Atento desde muy joven a la industria de la música y sus dinámicas, Carlos Fonseca fue en los años 80 administrador de una gran disquería (Fusión), productor de conciertos, gestor cultural y representante de músicos, pero fue su trabajo con Los Prisioneros lo que lo instaló para siempre en la historia de la música chilena. Privilegiado observador del quehacer pop y rock de la época, Fonseca grabó y publicó por primera vez al trío, con el cassette La voz de los 80, y se convirtió en su manager.
Los años 90 comienzan, para el teatro chileno, a fines de los 80. Es entonces cuando emergen en Santiago compañías con nuevos lenguajes, que irán cambiando el modo de asumir lo político en escena. Hacer dialogar disciplinas, trabajar en el plano de lo simbólico, usar el silencio como herramienta, recuperar el espacio público: con diversas estrategias y registros, habrá una voluntad común por dar cuenta de una época y ofrecer una mirada que sacuda, aliente, impulse y sospeche. Acá una revisión que, lejos de abarcar el escenario completo, alumbra algunos hitos de los primeros años de postdictadura.
Por Alejandra Costamagna
“Sorprender sin palabra, sin cabeza. Emoción. Esto es lo que quiero para el resto de mi vida”. Eso piensa, deslumbrado, Mauricio Celedón a comienzos de los años 70, cuando ve por primera vez el trabajo del mimo Enrique Noisvander. No sabe, entonces, que en ese preciso instante de su adolescencia está iniciando una carrera profesional. A partir de su formación con el mismo Noisvander y luego en Francia con Étienne Decroux, Marcel Marceau y Ariane Mnouchkine, Celedón recurre a la noción de gran espectáculo para operar con el silencio como principal soporte dramático de sus montajes. Una textualidad que privilegia el cuerpo, el gesto, el impacto visual e incluso la sonoridad de la música en vivo, pero que excluye la palabra inserta en el código de la comunicación verbal. Bajo esas premisas, el dramaturgo y director reúne a actores, bailarines, acróbatas, músicos y artistas plásticos para crear, en 1989, la compañía franco-chilena Teatro del Silencio. Obras como Transfusión (1990), Ocho horas (1991),Malasangre o las mil y una noches delpoeta (1991)o Taca Taca, mon amour (1993) conducen a los espectadores hacia un trance en el que emociones y pensamientos parecen entrar por una misma ranura, y aportan a modificar los códigos del teatro chileno que prevalecían hasta entonces. En un país en que las palabras empiezan a cambiar de piel, el Silencio es parte de una renovación diversa en registros y estéticas, que emerge del cruce entre dictadura y postdictadura.
La atmósfera de regocijo por la recuperación de la democracia que acompaña a los primeros montajes de la compañía de Celedón se mezcla con la temprana sospecha de que han sido silenciados ciertos pactos, ciertos acuerdos políticos: un manto de impunidad con el que se irá cubriendo la memoria histórica. La propuesta de un teatro que irrumpa en la calle, que se apropie de los espacios urbanos (la Plaza de la Constitución, frente a La Moneda, o la Plaza de Armas), que trabaje de manera colectiva y busque nuevas expresiones para hablar de lo que no se habla viene a ser un gesto resueltamente político. A través del movimiento frenético o pausado que cada situación dramática exige, del gesto corporal codificado, de la música que organiza el relato en paralelo o del abandono del conflicto central como eje para desplegar múltiples focos de tensión, el director se irá asomando a la dinámica del poder, a la deshumanización y la violencia en la sociedad contemporánea, así como a las múltiples tensiones entre memoria y olvido. En Transfusión, por ejemplo, ofrece una visión crítica de las migraciones que poblaron América y la fusión de sangres e ideas, a través de un gran hospital ambulante que recorre la ciudad en carritos de feria, con personajes como Cristóbal Colón, la Malinche, Inés de Suárez o Bernardo O’Higgins a bordo; en Ocho horas repasa las luchas populares que dieron origen al Día Internacional de los Trabajadores; y en Taca Taca, mon amour revisa los principales acontecimientos históricos del siglo XX y los despliega en un taca-taca a escala humana de carácter apocalíptico, donde intervienen figuras que van desde Rasputín a Freud, pasando por Einstein, Stalin o Hitler. “Sorprender sin palabra, sin cabeza”, ha dicho Celedón. Pero también, ahora, instalar temas en el espacio público y volverlos parte de una discusión que amplíe su radar, porque tiene conciencia del momento histórico en que se sitúa cuando regresa a Chile: “Trabajar con tanta gente es reconocerse en un núcleo, en un colectivo. Y ese colectivo tiene que ver con este país, que está volviendo a ser una colectividad”.
Quiebre y rearmado
La sociedad completa, incluido el teatro, había dejado de ser esa colectividad a la que alude Celedón con el golpe de Estado de 1973. Pero a partir de 1974 la comunidad teatral empieza a reagruparse y a retomar su espacio con cautela. El teatro, marcado entonces por el gran compromiso ideológico, se convierte en una suerte de refugio colectivo. Grupos como Aleph, Ictus, Imagen, Taller de Experimentación Teatral (TIT), La Feria, Teniente Bello, El Telón, Teatro Q, Los Comediantes o El Riel mantienen con vida la escena en las duras circunstancias de represión y asfixia culturales. Aunque varios perseverarán en el tiempo (Ictus sigue activo hasta nuestros días y Juan Radrigán, cabeza de El Telón, será faro de la dramaturgia nacional hasta su muerte en 2016), durante los primeros años de la década de los 80, cuando la protesta callejera y las manifestaciones políticas afloran en el país, surge una teatralidad distinta que, en palabras de Juan Andrés Piña, “indaga en un lenguaje más visual que auditivo, más quebrado que lineal, más misterioso que evidente, más de sensaciones que de explicaciones”.
Ramón Griffero será una de las principales figuras de este nuevo ciclo, con la creación, en 1983, del Teatro Fin de Siglo. La compañía se instala en la improvisada sala El Trolley del barrio poniente de Santiago para echar a andar una propuesta estética que desarrolla un lenguaje centrado en el uso de técnicas cinematográficas, en una concepción plástica de la puesta en escena, en la apertura hacia distintos planos de realidad y en la construcción de una dramaturgia del espacio que refuerza las percepciones emotivas. En montajes como Recuerdos del hombre con su tortuga (1983), Historias de un galpón abandonado (1984), Cinema-Utoppia (1985) o 99 La morgue (1986), Griffero parece preguntarse con qué herramientas seguir hablando de la opresión dictatorial sin que suene a “panfleto”. Uno de los montajes más agudos de su tiempo será, justamente, 99 La Morgue, en el que nos conduce desde la festividad religiosa al carnaval prostibulario, desde la necrofilia a la parodia de un país vislumbrado como una “pobre colonia”. Así lo comentará entonces Enrique Lihn: «El trabajo del Teatro Fin de Siglo insiste en un discurso desesperanzado y sentimental, algo de morboso, punto de contacto con ese invocado fin de siglo que combinó la anarquía, el eclecticismo, el catastrofismo y la efusión en el decadentismo y el simbolismo […] Se trata a la vez de un trabajo concienzudo, meritoriamente distinto al que realiza en general el teatro chileno comprometido». Es la evidencia de un recambio generacional que se prolongará durante la postdictadura.
La compañía de teatro La Memoria, fundada por Alfredo Castro en 1989, es parte fundamental de este núcleo de experimentación artística que cambia el modo de asumir lo político en escena. El arranque será trabajar con una estética del inconsciente y lo simbólico, con el cuerpo, con lo fragmentario, con el registro de quienes permanecen excluidos socialmente y con un lenguaje que reconfigura la relación entre las palabras y las imágenes. En 1990 el grupo estrena La manzana de Adán, basada en el libro de fotografías de Paz Errázuriz con testimonios de travestis y homosexuales recogidos por la periodista y escritora Claudia Donoso. Es la primera pieza de la Trilogía Testimonial de Chile, que continúa con Historia de la sangre (1992), creada a partir de la investigación de Castro, Rodrigo Pérez y la psicoanalista Francesca Lombardo en cárceles y hospitales psiquiátricos en los que reúnen un nutrido material de crímenes catalogados como “pasionales”, que luego trabajarán en escena con Amparo Noguera, Paulina Urrutia, Maritza Estrada, Francisco Reyes, Pablo Schwarz y el mismo Pérez. Cuerpos al margen en un país herido.
En pleno proceso de creación, en 1990, Castro decía en una entrevista: “Mi interés es mostrar cómo la realidad no es tan real. Cómo estos tipos en su delirio te muestran otra verdad que de repente te hace luces; te dice que algo hay por ahí. Y en lo actoral, seguiremos con nuestro estilo de no a la autocompasión, no a la emoción desbordada; que el diálogo suceda por regiones casi inconscientes y trabajando significaciones corporalmente”. Una estrategia semejante es la de la tercera obra de la trilogía, Los días tuertos (1994), basada en textos de Claudia Donoso que surgen del registro de cuidadoras de tumba, artistas circenses, cartoneros, vagabundos y otros seres que habitan en los márgenes de la sociedad.
