Category Archive: Biblioteca de Extractos

  1. Escritos sobre Roland Barthes

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    PLAN DE OPERACIONES PARA ENAMORADOS

    Hacia el final de El discurso amoroso, notas de los seminarios realizados desde 1974 hasta 1976, que se extienden por casi setecientas páginas en la edición española de Paidós, Barthes confiesa: sobre el amor (dice) no sé nada; habría debido describir los tipos de amor, el celoso, el paranoico, el obsesivo, el amor infantil, etcétera. Bus- có, en cambio, el “tipo” del enamorado.

    Contra lo que pueda creerse, Barthes es diáfano al definir su “método”: dejar que el sujeto se defina a medida que habla (Werther, por ejemplo), que “se constituya bajo nuestros ojos” a través de su discurso, porque el enamorado es un discurso más que la pulsión hacia un objeto amoroso. De esa pulsión y de su objeto no conocemos nada; son el lado ciego del amor. El discurso en cambio, frágil, entrecorta- do, razonador, mentiroso o sincero es lo único que nos llega desde una escena secreta. El discurso del enamorado es repetitivo como el de un viejo, discontinuo, jadeante, pesado, aleatorio: las figuras del discurso amoroso se suceden sin orden, heridas por la casualidad de acontecimientos que son esenciales para el enamorado pero que son también (el adjetivo es de Barthes) “ínfimos”.

    Cuando escribía este plan de operaciones sobre el discurso del enamorado, ya faltaba poco para la salida de Fragmentos de un discurso amoroso, publicado por Seuil en 1977. Fragmentos cumple anticipada y doblemente el “plan de operaciones”: analiza el discurso del enamora- do y es, también, de manera diáfana, visible, casi diría deliberada, un discurso amoroso que elige presentarse como autoexamen de discursos escritos por otros (verse en esos espejos). Un hilo biográfico, cuyo misterio no se devela, une a Barthes con el discurso amoroso, como probablemente hubo líneas que lo unieron a casi todos sus textos. No hay por qué sostener que sólo la ficción lleva una inscripción biográfica.

    Como sea, Fragmentos es un libro de discontinuidades deliberadas (no padecidas por falta de imaginación crítica) que presenta las figuras del discurso del enamorado según citas e imágenes. En la suma de pequeños capítulos, el libro muestra el desorden compositivo y sentimental del amor como nunca habría podido hacer- lo un orden argumentativo o deductivo. Aprendemos a reconocer el amor en el desorden sucesivo que lo captura en su discurso. Nunca como acá Barthes fue tan intensamente personal ni tan indiscreto. Fragmentos es un libro admirable por la elegante originalidad con la que se mueve entre un Yo, que no es “yo”, y un Él, que tampoco es un ajeno. Pero Yo y Él siempre tienen algo de des- conocido. Es exhaustivo en su discontinuidad, como si aquello que se dice a borbotones (el discurso amoroso) tuviera que ser tomado en esos cortes y retomas por el discurso crítico.

    Lo que ahora se publica como El discurso amoroso son los seminarios de la École Pratique, seguidos de algunos inéditos que podrían haber pertenecido al libro de 1977. No son los primeros seminarios de Barthes que conocemos en castellano. En 2003, siglo XXI de Argentina publicó Cómo vivir juntos, con prólogo de Alan Pauls; en el 2004, Lo neutro, con prólogo de Nicolás Rosa; y en 2005, La preparación de la novela (en extraordinarias traducciones de Patricia Willson).

    Las ediciones francesas de estos seminarios son un modelo de trabajo filológico en el establecimiento de manuscritos, fichas y anotaciones. Aunque no se conozca en detalle el enorme trabajo de hipótesis, de dudas sobre versiones, de desciframiento de tachaduras y enmiendas que es necesario hacer sobre manuscritos que no estuvieron destinados a la publicación, es evidente para cualquiera lo que ha alcanzado el equipo dirigido por Éric Marty, encargado de establecer el texto.

    Leer El discurso amoroso como libro que se abre al azar es la primera tentación de quien ama a Barthes y ya ha leído el libro que salió de estos seminarios. Los editores indican que los fragmentos están muy pensados, escritos con la puntuación exacta. Por eso, tampoco es posible recorrer este libro como si fueran simplemente notas taquigráficas. Por una parte, encontró un final al año siguiente de los seminarios; por la otra, sus anotaciones no son títulos de temas, ni aforismos que esperan un desarrollo. Se presentan, más bien, como unidades que ya han sido exploradas. Barthes las escribió como una gigantesca, desmesurada (para las medidas habituales de sus libros) colección de análisis de textos literarios y teóricos y, sobre todo, de preguntas formuladas repetidamente.

    La misma pregunta, por ejemplo, “¿por qué elegí el discurso amoroso?”, es decir una duda sobre el propio objeto de las clases en el seminario.

    La pregunta, como sucede con frecuencia en Barthes, remite a la elección del conjunto de textos a analizar. Allí se juega no simplemente un comienzo, sino toda una teoría. Desde los años sesenta, desde su pretérito estructuralismo, Barthes estuvo preocupado por la definición del corpus. No desdeñó esa preocupación en esta etapa final, la más escrita, la más ensayística, sin duda, la más bella. El imaginario crítico barthesiano le da en estas notas un lugar destacado a Lacan, seguramente después de Nietzsche, el más citado (como los haiku y Proust son los más citados en los seminarios sobre la “preparación de la novela”). Pero ya se sabe cómo cita Barthes. En este sentido los seminarios son una clase magistral sobre su “método”.

    Lo absolutamente genial en Barthes es que “método” y escritura no se diferencian. No existe una forma de investigar el tema y una forma de exponerlo. Barthes lee del mismo modo en que escribe: busca las figuras del discurso en otros y establece su propio elenco de figuras; entra a los textos siempre por los lugares más escondidos, aquellos que, incluso, pueden parecer inertes, y los arrastra hasta ponerlos bajo una luz que tampoco suele ser directa, sino sesgada, que muestra todo con nitidez pero que no cae rectamente sobre los objetos.

    El “método” Barthes no es algo que luego deba borrarse para llegar a la escritura, como si se tratara de un andamiaje exterior al texto que llegará. Por el contrario, Barthes encuentra su texto en esos textos que jamás son auxiliares ni meras pruebas que se acumulan sobre una idea. Nada más lejos de Barthes que el movimiento de probar, nada más ajeno que el paso a paso de la demostración. sin embargo, cada cita, cada comentario y cada observación lateral son intensamente persuasivos.

    Lo escrito sobre el “método” probablemente sea una definición también del ensayo barthesiano (o del ensayo, a secas). si se lee primero el libro terminado y después los seminarios, o a la inversa, en cualquier caso se trata de una experiencia estética que no nos deja iguales. Como el enamorado, Barthes es Barthes en su discurso.

    Escritos sobre Roland Barthes. Ediciones UDP, 2022.

  2. Los Jaivas (1971) “El Volantín”

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    Publicado hace exactos cincuenta años (septiembre de 1971) con sólo quinientas copias para la venta, el primer LP de Los Jaivas encauzó un «algo» moldeado en sus experiencias de escenario y horas de ensayo. Improvisar en conjunto había establecido ya entre los cinco músicos la complicidad en una búsqueda común, con códigos que podían incorporar como señas propias —de Jimi Hendrix a Atahualpa Yupanqui—, sin comparación entonces en Chile. Reeditado en vinilo en un trabajo conjunto entre la banda y el sello Transaméricas, el siguiente es el texto al interior de carátula escrito por la periodista Marisol García, que incluye entrevistas a los integrantes del grupo.

    Improvisar era mucho más que un vuelo creativo en los primeros años de Los Jaivas. Al menos desde 1969, soltar la rienda de sus instrumentos en una exploración compartida, sin partituras ni acuerdos previos, fue un recurso de trabajo al que el conjunto acudió́ en parte como apoyo y en parte como manifiesto. Inexpertos aún en la composición, los músicos buscaban llevar su trabajo al extremo opuesto de lo mostrado en sus inicios como High Bass, cuando con correctos trajes de fiesta y repertorio ajeno animaban la distracción nocturna en ​boîtes​ y restaurantes de Viña del Mar y Valparaíso.

    A sus anchas en el subterráneo de la casa familiar de los hermanos Parra Pizarro en calle Viana, Los Jaivas se encontraban en un esfuerzo por «desaprender lo aprendido», perfeccionándose en la ejecución y en la valiosa búsqueda de un lenguaje propio ya sin moldes heredados.

    Improvisar era por eso, en palabras de Claudio Parra, «como volver a la Edad de Piedra»: una exploración radical escindida de guía melódica o armónica. Con tal firmeza defendía la banda esa opción creativa que hasta la idea de grabar un disco se les asomaba como un cálculo inaceptable. 

    CLAUDIO PARRA: T​ratábamos de evadirnos, nada más; y así encontrar algo diferente, propio. Tocar, entregar la música en vivo, y que lo que salía quedara volando… se perdiera en el éter. Decíamos, por ejemplo: «No estamos comprometidos con lo que hicimos ayer». Pero poco a poco eso se fue definiendo, fuimos descartando cosas, y emergió… algo. 

    MARIO MUTIS: Todo ese período de improvisación fue, en el fondo e involuntariamente, una búsqueda de lenguaje. Fuimos creciendo en la experimentación, en el descubrir, confiando en que con el tiempo iba a surgir un lenguaje que derivara en una identidad. Improvisar era el modo que nos dimos para expresar la música. De tocarla, de sentirla.

    Esa búsqueda les dio también una particular plataforma en vivo. En conciertos libres de la habitual guía de un repertorio de canciones, más bien se arrojaron a la experimentación frente a la audiencia. «Vanguardia primitiva», le ha llamado el musicólogo Juan Pablo González a esta fase de trabajo del conjunto.

    Cuando en junio de 1971 Los Jaivas entraron a Estudios Splendid (de RCA) en Santiago, cayeron en cuenta de que había un «algo» moldeado en sus experiencias de escenario y horas de ensayo. Improvisar en conjunto establecía entre los cinco músicos una complicidad tácita, que hacía innecesario explicar detalles. El vuelo no había sido un escape, sino el encuentro en una búsqueda común, con códigos que podían ya incorporar como señas propias, sin comparación en Chile. Ese proceso de tránsito hacia una identidad en la composición quedó registrado en su primer álbum, una autoproducción financiada por el grupo que iba a establecer modos de trabajo fundamentales para su discografía futura.

    Las composiciones del primer LP de Los Jaivas muestran el avance por un camino creativo auto forjado, con caras que separan el paso desde la música nacida por improvisación hacia las canciones propiamente tales. Era una senda señera para el grupo pero también para todo el incipiente rock chileno. Los Jaivas abrían una vía musical de una excepcional amplitud de referentes, con ideas inspiradas al igual por Jimi Hendrix, la ​Missa Luba c​ongolesa, la canción folclórica argentina (Atahualpa Yupanqui, Ariel Ramírez), la composición sudamericana de avanzada (Ginastera, Villa-Lobos, Violeta Parra), la experimentación del pianista Henry Cowell, la rítmica caribeña y las reinvenciones de Miles Davis con su trompeta.

    Se ha relatado ya muchas veces que el financiamiento independiente de este álbum —no hubo entonces disqueras interesadas en ficharlos— le costó a Eduardo Parra la venta de su órgano Yamaha previamente importado desde Japón. Los recursos limitados marcaron para el grupo otra forma de radicalidad en estudio: sin la guía de un productor, el conjunto grabó casi veinte horas de música echadas a andar sin estructura de canciones, en un ejercicio de auténtica creación ​in situ​. Con dos canales a disposición, varios pasajes fueron registrados en vivo con batería, piano y bajo sonando en simultáneo. Tumbadoras, tambores, pandero, caja, maracas, cultrún, bongó y rasca de metal desplegaban una percusión generosa; y hubo hasta un cacho de vaca con su extremidad aguda cortada para emboquillarla como instrumento de viento.

    Así, lo que luego tomó forma de disco fue una selección de fragmentos e ideas. El grupo más tarde explicaría sobre el trabajo de Franz Benko como ingeniero de sonido: 

    «… se fue adaptando con mucha soltura y creatividad al estilo improvisado del grupo. Muy atento a todo lo que sucedía en la sala de grabación, abría los micrófonos cada vez que algún instrumento lo requería, encontrándole el plano y efecto necesarios en cada ocasión. Recordemos que aún no había en Chile grabadoras multipistas, que permiten hacer correcciones en un fragmento de un instrumento si es necesario, y que la mezcla definitiva, en el caso de las improvisaciones, se hacía en directo». 

    Los dos títulos más extensos en el LP que llegó a conocerse como ​El Volantín (​por la ilustración en su carátula) disparan percusiones, cuerdas y timbres de viento en torno a gritos enfáticos, como los de “Último día”, o versos de juego infantil, como los que se asoman en los más de siete minutos de “La vaquita” («la vaquita que compré en la feria / me salió sin cola», canta Gabriel Parra). 

    “Cacho” es un desafío: su impecable introducción en piano no alcanza a matizar la furia con la que luego se acusa la llegada conquistadora de «los españoles ​rechuchas​ de su madre». No hay electricidad, sino la parcial puesta en despliegue de sonoridades indígenas, las que el grupo ya exploraba desde una genuina preocupación por la raíz ancestral chilena y el mestizaje, y que luego iba a volver en otros momentos de su discografía, en sonidos y en palabras. 

    “Que o la tumba serás” y “Foto de Primera Comunión” son los dos títulos del disco mejor ajustados a un formato de canción, melodía adherente y rítmica bailable. Abren ambos una cara B de apariencia amable. El primero cita versos sueltos del himno nacional de Chile en una contagiosa descripción de aprecio a nuestro paisaje humano y geográfico, y el segundo es un ​crescendo​ que sintetiza en la estampa de la infancia cándida y católica la represión familiar que explica parte del orden social.

    El cierre con un muy breve “Bolerito” consigue ajustar en menos de medio minuto la cadencia y el pulso de guitarra que hacen reconocible un bolero, género entonces afín al grupo y a sus escuchas nocturnas en bares de Valparaíso. «Viene a ser la primera composición de Los Jaivas con letra, música y arreglo bien definidos», describirá luego el conjunto.

    Político a su modo, El Volantín​ encauza una expresión musical de acuerdo a coordenadas que a sus músicos les resultaban prioritarias, como las de la libertad creativa, el encuentro con los antepasados y la sangre indígena, y el rechazo al colonialismo y los moldes sociales impuestos.

    GATO ALQUINTA: Nos sentíamos los instrumentos de los cuales fluía una nueva forma de música. Honestamente pensábamos que no nos pertenecía. ¡Venía de afuera! Muchas veces creímos que era pura fantasía, una forma de ilusión auditiva, pero cuando escuchamos las grabaciones nos dábamos cuenta de que estaba ahí… de que eso había ocurrido.

    EDUARDO PARRA: Queríamos hacer conciencia en nosotros mismos. Se fueron dando los primeros rasgos de esa chilenidad que íbamos descubriendo, y que no tenía que ser la de los trajes de huaso. Sabíamos que tenía que haber algo más en el corazón de los chilenos, una conciencia nacional que respondiera a ciertos íconos e hitos, y a cierto cariño y a cierta manera de ser. Es un disco naíf porque es el comienzo espontáneo, no sabíamos más. Y está captado desde un punto de vista juvenil: jovial, ligero, en broma, inconstante quizá. Eran nuestros primeros sentires nacionales, el despertar a la patria, al terruño. Es un disco verdaderamente chileno, nacional y criollo hasta la última nota. 

    Aunque la intención del grupo era debutar con mil copias de su primer LP, el presupuesto permitió sólo un tiraje limitado a quinientas. Algunas se vendieron en conciertos y otras en la sucursal porteña de Casa Amarilla, y luego ​El Volantín ​se convirtió por eso en tesoro de coleccionistas. Su edición en disco compacto no apareció hasta 2001.

    El nombre con que terminó conociéndose el LP derivaba de la pintura de José Miguel Reyes puesta en la carátula. El autor era un estudiante de arquitectura cercano al grupo, y entre todos se conversó la idea de una imagen típicamente chilena, reconocible como tal sin adornos. Eduardo Parra intervino en el dibujo de una casa con fotos y créditos entre globos de diálogo y humo de chimenea, desplegable como un afiche interior doblado en cuatro.

    No hubo singles del disco en radios aunque sí algunos comentarios en prensa, ajustados a los recelos y extrañeza que en los medios generaba el conjunto en sus primeros años. «¡Cuidado! —advertía la nota respectiva en ​Clarín​ del 26 de octubre de 1971— Antes de opinar sobre Los Jaivas, su música, la letra de sus canciones y la apariencia extraña, para nosotros, de sus integrantes, hay que oír su LP. Poner oído atento a la música, acaso tener algún sentido del humor al escuchar la letra (no alcanzan a ser letras de canciones) y después de todo eso tomar varios calmantes y manifestar alguna opinión».

