas, pusieron en marcha una premisa que Deleuze describió así en su libro Conservaciones (1990): “No creemos en una filosofía política que no esté centrada en el análisis del capitalismo y su evolución”.

    Para Deleuze y Guattari, la explosión social del 68 y su consecuente desestabilización pasajera del orden establecido dejó a la vista una idea que desarrollaron en El Anti-Edipo: que la catexis de deseo revolucionaria (es decir, la energía psíquica de la revolución) es capaz de minar al capitalismo. “¿De dónde vendrá la revolución y bajo qué forma en las masas explotadas? Es como la muerte: ¿dónde, cuándo? Un flujo descodificado, desterritorializado, que mana demasiado lejos, que corta demasiado fino, escapando a la axiomática del capitalismo. ¿Un Castro, un árabe, un pantera negra, un chino en el horizonte? ¿Un Mayo del 68, un maoísta del interior? (…) ¿de dónde vendrá la nueva irrupción de deseo?”.

    La imagen de esta revuelta popular masiva persiguió a Deleuze en los años venideros y lo llevó a articular una fórmula que se volvió famosa a la hora de hablar del tema: “¿Qué es Mayo del 68? Un devenir revolucionario sin futuro de revolución”, o como dice el historiador Boris Gobille, un acto simbólico que engendró un “sentido de lo posible”: el capitalismo, que siempre había parecido inamovible, se mostró durante dos meses como un sistema vulnerable.

    Pero esa interrupción fugaz y simbólica de la continuidad histórica desde la micropolítica –Deleuze y Guattari hablan de Mayo del 68 como un movimiento “molecular” en Mil mesetas– también significó que los poderes perdieran el miedo a la energía revolucionaria, ya que el fracaso de la revuelta demostró una “impotencia radical” para crear un nuevo orden político, como lo plantearon en su ensayo Mai 68 n’a pas eu lieu (1984), cuyo título (Mayo del 68 no tuvo lugar) prueba la distancia que ambos tomaron en los años posteriores frente al suceso.

    Los jóvenes habían accedido como nunca a la educación superior, y si en 1958 había 150 mil estudiantes universitarios, en 1968 eran 500 mil.

    Forget 68, de Daniel Cohn-Bendit (2008)
    No hay fenómeno colectivo, por más revolucionario que sea, que no tenga un portavoz, un personaje carismático o una estrella mediática, y en el caso de Mayo del 68 el elegido fue Daniel Cohn-Bendit, un veinteañero franco-alemán conocido como Dany El Rojo, uno de los rostros principales de la revuelta. Convertido hoy en un célebre y exitoso euro-diputado de la bancada ecologista, este ex anarquista es de los pocos rebeldes que siguieron situados a la izquierda, y aunque su discurso se suavizó con el tiempo, su imagen sigue vinculada a las barricadas de 1968.

    En 2008, cuando se cumplieron 40 años de los hechos, publicó Forget 68, un libro en el que criticó el hito que lo hizo famoso: “Olvídenlo: el 68 se acabó, está enterrado bajo el pavimento, incluso si ese pavimento hizo historia y gatilló un cambio radical en nuestras sociedades”, escribe ahí, y alega que hoy no tiene sentido santificar la rebelión francesa en un mundo tan distinto al de entonces. Mayo, dice, fue el primer movimiento de revuelta global transmitido en vivo por la radio y la televisión, y su fama mediática fue tal, que hasta Sartre lo entrevistó para Le Nouvel Observateur.

    El libro –que no fue ni el primero ni el último en el que abordó el tema– funciona en dos niveles: micro y macro historia se funden en recuerdos personales y análisis de los hechos, bordados más con un espíritu crítico que con nostalgia. Mayo fue un fracaso político innegable, símbolo del fin de los mitos revolucionarios, dice, pero también fue un acelerador de la Historia, un temblor que remeció los conceptos de sociedad, moral y Estado.

    La France d’hier, de Jean-Pierre Le Goff (2018)
    En 1968, Francia vivía un período de fuerte crecimiento económico conocido como los “Treinta años gloriosos” (1945-1975), pero existía la sensación de que el fenómeno no había beneficiado a toda la sociedad. Ese descontento social fue una de las causas de Mayo del 68, pero los factores fueron múltiples: los jóvenes, por ejemplo, habían accedido como nunca a la educación superior, y si en 1958 había 150 mil estudiantes universitarios, en 1968 eran 500 mil. El libro La France d’hier. Récit d’un monde adolescent. Des annés 1950 à Mai 68, publicado este año por el sociólogo Jean-Pierre Le Goff (1949), es un relato sobre la Francia que antecedió a los hechos, algo así como un ejercicio de “ego-historia” en el que, como en el caso de Cohn-Bendit, las vivencias personales –en este caso, de un estudiante de provincia– sirven para trazar un retrato histórico y sociológico de la época que engendró este movimiento que, a ojos del autor, tiene más sombras que luces.