Carnaval y desencanto
A diferencia de La Memoria y más cercano al Teatro del Silencio, Andrés Pérez y su Gran Circo Teatro tienen como eje la masividad de sus espectáculos. Pérez también se forma con Arianne Mnouchkine en Francia y absorbe su metodología y sus ideas acerca de un teatro callejero que, a modo de ritual, descentralice la cultura. Tal como Castro, Celedón o Griffero, ha venido fraguando su estética desde los años de dictadura, y el escenario de transición da nuevas resonancias a su propuesta. La Negra Ester, estrenada el 9 de diciembre de 1988 en la plazuela O´Higgins de Puente Alto y trasladada luego a la terraza Caupolicán del cerro Santa Lucía, es vista por miles de personas y se convierte en un éxito de crítica y taquilla. La tónica de las obras del Gran Circo Teatro estrenadas en democracia es la de la fiesta popular y el carnaval. Hay una esperanza fresquita, la ilusión de incorporar a sectores postergados en el engranaje cultural. La idea de comunidad teatral auténtica y de autogestión de los artistas es un norte, que en 2001 se verá frustrado cuando las autoridades del gobierno de Ricardo Lagos desalojen a Andrés Pérez de las bodegas estatales de calle Matucana, que hasta entonces nadie había reclamado y que él, con su grupo, fueron revitalizando con la idea de hacer una escuela gratuita, un lugar de ensayo, creación y democratización del arte. El espacio se transformará luego en la corporación cultural Matucana 100 y Andrés Pérez no tendrá (no tiene hasta hoy) ni una placa de reconocimiento.
La Troppa es otra de las compañías que aporta en esta renovación que cuaja con la llegada de la democracia, pero cuyo germen está en los años inmediatamente previos. Comandado por Laura Pizarro, Juan Carlos Zagal y Jaime Lorca, el grupo trabaja a partir de textos narrativos que son intervenidos con elementos cinematográficos y con un carácter de juego. Un mundo de juguetes y artefactos que transporta un universo nada complaciente y en ocasiones cruel. Así lo vemos, por ejemplo, en Gemelos (1999). Inspirada en la novela El gran cuaderno, de la escritora húngara Agota Kristof, es la historia de dos hermanos abandonados por sus padres, en plena Segunda Guerra Mundial, en la casa de su abuela, una mujer hosca que al inicio los castiga y luego, poco a poco, los va observando, los reconoce y pasa a integrar el engranaje de tres piezas unidas por la barbarie. Todo transcurre dentro de una suerte de mueble gigante: un laberinto de madera, diseñado por Eduardo Jiménez y Rodrigo Bazaes, de cinco metros de altura, lleno de puertas, niveles y espacios acoplados para recibir a los actores, los muñecos y los artefactos que lo pueblan. Un montaje que cruza disciplinas y lenguajes para dar un nuevo sentido al tradicional “érase una vez” y que deja ver las resonancias con un país que mantiene heridas a flor de piel. Algo semejante había ocurrido con sus obras previas, especialmente Pinocchio (1990), con la que estuvieron presentes, junto a la trilogía del grupo La Memoria y el Taca Taca, mon amour de El Silencio, en la primera muestra teatral masiva realizada en la Estación Mapocho, en 1994. Se llamó Teatro a Mil porque el ánimo y las revoluciones, simbólicamente, parecían estar a mil por hora.
Otro hito significativo de la época había sido Cariño malo (1990), de Inés Margarita Stranger, una obra articulada por un colectivo de creadoras que exploraban, con mirada de género, las relaciones afectivas y los mandatos sociales para la mujer en la contemporaneidad. Al alero del Teatro de la Universidad Católica, el equipo que integraban también la directora Claudia Echenique y la actriz Claudia Celedón presentó luego Malinche (1993) y Siddartha (1995), en las que profundizaban las búsquedas temáticas y estéticas de la primera obra. Parecía abrirse un lugar que no había sido transitado hasta entonces.
Sin embargo, el entusiasmo ciudadano que acompaña a estos y otros montajes de comienzos de los 90 va cruzándose cada vez más con el desencanto por las herencias de la dictadura. Una de las compañías que trajo a escena aquel disgusto con mayores luces fue Bufón Negro, formada por Alejandro Goic en la dirección y Benjamín Galemiri en la dramaturgia. En El coordinador (1993), por ejemplo, la compañía se valió de un humor agudísimo para abordar asuntos como el poder en sus microescalas y las relaciones humanas como espejos de un entramado social y económico en tensión.
Lo propio hizo el director Rodrigo Achondo con el grupo Anderblú, creado en 1996. Una seguidilla de obras hiperrealistas y crudas, que mostraban un Chile sucio y parecían remarcar el blanco y negro de la desconfianza frente a un arcoíris que parecía desteñirse. Así ocurrió también con las obras de dramaturgos formados y activos en las décadas anteriores, como Marco Antonio de la Parra, Jorge Díaz, Egon Wolff, Luis Rivano o el mismo Radrigán, que tuvieron otros ecos en esta apertura tensionada por el cauce que iba tomando la democracia.
A contracorriente del abúlico “no estoy ni ahí” de la transición, aquella frase acuñada por el tenista Marcelo Ríos que pareció la tónica de unos tiempos de triunfalismo acrítico e indiferencia, las propuestas de los colectivos mencionados –y de otros igualmente memorables, como Teatro Provisorio, La Patogallina, La Puerta, Equilibrio Precario, Teatro Circo Imaginario, El Cancerbero, La Loba, RKO-Fábrika de Sueños, La Trompeta, Merri Melodys, La Balanza, El Cancerbero, El Sombrero Verde, La Mancha, Mutabor o Teatro Aparte– marcaron una forma de estar ahí: en las calles, en el inconsciente, en galpones abandonados, en el juego de múltiples capas de lectura o en otros planos de una realidad que recién aprendíamos a leer.
Doctora en Estudios Americanos. Profesora Titular de la Universidad de Santiago de Chile. Entre 2018 y 2022 fue directora del Centro Núcleo Milenio Autoridad y Asimetrías dePoder. Ha sido profesora e investigadora invitada en diversas universidades de América del Norte, del Sur y Europa. En las últimas dos décadas se ha dedicado a investigar los efectos de las transformaciones estructurales sobre los individuos y el lazo social en la sociedad chilena. Ha publicado más de veinte libros, el último de los cuales es The Circuit of Detachment in Chile. Understanding thefate of a Laboratory of neoliberalism (Elements/ Cambridge University Press 2022).
El retorno a la democracia significó un período de alivio, pero también de resignación: el destape a la española no llegó. El conservadurismo cultivado en dictadura marcó los primeros diez años de la transición local, con restricciones de todo tipo y una tendencia pasmosa de las instituciones a sentirse escandalizadas por películas, acciones de arte, pinturas y libros.
Por Óscar Contardo
Fue durante los últimos meses de la dictadura, cuando el ánimo del país flotaba sobre una nube de entusiasmo y los quioscos aún vendían revistas como la Ercilla, que regalaba colecciones de libros, la Vea, que se ofrecía con un afiche desplegable del artista del momento, o Apsi, que anunciaba que la democracia ya se asomaba con el inicio de una nueva década. Una de esas revistas era Trauko, una publicación de cómic para adultos gestionada por españoles que tras vivir la transición democrática en su país se habían radicado en Chile, aclimatándose al circuito de artistas y punketas jóvenes que circulaban entre las casas de adobe de los barrios viejos del centro y las fiestas del Galpón de Matucana. Trauko aspiraba a convertirse en la vanguardia de la apertura que llegaría con la democracia. Pretendía ser algo así como el anuncio de un destape y de una movida a la orilla del Mapocho. Esa era la apuesta.
Como apronte, en diciembre de 1989 los editores decidieron publicar una historia en viñetas de Marcela Trujillo, en ese entonces una joven estudiante de arte. Trujillo, que a la vuelta de los años se transformaría en una autora ícono del comic, había dibujado una sátira sobre la navidad titulada “Noche Güena”, en donde dos personajes inventados por la artista, los gatos Afrod y Ziaco, asistían al nacimiento de Cristo con los Reyes Magos. La artista recreó la escena del parto de María en un pesebre, en una historieta que mostraba, en lugar de un niño, una imagen de Jesús adulto saliendo del vientre de la madre parturienta. Luego de presenciar el nacimiento, los gatos Afrod y Ziaco se iban a fumar marihuana para pasar el rato.
La reacción de las autoridades frente al cómic publicado por Trauko fue rotunda: el ministerio del Interior ordenó allanar la imprenta y requisar todos los números de los quioscos. La alarma fue generalizada y el almirante José Toribio Merino, miembro de la Junta de Gobierno, organizó una misa como forma de desagravio. Trauko duró un par de años más, para luego pasar a la historia como la primera manifestación de una democracia que volvía cercada por los límites de una dictadura que no terminaba de dejar el poder del todo; en un país que, lo mismo que un cuerpo momificado, yacía amortajado con velos tupidos, trapos sucios y cuentas pendientes.