    El Volantín s​e presentó en vivo el mismo año de su publicación en dos conciertos de domingo a las 11 de la mañana, primero en Santiago (Teatro Pedro de Valdivia, el 29 de agosto) y luego en Viña del Mar (Cine Arte, 12 de septiembre). Era la agenda promocional discreta de un grupo aún «subterráneo», en palabras de Mario Mutis, pero que con su debut largaba una vida creativa de estimulante atrevimiento y ya innegable identidad. 

    Con esta cuidada reedición, trabajada junto a la banda a partir de las cintas originales y en un proceso completamente analógico realizado en estudios de María Pinto (a las afueras de Santiago), Londres y Harleem (Holanda), Transamericas inicia una búsqueda por trazar una cartografía atípica de la música popular latinoamericana.

    —Marisol García

    Santiago, 2019

    Texto de carátula para reedición 2020, sello Transaméricas. 

  3. Recuerdos de mi existencia

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    La amenaza de violencia se aloja en la mente. El miedo y la tensión habitan el cuerpo. Los agresores consiguen que pensemos en ellos; han invadido nuestros pensamientos. Aunque no llegue a ocurrirnos ninguna de esas cosas terribles, la posibilidad de que se produzcan y los recordatorios constantes hacen mella. Supongo que algunas mujeres los hunden en un recodo de la mente y toman decisiones para minimizar la realidad del peligro, que de ese modo se convierte en una resta invisible de quienes son y de lo que pueden hacer. No expresada, inexpresable.

    Yo sabía qué se perdía, y ese peso me aplastó entonces, durante aquellos años en que daba mis primeros pasos, en que intentaba construir una vida, tener voz, encontrar un lugar en el mundo. Conseguí todos esos objetivos, pero más tarde diría en broma que evitar que me violaran fue el pasatiempo más absorbente de mi juventud. Requería una atención y una cautela considerables y provocaba constantes cambios de itinerario por las ciudades, las zonas residenciales y los parajes naturales, los grupos sociales, las conversaciones y las relaciones personales.

    Si se echa una gota de sangre en un vaso de agua clara, seguirá pareciendo agua, y lo mismo si se echan dos o seis, pero llegará un momento en que ya no estará clara, ya no será agua. ¿Qué cantidad penetra en nuestra conciencia antes de que nuestra conciencia cambie? ¿Cómo les afecta a las mujeres que tienen una gota, una cucharadita o un torrente de sangre en sus pensamientos? ¿Qué sucede si se trata de una gota diaria? ¿Y si nos limitamos a esperar a que el agua se vuelva roja? ¿De qué modo nos afecta ver torturadas a personas como nosotras? ¿Qué vitalidad y sosiego o capacidad de pensar en otras cosas, y no digamos ya de hacerlas, se pierden, y qué se sentiría al recuperarlos?

    En la peor época dormía con las luces y la radio encendidas para que pareciera que seguía alerta. (El señor Young me contó que unos hombres se habían presentado y habían preguntado en qué apartamento vivía yo, información que por supuesto no les facilitó; no obstante, aquello exacerbó mi nerviosismo.) No dormía bien entonces ni duermo bien ahora. Me mostraba hipervigilante, como se califica a las personas traumatizadas, y disponía mi casa para que también diera la impresión de hipervigilancia. Mi carne se había convertido en algo crispado por la tensión. Miraba los gruesos cables de acero que sujetaban el puente Golden Gate y me recordaban los músculos de mi cuello y mis hombros, que parecían igual de tirantes y duros. Me sobresaltaba enseguida y me estremecía —en realidad me encogía— siempre que alguien hacía un movimiento brusco a mi lado.

    No cuento todo esto porque crea que mi historia es excepcional, sino porque es corriente: la mitad de la tierra está pavimentada con el miedo y el dolor de las mujeres o, mejor dicho, con su negación, lo que no cambiará hasta que las historias sepultadas debajo vean la luz. Lo cuento para señalar que no podemos imaginar cómo sería una tierra sin este mal corriente y extendido, aunque supongo que rebosaría de una vida deslumbrante; que una confianza gozosa, ahora tan escasa, sería común, y que la mitad de la población se quitaría de encima un peso que ha vuelto otras muchas cosas más difíciles o imposibles.

    También lo cuento porque cuando he escrito sobre estos temas en general —con la voz objetiva de los editoriales y de las inspecciones del escenario del crimen— no he presentado del todo la forma en que nos hace daño o, mejor dicho, la forma en que me lo hizo a mí. En el libro de Sohaila Abdulali sobre el hecho de sobrevivir a una violación hay un fragmento acerca de un tipo de voz, «una manera de contar la historia en una estructura fluida, con actitud impasible, con entonación, pero sin verdadera emoción. […] Por más detalles que compartamos, omitimos los insoportables que nadie quiere escuchar». En mi libro sobre el caminar escribí: «Fue el más devastador descubrimiento de mi vida saber que no tenía derecho real a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad en el exterior, que el mundo estaba lleno de extraños que parecían odiarme y desear herirme por ninguna razón más que por mi género, que el sexo podía tan fácilmente volverse violencia y que casi nadie más lo consideraba un asunto público más que un problema personal»,[*] si bien esas palabras tampoco acababan de ser una inmersión en el interior de mi mente.

    El peligro arrasaba mis pensamientos. Se me presentaban por sí solas posibilidades de agresiones, y en ocasiones las reconducía imaginando que ganaba el combate, por lo general mediante técnicas de artes marciales que en realidad no domino, y de ese modo mataba una y otra vez para evitar que me mataran en los años más lúgubres de aquella época, en circunstancias imaginarias que eran molestas, indeseadas, impulsadas por la angustia, una especie de persecución y una forma de tratar de controlar el que me persiguieran. Me di cuenta de que una de las cosas que podían hacernos los depredadores era inducirnos a pensar como un depredador. La violencia se había infiltrado en mí.

    Contaba con métodos de defensa más etéreos. En busca de estrategias para sentirme a salvo, imaginaba prendas de protección, y si imagináis prendas para impedir que os hagan daño, imagináis una armadura, y si fuerais yo acabaríais con toda la quincallería medieval. Durante unos años me obsesionaron las armaduras, iba a los museos a verlas y leía libros sobre ellas, me imaginaba dentro de una, aspiraba a probármela. Hacia el final de ese período una amiga empezó a trabajar como ayudanta de una artista neoyorquina, Alison Knowles, cuyo marido, Dick Higgins, pertenecía a la adinerada familia que fundó el Museo Higgins de Armaduras de Worcester (Massachusetts). Escribí una carta a Higgins para preguntarle si podía concertarme una visita y planteé la petición de probarme una armadura de manera desenfadada, cerebral, como un experimento interesante y no como una fantasía nacida de la desesperación.

    Fue lo más cerca que estuve de una armadura, que era una solución imaginativa, no práctica. A fin de cuentas, ¿qué es una armadura, sino una jaula que se mueve con la persona? No obstante, quizá estar en esa jaula me habría dado libertad en cierto sentido. O quizá estuviera dentro y me sintiera al mismo tiempo libre y constreñida: cuando pienso en quién era yo entonces y a menudo soy ahora, la dura superficie reflectante y defensiva se me antoja una buena imagen. Es posible proyectar toda nuestra conciencia en esa superficie, en ser astuta, en mostrarse vigilante, en estar preparada para el ataque o simplemente tan tensa que los músculos se contraigan y la mente se bloquee. Podemos olvidar nuestro fondo tierno y hasta qué punto la vida más importante tiene lugar bajo la superficie y las superficies. Aun así, es fácil ser la armadura. Morimos continuamente para evitar que nos maten.

    Cuando recordaba agresiones o las imaginaba, también se me presentaban por sí solas imágenes de levitación: con frecuencia soñaba que volaba, aunque no pedía esa libertad plena; tan solo fantaseaba con que ascendía hasta ser inalcanzable, sin importar cuántos metros por encima de la cabeza de un perseguidor fueran necesarios. Si no podía tener un cuerpo lo bastante compacto para que no le hicieran daño, un cuerpo blindado, ¿podría tener uno tan etéreo que no formara parte de los enfrentamientos propios de la superficie de la tierra?

    Me lo imaginaba con tanto fervor que todavía me parece sentir y ver cómo me elevaba hasta la altura de la farola de delante de mi apartamento y flotaba en su halo luminoso en la noche, a salvo no solo de los depredadores, sino también de las leyes de la física, de las normas que rigen los cuerpos humanos, quizá de la vulnerabilidad de ser una mortal que tenía un cuerpo y vivía en la tierra, y del peso de todos aquellos miedos y aquel odio.

    [*] Rebecca Solnit, Wanderlust. Una historia del caminar, traducción de Álvaro Matus, Madrid, Capitán Swing, 2015. (N. de la T.)

  4. Los más ordenaditos

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    Además de la violencia contra los opositores y la instauración de un modelo neoliberal, la dictadura de Pinochet se empeñó en forjar una juventud que permitiera proyectar el “nuevo orden” por medio de organizaciones civiles que dieran pie, a medida que estos jóvenes crecieran, a partidos políticos, organizaciones empresariales, think tanks y universidades. Fue la primera vez en la historia de Chile en que se instituyeron “juventudes de Estado”, a la manera en que lo hicieran los gobiernos de Mussolini y, sobre todo, Franco. En el centro de esta operación que contiene todos los elementos de una “religión política” se encontraba Jaime Guzmán como gran ideólogo. El poeta y doctor en antropología Yanko González Cangas reconstruye esta historia con un rigor investigativo ejemplar. Aquí reproducimos “Las juventudes de Jaime”: corporativismo, nacionalismo y praxis política instrumental.

    “Las juventudes de Jaime”: corporativismo, nacionalismo y praxis política instrumental

    Después del primer acto de Chacarillas, en 1975, lo que los dirigentes del FJUN están ávidos de aclarar son dos “verdades a medias”. La primera, es la independencia de la organización en relación al Estado y al gobierno. Si bien el conglomerado no era oficialmente una repartición pública, en la práctica era un organismo para-estatal, incardinado “singularmente” en el Estado, pues no solo funcionaba con aportes de los socios,11 sino con el apoyo directo (logístico, financiero, de bienes y servicios, entre muchos otros) de la SNJ, de la cual la mayoría de sus directivos eran funcionarios. Varios dirigentes, de hecho, alternan el liderazgo y la militancia en uno y otro organismo, como Francisco Bartolucci, secretario general de la SNJ y miembro del Consejo General del FJUN; o una militante de base, como Bernarda Labra, quien en su Relato de Vida explica esta primera característica:

    Eran las juventudes de Jaime, eso era. Él era el ideólogo. La idea era que nosotros partiéramos de la enseñanza media, tratando de darle fuerza al gremialismo y salir y ganarse el centro de alumnos (…). La SNJ, era la [organización] formal, la oficial. Y el FJUN un grupo de jóvenes (…) que tenían vínculo con el gobierno, o creían en el nacionalismo. Esos pasaban al Frente Juvenil de Unidad Nacional (…). Entonces yo hacía las dos cosas, Secretaría de la Juventud y estaba en el Frente Juvenil también.

    Nacido en San Antonio en 1952, estudiante de agronomía en la Universidad de Chile desde mediados de los años 70, Ignacio Astete Álvarez fue designado por el régimen como presidente del Consejo Superior Estudiantil. En breve tiempo, se destacó en las filas gremialistas y fue elegido como sucesor de Javier Leturia en el liderazgo del FJUN, teniendo un rol destacado en el acto de Chacarillas de 1977 y en la concentración juvenil de la ciudad de La Serena, en la que hizo un llamado a formar un movimiento “pinochetista”.12 En su Relato de Vida, Ignacio Astete precisó de manera contundente el tipo de relación establecida con la SNJ:

    “Usábamos el soporte, [estábamos] al alero de ellos. (…) La Secretaría de la Juventud era la que nos proveía de recursos, sino, no era posible”.

    La segunda “verdad a medias” –que proviene directamente de la escenificación estética y política de Chacarillas–, dice relación con su deslinde ideológico con el fascismo. Con celeridad, sus dirigentes buscaban precisar que si bien su colectividad defendía un impulso de los cuerpos intermedios entre el hombre y el Estado, y estaba integrado por sectores nacionalistas, creían en una democracia de participación y rechazaban estructurar el poder político sobre la base de estas organizaciones intermedias, a la vez que se diferenciaban del “totalitarismo fascista”.

    Como lo han estudiado múltiples investigadores –sosteniendo distintas perspectivas y matices–, más allá de la admiración “adolescente” a Franco y su gobierno referida por Guzmán, su proyecto ideológico hasta fines de la década de los 70 estuvo tensionado directamente por el corporativismo y el nacionalcatolicismo español fascistizado, del que abrevó a través de su maestro, el sacerdote y filósofo Osvaldo Lira (que había vivido en España en los años 40 y era un decidido partidario de las ideas corporativistas del régimen de Franco) y del historiador hispanista Jaime Eyzaguirre. Fundamentales en su formación fueron los escritos de José Antonio Primo de Rivera, Gonzalo Fernández de la Mora, Vásquez de Mella, Víctor Pradera, Ramiro Maetzu y Sánchez Agesta, entre otros intelectuales falangistas, hispanistas tradicionalistas y tardofranquistas. Dicha herencia se cristaliza tanto en su participación en el movimiento ultra católico Tradición, Familia y Propiedad y sus columnas en la revista FIDUCIA, como también en su militancia –octubre de 1970 a inicios de 1972– en el grupo político paramilitar y filo-fascista Movimiento Cívico Patria Libertad, posteriormente llamado Frente Nacionalista Patria y Libertad. En efecto, bajo la Unidad Popular y en el contexto de su militancia, Guzmán se integra a los sectores más fascistizados de la derecha chilena, los que portaban la herencia del corporativismo político en toda su pureza. Con él –como relata uno de los líderes de la organización más radicalizados, Roberto Thieme– “llegaron unos 200 estudiantes de la Universidad Católica que Jaime había formado con las ideas del gremialismo-corporativista de José Antonio Primo de Rivera (…). Su amiga Gisela Silva fue la encargada de comprar el uniforme del ‘Frente Juvenil’ –una de las ramas del Frente Nacionalista Patria y Libertad donde se concentró Guzmán y los estudiantes universitarios–, el que en un comienzo constó de camisas azules… para seguir la línea de José Antonio, del mismo tono de la Falange Española, acompañado del característico brazalete color blanco con el símbolo del frente, la araña de Patria y Libertad”.

    Como lo demuestra Verónica Valdivia y José Díaz Nieva, Guzmán no solo participa como uno de los oradores principales en un acto de masas juvenil donde el grupo se refunda en el Frente Nacionalista Patria y Libertad en el
    Estadio Nataniel, el 1 de abril de 1971, sino que era parte activa del Frente (miembro de su Consejo Político) cuando un mes y medio más tarde aparece una declaración pública del grupo donde se hace expresa la necesidad de que los partidos políticos no sean las únicas organizaciones facultadas para participar en la vida pública, planteando la preponderancia de los gremios –por sobre los partidos– en la canalización de los intereses sociales hacia el Estado. En forma posterior, y ya integrado como asesor a la junta militar, dichas posturas se traspasarán de manera aggiornada en algunos de los contenidos medulares de la “Declaración de Principios del Gobierno de Chile”,redactada, como se sabe, por el propio Guzmánbajo la influencia de la obra del ex ministro de Franco, González Fernández de la Mora, y otros intelectuales corporativistas de la España franquista. Allí se expresa que la sociedad necesitaba un modelo político no sustentado en los partidos políticos sino en la acción de los cuerpos intermedios, los que al desarrollarse autónoma y despolitizadamente limitarían la acción del Estado. Años, también, en que predicaba en toda tribuna pública su rechazo al marxismo y a la democracia liberal, apelando a una síntesis conceptual “creativa” del corporativismo franquista y sus modalidades históricas.
    Aunque Guzmán se distanciará del Frente Nacionalista Patria y Libertad debido –entre otras razones– a su enfrentamiento con el liderazgo de Pablo Rodríguez Grez, la base moral y doctrinaria de su alejamiento solo quedará nítida y públicamente expresada hacia fines de 1977. Dicho año, el régimen franquista estaba en plena disolución y la Junta de Gobierno era cada vez más consciente del aislamiento político internacional que suponía apoyarse en los sectores nacionalistas más extremos. Pero sobre todo, comenzaba en Chile la implementación de una política económica al mando de tecnócratas neoliberales –con el apoyo de los grandes grupos empresariales– que detuvo el desarrollo de los sindicatos y las asociaciones profesionales, erosionando fuertemente el proyecto corporativista y estatista; proyecto que contaba, por lo demás, con un sector significativo de adeptos civiles, así como en la cúpula de las fuerzas armadas y la Junta de Gobierno. “El pensamiento de Pablo Rodríguez –espetaba Guzmán a la revista Cosas en octubre de 1977– confunde y asocia erróneamente el nacionalismo con el corporativismo. Una utopía impracticable o un sistema que solo puede ser aplicado en un esquema totalitario de signo fascista”.