    Le Goff, antiguo anarco-situacionista reconvertido en maoísta durante las protestas, desde hace dos décadas es uno de los principales desmitificadores de Mayo del 68.

    Su análisis lo llevó a crear la noción de “izquierdismo cultural”, con el que definió el afán de la izquierda post-68 por abandonar la cuestión social y abrazar la idea del cambio en las mentalidades y la moral.

    Según dice, la historia de las revueltas ha sido contada principalmente por los vencedores, “sesentayochistas reconvertidos” que se jactaban de su aporte a la modernización de la sociedad y que omitían el lado oscuro del asunto, desde las fracturas entre trotskistas, maoístas –y otras corrientes ideológicas– hasta el nihilismo radical del movimiento. El autor apunta los dardos hacia la autocelebración de los que se creyeron “héroes de los nuevos tiempos” y la idea de Mayo como un mito fundador de los tiempos que corren.

    El segundo sexo, Simone De Beauvoir, Debolsillo, 2007, 728 páginas, $9.000.

    Las cosas, Georges Perec, Anagrama, 2006, 158 páginas, $21.500.

    El Anti-Edipo, Gilles Deleuze y Félix Guattari, Paidós, 2005, 428 páginas, $24.000.

    Forget 68, Daniel Cohn-Bendit, Nouvelles éditions de l’Aube, 2018, 135 páginas, 14€.

    La France d’hier, Jean-Pierre Le Golff, Stock, 288 páginas, 22€.

  2. 1968

    Leave a Comment

    Un recorrido por el revolucionario 1968, el año en que se rebelaron los jóvenes de todo el mundo. 1968 se ha convertido en una especie de mito. Pero más allá de esa imagen idílica o confusa, fue un año lleno de acontecimientos políticos que provocaron la extendida sensación de que el mundo estaba al borde del colapso.

    Un viejo mundo feliz

    A lo largo de los cincuenta años que han transcurrido desde 1968, este ha sido objeto de innumerables interpretaciones y de algunas de las discusiones políticas y culturales más persistentes y centrales de nuestra época. Es lógico que haya sido así. Fue un año repleto de acontecimientos, muchos de ellos interconectados y fruto de las transformaciones que se habían sucedido desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Estos cambios afectaban casi todas las esferas de la vida: los ámbitos económico, cultural, demográfico, ideológico, tecnológico, filosófico o cualquier otro que se pueda imaginar. Sin embargo, hasta ese momento no habían producido una ruptura total con el orden establecido. En 1968, el mundo de 1945 parecía remoto pero, al mismo tiempo, seguía rigiendo los códigos de la convivencia e incluso la percepción que los individuos tenían de sí mismos. Pero entonces algo estalló.

    Lo ocurrido en 1968 fue, en buena medida, un intento de acabar con ese mundo e improvisar la construcción de uno nuevo. Para muchos de quienes vivían donde tuvieron lugar las protestas y las graves crisis políticas de ese año, se trataba de un propósito absurdo. Cualesquiera que fueran sus carencias, una gran parte de los países vivía una época de prosperidad; la economía crecía y las clases medias con ella, y, dentro de los siempre estrechos límites de la Guerra Fría, la situación política era estable. La idea de poner en riesgo un equilibrio que había permitido descartar casi por completo la posibilidad de nuevas contiendas a escala global —por supuesto, seguían en marcha guerras más localizadas, como la de Vietnam, central en esta historia— parecía una locura. En muchos países occidentales, los grados de libertad e igualdad conseguidos habrían sido inimaginables unas décadas antes. Con todo, sería un error creer que esas democracias, con unas arquitecturas institucionales muy parecidas a las actuales, tuvieron la misma permisividad moral que en el presente: las costumbres eran más rígidas, y las expectativas de disciplina y de sumisión al grupo, mayores. En cualquier caso, para unos cuantos jóvenes ese statu quo no era más que una gran mentira. No eran demasiados —las protestas de 1968 fueron casi siempre un fenómeno elitista o, al menos, minoritario, aunque extraordinariamente ruidoso—, y en general formaban parte de la clase media. Muchos de ellos solo habían podido acceder a los estudios universitarios gracias precisamente a la prosperidad y la estabilidad recientes, pero tenían el convencimiento de que, en realidad, ese mundo rico y feliz no era más que una continuación soterrada del autoritarismo, la sumisión y hasta el nazismo que, según les decían, habían sido vencidos y sustituidos por la libertad. Creían, pues, que esa libertad era falsa, que el progreso nacía de la explotación, que la guerra de Vietnam demostraba que Occidente era todavía colonialista y racista, que el mero hecho de vestir un traje gris y acudir a un trabajo con un horario y un suel-do fijo a final de mes —una perspectiva que a sus padres les habría parecido envidiable a su edad- implicaba una condena, una manera de dejar escapar la vida. Esos jóvenes no eran comunistas: la Unión Soviética y sus países satélite ya habían demostrado, y volverían a hacerlo a lo largo del año, que no era ahí donde había que buscar un ejemplo y depositar las esperanzas. Si bien la Revolución Cultural china, que estaba teniendo lugar en ese momento, la reciente Revolución cubana y los movimientos de liberación de los pueblos quizá sí fueran un buen espejo. A pesar de ser unos privilegiados, imbuidos de una mezcla de ingenuidad, arrogancia y buenas intenciones, sentían que al manifestarse no solo ejercían ese derecho en su propio nombre, sino también en el de la clase trabajadora y de los súbditos de los países oprimidos por el colonialismo.