Una transición, que lejos de avanzar acompañada de un destape, fue celosamente custodiada durante la primera década por inspectores expertos del cuerpo ajeno, supervigilada desde los púlpitos en su sexualidad, encauzada desde los despachos partidarios y empresariales, y fiscalizada por la policía y las mesas de redacción de noticias. Lo que ocurrió con la revista Trauko fue un anuncio.
La constatación de que la democracia regresaba con una sensibilidad extrema a las representaciones del cuerpo y de la sexualidad ocurrió en octubre de 1990, cuando la exposición Museo Abierto inaugurada en septiembre de ese año en el Museo de Bellas Artes fue intervenida por las autoridades recién asumidas. Dos de las obras expuestas, la instalación Roger de Lux del colectivo Ángeles Negros y el video Casa Particular de Gloria Camiruaga, exhibían cuerpos desnudos. Nemesio Antúnez, director del museo, retiró las obras, y explicó brevemente a la prensa que en el video de Camiruaga “se veía una fiesta de travestis en donde mostraban su sexo”.
Las travestis efectivamente aparecen en un par de escenas organizando una fiesta, bailando, pero totalmente vestidas simulando luego una representación de La última cena, con la más antigua de las travestis en el rol de Jesús.
En la secuencia de la fiesta nadie exhibe el sexo, como mencionó Antúnez, los únicos genitales que se ven en la cinta son los de La Madonna, una travesti que permitió que la grabaran mientras se duchaba. Lo extraño es que el director del museo solo notara esas imágenes nueve días después de la inauguración: evidentemente Antúnez había sido obligado a censurar las piezas.
El 4 de octubre de 1991, un año después de que la exposición Museo Abierto fuera intervenida, la Iglesia Católica sinceraría sus preocupaciones en una carta pastoral de Carlos Oviedo, arzobispo de Santiago.
En el documento Oviedo advertía que el país atravesaba una crisis fruto del “hedonismo malsano” y del “libertinaje sexual”. Con esta declaración la institución religiosa marcaba una ruta política y buscaba frenar la campaña gubernamental para prevenir la transmisión del sida y la posibilidad de que se legislara sobre el divorcio y el aborto.
La difusión del uso del condón en anuncios gubernamentales del ministerio de Salud provocó un boicot de los canales 13 y 9, que se alinearon con la política de la Iglesia católica y crearon sus propias campañas de prevención centrada en la abstinencia sexual. Las palabras “condón” y “preservativo” eran consideradas obscenas y vulgares y rara vez aparecían en los medios masivos de comunicación, que impulsados por el discurso religioso, titulaban sobre una supuesta “crisis moral” sobre la que había que estar atentos.
El arzobispo sumó a sus críticas la aparición de un mensaje minúsculo en una agenda patrocinada por el recién creado Servicio Nacional de la Mujer. En una de las páginas de la agenda aparecía una frase en una viñeta al borde que mencionaba los derechos sexuales de las mujeres, un asunto considerado intolerable para la Iglesia católica y que significó la salida de la subsecretaria responsable del patrocinio a la publicación.
Cinco años más tarde el roce entre políticas de educación sexual, instituciones conservadoras y gobierno provocaría una crisis similar en otro ministerio. El 8 de septiembre de 1996 el cuerpo Reportajes de El Mercurio publicó un artículo bajo el título “La nueva educación sexual del Estado”. La nota hacía referencia a las Jornadas de Conversación sobre Afectividad y Sexualidad, conocidas como Jocas, desplegadas por el ministerio de Educación. Las jornadas consistían en reuniones de expertos en salud con adolescentes de liceos y escuelas. Los profesionales entregaban a los escolares información sobre sexualidad, reproducción y enfermedades de transmisión sexual.
El reportaje, escrito en tono de denuncia, fue acompañado por el retrato de un par de muchachos que mostraban, en la palma de sus manos, condones empaquetados. Aunque alumnos fotografiados no formaban parte de los adolescentes incluidos en las jornadas, la imagen fue considerada el síntoma de un programa peligroso: anunciaba que ahora los jóvenes sabían cómo se usaban los condones. La oposición exigió la inmediata paralización de las Jocas y el obispo Francisco José Cox, encargado de educación del episcopado y a la vuelta de los años denunciado como abusador sexual, comparó el programa con el proyecto de la Escuela Unificada de la Unidad Popular. Sergio Molina, ministro de Educación, dejó el cargo dos semanas después de que se publicara el primer artículo contra las Jocas.
En la prensa, la idea de una aparente “crisis moral” que atravesaba al país, sobre la que no se pedían más pruebas que las declaraciones de ciertas autoridades, fue acompañada del concepto “agenda valórica” para referirse a cualquier tema que involucrara a la sexualidad, la reproducción y los derechos de la mujer.
Los “valores”, en esta perspectiva, solo existían en el ámbito de lo genital y del deseo sexual, dos esferas de la vida que debían mantenerse bajo resguardo religioso y familiar. Cuando esto no ocurría así, corríamos peligro.
En ese tono eran abordadas por la prensa, por ejemplo, las fiestas Spandex, celebradas entre 1991 y 1994 en el teatro Esmeralda. Estas fiestas, organizadas por el diseñador Andrés Palma y el actor Andrés Pérez, fueron la manera en que cierta elite artística intentó recrear a escala minúscula un destape a la española que solo ocurría una vez por semana con el permiso condicionado de ciertas autoridades de gobierno. De un lado el desmadre juvenil de una generación que había crecido en dictadura y esperaba una democracia distinta, del otro el grato ambiente familiar de una transición que avanzaba en campo minado. La canción “Noche en la ciudad” del disco Corazones de Los Prisioneros, lanzado en 1990, resumía el contraste entre la resistencia conservadora y las nuevas demandas, ironizando con una letra que remataba con el siguiente verso: “es tan justa la gente, tan de su hogar, que no puedo aguantar las ganas de vomitar”.
La mayor parte de los acontecimientos presentados como escándalos por las instituciones tradicionales y la prensa de la época estuvieron relacionados con expresiones artísticas o culturales que desafiaban ciertas convenciones o símbolos.
Aunque nunca involucraran actividades masivas o una propuesta política a gran escala, y por lo general estuvieran circunscritas a un medio muy específico, acababan transformadas en temas de interés nacional que alimentaban debates y pronunciamientos de generales, almirantes, rectores de universidades y sacerdotes de distinto rango.
Así ocurrió con una performance colectiva organizada el último sábado de febrero de 1992 en la sala Matta del Museo Nacional de Bellas Artes, cuando la actriz Patricia Rivadeneira apareció a torso desnudo sobre una cruz, cubierta por una bandera chilena, ejecutando una performance creada por Vicente Ruiz, uno de los pioneros del under santiaguino ochentero. Fue solo un momento en un desfile que incluía el trabajo de diseñadores nacionales, además de modelos y artistas portando carteles con mensajes de prevención del sida, pero ese instante bastó para que los medios reprodujeran lo sucedido como una amenaza a la estabilidad nacional y los artistas recibieran críticas y amenazas por haberle faltado el respeto a la patria y a la religión.
El escritor Enrique Lafourcade usó su crónica dominical de El Mercurio para ridiculizar la acción de arte burlándose del cuerpo de la actriz en años en que la palabra “feminismo” era mal vista o usada para desdeñar el discurso de las pocas mujeres que lograban hacer una carrera política.
La performance en el Bellas Artes también incluía un grupo de la comunidad mapuche de Quinquén, una alusión a los pueblos originarios inusual en esos años y a la que nadie pareció prestarle atención.
La presencia de personas indígenas era un gesto simbólico: 1992 estuvo marcado por la conmemoración de los 500 años del desembarco de Colón en las islas del Caribe y al que se aludía, en el discurso oficial, como un “encuentro entre dos mundos”. Uno de los mundos permanecía invisible, mudo, irrelevante; el otro festejaba.
El gobierno español había aprovechado para relanzar una nueva imagen del país en democracia, organizando eventos internacionales –la feria internacional de Sevilla, los Juegos olímpicos de Barcelona— y de cooperación cultural. En Santiago la embajada peninsular anunció un ciclo de cine en el Normandie, que había reabierto en la sala de calle Tarapacá. La muestra anunciaba, entre otras películas, Arrebato de Iván Zulueta y Bilbao de Bigas Lunas. El ciclo fue presentado sin reparar que ambas cintas habían sido censuradas por el Consejo de Calificación Cinematográfica, que aún funcionaba como en la dictadura. La embajada española y la comunidad cultural reaccionarón y el gobierno debió pedir la recalificación de las películas: solo se logró que aprobaran Arrebato para mayores de 18 años.
El mismo año y de manera reservada, el Consejo de Calificación Cinematográfica había prohibido la exhibición de Pepi Luci y Bom, y otras chicas del montón, la primera película de Pedro Almodóvar. Como las decisiones eran de carácter privado y la cinta no había sido anunciada, nadie reparó en la prohibición hasta que en 2001 la película fue incluida en otro ciclo de cine.