    En perspectiva, podemos colegir que son años en que Guzmán transita contradictoriamente desde un corporativismo católico y político de directa ascendencia franquista y falangista, donde los gremios participaban directamente de las decisiones políticas –tal como lo había celebrado y relatado de primera fuente en su visita a España en los años 60–, a un corporativismo actualizado que se había acrisolado a partir de 1967 con la consolidación del movimiento gremial en la Universidad Católica, donde su postura se aleja de la idea de estructurar el poder político sobre la base de estas organizaciones intermedias o, al menos, sustituyendo del todo el rol de los partidos políticos. Como lo muestran Moncada y Castro, resulta claro que estas contradicciones –y vaivenes– en el plano ideológico de Guzmán dicen relación con el cariz esencialmente político del abogado, cuyas discordancias teóricas las resolvió con pragmatismo, adecuando sus ideas a las circunstancias históricas y a la propia praxis política, lo que se tradujo finalmente, en una defensa inicial de los predicados corporativistas católicos y nacionalistas, hasta el apoyo tenaz de la doctrina neoliberal.

    Con estos referentes, no resulta extraño el divorcio que se observa entre las declaraciones y posturas públicas de Guzmán y parte de su accionar político, que no duda en abrazar la parafernalia comunicativa histórica del fascismo con fines instrumentales, tácticos y estratégicos. Como es conocido, el mismo año 1977, cuando Guzmán está desvinculándose progresivamente de cualquier asociación de carácter nazi-fascista y corporativista nacionalista, a través del FJUN y la SNJ organiza una de las versiones más ostentosas y mediáticas del acto de masas fascistizado y fascistizante: Chacarillas. Ocupa, así, un rol protagónico como artífice del discurso de Pinochet e intenta resolver de una manera original el entrevero con sectores corporativistas radicalizados –sus antiguos compañeros de Patria y Libertad– y los grupos nacionalistas del gobierno –ligados a la mujer y a la hija mayor del General Augusto Pinochet, Lucía–, que comienzan a estar en pugna con Guzmán por controlar el proyecto ideológico del régimen, los llamados “duros”.

    Estos sectores corporativistas y nacionalistas mantuvieron una importante cuota de poder y ascendiente ideológico en el régimen, particularmente en lo concerniente a las políticas culturales y educativas, donde, como demuestra Jara, difundieron masivamente sus ideas a través de la editorial estatal Gabriela Mistral y los programas de estudio en las escuelas y liceos. Pero aún más relevante y de incidencia directa, esta corriente contaba con el respaldo de algunos destacados militares, entre ellos, uno crucial en materias de políticas de juventud, el coronel Pedro Ewing Hodar, quien al mando de la Secretaría General de Gobierno tuvo a su cargo la Dirección de Organizaciones Civiles de la que dependía la SNJ y a la que le pedía “estudiar y propagar las políticas del gobierno” y ser gestora de la “formación de un espíritu nacionalista”.

    El folleto de presentación del FJUN se enfoca en su mayor parte a exaltar “un nuevo estilo” y una nueva “mentalidad nacionalista”, a la vez que a exhortar a la juventud a movilizarse en defensa del régimen y al “combate” contra la agresión externa y el marxismo-leninismo “como expresión suprema del mal social en el siglo XX”. De esta forma, la orgánica funge como una estrategia de integración juvenil de los grupos nacional-corporativistas –o de cariz filofascista– en la medida que abre un espacio ideológico de inclusión y comunicación para el enrolamiento de todas las sensibilidades de la derecha joven golpista. Ello lo logra a través de una nueva narrativa nacionalista que sintetiza, dinámicamente, los predicados corporativistas más “liberales” del gremialismo, el nacional-catolicismo, el hispanismo tradicionalista y el fascismo militarista. Finalmente, la materialización de dicha estrategia pasará por aunar las características expresivas de cada una de esas vertientes ideológicas, instrumentalizando a nivel estético y ritual –como se muestra en el último capítulo– los rasgos que desde el punto de vista de su eficacia simbólica rentabilizan mejor la fidelidad militante juvenil. “Éramos nacionalistas y gremialistas. Ahí se hablaba de política, ahí se deliberaban políticamente las cosas”, enfatiza Bernarda Labra en su Relato de Vida.

    En este sentido, conviene volver a reparar en el extenso memorándum inédito de Jaime Guzmán a la Junta, escrito en los primeros meses de iniciada la dictadura y, a mi parecer, insuficientemente estudiado. En este documento además de analizar y diagnosticar los movimientos juveniles en Chile, propone los fundamentos de una política
    juvenil para el régimen y un programa de acción para la SNJ. Junto a ello y de especial importancia, ahí cifra también los argumentos que guiarán la creación del FJUN y los que finalmente le darán a la orgánica las características sustantivas como agente “movilizador” juvenil de masas. En dicho memorándum, Guzmán plantea directamente la tesis de cooptar de manera activa “la rebeldía juvenil”, en la medida que es una “fuerza colectiva muy grande, a veces contagiosa, y en todo caso muy difícil de contener”, transformando el apoyo juvenil “en un elemento que dé vigor espiritual al régimen y acentúe el carácter militante de la reconstrucción nacional”. Para ello, sugiere Guzmán, era necesario mantener viva en la ciudadanía una mística que superara el “temperamento escéptico del chileno”. Para esa difícil tarea, se requería un sentido espiritual que proyectara “el sacrificio colectivo hacia un destino histórico trascendente”, y para ello era irremplazable “el aporte generoso de la juventud” que se enmarcara en “un engrandecimiento patriótico e imaginativo”. Más adelante, el líder gremialista expresará: “Así como la Unidad Popular llegó a producir una identificación entre su gobierno y los trabajadores (…), resulta básico que el gobierno actual procure una identificación parecida con la juventud. (…) En esta tarea, aparte de la realidad de los hechos se requiere un inteligente apoyo propagandístico”.

    Para Guzmán la SNJ era un organismo clave para canalizar las energías sociales de los jóvenes –potencialmente peligrosas–, pero como instrumento de fidelización activa no bastaba. El “tinte oficial” de la SNJ no generaría en la juventud lo que el líder gremialista buscaba: una “adhesión mística” al régimen bajo un sentido “combativo y militante”, en la medida que “la juventud necesita sentirse combatiendo”, pues “toda acción política o cívica, en el amplio sentido del término, requiere de la noción de ‘adversario’”. De ahí que, anticipándose, propone con urgencia concretar “la idea de la formación de un nuevo movimiento cívico-militar de respaldo a la Junta y de prolongación fecunda y duradera de su gestión. (…) Su necesidad y apremio resulta cada vez mayor (…) y en el caso de la juventud, si ello no plasma, los grupos organizados adversarios terminarán prevaleciendo, por atinada que sea la política juvenil del Gobierno, porque esta, en el mejor de los casos llegaría a generar una adhesión mayoritaria pero que no tendría medio de expresarse eficazmente”.

    Guzmán configura así, casi en simultáneo, las dos estrategias que la dictadura implementará para disciplinar las identidades juveniles y para fidelizarlas activamente a favor del régimen, ambas estrategias –moduladas con múltiples originalidades–, tienen como fondo referencial las llamadas por el antropólogo Michel Mitterauer “juventudes de Estado”, que el abogado gremialista conoció de primera mano en sus viajes a la España de Franco a principios de la década del 60 y a través de sus contactos –y militancia– en la derecha nacionalista y corporativista hispana y chilena. De esta forma, más allá de que sus dirigentes se apresuren a aclarar que no deben confundir al FJUN con nazistas totalitarios, tanto las prácticas políticas, como las narrativas institucionales de “efebolatría” –como acertadamente las califica Muñoz–, nos alertan de una singular filiación, en principio más funcional o instrumental que ideológica, con regímenes fascistas o fascistizados europeos. Sin embargo, evaluar la dictadura de Pinochet desde la óptica del fascismo –sobremanera engarzado a políticas juveniles distintivas–, es una empresa intelectual riesgosa, que puede resultar en un mero etiquetaje vacío de sentido. Por tanto, ello nos obliga a discutir algunas basas que distinguimos como las más robustas de esta filiación y que pueden iluminar parte de estas narrativas políticas a partir de la propia evidencia empírica recabada en nuestra investigación.

    Yanko González Cangas, Los más ordenaditos, Hueders, 2020.

  5. Mala lengua

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    Mezcla de crónica, ensayo y recreación imaginativa, el último libro de Álvaro Bisama retrata al poeta Pablo de Rokha, una de las figuras más combativas de la literatura chilena. Deslenguado y polémico, despertó lealtades a muerte y odiosidades letales, mientras escribía una obra torrencial que, pese a su riqueza, aún no logra situarse a la par de las obras de la Mistral, Neruda y Huidobro. En su retrato al gran patriarca de las letras chilenas, Bisama rescata no solo a la figura del poeta, sino a todo un mundo que es la contracara del Chile que huye de la desmesura. Aquí reproducimos el primer capítulo del libro.

    Se llamaba Carlos Díaz Loyola y nació en Licantén, a las orillas del río Mataquito, cuando el fantasma del presidente José Manuel Balmaceda recorría los campos como un ectoplasma tibio, hecho de culpa y promesa. También llegó a ser conocido como Pablo de Rokha, nombre con el que reemplazó al de Carlos poco antes de la década del veinte, en el momento en que se convirtió en un escritor furioso al que nadie supo leer muy bien, porque él mismo era una vanguardia privada, un ejército de sí mismo y la fábula de una genealogía. En esa heráldica inventada, fue el patriarca de su propio clan y avanzó por su época como una bola de demolición, rompiendo y perdiendo todo a la vez mientras escribía una obra que lo instalaría como uno de los cuatro grandes de la poesía chilena del siglo XX. Los otros, que eran Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Gabriela Mistral, fueron sus amigos y enemigos y nunca supieron muy bien qué hacer con él, ni cómo entender su obra que era atroz, tremenda y suponía un gesto radical para los demás (los lectores, la cultura chilena, la historia completa de la literatura) pero sobre todo para sí mismo. De este modo, tuvo un clan y una revista y viajó por el país y el mundo y se quedó solo y puso fin a su vida en 1968 cuando nada tenía mucho sentido porque todo lo que había conocido ya no estaba y no le quedaban fuerzas para aguantar lo que viniese.

    Antes, escribió y publicó varias decenas de libros, casi todos volúmenes donde la poesía se confundía con el ensayo y la novela. Allí, la diatriba muchas veces alcanzó la condición de arte perfecto aunque De Rokha ante todo es recordado por un poema largo donde describe el mapa de Chile como una mesa interminable llena de comidas típicas, al modo de una fiesta que se extiende a través de las provincias. También dirigió empresas y fue profesor y político, aunque trabajó mucho tiempo como vendedor viajero, cargando con cuadros y libros a lo largo del territorio. Escribió sobre Satanás, Jesucristo, Moisés y Mahoma. Leyó a la vez a Nietzsche, Schopenhauer y Walt Whitman y luego los cambió por Marx y Mao Tse-Tung, a quienes entendió como otras vanguardias poéticas. Cosechó enemigos y detractores y vivió mascando una rabia oscura, hecha de la conciencia del desamparo y de la falta de reconocimiento popular. Cuando en 1965 le dieron el Premio Nacional de Literatura ya era tarde. Su mujer y el mayor de sus hijos habían muerto y sus poemas existían como rumores y susurros; eran apenas visibles, como una leyenda que se mezclaba con los mitos de su personalidad y el eco de sus propias palabras; la suya era una poesía que exigía del lector variadas formas de compromiso.

    Un resumen de su vida no alcanza. Sus numerosos libros, donde destacan Los gemidos, Escritura de Raimundo Contreras, Arenga sobre el arte, Genio del pueblo o Acero de invierno, siguen leyéndose como textos vivos y radicales, mientras que sus amigos y compañeros de ruta, como el crítico literario Juan de Luigi, el poeta Guillermo Quiñonez, el escritor Mario Ferrero o el pintor Abelardo Paschín, parecen haberse hundido en el río del olvido, del mismo modo que buena parte de esa cultura chilena a la que él exigió una comprensión y una altura que nunca recibió de vuelta.

    Sobre el final, De Rokha aguantó hasta que no le quedó nada o casi nada. Siempre había aspirado a volverse un patriarca y muchas veces escribía como tal. Parecía vociferar solo, siempre dispuesto a abrazar de vuelta a quien escuchase sus gritos. Ahí estaba su herencia, esa habilidad para aglutinar tras de sí a los perdedores, los solitarios, los revolucionarios, los locos, los surrealistas, los chinos, los pobres o los olvidados como si fuesen miembros de su propia familia. Esa era su pandilla salvaje, su multitud. Ese era su ejército, su legión, su grupo de amigos. Su clan, una banda de malditos y fracasados, de autores invisibles, de héroes oscuros y poetas inéditos. Aquel culto exigía despreciar las mieles del éxito e insistir en el valor moral o revolucionario de la literatura como un fuego exterminador de cualquier falsedad, de cualquier impostura. Porque De Rokha fue el rey secreto de esa tierra imaginaria y el jefe de una familia que era más que una familia.

    En un siglo donde la literatura se consolidó muchas veces como una serie de operaciones y relaciones públicas, él perdió casi todas las partidas. «Yo soy como el fracaso total del mundo, ¡oh Pueblos! /El canto frente a frente al mismo Satanás, /dialoga con la ciencia tremenda de los muertos, /y mi dolor chorrea de sangre la ciudad», anotó en uno de sus primeros poemas y se dedicó a cumplir esa declaración a rajatabla por el resto de sus días.

    Álvaro Bisama, Mala lengua, Un retrato de Pablo de Rokha, Alfaguara, 2020.

  6. El mundo es redondo

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    Fina coleccionista de arte y parisina por adopción, muy cercana a Picasso y a Matisse, la escritora estadounidense Gertrude Stein representa una pieza clave de la literatura de vanguardia escrita en inglés desde las primeras décadas del siglo XX. Stein incursionó en distintos géneros, incluso en la literatura infantil. Entre sus obras más destacadas, se cuentan La autobiografía de Alice B. Toklas y Ser norteamericanos. Ahora presentamos un adelanto de la novela infantil El mundo es redondo, traducido por la poeta Verónica Zondek, de próxima aparición en Editorial Bisturí 10. 

    ROSE HACE ALGO

    Así que Rose no cantó pero tenía que hacer algo.

    Y qué fue lo que hizo bueno empezó a sonreír escaló todo el tiempo escaló no como en una escalera sino que un poco más y más alto por todos lados y entonces vio un árbol bellísimo y pensó sí es redondo pero a su alrededor voy a tallar Rose es una Rose es una Rose para que ahí esté y no escuche en ninguna parte nada que me espante.

    Y entonces pensó que lo tallaría más arriba, se pararía sobre su silla azul y tallaría esto en el lugar más alto que pudiese alcanzar.

    Así que sacó su cortaplumas, no tenía una pluma de cristal no tenía una pluma de gallina no tenía tinta y no tenía pinta, simplemente se pararía sobre su silla y daría vueltas alrededor y alrededor incluso si sonara un pequeño despertador tallaría en el árbol Rose es una Rose es una Rose es una Rose es una Rose hasta completar la vuelta entera. Supongamos que dijo que no completaría la vuelta entera pero estaba segura de que sí la completaría. Así que empezó.

    Puso la silla se subió a la silla era su silla azul pero estaba tan entusiasmada, no con la silla sino con la cortapluma y con tallar su nombre ahí, que varias veces estuvo a punto de caerse de la silla.

    No es fácil tallar un nombre en un árbol especialmente oh sí especialmente si las letras son redondas como la R y la O y la S y la E, no es fácil.

    Y Rose olvidó el alba olvidó el alba rosada olvidó el sol olvidó que ella era una sola y no había nadie más ahí y que debía tallar y tallar con cuidado y así redondear las eRes y las Oes y las Eses y las Ees de Rose es una Rose es una Rose es una Rose.