    Por supuesto, esto no se percibía así en todos los lugares donde en 1968 hubo crisis y levantamientos. No son comparables los ejemplos de naciones ricas y democráticas como Estados Unidos, Francia, Italia, Alemania o Japón con las dictaduras comunistas de Checoslovaquia y Polonia, la dictadura militar de España o el ambiguo régimen de México. En cada uno de estos países, 1968 significó un riesgo diferente, pero en todos supuso el cuestionamiento, radical y a veces juguetón, de los regímenes establecidos. La lucha por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos, que ese año alcanzó un punto de inflexión debido al descontrola-do uso de la violencia, y el intento checoslovaco dirigido por sus propios líderes de convertir el comunismo en un «socialismo de rostro humano», fueron casos aparte, como también lo fue México, donde el grado de violencia desplegado por el Gobierno resultó simplemente incomprensible. Aun así, unos y otros compartían la certidumbre de que el statu quo era un gran error, una espantosa injusticia.

    Esto no significa que dichos movimientos estuvieran coordinados y, de hecho, no lo estaban. Aunque en su momento los gobernantes creyeron ver un gran plan concertado, y las interpretaciones posteriores dedujeron que todo el mundo se había alzado al mismo tiempo y por las mismas razones, lo cierto es que muchas de las protestas y manifestaciones, por interconectados que estuvieran sus motivos, fueron fruto del azar, de la absoluta improvisación. Las causas concurrían: circulaban los discos de rock y pop incluso en el mundo comunista, la televisión vivía un auge inaudito, y con frecuencia los gobernantes eran viejos y la población cada vez más joven. El crecimiento económico disparaba las expectativas personales y había nuevas y atractivas ofertas ideológicas por las que los jóvenes sentían una atracción natural porque prometían, sencillamente, una vida mejor, más despreocupada y al mismo tiempo más responsable. Pero si bien todo se retroalimentó, el desenlace fue en gran parte un paso adelante poco medido. Fue un paso adelante porque, como decía, no dejó de ser el resultado de lo que se había estado conformando política y culturalmente durante por lo menos una década. Y poco medido porque, con algunas salvedades, los protagonistas no sabían cuáles eran sus objetivos. Los jóvenes que sembraron el caos en el Barrio Latino de París durante un mes y medio, los que convirtieron la política de partidos estadounidense en un grotesco festival, los estudiantes que en Italia quisieron redimir a la clase trabajadora aunque esta les desdeñase, los que en Alemania jugaban al gato y el ratón con la policía hasta que la violencia se les fue de las manos, y la mayoría de los protagonistas de este libro, sabían lo que estaban haciendo, pero no para qué.

    Los testigos de los acontecimientos de 1968 afirman que en el proceso se habló mucho. Se discutía incansablemente en reuniones y asambleas que se celebraban en locales improvisados, pero también en la calle y en los bares; los políticos daban innumerables discursos que recogían la radio y la televisión, y los gobiernos emitían un comunicado tras otro, que luego eran publicados en los periódicos y respondidos por otros gobiernos o por los instigadores de las protestas. Los grupos que organizaban las manifestaciones discutían eternamente, incluso si debían acabar con tanta palabrería y pasar a la violencia. De hecho, las dudas y discusiones sobre si la revuelta debía ser violenta es uno de los temas de este libro. En cualquier caso, en este relato he tratado de reflejar que 1968 fue un año de fuertes e inacabables intercambios de argumentos, a veces de una elevada retórica, a veces simples eslóganes muy bien ideados. Para ello, he recogido voces muy diversas: citas de los libros que influyeron en la ideología de los protagonistas de las protestas, chistes pronunciados ante tribunales de justicia o académicos, canciones y poemas, y discursos de políticos y activistas.También he recurrido a las noticias que publicaban los periódicos de la época para, a través de ellas, intentar reflejar la respuesta inmediata de la opinión pública a lo que sucedía día a día. Una de las cosas más llamativas de los sucesos de 1968 es que sus protagonistas y quienes los comentaron recibieron enseguida ofertas para contar su experiencia en forma de libro. En muchos casos, he acudido a esas obras, o a otras publicadas por testigos y corresponsales extranjeros pocos meses después de lo acontecido.