Algo similar ocurrió con La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese, que había sido prohibida por la dictadura en 1988; sin embargo, fue recalificada por el Consejo de Calificación Cinematográfica para su exhibición, para mayores de 18 años, el 11 de noviembre de 1996. La exhibición comercial fue anunciada entonces para el 21 de noviembre de 1996. Frente a esta posibilidad el grupo ultra conservador llamado El Porvenir de Chile, ingresó un recurso judicial en la Corte de Apelaciones de Santiago para impedir que la cinta se mostrara en salas. La Corte Suprema confirmó la sentencia el 17 de junio de 1997. En adelante, el caso sería llevado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos iniciando un largo proceso hasta la sentencia de la CIDH en 2001.
Los primeros 10 años de la transición fueron la década de los escandalizados, un período de avances materiales y frenos discursivos de una elite autoritaria de oposición y otra conservadora en el gobierno, moviéndose bajo la sombra de la dictadura.
Cualquier transgresión artística podía ser considerada peligrosa al punto de merecer escarnio público, como ocurrió con el retrato de Simón Bolívar pintado por Juan Domingo Dávila en 1994 para un sello postal conmemorativo del prócer. Dávila pintó un Bolívar travestido y mulato, haciendo un gesto obsceno. El artista, radicado en Australia, reunía en la pintura tres transgresiones –la sexual, la racial y la conductual— intolerable para el minuto, sobre todo si involucraba fondos públicos. La difusión de la imagen desató una trifulca mediática que involucró al ejército, al congreso y las academias de historia. Gabriel Valdés, presidente del Senado en ese momento, calificó de “detestable” el Bolívar de Juan Dávila y aseguró que “sin el ánimo de censurar dicha obra, esta nunca hubiera debido pintarse”.
Durante el mismo mes en que la obra de Dávila era cuestionada, la prensa criticaba duramente que el recién creado fondo para financiar el arte le hubiera otorgado dinero a la publicación de Ángeles negros de Juan Pablo Sutherland, un libro de cuentos que incluía personajes homosexuales. La tarde del 22 de agosto de 1994 en los kioskos de Santiago el vespertino La Segunda denunciaba: “Con platas fiscales financian un libro de cuentos gay”. La visibilidad que logró el libro gracias a la polémica significó una publicidad inesperada para un autor debutante y abiertamente homosexual, algo inusual en un país en donde las relaciones íntimas entre varones aun estaban penalizadas por ley.
La democracia mantenía tapiadas las puertas de los armarios, a raya a los rebeldes y bajo reserva la desnudez de los cuerpos.
La década terminó sin ley de divorcio, ni ley de aborto, ni discusiones que se acercaran a lograrlas, pero con una generación nueva que se había educado en la prosperidad económica de una transición mojigata y temerosa. Los 90 comenzaron a cerrarse con la detención del general y senador designado Augusto Pinochet en Londres, la creación del The Clinic y con una nota curiosa que anunciaba en enero de 2000 un proyecto artístico montado en un sitio eriazo del centro de Santiago. El proyecto, llamado Nautilus, consistía en una casa transparente diseñada por un par de arquitectos en donde una estudiante de teatro viviría, en teoría, durante dos meses.
El acoso de los varones fisgoneando desde la madrugada y la prensa acechando el momento en que se desnudaba fue tan intenso y agresivo, que la muchacha abandonó el proyecto en menos de una semana.
El debate mediático en torno a los límites del arte que surgió en torno a la popularmente conocida como La casa de vidrio se desvaneció en cuanto la estudiante fue reemplazada por un hombre. Aunque este también se desnudaba, nadie se interesó en espiar su cuerpo, tampoco fue materia de debate. La nueva década arrancaba sacando las cuerpos desnudos a la calle, exponiéndolos en programas juveniles cargados de sexualidad rutilante y evidenciando las contradicciones entre los discursos y los hechos, entre la moral mojigata y una democracia enjaulada.
Con estudios de postgrado concluidos 1979 en la Universidad de Paris VIII, bajo la dirección de Gilles Deleuze, trabaja desde 1980 como profesor en distintas universidades nacionales, y ha dictado conferencias y seminarios en países de América Latina, en Europa y Estados Unidos. Fue Director de la División de Desarrollo Social de la CEPAL. Es autor de una decena de libros, entre los que destacan Ni apocalípticos ni integrados: aventuras de la modernidad en América Latina (1994) y Después del nihilismo: de Nietzsche a Foucault (1997).En los años 90 participó activamente en debates nacionales y latinoamericanos en temas relacionados con cambios culturales, modernidad-postmodernidad y agendas de desarrollo social.
Cuando la fiesta de los 90 todavía estaba encendida, el autor de Los detectives salvajes volvió a Chile para aguar las esperanzas. En dos viajes, en 1998 y 1999, desahució la Nueva Narrativa Chilena, le quitó el piso a José Donoso, elevó a Pedro Lemebel y abrió un camino nuevo para los narradores. Dio una batalla que modificó todo el campo cultural.
Por Roberto Careaga C.
A mediados de 1996, hasta la oficina en Chile de editorial Planeta llegó un manuscrito que venía desde Barcelona. Lo traía el poeta Jaime Quezada, que en España había estado con Roberto Bolaño, un muy desconocido escritor chileno que llevaba décadas fuera del país. Se habían conocido en México a inicios de los 70 y, más mal que bien, continuaron alguna relación. Cuando se reencontraron, Bolaño le pasó una novela que quería publicar y le pidió que la moviera entre editoriales chilenas y así fue como una copia apareció en el escritorio del editor Carlos Orellana, que había leído con interés su reciente libro La literatura nazi en América. Revisó con entusiasmo el manuscrito, pero las cosas se retrasaron y cuando quiso publicarlo, el libro ya estaba prácticamente en imprenta en España.
Se trataba de Estrella distante, una de esas novelas casi perfectas que pavimentaron la reputación de Bolaño, un poeta de 43 años que llevaba largo tiempo escribiendo casi en el absoluto anonimato libros que crecían sin pausa mirando el Mediterráneo desde Blanes. Fue publicada en octubre de 1996 por Anagrama, sello que en esos momentos representaba acaso el máximo gusto literario en todo el español. Quizá fue porque Quezada demoró demasiado en entregar el manuscrito a Planeta o porque Orellana tardó mucho en leerlo, pero en cualquier caso el atraso fue virtuoso: de la mano de la casa editorial de Jorge Herralde, Bolaño inició un despegue internacional que lo iba a terminar situando como el ícono del recambio de la narrativa latinoamericana de fin de siglo.
En cambio, de publicar en Chile Estrella distante, habría caído en el saco roto que ya empezaba a ser la Nueva Narrativa Chilena, esa movida entre literaria y comercial que en los 90 apareció de la mano de Planeta. Una movida exitosísima en Chile, pero que el mismo Bolaño miraba con una distancia radical. O no, mejor: los detestaba. “Chile es un país en donde ser escritor y ser cursi es casi lo mismo. Los escritores chilenos actuales que están en el hit parade. Los narradores y supongo que también los poetas, son muy malos y todo el mundo sabe que son muy malos”, dijo en una entrevista, en una de las visitas que hizo al país a fines de 1999. “Y además de malos: trepas, plagiarios, emboscados, tipos capaces de todo por conseguir un trozo de respetabilidad, cuando la verdadera literatura debe alejarse de la respetabilidad. Pero nadie lo dice. No sé por qué razón, pero nadie lo dice, al menos públicamente. Yo espero que los jóvenes que tomen el relevo cambien este panorama tan pacato y provinciano”, añadió.
Nacido en Santiago en 1953, Bolaño tuvo una infancia móvil entre Valparaíso, Quinteros, Cauquenes y Los Ángeles. Su formación literaria la vivió en México, donde llegó a los 15 años, en 1968. Siete años después formó junto al poeta Mario Santiago una verdadera guerrilla cultural bajo el nombre de Infrarrealismo, que avanzó como una bola de lava en la escena hasta que en 1977 se disolvió para siempre. Luego se hundió en la Costa Brava española y ahí trabajó lentamente en una obra tan enorme como genial hecha de poesía y narrativa. Lector total, en su retiro en los 80, además de escribir, estuvo atento con obsesión a los avatares de la literatura chilena, llegando a entablar correspondencias con Enrique Lihn, Waldo Rojas y la crítica Soledad Bianchi.
Aunque había publicado algunas cosas en los 80, fue a inicios de los 90 que Bolaño apareció en el mundo editorial con libros como La pista de hielo (1993) y La literatura nazi en América (1996). Luego de la novela Estrella distante (1996) y los cuentos de Llamadas telefónicas (1997) su nombre empezó a volverse un ineludible en la literatura hispanoamericana y en Chile empezó un ruido suave pero persistente. Hasta que en 1998 el escritor recibió un llamado de la Revista Paula para integrarlo al jurado de su concurso de cuentos. Primero lo recomendó el editor Andrés Braithwaite y luego fue decisiva la intervención que hizo Jorge Edwards. Entonces sucedió: después de 24 años fuera de Chile, Bolaño regresó a su país. Estuvo 20 días que iban a abrir una pequeña grieta en toda la escena literaria chilena.