    Bueno primero hizo una y luego el cortaplumas pareció no cortar tan bien por lo que pensó que podría encontrar una concha o una piedra y si frotaba con fuerza la hoja de su cuchillo contra ella hasta que brillara esta volvería a cortar como solía cortar antes de que el cuchillo comenzara a rezongar. Por lo que tuvo que subir y bajar de la silla y tuvo que encontrar una piedra y tuvo que continuar y continuar, y por fin bueno era aún madrugada había un sol bueno da lo mismo por fin estaba más que comenzado estaba casi terminado y se encontraba tallando el último Rose y justo entonces bueno justo entonces sus ojos se encendieron y se pusieron redondos de sorpresa y susto y su boca se puso redonda y casi rompió a cantar porque vio que en otro árbol un poco más allá alguien ya había estado allí y había tallado un nombre y ese nombre oh dios ese nombre era el mismo era Rose y debajo de Rose estaba Willie y debajo de Willie estaba Billie.

    Eso hizo que Rose se sintiera muy rara de verdad lo hizo.

  7. Multitudes Personales

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    Viaje visceral de un rockero ilustrado: la mezcla Morrison.

    Entre 1966 y 1969, los Doors tuvieron su edad de oro, con Jim Morrison a la cabeza, al mismo tiempo que…
    … los vuelos en LSD, con visitas incluidas a los arquetipos del inconsciente y a las puertas de la percepción;
    … la epifanía hippie, tan vaporosa y radical a la vez, tan comprometida y tan ligera;
    … la irrupción de un nuevo protagonista para pivotear el cambio sociocultural –la juventud–, en quien importaba mucho menos la movilidad social que experimentar consigo mismo;
    … los proyectos utópicos jugados en serio y en la inmediatez del presente, no como la coronación definitiva del progreso sino como una renuncia a todo lo definitivo;
    … los ecos de la generación beat mistificando una nueva marginalidad elegida y un nuevo nomadismo en el asfalto de la modernidad, resisitiendo todo lo que oliera a establishment, redescubriendo dioses trasquilados en las gasolineras del desierto;
    … el rock como confluencia de todo lo anterior, como nuevo matrimonio entre el cielo y el infierno, lo negro y lo joven, hilo conductor entre la cabeza y las vísceras;
    … el movimiento pacifista contra la guerra de Vietnam, contra la violencia pero también contra el imperialismo y el modo de vida norteamericano.

    En esos años, Jim Morrison y sus Doors ocuparon un espacio clave. Morrison había sido, poco antes, un voraz lector adolescente. A los catorce años tuvo el recién aparecido On the Road de Kerouac, publicado en 1957, como libro de cabecera. Se desayunó con Nietzsche a los dieciséis. De Rimbaud encarnó el imperativo de fundir el arte con la vida y, en esa fusión, provocar la alteración de los sentidos. De Blake tomará la frase que usó Huxley para titular su viaje en mescalina y la reciclará para bautizar a los Doors: “Si se despejaran las puertas de la percepción, cada cosa aparecería a la vista humana como lo que realmente es: infinita”. Más tarde paseará entre las interpretaciones jungianas y freudianas del inconsciente y las pulsiones humanas. Seguirá con el sentido trágico de los existencialistas franceses y los flujos de la conciencia en el Ulises de Joyce. Todo esto antes de pasar los dieciocho. A la misma edad devora libros ingleses de demonología de los siglos XVI y XVII en la Biblioteca del Congreso, y queda marcado
    por las trayectorias embriagadas de Baudelaire, Dylan Thomas y otros malditos. Después rematará con el teatro de la crueldad de Antonin Artaud, base para el Living Theatre que tanto marcaría al propio Morrison varios años más tarde.

    Seguimos. La marihuana, el peyote y el LSD entraron con tanta fuerza en la vida de Morrison que no pueden comprenderse muchos temas clásicos de los Doors, como “The End” o “Break on Through” o “The Crystal Ship”
    sin estas pociones. La revuelta generacional y la “brecha de credibilidad” la empezó a vivir Morrison a los diecisiete años, cuando la convivencia con un exitoso oficial de marina que fue su padre, y con una madre que bajaba la línea en la familia, resultó intolerable. La onda hippie le entra a quemarropa justo en sus comienzos con los Doors, partiendo por la vida-plena-pura-sin-proyección en Venice, el balneario de Los Ángeles en que “todo pasaba”, donde a partir de un encuentro de fumados con Ray Manzarek nació la iniciativa de formar una banda de rock.

    Hasta ese momento Morrison jamás había cantado en su vida: podía verse a sí mismo como poeta, actor o cineasta, pero no se imaginó que su gloria estaría detrás de un micrófono. A este encuentro con Manzarek sigue el aterrizaje de los Doors en el legendario happening Human Be-In en el Golden Gate Park de San Francisco a comienzos del 67, evento que consagra la Revolución de las Flores y la erupción de los sentidos. (1) Entretanto, Morrison establece una relación casi simbiótica con los hitos del cine europeo de la época, como Hiroshima, mon amour de Alain Resnais
    y La dolce vita de Fellini; emprende un interminable viaje en autostop desde Florida hasta Arizona antes de cumplir los veinte años, pasando por México y poblado de enredos con la policía del medio oeste y los licores que ahogan la noche en Texas. Más tarde, un viaje mítico al desierto de Arizona lo lleva a abrazar ese raro panteísmo que funde a Rimbaud con los indios del mezcal, y a realizar con sus compañeros de los Doors (Ray Manzarek en los teclados, Robby Krieger en la guitarra eléctrica, John Densmore en la batería) un ritual iniciático con el peyote. Vive una
    poligamia asumida desde siempre y nunca cuestionada. Entre concierto y concierto va hilando un discurso que desafía la autoridad por todos lados, y que se expresa en letras de canciones, en recitales más allá del límite de la ley y en un ritmo de intoxicación que no respeta las mínimas precauciones de la supervivencia.

    La voluntad de repulsa de todo lo establecido empieza a asomar en lo que será su conductor predilecto, el rock, echando sus bases en este simulacro de la negritud en que el sentido se invierte más que inventarse, se exorciza más que representarse: “No se puede pensar en rock sin evocar la imagen de aquellas infinitas máscaras negras que se puso el blanco, en el proceso evolutivo de la sociedad norteamericana, invirtiendo en el plano psicológico la ecuación dominador/dominado”.(2) A la negritud como estado revulsivo del alma se acopla la juventud como el contrapoder
    emergente en la cultura. Las largas notas del viejo-negro blues inspiran las rabiosas escalas de nuevo rock duro y luego del acid rock. El rock se hace locus de la diferencia donde se reúne la negritud como un estadootro y la juventud como el actor-otro. El 65 empieza a tejerse una nueva alianza entre la juventud rockera y la intelectualidad de gauche. Convergen visceralidad y cultura crítica, rock y repulsa, transgresión y emancipación.

    Irrupciones del rock

    Primera irrupción. Una experimentación con el propio cuerpo. A través de un componente de comunión rítmica se reconocen los pares en el desdibujamiento de los contornos del cuerpo propio en el baile. Hay casi una epifanía de lo negro-pagano en el rock, en su ritmo, en la visceralidad de un bajo tribal y de los punteos de la guitarra, en las voces
    aguardentosas y antirrefinadas, en la ebullición de la sangre. La estética de estos flujos se elabora sobre la marcha y nadie se adscribe el poder de jerarquizarla. El baile, como los punteos de la guitarra eléctrica, encuentra un espacio de confianza absoluta para el retorno de lo reprimido. Bailar solo es bailar en comunión al mismo tiempo. “Políticos eróticos es lo que somos”, declaraba Morrison. “Canto con mi voz y con mi cuerpo, con mi sexo, canto con todo mi ser”, proclamaba Janis Joplin. Y Mick Jagger confesaba a su vez: “Uno siente la adrenalina que sube por el cuerpo. Es algo muy sexual, y la energía parece transbordar de aquellos públicos inmensos y delirantes de Nueva York, Chicago o California”.3 John Mayall, Clapton y los Bluesbreakers, así como The Animals y los Rolling Stones, se inspiran en Muddy Waters, en B. B. King y en toda la tradición del viejo blues negro de Chicago a Mississippi. Y allí va a radicar un componente en la mezcla Morrison, donde el ilustrado de la izquierda crítica y el rockero con la
    víbora negra en las entrañas se condensan en una sola voz: el dadaísmo se paganiza, la negritud conversa con Rimbaud, la crítica marcuseana se formula con un desenfadado movimiento de pelvis.

    Segunda irrupción. El rock como catalizador de energías para romper las estructuras básicas de la sociedad burguesa-capitalista, y como detonante contra los símbolos autorrepresivos del American way of life. Mike Lang,
    el principal organizador del festival de Woodstock, respondía en una entrevista televisiva que la música nunca había alcanzado tal grado de compromiso social. En 1970 un grupo de violencia revolucionaria hizo detonar bombas en grandes transnacionales con sede en Nueva York, autoproclamándose la Fuerza Revolucionaria N.° 9, nombre inspirado en una canción de los Beatles. El rock “no es un simple himno de guerra o un fondo musical como lo fue La Marsellesa para la Revolución francesa. Para nuestra generación, el rock es la revolución”. (4)

    Tercera irrupción. En el rock emerge un aire pagano, o bien el rock potencia el paganismo de los blues negros y de la música country de los blancos pobres. Este paganismo campea en varias de sus manifestaciones: en el envolvente clima tribal que late por debajo de algunos de los conciertos de rock; en la atracción por el sacrificio entre las estrellas del rock y entre los que se tomaron el rock en serio (las muertes de Hendrix, Joplin y Morrison tienen algo de sacrificio en la representación que luego hizo de ellas el imaginario-rock); y en un panteísmo difuso pero persistente, que tiene mucho que ver con las experiencias lisérgicas en las vidas, en la música y en las letras del rock a partir de 1966-1967.

    En todo esto la entrada de Morrison es emblemática. Funde el iluminismo revolucionario de la izquierda con el ritual de iluminación pagana. El ilustrado se hace uno con el disolvente. El ordenamiento culto queda al servicio del desorden de los sentidos.

    Show de la transgresión, transgresión del show

    El rock recurre a la obscenidad como expediente irónico para deshipocritizar la cultura. La obscenidad ironiza al yuxtaponer las antípodas que conviven en la sociedad de consumo: la incoherencia entre el hedonismo funcional, del cual esta sociedad no puede prescindir si aspira a expandirse, y la moral de contención, que opera como resorte arquetípico de la acumulación capitalista. Pone al descubierto lo que Daniel Bell llamó la “contradicción cultural del capitalismo”, contrastando la mecánica voluptuosa del show-business con el discurso aséptico del puritanismo.
    Lo obsceno no es el gesto mismo de la performance del rock, sino el efecto que produce en su desenmascaramiento, la mueca viscosa de un hedonismo furioso entrelazado en las patas de Calvino, el absurdo de la sociedad opulenta que requiere conjugar la disciplina de la autocontención con la exacerbación del placer. En este efecto irónico la interpelación obscena desmonta la moral burguesa. La uniformidad aséptica del norteamericano medio se refracta y dispersa en la puesta en escena de los deseos inconfesados. Pero, al mismo tiempo, la obscenidad en Morrison
    quiere mofarse de la industria del espectáculo, mostrarla como manipulación y desublimación represiva (5).

    Esta misma tensión será recuperada por Morrison y llevada al umbral de la transgresión tolerable. El caso límite es el del concierto efecutado por los Doors en Miami en 1969, donde Morrison extrema la invocación de Eldrige Cleaver al recontacto corpóreo por vía del rock, y simula un acto de masturbación que le costará un engorroso proceso judicial con los cargos de actitud lasciva, exposición obscena y profanación.

    ¿Qué ocurrió en ese concierto realmente? El show de la transgresión se transmutó en transgresión del show, la desublimación represiva se invirtió en sublimación subversiva. Todo en el show de Miami fue simbólico y figurado, pero tomado demasiado al pie de la letra por la policía que intervino: la masturbación, la violencia en el escenario, el sacrificio del macho cabrío.

    La siguiente transcripción de los monólogos de Morrison en el recital de Miami nos da una idea: “Ey, escuchen, me siento solo, necesito un poco de amor, pasarlo bien… ¿Acaso ninguno de ustedes va a venir a amar mi culo? Vamos, vengan… Lo necesito, sí, lo necesito, sí, lo necesito, sí… ¡Vengan de una buena vez! ¡Son ustedes una manga de
    idiotas de mierda! ¡Cómo dejan que otros les digan lo que tienen que hacer! ¡Cómo dejan que otros los empujen así! ¿Cuánto tiempo creen que esto va a durar? ¿Hasta cuándo se van a dejar empujar así? ¿Hasta cuándo? A lo mejor les encanta, a lo mejor les gusta que les enrostren la jeta en la mierda… ¡Ustedes son todos una manga de esclavos! ¿Qué van a hacer para remediarlo, qué van a hacer?”.(6)

    El gesto obsceno de Morrison se da en un contexto en que él imposta el lugar del pastor que invita a su rebaño a desconstituirse como tal. Impreca su conformismo y, al mismo tiempo, le exige a la audiencia
    actuar en conformidad con la invitación orgiástica que propone. La ironía radica ahí en usar el mismo mecanismo de fetichización e idolatría impuesto por la cultura de los mass media, pero invirtiendo sus mensajes. Morrison aprovechaba la condición de ídolo para pastorear sus ovejas por el camino del lobo o del macho cabrío. En esta mezcla de formatos establecidos con mensajes revulsivos, no desiste del vínculo de adoración y endiosamiento que lo sitúa por encima de su público, sino que moviliza ese mismo vínculo para transmutar la adoración en orgía, vale decir, para disolver el vínculo entre el espectador y el músico y, por extensión, entre el individuo y el ordenamiento del poder.

    Lo obsceno en Morrison es una forma irónica de confrontación cultural: contrasta la pulsión libertaria con su inmediata domesticación en el show business; el reclamo rabioso de un cuerpo recuperado luego como sex symbol. Lleva el show de las vísceras a un extremo que desconcierta, indigna, desborda. Ya no es “Elvis the pelvis” cantando de la cintura para arriba en el show televiso de Ed Sullivan en los años cincuenta. Ahora lleva el aura de un estallido.

    La viscosidad de Morrison en el escenario desacelera el ritmo de los cuerpos y se prolonga en lo reprimido. Provoca la impaciencia al extenderse en lo que debía acotarse a un mero efecto subliminal. Rompe la secuencia apenas sugerente del spot publicitario, y en este cambio de marcha deja que el pulso se recaliente sobre la superficie de las cosas. La ironía consiste en atascar lo que debiera apenas deslizarse. Lo inquietante no es el movimiento, sino su demora. La obscenidad de Morrison plasma en el tiempo que se toma para invitar al placer fálico y anal, la
    insistencia con que el ídolo de masas persiste en la transgresión del libreto, la desmesura con que dilata la procacidad y torna inoperante la desublimación represiva.

    En ese límite el sex symbol y el ídolo rock ya no sirven para canalizar energía reprimida; ese tiempo excesivo en que Morrison se relame en su propia performance desborda esa misma energía. La persistencia de la obscenidad es como una burla al fetiche erótico: reflejo impertinente, insistencia en aquello sobre lo cual existe el acuerdo tácito de no insistir. “Profanación” es el rótulo impuesto por la prensa y la ley del estado de Florida a la irrupción-Morrison. Ya dos años antes Morrison había sidoexpulsado a patadas por el propietario del Whiskey a Go-Go de Los Ángeles por introducir en un clásico tema (“The End”) el leitmotiv freudiano del edipo –el asesinato del padre y la copulación con la madre.

    En Morrison lo obsceno produce un desnivel en que la lógica del espectáculo de masas queda rebasada por un recalentamiento de la individuación. La ironía muestra la brecha entre una cultura que exalta el individualismo y un acto de individuación demasiado viscoso para ser digerido por esa misma cultura. Detenerse en lo propio frente a los
    auditores o espectadores es colocar un signo de interrogación en torno a los límites en que se tolera lo singular. Morrison produce este desnivel entre el individualismo liberal y el poseído por su propio demonio. La ironía juega con el doble signo de la posesión: como apropiación y como trance. Pasa del consumo al acto de consumirse, toma demasiado al pie de la letra el desafío de devenir-sí-mismo. Transgrede irónicamente, por la literalidad con que asume la invitación a la individuación.