    Los hechos ocurridos en 1968 han llegado hasta nosotros, en buena medida, en forma de mito o de incidentes dispersos que son reinterpretados una y otra vez, con frecuencia en clave ideológica o simplemente como fetiches culturales. Con 1968. El nacimiento de un mundo nuevo he pretendido sobre todo reconstruir la suce-sión de los acontecimientos que tuvieron lugar aquel año y ocasionaron que un puñado de países sintieran que no solo la estabilidad política, sino incluso una cierta idea de sociedad, estaban al borde del abismo. Y he querido hacerlo de forma cronológica. Tras esta introducción, centro la mirada en el año 1967 para exponer los prolegómenos de 1968 y las tensiones y mutaciones ideológicas y culturales que le precedieron. Después, en lo que es el cuerpo principal del libro, presento un relato pormenorizado de lo que pasó en las calles, las televisiones y las sedes gubernamentales a lo largo de 1968 en nueve países. Finalmente, en el epílogo («El mundo nuevo») cuento cómo acabaron muchas de las historias que tuvieron lugar ese año pero concluyeron más adelante, y cómo estas conformaron un mundo distinto, en términos intelectuales y políticos, del creado con el consenso posterior a la Segunda Guerra Mundial, y que en diversos sentidos es el nuestro.

    En 2012 publiqué el ensayo La revolución divertida (Debate), en el que traté de explicar las consecuencias políticas y culturales de las revoluciones de los años sesenta en adelante en Estados Unidos y en Europa, sobre todo en la concepción hedonista de la vida y en la dimensión mediática de la política, aunque apenas dediqué una decena de páginas a los sucesos acaecidos en 1968. El cincuenta aniversario de aquellos hechos, como me hizo ver mi editor, Miguel Aguilar, era una excelente excusa para regresar a ese año y dedicarle un libro entero. No obstante, existe otra razón que justifica la escritura de este libro. El ideario que motivó buena parte de las protestas y revueltas de entonces vuelve a estar en el centro del debate público. En las décadas posteriores a 1968, las ideas sobre las carencias del capitalismo, su naturaleza opresora y su tendencia a anular al individuo en nombre de un supuesto orden racional que, en realidad, es profundamente irracional y represivo, se encerraron de nuevo en las aulas universitarias y en los libros y medios minoritarios, lo que no quita que con frecuencia alcanzaran notoriedad y marcaran la agenda política. Aunque durante cincuenta años hemos seguido discutiendo sobre la raza, la opresión clasista, el feminismo, la explotación de los trabajadores industriales, el sentido de la vida bajo un régimen que nos empuja a producir más, a alcanzar unos cánones de belleza irreales y al asentimiento intelectual, parecía que las expresiones de izquierda más radicales habían quedado orilladas. A mediados de los años setenta, estos asuntos volvieron al mundo poco permeable de unos intelectuales radicales y unos estudiantes que no sabían cómo convertir esas ideas en algo atractivo para las mayorías de clase media, como ocurrió en 1968. Sin embargo, debido a razones como la crisis financiera reciente y a un nuevo momento de cambio generacional —motivado en parte por la transformación tecnológica, así como por el simple transcurso de los años y la biología—, muchas de las ideas que vertebraron las protestas de 1968 han reaparecido en el centro del debate político y, aunque tengan una forma de expresión distinta y más institucionalizada, son ineludibles. Si multitud de jóvenes creyeron que el consenso alcanzado tras la Segunda Guerra Mundial no era ni mucho menos tan satisfactorio como les aseguraban sus padres, muchos españoles de mi generación piensan ahora, de manera semejante, que el acuerdo que dio pie a nuestra política y cultura actuales no fue tan admirable como nos contaron. No es necesario compartir estas ideas para pensar que no pueden ser ignoradas. En todo caso, transformadas, han vuelto.

     

    1968. El nacimiento de un mundo nuevo, Ramón González Férriz, Debate, 268 páginas.