Al inicio la grieta fue subterránea, porque en esa primera visita Bolaño fue recibido casi como una celebridad. Cuando llegó a Santiago su nueva novela, Los detectives salvajes, recién había recibido el Premio Herralde, que concede Anagrama, y aunque pocos la habían leído por acá, los comentarios eran definitivos: era la obra maestra que no había salido después de las grandes novelas del boom. Más tímido que combativo, el escritor dio numerosas entrevistas (“Bolaño está en Chile”, tituló El Mercurio) y se movió entre cenas y encuentros con personajes locales, visitando desde la casa de Diamela Eltit hasta la de Nicanor Parra en Las Cruces. Sus desaires fueron pocos, pero significativos: una noche fue invitado a comer a La Pérgola, en Lastarria, con autores locales, varios nombres claves de la Nueva Narrativa Chilena, como Carlos Franz y Arturo Fontaine, pero al poco rato le dijeron que no muy lejos, en otro bar, estaba Pedro Lemebel. Bolaño se levantó, conoció al cronista y no volvió más a La Pérgola.
“Lemebel no necesita escribir poesía para ser el mejor poeta de mi generación”, escribiría Bolaño en un artículo que publicó Paula en febrero de 1999. Mientras anotaba esas palabras, hacía una operación editorial: le recomendaba a su editor en Anagrama que lo publicara en España, lo que efectivamente sucedió unos años después. Volviendo a la crónica de su paso por Santiago, titulada “Fragmentos de un regreso al país natal”, se trata de un texto lleno de puntos altos, con menciones positivas al crítico Rodrigo Pinto, una narración emocionada de la visita a Parra y un fuerte elogio a “una generación de escritoras que promete comérselo todo”. Hablaba de Lina Meruane, Alejandra Costamagna y Nona Fernández.
Pero tres meses después, su tono cambió. En mayo de 1999 publicó en la revista española Ajo Blanco una columna casi legendaria, “El pasillo sin salida aparente”. El texto está hilado por la cena en la casa de Eltit; se refiere a la comida que sirvió, pero de su literatura no dice una palabra. Sobre todo habla de la pareja de Eltit, el por entonces ministro del Trabajo Jorge Arrate. Su tono es amargo y hasta paranoico: está aterrado de que Arrate no tenga guardaespaldas, sospecha que en cualquier momento pueda entrar una facción de Patria y Libertad disparando. Acaso Bolaño aún imaginaba el Chile que por última vez vio en 1973, cuando volvió desde México para sumarse a la Unidad Popular, pero llegó tan tarde que ya habían bombardeado La Moneda. Acaso en su cabeza flotaba una historia que Lemebel le contó y que conectaba el pasado de la dictadura con el presente de la narrativa chilena. Una historia real.
Lemebel le había contado de los talleres literarios en la casa de Mariana Callejas, a fines de los 70. Agente de la Dina y condenada junto a su esposo, Michael Townley, por el asesinato del general Carlos Prats en Buenos Aires, Callejas prestaba su casa en Lo Curro para continuar las conversaciones que empezaban en el taller de Enrique Lafourcade. Por ahí pasaron, entre otros, Carlos Franz, Gonzalo Contreras y Carlos Iturra. Eran fiestas que tenían una contracara oscura: abajo, en el subterráneo, Townley tenía las oficinas donde planificaba los atentados y, quizá alguna vez, traía a algún detenido. “Y así se va construyendo la literatura de cada país”, terminaba su artículo Bolaño. Quizás fue en ese momento en que apareció públicamente el escritor salvaje y combativo, porque ya no tuvo compasión y sus elogios a la literatura chilena se volvieron dardos envenenados. La grieta se volvió un terremoto.
“En Chile me odian, sobre todo los escritores de la nueva narrativa chilena, porque se me ocurrió decir que José Donoso tenía un sistema de flotación más bien frágil. ¡Todos saltaron sobre mí como fieras! Ahí resulta imposible tocar a las vacas sagradas, siempre que no tengan el síndrome de las vacas locas”, diría en 1999 Bolaño en una de las entrevistas que dio en su segunda visita a Chile, esta vez invitado a la Feria Internacional del Libro de Santiago. Y es cierto, había tocado a las vacas sagradas y prácticamente a todos quienes se le pusieran por delante: desde Blanes o en columnas en Las Últimas Noticias, empezó a disparar: contra Luis Sepúlveda, Isabel Allende o Hernán Rivera Letelier, y también contra Donoso, de quien dijo que era un autor de “tres libros y algunos abominables”.
Pero más que a Donoso, contra quienes se lanzó fue contra sus discípulos, especialmente los que habían integrado su taller: “Sus seguidores, los que hoy portan la antorcha de Donoso, los donositos, pretenden escribir como Graham Greene, como Hemingway, como Conrad, como Vonnegut, como Douglas Coupland, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor grado de abyección, y desde esas malas traducciones llevan a cabo la lectura de su maestro, la lectura pública del mayor novelista chileno”, dijo. “De los neostalinistas hasta los opudeístas, desde los matones de derecha hasta los matones de izquierda, desde las feministas hasta los tristes machitos de Santiago, en Chile todos, veladamente o no, se reclaman discípulos. Grave error. Mejor harían leyéndolo”, añadió.
Es posible que llegara al final de la fiesta de la Nueva Narrativa Chilena para apagar la luz, pero también Bolaño traía un viento fresco y estaba dispuesto a remover todo. Aferrado a Lemebel, a quien admiraba desde que supo que había sido parte de un colectivo llamado Las Yeguas del Apocalipsis, empezó a prodigar una suerte de nuevo canon hispanoamericano: cada vez que podía, mencionaba a Juan Villoro, Enrique Vila-Matas, Ricardo Piglia, Jorge Volpi, César Aira, Rodrigo Fresán, Javier Cercas u Horacio Castellanos Moya. Había leído más que nadie y una vez, según Los detectives salvajes, se había jugado la vida por la poesía. En Chile, en ese paso en 1999, quiso seguir la ruta y otra vez fue donde Parra. Acompañado por el crítico español Ignacio Echevarría le propuso en Las Cruces al antipoeta publicar sus obras completas con la editorial Galaxia Gutenberg. No fue fácil convencerlo e incluso debió insistir una última vez en 2001, en Madrid.
“Me interesan los poetas. Es un verdadero tesoro que hay en Chile, la vieja poesía chilena. Ayer, conversando con un amigo poeta, me contó cómo había muerto Alfonso Alcalde: se ahorcó en Penco. Me parece infame. Y luego están aquí estos niños cuicos bailando la conga y diciendo somos la nueva narrativa y Alfonso Alcalde se ahorca solo en Penco”, le dijo a Fernando Villagrán en el programa Off the Record. “Pero qué literatura más infame, hasta qué grado de podredumbre ha sido contaminada por la dictadura. Porque no hallo qué otra explicación darle. Es la dictadura que contaminó una literatura. O una especie de gripe del mercado. Además, qué mercado si sus libros circulan solo en Chile. Creo que esta abyección es producto de la dictadura. Cómo es posible que por un lado se baila la conga y se hagan las loas a la nueva narrativa… No me refiero solo a los del taller de José Donoso, que se han adjudicado este nombre, me refiero a todos los que escriben prosa y que están en una franja de edad como la mía. Mujeres, hombres, viejos verdes, etc.”, añadió.
Pero en esa visita, Bolaño melló también su relación personal con Lemebel. Invitado al programa radial que tenía el cronista en Radio Tierra, el novelista tuvo un áspero diálogo con la crítica Raquel Olea en que subió paulatinamente de tono hasta volverse una discusión. Empezaron hablando de la relación entre nacionalidad y literatura (“La obra de un escritor jamás está ceñida a su país”, sentenció Bolaño) y se enredaron en una disputa sobre las formas de la lectura desde la academia. El audio se puede escuchar en YouTube y hacerlo es oír a un Bolaño incómodo, al estilo de un gato de espaldas defendiendo cierta pureza de la literatura como si estuviera más allá de cualquier análisis teórico. Tras esa sesión, la relación entre el cronista y el novelista no fue la misma.
El ánimo de Bolaño tenía sus vaivenes, pero todos quienes lo trataron en contextos de amistad hablan de él con cariño y cercanía. Estaba lleno de historias, referencias literarias especiales y afecto muy concreto. Su pelea era contra el establishment literario, de punta a cabo. En la Feria del Libro de Santiago dio un taller literario para escritores jóvenes al que asistieron, entre otros, Nona Fernández, Pablo Simonetti, Marcelo Leonart, Larissa Contreras y Marcelo Cabrera. Todos ellos pasaron inmediatamente a un segundo plano solo por el hecho de haber publicado. Según recuerda Rodrigo Miranda, autor de los libros La expropiación o Satancumbia, en la primera sesión del taller Bolaño preguntó a sus alumnos quienes ya no eran inéditos, y cuando levantaron la mano les informó que no le interesaban. Fue gentil, pero sin medias tintas: no les pidió nunca que leyeran en el taller, como sí lo hizo con los inéditos.