    Lo obsceno apunta no solo a poner de manifiesto la inconsistencia del orden entre sus vertientes hedonista y puritana, sino también a poner de cabeza el culto a la diferenciación individual. Sugerentes son al respecto las imprecaciones del poeta Malay Roy Coudbery, editadas en enero de 1967 por Los Angeles Free Press, la publicación del underground que en ese entonces Morrison leía con tanta efusión: “Me complaceré en la Obscenidad, porque arruinaré y destruiré todas las distinciones de clase en el Lenguaje […]. La Obscenidad es un prejuicio de la burguesía, que teme la invasión de la más fuerte cultura de los estratos inferiores”. La obscenidad desjerarquiza, mezcla los gustos, emplaza la propiedad, ofrece el cuerpo poseído como ritual de desposesión.

    En este mismo sentido, la ironía Morrison es la manifestación de lo no domesticado. No es casual el recurso a un paganismo sui generis, sobre todo en la fugaz obra poética de Morrison, así como el tono pagano que imprime en los conciertos.7 La versión libre del paganismo opera como portavoz de fuerzas no domesticadas. Ya el rock tiene, de por sí, bastante de pagano: en el ritual de comunión seudodionisíaca en los conciertos (con algo del potlach de las sociedades primitivas, pensemos la analogía entre el rito de destrucción de bienes por parte del jefe del clan con la destrucción de instrumentos en el concierto rock por sus músicos), en una repulsa casi mística a la moral puritana de las iglesias oficiales, y en su espiritualización del caos.(7)

    Morrison juega a fundir antípodas. Carnaliza el espíritu y espiritualiza la carne. Lo obsceno escenifica lo atávico, transgrede la progresión histórica que no gusta de lo arcaico. El prurito selectivo de la sensibilidad ilustrada queda ironizado desde este retorno a lo primario. La mezcla de códigos es mezcla de razas y de tiempos. La ironía arroja su rayo de risa y de furia: revierte la pretensión reguladora de la modernidad con su contorsión abyecta. Y en ese movimiento sacude la máscara de higiene mental con que la sociedad de consumo domestica a sus usuarios.

    La ironía se hace difícil de neutralizar en tanto liga el desenfado erótico a un simulacro de iluminación. A la vez que coloca distancia crítica, disuelve las distancias en el mismo acto obsceno. Temas musicales como “The End” fusionan un clima poético de iluminación subjetiva con diatribas contra el padre, pulsiones incestuosas e invitación a la psicosis (“Los niños están todos psicóticos”, “Papá, quiero matarte”, “Mamá, quiero fornicarte”, etcétera). Morrison es a la vez lascivo y puro, ángel y demonio, filoso y fluido, y en esa mezcla procaz saca a la luz pública las fuerzas más oscuras: la inconexión psicótica, la asociación libre llevada al límite de la grosería, la pérdida de todo sentido del ridículo. El escenario –el on stage– es el lugar para hacerlo, el templo del ritual pagano. “El único momento en que realmente me abro”, decía Morrison, “es en el escenario; la máscara de la actuación me lo permite, un lugar en que
    al ocultarme puedo revelarme”.

    Lejos del modelo secularizado que pretende fundamentar la libertad sexual mediante un discurso psicologizante, Morrison moraliza el placer, exorta a su uso como un predicador invertido. La desinhibición se yergue en imperativo moral. La ironía mezcla lo puro y lo obsceno. No desacraliza como un modernista típico, sino que sacraliza lo pecaminoso o lo reprimido. La obscenidad recae en esta inmediatez de un goce polimorfo invocada por el niño-bonito, el niño-brillante, el niño-sensible.

    La desorganización de los sentidos

    Otro gesto discursivo de Morrison tiene por referente el ideal de apertura de la conciencia que acompaña al movimiento cultural de fines de los sesenta. “No impedirás a tu prójimo alterar su conciencia”, proclamaba el gurú-terapeuta del momento, Timothy Leary. Y un crítico de cine de Los Angeles Free Press señaló alguna vez: “Si los Beatles y los Stones están ahí para hacer estallar tu mente, los Doors están para después, una vez que tu mente ya se ha ido”. Morrison dijo en una ocasión, emulando a Blake: “La poesía abre todas las puertas. Puedes pasar por cualquiera de ellas que te acomode”. Y lo que es más enigmático: “Yo no saldré… Tú debes venir a mí… aquí donde yo construyo un universo dentro del cráneo para rivalizar con lo real”.

    En el árbol genealógico del pop, Albert Raisner ubica a los Doors en el centro del acid rock, como grupo emblemático del underground psicodélico. El ritmo lento y aletargado, armonías que suenan irreales, timbres nuevos, canciones de larga duración son elementos propios de las primeras formas del acid rock, desde los Doors hasta Pink Floyd: “Para los creadores de acid rock, se trata de saltar hacia los paraísos artificiales con los cuales enriquecer la vida cotidiana de ellos y de los demás”.(8)

    El mismo nombre del grupo, The Doors, es indicativo, pues nace del conocido poema de Blake tantas veces citado por Morrison y que alude a las puertas de la percepción. Morrison habló recurrentemente de su voluntad por extremar los límites de la percepción y “pasar al otro lado”.9 Ray Manzarek, el tecladista de los Doors y arreglador del grupo, lo llamó alguna vez “chamán eléctrico”, cosa que a Morrison no le desagradaba en absoluto como imagen mistificada y pagana de sí mismo. Un pasaje de su prosa poética resulta llamativo en este punto: “En la sesión, el chamán conducía. Un pánico sensual, deliberadamente evocado por medio de drogas, cánticos, danzas, lleva al chamán al trance. La voz cambia, el movimiento es convulsivo. Actúa como un loco”.(10)

    Por un lado, Morrison estaba imbuido en el discurso del underground psicodélico ilustrado, del pop culto, desde Andy Warhol hasta el Living Theatre, pasando por Timothy Leary, Norman Brown y Allen Ginsberg. También podía hacer de puente entre el rock y la nueva izquierda “radical” de Jerry Rubin y de los antipsiquiatras ingleses Ronald Laing y David Cooper. Por otro lado, los conciertos de los Doors y su impacto en el mercado discográfico constituyen un fenómeno de masas. En esta síntesis, Morrison es el rock y a la vez el discurso sobre el rock, consumido por adolescentes de clase media y valorado por la nueva izquierda y la contracultura: el vaso comunicante entre el Village y el Madison Square Garden.

    Las declaraciones de Morrison en las entrevistas ilustran este puente entre el poeta maldito, el radical ilustrado y el ídolo de masas. Hacia fines del 66 –por tomar un ejemplo– declara: “Siempre me he sentido atraído por ideas relativas a la revuelta contra la autoridad: cuando te reconcilias con la autoridad, te conviertes en una autoridad. Me gustan las ideas que promueven la ruptura y el desborde del orden establecido. Me interesa todo lo relacionado con la revuelta, el desorden, el caos, y sobre todo la actividad que parece carecer de todo sentido”.(11)

    Sin embargo, Morrison también introduce fisuras en este juego de identidad y de síntesis entre rock de masas, expansión de la conciencia y radicalidad culta. Su gesto dionisíaco tiene un efecto disolutivo que transgrede incluso las contrarreglas de hippies, antipsiquiatras y radicals. Entra en la lista de los malditos del rock y los que mueren reventados: Lenny Bruce, Brian Jones, Jimmy Hendrix y Janis Joplin. Su propia poesía muestra la veta disolutiva con referencias a sueños calientes y danzas febriles. En su obra poética más influenciada por Blake y Rimbaud, las
    resonancias dionisíacas son muy marcadas: “todos los juegos contienen la idea de la muerte”, o “el miedo y la atracción de ser deglutidos”, o “libre para disolverse en la vorágine estival”, o la pregunta “¿qué sacrificio, a
    qué precio puede nacer la ciudad?”.(12)

    El panteísmo urbano-moderno aparece por todos lados en esta primera obra poética de Morrison. La máxima de Blake según la cual “el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría”, y el llamado de Rimbaud a la “desorganización de todos los sentidos”, repican como un mantra en la cabeza de Morrison. Y su juego de fundir sangres con su refinada amante Ingrid Thompson no es casual si se recuerda el entusiasmo temprano
    de Morrison por la demonología.

    Si el gesto obsceno irrumpe desde Morrison como individualidad viscosa, el gesto dionsíaco lo hace como amenaza a la individualidad. El Dionisos de Morrison cancela cualquier posibilidad de individuación. En la literatura norteamericana, esta pendiente hacia la disolución, que de manera efectiva o virtual acaba en la muerte, se encuentra muy cerca de Burroughs y Kerouac. La invitación que desemboca en la disolución no solo atenta contra el espíritu de la modernidad establecida, sino también contra la crítica ilustrada de la modernidad que en los sesenta se consagraba en el arte, la cultura crítica y la psicoterapia humanista. Los valores emergentes de “crecimiento personal”, autenticidad o revolución en la organización social no combinan bien con este gesto pagano o dionisíaco.

    El gesto dionisíaco ironiza respecto de cualquier construcción de la subjetividad. La pendiente disolutiva socava las bases de una filosofía de la autenticidad, entendida como construcción de un yo irreductible a la alienación del sistema. Morrison borra sus propias pisadas. La ironía se vuelca incluso contra los paladines del crecimiento personal y de la izquierda humanista. La fusión extática no se proyecta en un mundo de sujetos libres, sino que afirma la libertad como desprendimiento respecto de sí mismo. Impugna la tiranía del yo. A la individuación radical del hombre rebelde se sobrepone ahora la rebelión contra la identidad.

    La ironía opera aquí como sinrazón. El gesto dionisíaco disuelve, pero al hacerlo sobre el escenario también ridiculiza las pretensiones de todo discurso constructivo. Lo irónico es precisamente este montaje de la disolución,
    contradictorio en los términos. Se trata de armar un escenario para desperfilarlo y despilfarrarlo. Morrison hace su ritual de transgresión satírica en un medio absolutamente construido, urbanizado y tecnificado. La ironía opera como contraste: el show de la disolución se confunde con la disolución del show. La ironía permuta el sujeto y el predicado. Al hacerlo, solo deja sobrevivir la mezcla misma, la infinita maleabilidad del espectáculo. Deja caer sobre el espectador el espejo de su propia inconsistencia, lo transmuta en un expediente más para escenificar la disolución. La mezcla remata en burla, sarcasmo de la relación misma entre emisor y receptor.

    ¿Significa esto que el gesto dionisíaco de Morrison es contraproducente también para la conciencia crítica? ¿O esta insubordinación, que incluso transgrede el discurso del humanismo progresista de los sesenta, implica, por el contrario, una fuerza más radical todavía? La apuesta por la desidentidad no deja posibilidad de utopizar, de afirmar la diferencia ni de sentar las bases para un orden alternativo. Tanto el comunitarismo neohippie como la proclamación de los derechos civiles quedan succionados por el efecto de dilapidación del yo. Lo que queda es más bien un ir-y-venir a toda velocidad, una desbocada imposibilidad de proyectar, la licuadora cósmica ante cualquier pretensión de regular hacia adelante.

    Desplazado de su escena ancestral y llevado a los tiempos de Morrison, el gesto dionisíaco se convierte en un acto de fusión casi histérica. Pero la histeria ya no como materia de disquisición clínica, sino como materialización de una energía asocial, puesta en marcha de un movimiento colectivo sin actor colectivo. Otra vez la ironía: hay liberación, pero sin actor. El acto libertario, en su versión dionisíaca, devora al liberador y no propone a nadie en su relevo. Solo cuerpos licuados. La invitación a una fusión sin reserva (el festín-Morrison) disuelve lo social en el caos de los impulsos polimorfos, donde hay tantas verdades como delirios posibles. El balbuceo espasmódico y el contorneo espástico ridiculizan la representación, ironizan la pretensión de representar. Uno de los poemas en Wilderness de Morrison ilustra esta imagen de caos dionisíaco: “Vuelve a entrar en el dulce bosque / Entra en el sueño caliente,
    ven con nosotros / Todo está despedazado / Y baila”.

    El gesto dionisíaco produce estos efectos. La danza desordenada de Morrison sobre el escenario, su integridad siempre a punto de quebrarse, la confusión de las tantas figuras que encarna casi simultáneamente, las verdades que se devoran unas a otras, la borrachera mental que ya no puede separarse de la borrachera de la realidad: todo importa y nada importa. Dionisos el ironista, el iluminado antiiluminista. Solo esa apariencia de locura puede tocar una esencia de la libertad. “No estoy loco”, decía Morrison; “lo que me interesa es la libertad”. ¿Pero quién habla
    después de eso? La desestructuración enmudece a su protagonista. No bien encarna, desencarna.

    El gesto dionisíaco de Morrison es, por lo tanto, un gesto emancipatorio pero contra la modernidad. Lo dionisíaco es la imposibilidad de sujetos constituidos y diferenciados. Es también la imposibilidad misma de los mass media como productores de una vida vicaria para sus consumidores (en la televisión, en el cine, en el teatro, en la novela, en la figura de los ídolos y los personajes). Nada lo ilustra mejor que la visión que Morrison entrega de la modernidad en su primera obra poética: “La jerarquía de los hombres entre actores y espectadores es el hecho básico de nuestro
    tiempo. Estamos obsesionados con héroes que viven en nuestro lugar y a quienes castigamos… Nos conformamos con lo ‘dado’ en la búsqueda de nuestras sensaciones. Nos hemos metamorfoseado desde un cuerpo enloquecido que danza en las colinas en un par de ojos que observan en la oscuridad”.13

    El Dionisos de Morrison se vuelca también contra el crítico que incurre en la lógica del “vampiro callado” del voyerista: Dionisos experimenta, el crítico observa. Disolución de la jerarquía de actores y observadores. “Trata de incendiar la noche”, dice la canción. El Dionisos no contempla ni escudriña: participa, contagia, precipita la osmosis. El gesto dionisíaco marca la distancia disolviendo toda distancia entre el observador conformista y su imagen, entre el observador analítico y su objeto, y entre el observador crítico y su materia de impugnación. Morrison sintetiza la
    contracultura pero también la rebasa. Va más allá, a la oscuridad de las mezclas, a las enloquecidas transfiguraciones.

    Gesto obsceno y gesto dionisíaco, individualidad viscosa y disolución de identidad: dos operaciones en las antípodas, pero ambas violentan. La obscenidad destapa la zona oscura del individualismo y le obstruye su regreso a la sociabilidad de masas. La invocación dionisíaca apunta al otro extremo de la penumbra, destapa lo que las masas más temen de sí: la caída sin retorno y la imposibilidad de reconstitución de un sujeto. La modernidad queda en jaque a dos puntas. La mezcla Morrison no es solo un par de gestos discursivos: es además la inviabilidad de cualquier otro gesto que le sobreviva.

    Morrison quiso reapropiarse del rock para hacer del show de la transgresión una transgresión del show, ironizarlo todo desde un gesto irreductible. Su batalla fue contra el uso que el sistema de consumo hizo del rock a través del montaje discográfico y el show business, contra la hipocresía que buscaba yuxtaponer el hedonismo y el puritanismo, y también contra las pretensiones edificantes de la cultura crítica. Su gesto buscó socavar las raíces del aburrimiento, la disciplina de la producción industrial y el fetiche de la mercancía. El rock fue el ring en que libró su propia guerra contra toda forma de conformismo.Pero, como en el casino, al final gana la banca. Con los años el  ironizador fue ironizado. La imagen de Morrison quedó estampada en camisetas, calcomanías y afiches, promovida junto a otras imágenes remanidas como las de Marilyn Monroe y el Che Guevara. Su tumba en el Cementerio del Père-Lachaise de París fue, durante un tiempo, lugar de culto y peregrinación, y más tarde folclorizada como un hito más en los
    circuitos turísticos. La película de Oliver Stone sobre los Doors, estrenada en 1991, veinte años después de la misteriosa muerte de Morrison, le dio un segundo aire al personaje, pero más bien como un ícono exótico, pintoresco, inofensivo. Él lo sabía: la ironía siempre puede dar una voltereta de más.

    Multitudes Personales. Ensayos, crónicas, aforismos, Ediciones UDP, 2020.