En el recuerdo de Miranda, a Bolaño lo que le interesaba de la literatura chilena, especialmente de la narrativa, era lo que venía. El futuro. El presente le era esquivo y a veces derechamente hostil. En una entrevista Carlos Franz defendió a Donoso y dijo que el autor de Los detectives salvajes cultivaba “un solo registro y hasta se ha vuelto monótono”. La forma en que reaccionó Eltit fue más dura: “Patero y cortesano”, le dijo, y luego añadió: “No muy inteligente”. También se especuló que ella había notado, en esa cena en su casa, que a Bolaño le faltaba un diente. Luego, la escritora practicó la indiferencia: nunca ha hablado del impasse que mantuvo con el escritor y tampoco se ha referido a su obra. El problema es que el novelista ya estaba en modo combate y respondió como si hubiera una guerra de por medio.
“Dice un escritor en la prensa que lo que más le sorprendió de mí es que yo era cortesano y me faltaba un diente. Lo que más le divirtió. A mí me faltan muchas muelas, pero muchas, como a Gary Snyder. Supongo que esta mujer no debe tener idea de quién es Gary Snyder, pero espero que alguien lo sepa. Es como si viera al Quijote y dijera huy, le falta una mano, es manco. Ese es el nivel de discusión. Esas son las señoras que hacen la literatura en este país”, dijo Bolaño en el programa Off the Record. “Estos mismos que me han criticado, como yo no los he alabado… Yo no puedo alabar literaturas que no me gustan, libros que son plagios de Graham Greene, de cosas que ya están acabadas. Bueno, pues estos mismos que se murieron en alabanzas conmigo, ahora dicen solo tiene dos libros buenos, el resto es monótono. Los detectives salvajes debe ser monótono, puesto que ellos no conocían los detectives entonces. Es terrible. Además es gente que me la voy encontrando… Es una película de terror. Y esto no es un desahogo”, añadió.
Bolaño volvería una tercera vez a Chile, después de 1998 y 1999, pero la última lo hizo sin publicidad. Viajó solo, sin su esposa ni su hijo. Vio a algunos amigos, evitó cualquier entrevista y se marchó con el mismo silencio que llegó. Los años de la transición se evaporaban, a la fiesta noventera se le terminaba el efectivo y, entre otras cosas, la narrativa chilena que había reinado por una década perdía conexión con los lectores. Es difícil que Bolaño haya venido a ver cómo se apagan las luces, pero seguro que vio que el campo empezaba a ser otro y en esa batalla antojadiza que dio por desenmascarar a los impostores él estuvo cerca de ganar. La generación de Alejandro Zambra y Álvaro Bisama lo leyó como un maestro que le dio las llaves para avanzar por otro camino. La grieta que abrió en sus visitas se transformó en una ruta de salida hacia algo nuevo.
Bolaño siguió escribiendo, corriendo detrás una enfermedad que le pisaba los talones. Su hígado fallaba desde inicios de los 90 y ya no le quedaba más tiempo. Sus amigos lo sabían perfectamente, pero él solo lo hizo oficialmente público en una entrevista que le dio a Rodrigo Pinto en abril de 2003. Para esa fecha estaba trabajando frenéticamente en la novela 2666, a la que no le pudo poner punto final. Murió el martes 15 de junio en el Hospital Valle de Hebrón, de Barcelona, después de 12 días sedado. Gigante en vida, después de muerto su leyenda cruzó fronteras y se convirtió en un mito en todo el mundo. Antes, cuando regresó a Chile después de vagabundear por México, España y todo el planeta, sacudió la literatura chilena.
Las teleseries vivieron una época de gloria en los años 90. Cautivaron a un público atraído por el deseo de vislumbrar un Chile acorde con los tiempos post-dictatoriales, escenificaron deseos colectivos, retrataron un mundo en rápida transición y levantaron un espejo de la realidad nacional que devolvió imágenes a la vez reconocibles y extrañas, apaciguadoras e inquietantes.
Por Álvaro Bisama
En uno de los puntos más inverosímiles de la trama de Trampas y Caretas de TVN, el actor Bastián Bodenhöfer era abducido, para luego aparecer tirado en un sitio baldío. Esto sucedía a finales del primer semestre de 1992 y era una de las múltiples señales de la modernidad que la telenovela proponía en su resurrección resplandeciente del área dramática del canal, que estaba en pausa luego de que en 1991 Volver a empezar, un culebrón tristísimo sobre una escritora que volvía del exilio cargando con sus fantasmas, hubiese perdido en el rating contra Villa Nápoli, de Canal 13. Otra señal -tan bizarra como la anterior- podría ser que el mayordomo robot que tenía Bodenhöfer (y que ayudaba en su rapto) saltase a la vida real para terminar animando un programa con Paulina Nin de Cardona (Luz, cámara y usted, 1993).
Trampas y caretas tenía su origen en un libreto del brasileño Lauro César Muniz, pero su ejecución era local, a cargo de Jorge Marchant Lazcano y Sergio Bravo. En ella se prefiguraba el Chile que vendría durante los 90, como si fuese otro espejo de las extrañas esperanzas que objetos como el iceberg del pabellón de Chile en la Expo 1992 en Sevilla, habían depositado sobre la identidad chilena. O sea, quería hablar de un mundo luminoso y urgente, de una narrativa capaz de apartarse del pasado autoritario chileno para proponer algo parecido a un futuro o por lo menos fingir una promesa del mismo.
No creo exagerar; en las telenovelas vespertinas que definieron la guerra de las teleseries estaban los apuntes al natural de la reinvención del relato colectivo local en los años inmediatamente posteriores a la dictadura de Pinochet, quien continuaba al mando del ejército.
Pero no era una guerra fría sino más bien tibia. Si bien la publicidad era estridente e invasiva, su temperatura era más bien la de las tazas de té o café en polvo que los espectadores sostenían en las manos mientras tomaban onces y esperaban que terminara de caer la tarde, siguiendo las producciones del 13 y TVN justo antes de que vinieran las noticias de Teletrece y 24 horas. Ahí, en esos culebrones, estaba cifrado el sueño disléxico de un Chile nuevo, algo que podía ser una ilusión, pero también una suerte de programa político o, en otra escala, un tono, una idea, una estética a la cual apelar en tanto simulacro de imaginario. Era un mundo complejo, de fiesta y silencio, de tupidos velos, en tensión constante por los límites del debate público en medio de una democracia tutelada por los militares. Pero también eran los años de la vuelta de la memoria, donde el Informe Rettig establecía una verdad histórica a partir de un archivo que se volvía insoslayable, recordándonos las heridas viejas y abiertas en ese imaginario flamante.
Ahí, el melodrama existía como el documento posible de la vida, pero también como la propuesta de un país anhelado, una suerte de discurso que permeaba la mayoría de las decenas de culebrones que las áreas dramáticas de TVN, el 13 y Megavisión filmaron y estrenaron entre los años 1990 y 1999. Ese discurso tenía que ver con la búsqueda de un paisaje posible de habitar, acaso otra versión de la idea de una casa común; algo que adquirió un particular espesor en las obras de Vicente Sabatini (para TVN) y de Pablo Illanes (para el 13), quienes construyeron algo parecido a poéticas personales, mientras de paso narraban con precisión las claves del Chile de los 90.
En el caso de Sabatini, su trabajo como director (que elaboró durante cada primer semestre en TVN) desplegó ese paisaje de modo literal, dibujando su propia geografía imaginaria con una ambición que no se había visto en el medio.
Capaz de abarcar pueblos completos, en sus mejores teleseries el orden de las familias se expandía de modo desaforado para narrar la vida de lugares cuya autoridad principal (un alcalde, un empresario pesquero, el dueño de una salitrera, entre varios) entraba en choque con su comunidad.
En esas historias, el meollo del drama residía en los modos en que dichos personajes intentaban conservar su poder menguante en el presente inestable que la ficción decretaba. Muchas veces, como bien podía verse en Sucupira (1996) o La Fiera (1999), ese poder se degradaba hasta casi destruirse, dando pie a una comedia donde centelleaba cierto teatro de la crueldad. Mientras, nunca dejaba de apoyarse en el paisaje local, que terminaba representando una especie de arraigo, un lugar de pertenencia ciudadana y emocional. Esta toponimia imaginaria funcionaba como una utopía concertacionista, otra realidad hilvanada en la medida de lo posible, hecha de los mares helados que rodeaban Castro y Dalcahue, de la silueta de los moais en Rapa Nui, del bosque como un laberinto en Oro Verde.
Con eso los culebrones de Sabatini relevaban a los programas culturales que se exhibían desde la década del 80 (Visiones, La tierra en que vivimos) y que registraban el territorio, representándolo desde una persecución de cierto exotismo, o de una forma bizarra de lo folclórico; muchas veces buscando sostener un naturalismo nacionalista. Por el contrario: Sabatini construía realidad, ajustando un mapa simbólico de Chile por medio de la ficción.