    1 Bautizado también como el primer melha norteamericano por el San Francisco Oracle, con la presencia de unas cuantas vacas sagradas de la música y la revolución de la conciencia: Dizzy Gillesppie, Jefferson Airplane, Timothy Leary, Allen Ginsberg y otros.
    2 Roberto Muggiati, Rock: el grito y el mito, Ciudad de México, Siglo Veintiuno, 1974 (traducción de Francisco Lage Pessoa).
    3 Ibid.
    4 Ibid.
    5 Desublimación represiva fue una expresión acuñada por Herbert Marcuse en su crítica a la sociedad opulenta. Aquí se refiere a los simulacros pautados en la transgresión del orden. Se trata de formas de impugnación y de liberación que son recuperadas
    6 Citado en la la biografía más completa de Morrison, preparada por Jerry Hopkins y Danny Sugerman, No One Here Gets Out Alive, Nueva York, Warner Books, 1981. En su libro póstumo de poesía The American Night, Jim Morrison retoma el tema nietzscheano de la muerte de Dios, pero como un momento sagrado, de plena libertad y florecimiento de “personas divinas”. El libro está plagado de sugerencias de corte pagano –sacrificios humanos para alentar una nueva religión, divinización del sexo, hedonismo trascendente.
    8 Albert Raisner, L’Aventure pop, París, Robert Laffont, 1973.
    9 “Break on through to the other side” (“irrumpir hacia el otro lado”) es el estribillo de uno de los primeros éxitos de los Doors, tal como lo es “take the highway to the end of the night” (“toma la autopista hasta el final de la noche”) en otro de sus hits; y en el tema “The End” encontramos, asimismo, imágenes como “visit weird scenes inside the gold mine” (“visita escenas locas dentro de la mina de oro”) y “ride the snake” (“cabalga sobre la serpiente”). Alguna vez Morrison señaló: “He estado experimentado los límites de la realidad […]. Tenía curiosidad por saber qué ocurriría”.
    Y en una autoentrevista que hace de prólogo en una de sus obras poéticas póstumas, señala: “Si mi poesía pretende algo, es liberar a la gente de las formas limitadas con que ven y sienten”.
    10 En Jim Morrison, The Lords and the New Creatures, Nueva York, Simon & Schuster, 1987.
    11 Citado por Hopkins y Sugerman en No One Here Gets Out Alive. En el mismo libro los autores citan varias entrevistas que revelan el énfasis de Morrison en el proyecto crítico en que pretendía inscribirse como músico de rock y como intelectual.
    12 Jim Morrison, The Lords and the New Creatures.
    13 Jim Morrison, The Lords and the New Creatures. Y con la misma agudeza: “Una posesión tenue, desprovista de riesgo, finalmente estéril. Con una imagen no hay peligro a la puerta”.
  8. El estilo de los otros

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    Mauro Libertella entrevistó, sin nunca aplicar la misma fórmula, trabajando variaciones en función de cada interlocutor, a dieciocho de los más importantes escritores latinoamericanos contemporáneos. “Como un asesino a sueldo que estudia los movimientos de su víctima, me metí en su mundo conceptual durante meses”. Aquí recuperamos la entrevista a la ensayista y narradora argentina Sylvia Molloy.

    Sylvia Molloy (Buenos Aires, Argentina, 1938)
    Empezó escribiendo ensayos y crítica literaria. se fue muy joven de la Argentina para vivir durante algunos años en París y se instaló definitivamente en Nueva York a fines de los años sesenta. dirigió la maestría de escritura creativa en español de la Universidad de Nueva York.
    – Las letras de Borges (ensayo, 1979)
    – En breve cárcel (novela, 1981)
    – El común olvido (novela, 2002)
    – Varia imaginación (relatos, 2003)
    – Desarticulaciones (novela, 2010)
    – Poses de fin de siglo (ensayo, 2012)

    Estas son algunas de las cosas que se dicen de Sylvia Molloy en las contratapas de sus libros: “La historia se construye tan de cerca que nos da la sensación de estar espiando una historia prohibida, y el efecto de realidad es tan nítido que leemos En breve cárcel como si fuera una autobiografía”; “El común olvido es un viaje sentimental por la memoria desperdigada. El retorno a un país sin epitafios. La búsqueda de una realidad que sólo se forma en la memoria”; “Pasajes de un pasado y un presente compartidos que se transforman en ficción frente a un olvido que no puede contradecirnos”. Estas tres citas corresponden a tres obras de ficción, publicadas con una cierta distancia una de la otra, pero una coherencia las vuelve capítulos consecutivos de una misma obsesión, como si Molloy quisiera encontrarle todas las variantes a su mundo privado: el de la memoria, el de la lengua materna, el de la autobiografía y el de la vida en otro país. Esos son los vértices de su mapamundi, y no necesitó demasiadas páginas para decir lo suyo: en cuatro o cinco libros está todo su universo, que vulnera las fronteras entre ficción y ensayo y que parece siempre, en algún momento, llegar hasta el fondo de eso que llamamos intimidad.

    “El recuerdo sin dudas retoca y reconstruye ciertos momentos del pasado”, dijo alguna vez, y esa es como la carta franca, el pasaporte que encontró para sentarse a escribir, su pozo sin fondo. Porque si el pasado no es algo estable y consensuado, si nuestra memoria lo rearma y lo manipula como quiere, entonces podemos volver sobre la misma escena una, dos, mil veces, y siempre saldrá otra cosa, como en las sesiones de psicoanálisis. Es cierto que el mundo ofrece día a día espectáculos más increíbles que la ficción, pero la memoria de Sylvia Molloy redobla la apuesta: lo que sucedió en el mundo, en la vida, luego será recordado, y en la posibilidad de esa nueva versión está el poder del hecho literario.

    Vos te fuiste a París a los 20 años ¿Cómo era tu vida en ese momento? Yo había empezado Ciencias Exactas, e hice casi un año de esa carrera. No me gustaba. En realidad, me gustaba la parte matemática, pero me sacaba de quicio la falta de exactitud de la ciencia: los cálculos, las medidas exactas de los componentes nunca daban, y eso me impacientaba. Paralelamente, yo estaba estudiando literatura francesa en el instituto francés y ya estaba muy tomada por eso. tuve la suerte de que un jefe de trabajos prácticos, al que le debo mi vida, me dijera: “Usted no está contenta acá Molloy, le va muy bien pero no está contenta, por qué no se va”. Además, me dice, “usted siempre está leyendo algo. ¿Qué está leyendo ahora?”. “Rojo y negro de stendhal”, le digo. Pensé entonces “A este tipo le debió haber pasado algo parecido y no se fue”, y pensé que me estaba queriendo decir algo. Entonces me fui, y en mi casa no sucedió el desastre que pensé que iba a suceder. Me entendieron.

    ¿Era fácil acceder a una beca?

    Eran unas becas que daba el gobierno francés, con examen. En esa época para mí la literatura pasaba por Francia, así que eso hacía las cosas más accesibles.

    ¿Fue un viaje en barco?

    Sí, como el de sarmiento. te vas preparando para la llegada. Cuando llegué a París, todo me pareció mucho más chico de lo que yo me imaginaba. Me lo imaginaba todo mucho más monumental. No te puedo decir que me haya sentido cómoda al principio, porque había sido un desajuste; tuve que aprender a traducir a la realidad el París que me había imaginado.

    ¿Qué es lo más difícil de la adaptación, una primera soledad?

    Exacto. Eso fue muy difícil, me encontré muy sola y, como me ha sucedido muchas veces en mi vida, como sapo de otro pozo. Yo quería ser estudiante francesa, no quería hacer cursos para extranjeros. Quería hacer una licenciatura, como todos los franceses. Y la licenciatura era bastante más exigente y había pocos extranjeros. Además tenía que aprender a tratar con lo francés, una civilidad diferente. Fue duro al principio.

    ¿Cuánto se tarda más o menos en decodificar los signos sociales, las reglas de la ciudad?

    Se tarda bastante. En algún momento tuve la suerte de hacerme varios amigos franceses, y a través de ellos aprendí a estar cómoda en París. Pero siempre hay algo que no entendés o que no sabés. Me acuerdo de un momento en que estaba buscando vivienda, y miraba un servicio para estudiantes con viviendas. Con cierta regularidad, decía FMs. Yo no sabía qué significaba, hasta que pregunté y me dijeron, con mucha naturalidad, que quería decir “Francia Metropolitana solamente”. Estábamos en plena guerra de Argelia, y no querían extranjeros.

    Cuando vos decías que eras argentina, ¿sabían de qué se trataba?

    No, Argentina todavía en esa época era parte de América Latina y por ende un país exótico. si bien no te hablaban de palmeras, estaba esa idea. Y yo creo que todavía está, hasta cierto punto. toda la recepción del realismo delirante ha sido parte de esa visión exotizante de la literatura del continente.

    ¿Borges ya era conocido?

    Sí, porque roger Caillois había trabajado enormemente para difundir a Borges, después de haber pasado tiempo en la Argentina. Así que Borges era un punto de referencia. Pero era la excepción, digamos.

    ¿Vos ya lo leías antes de irte?

    Un poco. Pero me pasó algo raro, que es que empecé a trabajar literatura latinoamericana y argentina cuando empecé a hacer la tesis. Yo sabía con quién quería trabajar, porque en literatura comparada había dos capos, y uno era un tipo muy convencional y súper católico. sabía que con él no. Quería trabajar con el otro, que era un tipo muy provocador y muy brusco. Hablé con él y le dije que había pensado distintos temas y me preguntó por qué no trabajaba sobre la difusión de la literatura latinoamericana en Francia. Le dije que yo no conocía la literatura latinoamericana y él me dijo que para hacer la tesis la iba a aprender. Así que me metió en eso, y efectivamente me interesó y empecé a leer cosas que efectivamente no había leído. Esa visión exotizante de la literatura latinoamericana se me hizo bien patente. Las primeras traducciones de los años treinta son Don segundo sombra y toda esa literatura nativista.

    ¿En general un autor latinoamericano accede al sistema literario francés a partir de un padrinazgo, como el caso de Borges con Caillois?

    Sí, el padrinazgo fue muy importante. En el caso de ricardo Güiraldes, el que dio el empujón fue Valery Larbaud. supervielle es un caso distinto porque escribe en francés, pero tuvo el apoyo de Henri Michaux. En el caso de Borges, sin duda.
    Las ciudades como París cambiaron mucho durante el siglo xx y ahora son, más bien, ciudades casi para millonarios.

    ¿Has visto un poco ese cambio?

    A mí me resulta muy raro volver a París. Vuelvo con cierta frecuencia, pero la globalización ha tocado a París también. Es un cliché decir que las cosas no son como han sido antes, ¡pero no lo son! Y te diré que me pasa también con Nueva York, que ha cambiado mucho en los últimos años. A lo mejor es una cuestión de la edad, por la que la ciudad ya no te motiva como antes.

    ¿Qué es lo que cambió de Nueva York?

    Está un poco venida a menos. Hay lugares donde todavía hay cierto glamour, pero en general eso se ha perdido. No sé si tiene que ver con el 11 de septiembre, si ese día se perdió un tipo de Nueva York. Parece haber menos desparpajo, la gente está más metida en algo un poco más pesado.

    ¿Llegaste ahí en el 68?

    Llegué en el 67, pero no a Nueva York. Yo había aceptado un puesto en una universidad que estaba en Buffalo, al extremo norte, en el límite con Canadá, donde hace un frío que te morís. Yo no sabía dónde estaba y ni siquiera se me ocurrió mirar un mapa, porque pensé que Buffalo y Nueva York era como decir san isidro y Buenos Aires. Era muy cerca de toronto e ir a toronto era como ir a París. Era una ciudad muy hosca pero al mismo tiempo culturalmente estimulante, al menos en un plano académico. tenía mucho dinero, entonces hacían invitaciones: por el departamento de literatura comparada pasó Foucault, derrida, Borges. Pasó mucha gente por esa universidad, que además era una universidad políticamente muy activa contra la guerra de Vietnam. La ciudad había sido un centro de jazz importante, y todavía había lugares por donde pasaba Miles davis. Pasaban algunas cosas, pero era también una de esas viejas ciudades norteamericanas en decadencia, donde sentís que porque se ha acabado la industria o porque ya no pasa el tren se han caído del mapa. A distancia, me parece que era un lugar más interesante de lo que yo creía en ese momento. Estuve dos años ahí. Pasé luego por otros lugares: Princeton, Yale, hasta que por fin llegué a Nueva York.

    ¿Tenías claro que Nueva York era el lugar donde querías ir?

    Sí. A veces pienso que hay pocos lugares donde viviría en Estados Unidos; viviría en Chicago y en san Francisco y a veces fantaseo cómo habría sido mi vida de haber ido a la costa oeste. Pero es cierto que en los años setenta Nueva York era divino, era increíble. Había una cultura muy fuerte, muy vibrante y muy diversa. Era muy impresionante. de la factoría de Andy Warhol a los bares, era todo muy lindo. Me movía en el Village y me movía en Chelsea: para mí eso es Nueva York.

    ¿Y hoy, después de tantos años viviendo ahí, sentís que ya tenés automatizada la percepción respecto de la arquitectura y la imagen de la ciudad?

    No, cada vez que vuelvo de Long island a Nueva York siempre miro el skyline y digo wow, y siempre noto la ausencia de las torres Gemelas. Una vez escribí una cosita que nunca publiqué. Me acuerdo de hace un par de años, una vez que volví de Buenos Aires. El avión llega muy temprano de madrugada, a las seis de la mañana. Me tomé un taxi para la ciudad, y como iba a ir directamente a Long island me fui a un café. desde el café miraba el perfil: se veía la punta del rockefeller center, la punta de la Chrysler Building, un perfil increíble, esa mezcla de edificios magnífica. Y traté de reconstruir cómo habrá sido cuando yo llegué, cómo habré visto yo esto.

    Lo increíble es que no tenés tanto escrito sobre Nueva York, de hecho casi todas tus ficciones vienen a Buenos Aires

    A veces lo siento como una falta eso que decís. El personaje de El común olvido viene a Buenos Aires a hacer una investigación y estudiar, pero vive en Nueva York. Ha dejado a su amigo ahí, pero después me di cuenta de que al tipo no le permito pensar en Nueva York, que es donde vive. No sé por qué sucede eso. Prácticamente no hay referencias, salvo alguna mención a times square.  ¿Por qué estaba tan orientada a Buenos Aires que le negué algo al personaje?

    Bueno, algo que tenés escrito sobre Nueva York es el último capítulo de Varia imaginación, que es sobre el 11 de septiembre. Es muy lindo ese textito, porque es una cruza del clima y la temperatura de Buenos Aires con la de allá. Y me dio ganas de preguntarte cómo fue ese día, cómo lo viviste.

    Ese día estaba en Manhattan. se suponía que era el primer día del semestre en la universidad. Emily, mi pareja, se había quedado en Long island. suena el teléfono a las ocho de la mañana, hora poco habitual para el teléfono, y me dice que está pasando algo terrible, que están atacando las torres Gemelas. Prendo la televisión y se enciende justo en el momento en que muestran cómo se está cayendo la torre. Fue como si me pegaran una trompada. Fue algo tremendo que inmediatamente traté de normalizar, de tapar. Pensaba que yo tenía que ir a dar clases, y de qué les iba a hablar. Pensé entonces que les iba a contar el final de “tlön, Uqbar, orbis tertius”, el cuento de Borges, donde dice que un grupo de hombres amenazan el mundo y mientras él sigue escribiendo un texto que nunca publicará. todo esto que pensaba era un modo de protegerme y de defenderme, porque evidentemente no iba a haber clase. todo estaba cerrado, no había transporte. de todo eso me di cuenta después; al principio traté de tapar la realidad con la literatura. salí luego a la calle y fue muy impresionante, porque veías venir gente como en The living dead, con la mirada ausente. No había metro, entonces todos volvían a pie a sus casas, caminando por el medio de la avenida. No había tráfico y todo era muy silencioso, o al menos así lo recuerdo. Había algunos locos que se rayaban y se ponían a gritar, interrumpiendo el silencio. La gente se precipitaba a los supermercados a comprar velas, porque se creía que iba a haber un black out. también compraban comida, preparándose para un largo encierro. Muy raro todo. recuerdo también el olor a plástico, a goma quemada. Yo estaba bastante lejos, pero igualmente el olor, el humo había subido.

    ¿Cuándo te acercaste a la zona?

    Como diez días después, porque estaba cercada la zona y era peligroso respirar ese aire. Pero luego bajé y sí, era increíble. Era incomprensible, literalmente. donde habían estado esos dos monumentos (contra los que todo el mundo rabiaba, por otro lado, porque decían que eran feísimos) había ahora un agujero, nada más. A partir de ese día, creció además una fobia antiextranjero que se podía sentir. Había un escritor uruguayo que había ido a la Universidad de Nueva York a dar una charla, que se iba a ir al día siguiente y desde luego se tuvo que quedar unos cuantos días más porque los vuelos no despegaban, y el tipo, que se llama Emir Hamed, estaba muy preocupado por si pudiera haber un problema con su nombre. todos estaban muy paranoicos con lo que fuera árabe. Luego nos mandó un mail diciendo que no lo habían investigado demasiado por el nombre, pero que lo que no entendían era cómo un hombre de pelo blanco, cutis blanco y ojos azules pudiera llamarse Hamed. Porque el cliché era el árabe oscuro y maligno.

    ¿En todos tus años ahí, tuviste amistad con escritores norteamericanos conocidos?

    No, hay poco contacto. La gente que yo conozco, más allá del mundo académico, es gente también extranjera. Estamos todos en Nueva York pero siempre como transeúntes. He conocido a gente, sí, pero no estrechamente, no para formar amistades.
    En Argentina es más chico el mundo literario. En Buenos Aires la gente se conoce, pero además han tenido experiencias comunes. Han ido a la misma universidad, o han trabajado en un diario. Hay ciertos trabajos que ayudan a armar comunidad. Allí la gente viene de lugares muy dispersos, muy lejanos, muy distintos.

    ¿Y con los escritores argentinos que te fuiste haciendo amiga, cómo se fue dando esa amistad?

    Por viajes míos acá, en principio. A Josefina Ludmer por ejemplo, o a ricardo Piglia, los conocí a través de Enrique Pezzoni. Era muy amigo mío, así que cada vez que venía a Buenos Aires me contactaba rápidamente con él, y en viajes sucesivos fui conociendo a la gente y haciéndome muy amiga de ellos. Mis amistades más fuertes están acá en Argentina. Para navegar en el mundo literario, aquí me siento cómoda. Acá la gente más o menos me ubica, saben quién soy; allá siempre hay que dar explicaciones de quién sos y al final te terminás preguntando un poco quién sos. Y eso no cambiaría aunque yo escribiera en inglés. digamos que si yo escribiera en inglés, para ellos estaría escribiendo en traducción, porque las cosas sobre las cuales escribo no necesariamente los tocan. Me he acostumbrado un poco al lugar del que no entra en ningún lado, pero literariamente donde estoy más cómoda es acá e incluso en Latinoamérica, porque he creado lazos con gente de otros países como Margo Glantz, que es una presencia decisiva para mí, o diamela Eltit. Esos lazos son un modo de estar aquí.

    Bueno, cuando uno lee textos críticos o incluso solapas de tus libros, no se suele afirmar que sos parte de un grupo o una generación.

    No. Lo más cerca de un grupo, pero con muchas limitaciones, fue la gente más joven de Sur. Y con eso te digo Pezzoni o Edgardo Cozarinsky. Edgardo y yo quizás somos una generación; hay ahí una afinidad de diálogos, de gustos. Éramos los hijos de Sur, y quizás los hijos que traicionamos a Sur, los matricidas.
    ¿En qué aspectos se da esa traición? Lo que descubrí en Sur, más allá de lecturas y un interés por la literatura, fueron ciertas personalidades que estaban un poco en conflicto con la ortodoxia que podía representar Victoria ocampo: José Bianco y silvina ocampo. Eran los raros, si querés. Yo creo que eso lo comparto con Edgardo.

    ¿Tu ensayo sobre Borges, “Las letras de Borges”, fue de algún modo discutir algo de esa tradición?

    Sí, pero creo que fue sobre todo moverlo. Era terrible el Borges monumentalizado casi sin leerlo. Me interesaba mover esas lecturas canónicas. El libro salió creo que en el ochenta. No me interesaba el acercamiento filológico a Borges, y tampoco el trabajo de hormiga de decodificar todas las fuentes.

    ¿A quién leías mientras preparabas ese libro?

    En ese momento leía mucho a Foucault, a Barthes.

    ¿Hoy, cómo ves ese libro, te parece que es de época?

    Un poquito, pero creo que el ímpetu básico del texto, esa movilidad de la parálisis, sigue funcionando. La misma idea de que el texto es un hecho móvil es borgeana.

    Él no lo leyó, ¿no?

    No, es totalmente improbable. Nunca le dije que había escrito un libro sobre él.

    Debe ser rara la sensación de escribir un libro completo sobre alguien que está vivo y podés tocarle el timbre y consultarle algo.

    Cuando estaba empezando a pensar en el libro, Borges fue a Estados Unidos, a Buffalo, con Elsa Astete, su primera mujer, y me asignaron el rol de guía de Borges, porque era argentina y tenía registro. Fue bárbaro. Él quería ir a las Cataratas del Niágara y yo lo llevé. En el viaje Borges decía que era absurdo decir “poderoso” cuando uno escribe sobre el Niágara, porque es redundante. Hablaba de esa redundancia y yo paré el auto en un lugar donde se podían ver las cataratas pero también oír, pensando en Borges. Los dos se bajaron y la mujer lo primero que dijo fue: “Qué poderoso espectáculo”. Y Borges encantado, escuchando. después fuimos a un pueblito en Niágara Falls, un pueblito de mala muerte, donde había una tienda de productos varios. A la mujer le interesaba el shopping, shopping, shopping. Entonces entramos a la tienda y ella nos dice, a Borges y a mí, “Ustedes se quedan acá”, y se va para el fondo a buscar cosas. Borges empieza entonces a hablar de literatura; yo le pregunto por qué le tenía tanta rabia a Enrique Larreta2 y me dice que Larreta es totalmente anacrónico, que escribe la palabra naturaleza en una época en la que la naturaleza no existía como concepto. Yo lo escuchaba fascinada, hasta que reparo que estamos parados, con Borges ciego, al lado de una sección de ropa interior de mujer, llena de corpiños.

    Después de publicar tu libro sobre Borges viene rápidamente En breve cárcel, tu primera novela, de 1981. Existía en ese momento y de hecho sigue existiendo esa especie de prejuicio que dice que o sos teórico o sos narrador, ¿no?

    Existía, y yo misma lo sentía. Pero sentía también que el libro era necesario para mí, porque era un desafío. Fue provocado por ese incidente que está al principio y que fue verdad. respondí a un aviso y alquilé un departamento en París en donde yo ya había estado. La casualidad era tan brutal que lo sentí como una provocación para escribir, pero lo hice con cierto resquemor porque no sabía a lo que me estaba largando. Por las dudas, seguía con el Borges.

    ¿Y te largaste a escribir y encontraste el tono?

    Encontré el tono, pero también que uno podía incorporar la crítica a la ficción o la ficción a la crítica. reflexionar críticamente en paralelo a ir narrando una historia. Ese es el tipo de escritura que más me gusta. Luego, en el caso de las dos novelas, fue un hecho traumático el que desencadena la narración. son dos hechos que acepto como autobiográficos: encontrar ese departamento en París y la historia de las cenizas de la madre, que me ocurrió a mí. Es tan tremendo que si no lo narrás no se qué hacés con eso. Cuando me enteré que habían desaparecido las cenizas de mi madre primero me quise morir pero luego pensé que esto lo tenía que escribir. después me enteré que las cenizas no se habían perdido del todo: mi historia tiene mejor final que la del pobre daniel, el personaje del libro, que viene a Buenos Aires a hacer algo con las cenizas de su madre.

    ¿Y al libro de relatos Varia imaginación cómo lo definirías, como cosas que fueron quedando?

    Sí, cosas que fueron quedando del Común olvido. recuerdos que me daba cuenta que no cabían con el personaje. Porque el personaje no es tan propenso a recordar cosas de la infancia; recuerda cosas pero no las lleva muy adelante, no es un gran recordador. Es un poco torpe y no entraban recuerdos de ese tipo en su personalidad. Eso se fue desprendiendo solo, entonces, y cayó de algún modo en Varia imaginación.

  9. Jorge González

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    La voz de Jorge González, sanmiguelino nacido en 1964, hijo de un vendedor de timbres de goma y una costurera, continúa alzándose como una voz crítica del poder, que marcó a la generación de los 80 y que le sigue hablando a los disconformes de hoy. Este libro ofrece un recorrido vibrante por la vida de un músico que, al frente de Los Prisioneros, hizo de la música popular una expresión orgánica del espíritu contestatario.

    “DECIMOS LO QUE SABES, PERO SABEMOS CÓMO HABLAR”

    En el momento en el que La voz de los 80 fue editado, a fines de 1984, Chile parecía dormido. La política prácticamente no existía, los rectores de las universidades y principales liceos habían sido reemplazados por militares o partidarios del régimen militar de Augusto Pinochet, y había soplones entre el alumnado. La prensa no podía publicar más que lo que estuviese permitido por el régimen militar y en televisión —la única diversión nocturna en un país con toque de queda— eran capaces de censurar una canción de amor por el simple hecho de repetir la palabra “No”3. Los programas consistían en shows de variedades, conversaciones o concursos como los de Sábados Gigantes, el programa de Don Francisco, donde el público tenía la oportunidad de ir al escenario, sortear ciertas pruebas y ganar electrodomésticos o un Fiat 600. En cuanto a la escena musical, las fábricas de discos habían cerrado y era la televisón la que empezaba a cubrir el rol de las radios. Para hacerse conocido haciendo música, entonces, lo importante era aparecer en un programa como Sábados Gigantes, Éxito o incluso El Festival de la Una. Y la escena era tan soporífera como lo demás: la izquierda se abocaba al Canto Nuevo —música preciosista con letras metafóricas que aburrían mortalmente a Jorge, adolescente impaciente y directo—, mientras que los más frívolos o apolíticos podían aspirar a una carrera musical corta y predecible, que solo podía desarrollarse en televisión y cuya consagración consistía en presentarse al Festival de Viña. ¿Después? Un par de entrevistas y vuelta a la tele. Quizás componer un par de jingles, o convertirse en animador, como hizo José Alfredo Fuentes.

    Algo grande está naciendo,
    en la década de los 80,
    ya se siente en la atmósfera
    saturada de aburrimiento.
    Los hippies y los punks
    tuvieron la ocasión
    de romper el estancamiento,
    en las garras de la comercialización
    murió toda la buena intención.
    Las juventudes cacarearon bastante
    y no convencen ni por solo un instante
    pidieron comprensión, amor y paz
    con frases hechas muchos años atrás.
    Deja la inercia de los 70,
    abre los ojos, ponte de pie
    escucha el latido, sintoniza el sonido,
    agudiza tus sentidos, date cuenta que estás vivo.

    Ya viene la fuerza, La voz de los 80.

    “El estribillo de la canción que representaba a Perú, titulada ‘No vas a hacerme el amor’, contenía 36 veces la palabra ‘No’. De la nada surgió la denuncia de plagio por parte de una desconocida diseñadora, de nombre Jacqueline Cadet, que según versiones de prensa frecuentaba el bar Oliver, sitio de reunión de ex agentes de la DINA. Su prueba era un casete con una canción que habría inspirado a los peruanos, y que ella habría enviado al festival dos años antes; pero no existían huellas de esa postulación. El tema supuestamente plagiado no tenía partitura ni había sido inscrito en el Registro de Propiedad Intelectual. Se designó como perito al arreglador musical Horacio Saavedra —un clásico del festival—, quien sentenció, pese a la carencia de pruebas, que efectivamente se trataba de un plagio”. Fragmento del libro La era ochentera, Óscar Contardo y Macarena García.

    El Canto Nuevo, representado por Eduardo Gatti, Sol y Lluvia, Schwenke & Nilo y otros, no era solo un género musical con guitarras arpegiadas, sino una estética completa, y ya gastada, que no tenía nada que ver con Jorge y sus amigos: un modo de vestir (largas greñas, chaquetas café, chalecos y pañuelos lila), gente con la que relacionarse o no (generalmente, de clase alta) y carreras universitarias ligadas al arte y las humanidades. El Canto Nuevo fue el primer movimiento musical que respondía a la represión cultural que imponía la dictadura, pero no se trataba de un grupo de vanguardia. Nostálgicos, querían revivir la Nueva Canción —ese movimiento latinoamericano de canciones de protesta que las dictaduras censuraron— a la vez que se interesaban por exponentes del folclore gringo como Bob Dylan y Joan Baez. Organizaban peñas y café-concerts y se juntaban en el Café del Cerro, en el Barrio Bellavista, donde realizaban recitales en los que tocaban Congreso, Eduardo Peralta, Santiago del Nuevo Extremo, Inti Illimani e Illapu. Respecto de ellos y sus poéticas letras, Jorge González decía en la revista La Bicicleta: “Yo protesto contra los tipos que usan la poesía como arma de combate. Los tipos que por parecer profundos oscurecen un texto y que al final uno no entiende si les interesa tanto su causa como ellos mismos”.

    Los Prisioneros llegaron a ocupar el espacio del que no se identificaba con el Canto Nuevo. Sin embargo, y aunque estuvieran influenciados por estéticas del primer mundo como el punk y el new wave, tampoco ofrecían una imagen de estrellas pop ni la de íconos rebeldes. No se disfrazaban para subir al escenario, eran vecinos de San Miguel. Inspirados en los raperos del Bronx, habían elegido usar zapatillas North Star (las que podían permitirse) y chalecos, como si estuvieran en su casa, y las palabras que utilizaba Jorge para sus letras formaban parte del habla cotidiana. A diferencia de los exponentes musicales del Canto Nuevo, González escribía letras directas, al callo. Leía lo que lo rodeaba y se hacía cargo de su entorno; entregaba su lectura. No fue necesario, por ejemplo, escribir una letra explícita contra el dictador. Las críticas apuntaban a todos lados (las cosas no se iban a solucionar solo porque Augusto Pinochet cayera) y tenían que ver con aquello que los afectaba en lo cotidiano: “Brigada de negro” mostraba su visión sobre la aletargada juventud y sus fiestas (Sábado en la noche, la gente estúpida sobra / Sábado en la noche, quién pesca a una chiquilla / Sábado en la noche, nadando en alcohol y tabaco / La noche es joven para lucir letreros en la ropa / Convence a tu chiquilla que te pareces a su ídolo); “Muevan las industrias” retrataba un problema país, la cesantía después del cierre de las fábricas, pero porque esto había afectado al padre de Miguel, el baterista de la banda, y su canción más famosa, si no su himno, “El baile de los que sobran”, hablaba de sus amigos, de sus compañeros de curso, de todos los alumnos de liceos fiscales de Chile:

    Nos dijeron cuando chicos: jueguen a estudiar
    Los hombres son hermanos Y juntos deben trabajar.
    Oías los consejos, los ojos en el profesor,
    Había tanto sol sobre las cabezas
    Y no fue tan verdad
    Porque esos juegos, al final,
    Terminaron para otros con laureles y futuros
    Y dejaron a mis amigos pateando piedras.

    Bajo los zapatos, barro más cemento
    Y el futuro no es ninguno
    De los prometidos en los 12 juegos.
    A otros le enseñaron secretos que a ti no
    A otros dieron de verdad esa cosa llamada educación.
    Ellos pedían esfuerzo,
    Ellos pedían dedicación
    ¿Y para qué? Para terminar bailando y pateando piedras.

    “Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos”, “Quieren dinero”, “Por qué no se van”, todas canciones que hablan de problemas que están más allá de la figura del dictador, pero directamente relacionadas con él y con la manera en la que sus decisiones afectaban la vida cotidiana de la gente normal (el “milagro económico” previo a 1982, bienestar que para alguien vacío como Pinochet se traducía en que uno de cada siete chilenos tuviese auto y teléfono, y uno de cada cinco televisor, y que dio paso a la peor crisis económica en 50 años). A ese grupo de gente normal era al que Jorge no quería dejar de pertenecer. Hoy dice que lo que le parece más triste de “El baile de los que sobran” es que describe tal cual lo que le pasó al dejar el colegio: “Me encontraba con ex compañeros y no los veía tan contentos como cuando en la sala contaban chistes. Entre los 17 y los 18 se vieron obligados a envejecer 10 años. Es terrible que niños de 16 años tengan que salir a la calle a defender a sus padres, porque eso es lo que está pasando”.

    Su imagen era la de un joven tranquilo, un vecino cualquiera, pero crítico y descortés. A menudo se le calificó de resentido; las mentes simples suelen pensar que las críticas a la injusticia nacen de la envidia. Sin embargo, Jorge explicó a la revista Súper Rock que la suya no era “una postura irreflexiva contra la gente que tiene dinero, como nos han querido interpretar; muy por el contrario, es una actitud de rebeldía contra los que viven en un mundo de fantasía”.

    En la prensa, la imagen de Los Prisioneros siempre fue distinta a la de las demás bandas. Ahí donde los periodistas esperaban encontrar un conjunto pop vacío, se encontraban con jóvenes vestidos como para ir a comprar el pan que aseguraban no estar interesados en las drogas ni en las fiestas que adormecían a sus coetáneos. Conjugaban la melodía de la canción pop con letras duras sobre la realidad, y es esta fantasía, la del artista pop, la que les permite entrar en la agenda periodística de un país en dictadura, no sin marcar una diferencia. En estas reseñas y entrevistas, era Jorge, como líder de la banda, y siendo el más deslenguado e irónico, quien destacaba.