Así, desplegaba las postales del Chile que los primeros gobiernos de la Concertación aspiraban a dibujar en la política.
El estilo era el espíritu: los exteriores luminosos de sus teleseries se proponían como el reverso de las habitaciones sombrías de los sets de los trabajos de Arturo Moya Grau, Sergio Vodanovic y María Elena Gertner. Los espacios abiertos (de sur a norte, de Chiloé a la pampa, de Isla de Pascua al litoral) amplificaban el drama y la comedia, hacían que la identificación del público no solo existiese como una revelación emocional, sino que aludiese a la cartografía de una comunidad imaginada y a su lengua, que cada tarde se renovaba al participar de una historia con visos de colectiva.
Illanes, por el contrario, escribía para un canal 13 cuyo dueño era la Pontificia Universidad Católica. Existiendo desde fuera de ese mapa consolador respecto al territorio, sus telenovelas exhibían las nuevas formas de describir la intimidad. Esto era la clave de Adrenalina (1996) que describía la vida en torno a cuatro estudiantes de secundaria y su relación con la discoteca que le daba título al show. En el relato había un crimen, una venganza y varios triángulos amorosos, pero lo que importaba era el modo en que la cultura pop se integraba al drama de las protagonistas hasta fundirse con él.
Así, más cerca del cine de John Waters y de la confesión generacional, en Adrenalina interesaban los cuerpos que se atraían y repelían a la vez, la adolescencia era un infierno tan atroz como la adultez y la única forma de huir del vacío o del miedo era la música y la fiesta.
Ahí, lo romántico existía al lado de una búsqueda existencial, de los tránsitos vitales de personajes que aprendían a reconocerse a sí mismos (y la complejidad de su propio deseo) mientras deambulaban por pistas de baile y videoclubs, o languidecían en los departamentos de jóvenes profesionales o cesantes; todo en medio de la noche santiaguina y de una ciudad iridiscente, que el director Ricardo Vicuña filmaba como algo nuevo porque quizás sí lo era.
Al revés, en Fuera de Control (1999), también del 13, Illanes creó una telenovela de autor inesperada donde lo político existía sin remisión a la hora de relatar las formas del trauma. En ella una muchacha (Ursula Achterberg) volvía después de 10 años a Chile para vengarse de quienes habían abusado de ella, desfigurándola. Todo era brutal, el horror habitaba en el relato de un modo casi total. Que una parte importante de los personajes, ya fueran víctimas o victimarios, trabajase en el mundo de la cultura (cine, teatro, performance, publicidad, artes visuales, etc.) subrayaba el aspecto metadiscursivo de lo que veíamos en pantalla.
De este modo, Fuera de Control hablaba de cómo los que habían perpetrado el abuso y el crimen (encarnados principalmente por los personajes de Luciano Cruz-Coke y Paulina Urrutia) eran también quienes estaban a cargo de su representación, tanto artística como familiar; mientras, las víctimas padecían exilio, cárcel, violencia física y sexual.
Illanes no se ahorraba la gesticulación trágica de la memoria nacional. Pero ahora no se trataba del cuerpo que explota en medio de una fiesta sino otro, que apenas soportaba mirarse las cicatrices.
O sea, que contrastaba con el país dibujado de Sabatini. En Fuera de Control el new wave y la dictadura eran lo mismo y en el presente los códigos de la publicidad cooptaban y desmantelaban cualquier relato nacional que llegara a asomarse. Que la telenovela estuviese dirigida por Óscar Rodríguez no era un detalle menor. Rodríguez había estado a cargo de Los Títeres (1984) de Sergio Vodanovic, teleserie que Fuera de Control citaba y homenajeaba con alegría y ferocidad pero también establecía diferencias insoslayables, sobre todo en la construcción de sus villanos, tan carismáticos como moralmente deformes, adictivos al seguirlos en el pase diario de los capítulos. Amante del género, Illanes comprendía a su narración como una tradición que actualizar y reescribir, de cara a las transformaciones de ese país que enfrentaba el cambio de siglo, pero lo que entregaba era un baile de demonios que chocaban entre sí, lejos de toda posibilidad de remisión.
Apunte al margen para terminar, otro vórtice. Queda preguntarnos también cómo se relacionaron estas teleseries y sus guerras conMea Culpa, la ficción televisiva más longeva y exitosa de la década del 90. Creado, escrito y dirigido por Carlos Pinto en 1993, en cada uno de sus capítulos el show narraba un crimen real que era recreado de modo tan precario como original. Cada una de esas horas era una versión chilena del infierno, pues en la crónica roja de Pinto la precariedad de la realización aportaba a hacer el relato aún más sórdido y morboso. Esto se volvía muchas veces insoportable: al final de cada episodio, el animador se enfrentaba con un criminal real en una celda de la prisión y lo interrogaba.
La ficción se deshacía y las caras de los asesinos y los criminales componían otro mapa: el de los rostros que no podían ser representados por los galanes y divas de las vespertinas, el de un mundo donde la televisión era una forma final de justicia mientras borraba todo límite entre lo real y lo inventado, entre el artificio y la vida.
“La realidad chilena no existe. Es un conjunto de teleseries”, dijo Raúl Ruiz en 1990, a la luz deLa telenovela errante, un film inconcluso suyo que se estrenó de modo póstumo en 2017 y que parodiaba el género o, mejor dicho, lo entendía como una vanguardia latinoamericana hecha de puro absurdo o de pura verdad, más bien. Puede que tuviese razón, aunque ahora mismo, en medio de la retransmisión constante de las telenovelas más famosas de los 90 por parte de TVN y el 13, la nostalgia parece devorar y volver ridículo todo mientras despliega una bruma sobre los costados más filosos de los paisajes de la ficción de antaño y las versiones del país que imaginaron. Quizás ahí esté tanto la búsqueda de un mundo perdido como la invención retrospectiva de una época dorada. Una cosa completa a la otra, pues vemos ahora que nunca hubo guerra; sí teleseries como espejos rotos o baúles llenos de historias en cuyo fondo acechaban los avatares de nuestros deseos y la sombra de nuestros monstruos.
Protagonista del movimiento ecologista desde los años 80, y voz influyente en la redacción de políticas públicas para la transición socio-ecológica, hoy es directora de la Fundación Chile Sustentable e integrante de distintas organizaciones ecologistas. Con estudios de arte y estética en la Universidad Católica, ha sido profesora de la misma casa de estudios en distintos periodos. En los años 90, coordinó la Campaña Antinuclear y de Energía/Atmósfera de Greenpeace América Latina, dirigió la Oficina Chilena de Greenpeace (1989-1993) y fue presidenta nacional de RENACE (1994-1997). En 1999 fue candidata a la Presidencia de la República por la tendencia Verde. En 2020, junto a otros 13 líderes ambientales, fue candidata independiente a la Convención Constitucional para impulsar una Constitución Ecológica.
Doctor en sociología de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, París. Cofundador del centro de estudios SUR, participó activamente en la campaña del NO para el plebiscito de 1988. Ya en democracia, integró el gobierno de Patricio Aylwin como director de la Secretaría de Comunicación y Cultura del Ministerio Secretaría General de Gobierno. Desde ese cargo, contribuyó a proyectar “el relato” de la transición democrática. En 1994, al concluir el primer gobierno de la Concertación, se traslada al mundo empresarial y funda una consultora de “sociología aplicada” especializada en comunicación estratégica. Atento a las transformaciones de la sociedad chilena de los años 90, toma posición en los debates intelectuales de la época, y en 1999 publica el libro La irrupción de las masas y el malestar de las elites. Chile en el cambio de siglo.
Presentada como un ejemplo a seguir, la transición a la democracia en Chile fue un proceso casi único en el mundo, quizás solo comparable con el fin del apartheid en Sudáfrica, que pactó gobernabilidad a cambio de la concesión de amplios poderes y privilegios a las autoridades salientes, incluida la impunidad en casos de derechos humanos. Como respuesta, los grupos subversivos surgidos en dictadura se tomaron la justicia por mano propia y declararon la guerra a ese modelo que consideraron de continuidad, antes que de ruptura. Por los demás, pese a los privilegios, los militares, con Pinochet aún a la cabeza y fuerte presencia en el Congreso y la justicia, se empeñaron en conspirar en contra de la naciente democracia, además de hacer negocios ilíticitos. En ese contexto, la de los 90 fue una década violenta y convulsa, de sospechas y lealtades frágiles, de dobles y triples agentes operando en las sombras de ese asomo de democracia.
Por Juan Cristóbal Peña
Más tarde, mientras cumplía condena en la cárcel de Alta Seguridad de Santiago por un asalto frustrado, uno de los que disparó contó cómo fueron las cosas. Fáciles, esencialmente, si es que es fácil matar a un ser humano. Esa mañana de marzo de 1990, junto a otro muchacho, subió hasta la oficina en Providencia que ocupaba el general Gustavo Leigh, ex integrante de la junta de gobierno durante la dictadura militar, y saludó cuando lo tuvo enfrente:
—Hijo de puta.
Entonces disparó al cuerpo del general.