    —Hablando de música y haciéndonos cargo de aquellas críticas que hacen sus detractores… Aseguran que si bien tienen estribillos pegajosos, las canciones están compuestas sobre la base de no más de tres o cuatro compases. ¿Han realizado ustedes estudios musicales?
    La cultura musical nuestra es la misma de los que escuchan radio. Hacemos música popular, no docta. No piensan tener tres o cuatro compases nuestras canciones… tienen como cinco.

    —¿Cómo se definen políticamente?
    Esas cosas no se contestan en estos tiempos. No sabemos nada de política y el conjunto nunca ha sido partidista. Ninguno de nosotros está inscrito en un partido. Piense usted que pal 11 (de septiembre) teníamos siete años y durante todos estos años no se nos ha enseñado educación política. Así que no sabemos lo que es la derecha ni el centro ni la izquierda.
    —¿Y la extrema izquierda? ¿Saben lo que es el marxismo?
    Hemos leído que la gente de la izquierda es muy mala y que el marxismo se come los postes…
    —¿Creen en Dios?
    Yo no (dice Jorge). Tengo muchas preocupaciones en esta Tierra como para estar pensando en el cielo.
    La Segunda, 2 de enero de 1987.

    A pesar de su personalidad llamativa para la prensa o que Carlos Fonseca y el mismo Jorge González estuvieran seguros de tener algo bueno entre las manos, el éxito de La voz de los 80 fue discutible: consiguieron un contrato con la discográfica EMI a los pocos meses de haberlo editado, pero siguieron pelando el ajo durante mucho rato. Las canciones no fueron tocadas en la radio, ellos mismos cargaron sus instrumentos (que, en un principio, eran arrendados) durante toda la gira promocional, y alguna vez durmieron en el furgón en el que viajaban.

    Al componer el segundo disco de Los Prisioneros, Jorge aún vivía en San Miguel, en la casa de sus padres. La banda compró un Casio CZ 5000, que tenía un secuenciador, pero había que programarlo todo, nota por nota. “Fue un trabajo de chinos, pero yo feliz. Me encerré y le puse color, porque yo era el único que tenía las ganas de hacerlo y la capacidad, pero en realidad la capacidad venía por las ganas, la capacidad siempre viene por las ganas”. El Pateando piedras salió a la venta en septiembre de 1986 y trajo consigo al público, pero no la plata: si bien vendieron cinco mil copias en los primeros 10 días de su distribución y llenaron dos veces el Estadio Chile para presentarlo, Los Prisioneros seguían sin ver un peso, pagando la inversión en instrumentos y horas de estudio que había hecho el padre de Carlos Fonseca. El 10 de diciembre de ese año, EMI anunció que habían ganado doble disco de platino. Empezaron a tocar por todos lados, teatros y estadios, y hasta fueron invitados a la Teletón, donde fueron censurados por primera vez.

    La primera Teletón, programa de beneficencia de 27 horas seguidas que aún se transmite año por medio, se había realizado en 1978, y era la versión de Don Francisco del programa que había inventado Jerry Lewis, en Estados Unidos, para ayudar a la Asociación de la Distrofia Muscular. Gracias a su popularidad, a Don Francisco no le costó conseguir auspiciadores ni que los canales nacionales aceptaran transmitir todas esas horas, no obstante, no todo el show dependía de él: TVN no iba a emitir algo que no hubiese transmitido en un día normal solo por tratarse de un espectáculo benéfico, por lo que cuando Los Prisioneros comenzaron a tocar “La voz de los 80”, el canal cortó sus transmisiones y se fue a comerciales, alegando desperfectos técnicos. Los Prisioneros no se dieron cuenta hasta llegar a sus casas, donde les contaron que al menos Canal 13 sí había transmitido la presentación.

    La relación de Jorge González con la prensa siempre ha sido conflictiva. Son pocos los periodistas que están atentos a su trabajo y no a sus polémicas, porque es innegable también que —arrogante e impulsivo—, les ha dado de qué hablar. Tras el éxito de Pateando piedras, Los Prisioneros fueron nominados a unos premios que organizaba el suplemento Clip del diario Las Últimas Noticias. Convencidos de que ganarían todo, se enojaron al ver que compartían reconocimientos con la banda Cinema. Si realmente fue por lobby o no, cómo saberlo, lo cierto es que fue un error: ahora seguimos hablando de Los Prisioneros y no de Cinema. Los Prisioneros subieron a recibir sus premios al escenario solo para tirarlos al suelo ahí mismo. Más tarde, el problema sería el matrimonio del propio Jorge. Se había casado con Jacqueline Fresard en 1986, después de casi dos años de pololeo, en la iglesia Recoleta Domínica. Fue un matrimonio muy comentado por la prensa, no solo por el hecho de que fuera por la iglesia, de blanco ella y de traje él, sino porque Jacqueline Fresard era hija de un subsecretario de Economía de Pinochet. Mientras a los padres de Fresard no les molestaba la pareja de su hija ni a los de Jorge Jacqueline, a la prensa no le gustó esta unión. La antipatía, que era anterior, se acentuó aún más.

    “No es que (nuestras familias) se fueran a morir si no nos casábamos (por la iglesia católica), pero yo sabía que los papás iban a estar felices si lo hacíamos. Cómo íbamos a ser tan egoístas de quitarles esa alegría, para irnos a vivir juntos como cualquier pareja de hippies-intelectuales”, dijo Jorge en la revista Mundo Diners Club, en 1987.

    El día de la ceremonia, en la iglesia, Jorge tuvo un problema con un reportero gráfico. La guerra estaba declarada. “Yo quería que mi casamiento fuera algo privado. Y no solo la unión del corazón de Jacqueline y el mío, sino con los de nuestros papás también. Yo sabía que para el público iba a ser difícil comprender todo esto, pero —aunque parece título de canción barata— el amor es así. No tiene nada de malo que yo me enamorara de una persona con una familia que vive tan lejos de la mía”, argumentó en la revista Súper Rock. “Había muchas publicaciones que hablaban que yo estaba traicionando mis ideales. Eso no va a ser nunca. Yo me siento orgulloso, más que por los discos vendidos, los premios ganados o el cariño de la gente, por jamás haber mentido, por mostrarle siempre nuestra verdad a la gente. Yo tenía razones para que no sacaran fotos. Unos pocos periodistas entendieron, pero otros no”.

    La gira del Pateando piedras solo consiguió que los tres jóvenes, que ya eran antipáticos y displicentes, se pusieran peor. Salieron preparados para el éxito, con un grupo de trabajo de 15 personas, entre técnicos, roadies y músicos, y material para construir escenarios, pero no anticiparon lo que se encontrarían: eran los nuevos enemigos oficiales de la dictadura. La censura en la Teletón los había dotado de un halo de misterio que no imaginaron jamás. En Constitución nadie salió a recibirlos y el local estaba cerrado; en Puerto Montt les dijeron que el gimnasio ya no estaba disponible y tuvieron que arrendar un cine donde no cabía ni la mitad de las personas que querían entrar, y en Victoria fueron derechamente prohibidos por la Comandancia de la Guarnición Militar. Alegaban que Los Prisioneros influenciaban negativamente a la juventud, incitándola a la drogadicción, el alcoholismo y el amor libre, y hasta vigilaron que ninguna radio difundiera noticias sobre la visita del trío. Los Prisioneros, entonces, eran estrellas conocidas en todo Chile y la prohibición no hacía más que confirmarlo: llenaron locales —y a veces hasta dos fechas— en Curicó, Chillán, Talcahuano, Tomé, Curanilahue, Valdivia y Puerto Montt, y en Victoria tocaron igual, en un pequeño gimnasio, a escondidas de los militares.

    Tras la gira, volvieron al estudio con chofer, nuevos equipos y ayudantes, convencidos de que, no importaba lo que hicieran, estaría bien. Es quizá por esto que La cultura de la basura (1987), su tercer disco, fue difícil de grabar. Obnubilados y aburridos por el éxito que había tenido el disco anterior, se presentaron en el estudio con pésima actitud.

    A esas alturas, no era solo Jorge quien creía ser un genio infalible; Claudio y Miguel decidieron que ellos también compondrían, lo que significaba alterar toda la dnciones. Al ser su primera vez como compositores dentro de un estudio, algunas cosas tomaron mucho más tiempo del que debían. Y aunque ahora podían despilfarrar horas de estudio, y lo hacían, Jorge no tenía paciencia: se iba a dormir siesta mientras sus amigos decidían cómo iban a hacer los coros. Regresaba más tarde y entonces debatían largamente qué samplers meter (Pedro Picapiedra hablando con Pablo Mármol, algo de los Beatles, etcétera). Años más tarde, en una entrevista a Marisol García para Chilerock, diría: “Estoy demasiado acostumbrado a seguir mis propios tiempos, mis propios impulsos, y hacer las huevás por instinto. Y cuando trabajai con gente tenís que venderles la poma’ cada vez que se te ocurre alguna idea, ¿cachai? Más encima, sabiendo que es por el bien de ellos. Y eso ya no lo puedo hacer. En Los Prisioneros me cargaba un poco eso de tener yo la idea genial y tener que vendérsela a mis compañeros. O sea, huevones, háganme caso nomás…”.

    Jorge González, Hueders, 2020.

  10. María Luisa Bombal, el teatro de los muertos

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    La biografía de María Luisa Bombal escrita por Diego Zúñiga recupera la intensa vida de una de las escritoras chilenas más importantes del siglo XX. Cosmopolita casi por accidente, la vida de Bombal transita zonas oscuras, periodos tormentosos y cercanías con tótems de la literatura como Neruda y Borges.

    Cinco días antes de su muerte, en el Hospital Salvador, en Providencia, María Luisa Bombal soñó con unos caballos. Se lo contó al escritor Alfonso Calderón, quien la fue a visitar a aquella sala, en la que estaba sola y donde moriría. Le habló de los caballos, le dijo que estaban en el sur, que los cubría una niebla pero corrían, salvajes, libres, indemnes por una mañana brumosa.

    Ya en sus novelas y cuentos aparecían, casi siempre, caballos en medio de la niebla, inesperados, silenciosos; ahora volvían a presentarse ante ella.

    Calderón recuerda que años antes, en la casa de una amiga, en Valparaíso, había hablado con María Luisa sobre la muerte. Partieron comentando sus novelas y luego ella se detuvo en dos obsesiones: el pelo y las uñas. Le dijo que “las trenzas eran parte de un pelo que seguiría creciendo cuando la dueña de la cabellera careciera de memoria, de sueños, de vida. Después mencionó las uñas, esa materia dura, absurda, cuyo crecimiento resulta imposible detener”.

    Pensó y escribió muchísimo sobre la muerte, y ahí está, entonces, pasado el mediodía de aquel 6 de mayo de 1980, en un ataúd, rodeada por sus familiares, amigos y colegas; escritores que se enteraron a última hora de que la enfermedad que tenía era mucho más grave de lo que imaginaron. Se encuentran en la pequeña parroquia Nuestra Señora de los Ángeles, en El Golf –ese exclusivo barrio santiaguino–, siguiendo la misa, mientras dentro del ataúd está ella, María Luisa Bombal, con un vestido color púrpura –que le regaló hace años su hija Brigitte–, convertida en la protagonista de su novela más importante, La amortajada.

    Ahora que la saben muerta, allí están rodeándola todos.

    Por cierto, Brigitte de Saint Phalle –que ya es, en ese momento, una brillante doctora en Matemáticas– no está en el velorio ni estará en el crematorio del Cementerio General cuando esos amigos y escritores se despidan de su madre con discursos pomposos que hablarán de una vida intensa y de un puñado de libros –dos novelas breves, un par de cuentos, no mucho más– que la convirtieron en un mito, en la gran novelista de la literatura chilena. Ella no escuchará aquellas alabanzas ni tampoco los alegatos que insisten, una y otra vez, en la injusticia cometida contra su madre por no haber obtenido el Premio Nacional de Literatura, que tanto esperó.

    Brigitte no está porque desde muchos años que desapareció de la vida de su madre; años en los que se transformó en un fantasma, en una suma pequeña de postales y cartas que le enviaba de vez en cuando. Una presencia inasible, como un personaje de María Luisa, que está en ese ataúd, con un vestido púrpura, esperando que la cremen, mientras su hija no sabe, todavía, que ella está muerta: solo días después su tía Blanca –hermana de María Luisa– logrará darle la noticia.

    ¿Dónde crees que estoy?

    El primer muerto de María Luisa Bombal fue su padre, Martín Bombal Videla, hombre que la adoraba por sobre todas las cosas del mundo. Ocurrió en octubre de 1919. Padecía una enfermedad al corazón, que tenía más o menos controlada, pero un enfisema pulmonar acabaría con él. Fue cosa de días. Martín Bombal tenía 41 años; María Luisa, solo nueve. Algo se quebró para siempre en su vida. No volvería a ver los ojos de su padre ni a recibir sus cariños ni sus palabras. Quedaría, sin embargo, el recuerdo del funeral, su madre imponente, vestida de negro –alta, rubia, fuerte– y una sensación de vacío que luego desarrollará en sus novelas y cuentos, y una pregunta que la acechará por siempre: ¿Qué hay después de la muerte?

    No tendría forma de responderla en ese tiempo. La vida junto a su madre y a sus hermanas mellizas –Loreto y Blanca, un año menores que ella– continuó en Viña del Mar, donde nació María Luisa el 8 de junio de 1910, en una casa de dos pisos, la número 56 del Paseo Monterrey, un pasaje casi secreto, que hoy comienza justo al lado de una estación de servicio Shell ubicada en la Avenida Agua Santa, camino por donde los automóviles entran y salen de la ciudad hacia otros lugares, como Santiago, por ejemplo.

    El lugar, por supuesto, como casi todo Viña del Mar, ha cambiado de manera salvaje en estos más de cien años, volviéndose un espacio irreconocible: la casa donde nació María Luisa, de hecho, hoy es un hotel pequeño, pero muy visitado, pues queda a solo cinco minutos caminando desde la estación de buses de la ciudad.

    La vista, desde el pasaje, ahora es otra: lleno de edificios de más de diez pisos, el mar ya no se ve a lo lejos con tanta facilidad como lo podían ver las hermanas Bombal, que pasaron su infancia en ese pasaje, en ese lugar donde su madre, Blanca Anthes Precht, les leía cuentos de Hans Christian Andersen, luego de que llegaran del colegio – las Monjas Francesas de los Sagrados Corazones– donde estudiaban las tres.

    –Mi madre nos leía los cuentos de Andersen y de Grimm, los traducía directamente del alemán. Nosotras nos sentábamos y ella nos leía de ediciones alemanas, así que crecimos leyendo todo lo nórdico, todo lo alemán, desde chiquititas… más que lo chileno, todo lo nórdico – recordaba María Luisa en “Testimonio autobiográfico”, un texto que surgió a partir de una serie de entrevistas que en 1979 –un año antes de su muerte– le realizaron el ensayista Martín Cerda (1930-1991) y la escritora y académica Lucía Guerra (1943), quien estuvo a cargo de compilar las Obras completas, libro donde se publicó esta suerte de breve autobiografía, tras siete horas de conversación. Es el relato donde María Luisa Bombal aborda de manera más directa lo que fue la historia de su vida, a pesar de que evita entrar en aquellos rincones oscuros de su intimidad, zonas frágiles con las que tuvo que aprender a convivir: amores fallidos, amores tristes, divorcios, la muerte, aquella noche en que intentó suicidarse, el silencio literario de todos esos años –después de publicar tres libros– en que la escritura se volvió un problema, el alcoholismo, la soledad, la distancia irremediable con su hija Brigitte y el recuerdo maldito de un amor infame, Eulogio Sánchez Errázuriz, el hombre al que le disparó en mitad del centro de Santiago, sin que nadie pudiera entender cómo esa muchacha delgada y pálida, de un metro y sesenta y dos centímetros de estatura, chasquilla recta y perfecta, pudo haber hecho eso.

    Pero nada de aquello ha ocurrido todavía. El dolor, por ahora, es otro: el de sentirse sola por la muerte de su padre. Blanca Anthes actúa rápido, no quiere que la vida de sus hijas –ni la suya– se pierda en medio de la tristeza, no quiere sucumbir, por lo que decide cambiarse de casa y se instala donde Fedor Anthes, abuelo de María Luisa, quien vive desde hace unos años solo: su mujer se ha ido a Berlín y su único hijo varón, el tío Óscar, se suicidó hace un tiempo. Recibe a Blanca y a las niñas sin problemas, aunque será una estadía breve.

    La vida de estas cuatro mujeres está en otra parte.

    Allá lejos, cruzando el Atlántico.

    Es 1923.

    María Luisa Bombal: el teatro de los muertos, Ediciones UDP, 2019.