Por milagro —y por impericia de sus verdugos, que al menos lograron escapar sin que jamás fueran identificados por este hecho—, Leigh salvó con vida de los cinco tiros que recibió en el cuerpo, uno de ellos en el ojo derecho. También se libró de la muerte el general Enrique Ruiz, ex jefe de Inteligencia de la aviación que trabajaba con él en una oficina de corretaje de propiedades y recibió tres tiros. Unas horas después, cuando el fracaso de la operación había quedado en evidencia, un hombre que se identificó como vocero del Frente Patriótico Manuel Rodríguez-Autónomo (FPMR-A) llamó a un medio de comunicación para reivindicar el hecho: “Hemos tratado de hacer justicia matando al general Leigh, uno de los más crueles ideólogos de los miles de asesinatos cometidos durante la dictadura”.
En efecto, Leigh, comandante en jefe de la Fuerza Aérea de Chile (FACh) para septiembre de 1973, responsable del bombardeo a La Moneda y del llamado a “extirpar el cáncer marxista” pronunciado en las horas posteriores al golpe de Estado, era un objetivo simbólico, no obstante su distancia con Augusto Pinochet y el régimen desde fines de los 70. En ningún caso fue el primer atentado en contra de criminales o figuras de la dictadura, pero sí el primero en transición a la democracia, ocurrido el 21 de marzo de 1990, 10 días después de que Patricio Aylwin asumiera la presidencia de la República. En ese sentido fue una advertencia a lo que se venía, una primera señal de lo que el sucesor de Leigh en la FACh, general Fernando Matthei, definió como una amenaza al “clima francamente positivo que tiene la transición a la democracia”.
Si alguna vez existió ese clima, duró un suspiro. El atentado a Leigh inauguró una seguidilla de hechos de violencia política que marcaron la transición a la democracia en los 90, un proceso casi inédito en el mundo, quizás solo comparable con el fin del apartheid en Sudáfrica, que ha sido presentado como ejemplar por las autoridades civiles que administraron el poder en ese entonces en Chile. A fin de cuentas, había que garantizar la gobernabilidad frente a dos sectores de intereses opuestos que perseguían un mismo objetivo inmediato: tanto las Fuerzas Armadas —y en especial el Ejército, con Pinochet a la cabeza— como los grupos subversivos que permanecían activos tras el fin de la dictadura estaban empeñados en desestabilizar la naciente democracia chilena, no obstante que los primeros, a fuerza de la ley y de amenazas, tenían garantizadas tanto la impunidad a la gran mayoría de los crímenes ocurridos en dictadura como la mantención de altas cuotas de poder en los diferentes estamentos del Estado. Los grupos subversivos, en tanto, se oponían por las armas a esa democracia tutelada, de pactos secretos y justicia en la medida de lo posible, como esbozó el presidente Patricio Aylwin al dar cuenta del Informe Rettig, en marzo de 1991.
“Nadie tiene derecho a atentar contra la vida ajena, a pretexto de justicia”, pronunció Aylwin por cadena de radio y televisión, un mes antes del asesinato de Jaime Guzmán. “La justicia”, repitió, “no es una venganza”, y “en este tema de las violaciones a los derechos, el esclarecimiento de la verdad ya es parte importante del cumplimiento de la justicia para con las víctimas”. Una verdad que, en buena parte, estaba confiada a la buena voluntad de las Fuerzas Armadas, a las que llamó “a que hagan gestos de reconocimiento del dolor causado y colaboren para aminorarlo”.
En definitiva, en ese discurso histórico en que dio cuenta de 2.279 casos de personas ejecutadas y desaparecidas en dictadura, Patricio Aylwin clamó por “la mayor justicia que sea posible”, frase que unos días después, en otra intervención pública, derivó en “justicia en la medida de lo posible”. Y lo posible había sido definido un año antes, en agosto de 1989, en una entrevista con revista Qué Pasa, en que Pinochet dejó en claro su posición ante lo que se venía: “Yo no amenazo, no acostumbro amenazar. Solo advierto una vez. El día que me toquen a alguno de mis hombres, se acabó el Estado de derecho”.
En ese estado de cosas, las Fuerzas Rebeldes y Populares Lautaro (FRPL) y el FPMR-A comenzaron a cobrarse justicia por mano propia, a la vez que combatían todo lo que fuera considerado una prolongación en democracia de los principios económicos y sociales de la dictadura. Había distinciones ideológicas y culturales entre ambos movimientos, incluso cierta rivalidad y desdén de unos a otros. Mientras el primero tenía una matriz anarquista y escasa formación militar, lo que lo llevó a concentrar sus acciones en asaltos y la ejecución de uniformados de menor jerarquía, el segundo, identificado con el guevarismo, tenía un historial de formación militar y política en Cuba y aún a comienzos de los 90, con la caída del Muro de Berlín y la derrota de los socialismo reales a la vista, sostenía el discurso del antiimperialismo yanqui. De ahí que, además de las ejecución de personeros de la dictadura, el FPMR-A se enfocara en atentar en contra de objetivos simbólicos, tales como locales de McDonald y marines y funcionarios estadounidenses. De esa política proviene uno de los hechos de violencia más rebuscados y absurdos de la transición, ocurrido en noviembre de 1990 en el Estadio Nacional, cuando dos combatientes del FPMR-A instalaron una carga explosiva al interior de un bate de béisbol, poco antes de un partido.
Al día siguiente, en portada, los diarios nacionales dieron cuenta de la muerte por explosivo de un empresario canadiense, que había sido invitado a jugar en un equipo donde participaban funcionarios de la embajada estadounidense en Chile.
La que había sido la principal y más popular guerrilla chilena en dictadura, la misma que en 1986 llegó a atentar sin suerte en contra de Pinochet, había declarado la guerra a la nueva democracia —Guerra Patriótica Nacional, la llamó—, y ahora, en lugar de proponerse echar abajo una dictadura, quería tomarse el poder con pequeñas y grandes acciones armadas. El problema era que el FPMR-A ya no tenía recursos para eso ni menos apoyo popular. Solo voluntad, lo que unido al empeño de las Fuerzas Rebeldes y Populares Lautaro —y en menor medida a lo que quedaba de una de las facciones del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR)— no era poco.
De acuerdo con un informe del Consejo Coordinador de Seguridad Pública, más conocido como La Oficina, creado tras el atentado a Jaime Guzmán, en 1990 se registraron 605 “acciones terroristas”, casi dos al día. De ese total, hubo 419 atentados explosivos o sabotajes, 82 asaltos, 43 hostigamientos a policías, 33 acciones de propaganda armada, 23 amenazas, cinco atentados selectivos y uno sin categorizar. Las acciones, en tanto, dejaron 14 muertos (seis militares y policías, cinco civiles y tres guerrilleros) y 64 heridos (36 civiles, 24 policías y uniformados y cuatro subversivos).
Si se compara con la violencia subversiva en los 80, el recuento puede ser optimista. En su libro De la rebelión popular a la sublevación imaginada (LOM, 2011), Luis Rojas Núñez escribe que en 1985 hubo mil quinientas acciones subversivas. El dato puede incluso ser conservador, considerando que en diciembre de ese mismo año una editorial de El Mercurio consignó que solo en un fin de semana hubo “un atentado terrorista cada dos horas”. Como sea, atendiendo a que el gobierno de Aylwin había llegado al poder con la promesa de justicia y reconciliación, la crónica política y policial del día a día se encargaba de poner en cuestión ese propósito, y no solo por la acción de los grupos revolucionarios.
Al tiempo que el Ejército se ocupaba de los violadores de derechos humanos más comprometidos con la justicia, sacándolos del país, creando coartadas o, en último caso, ejecutándolos —como ocurrió con el químico Eugenio Berríos en Uruguay, en 1992—, montaba operaciones para espiar y chantajear a políticos y empresarios, como quedó al descubierto con el Piñeragate, en agosto de 1992. El aparato represivo había quedado intacto, con los funcionarios de la Central Nacional de Informaciones (CNI) alojados ahora en la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE), de modo que al menos estuvieran bajo control, a buen resguardo, justificaron las autoridades civiles. Y esos antiguos funcionarios pagados por el Estado estaban ahora dedicados a conspirar a tiempo completo. Había un ánimo decididamente deliberativo en el Ejército de esos años, con el propósito de resguardar sus intereses y de influir en la política nacional. Pero también, porque los brazos del Ejército eran múltiples y largos, había un ánimo por hacer negocios ilícitos que conllevaron hechos de sangre.
Quizás el más connotado fue el caso del tráfico de armas a Croacia, que quedó al descubierto en noviembre de 1991, cuando las autoridades húngaras constataron que un avión procedente de Chile no contenía ayuda humanitaria, como estaba declarada la carga, sino armas y pertrechos militares destinados a un país sujeto a embargo internacional por parte del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. La operación de la Fábrica y Maestranza del Ejército, y a fin de cuentas del alto mando del Ejército, estuvo a cargo del coronel Gerardo Huber, ex agente de la DINA, que al ser cercado por la justicia civil se vio perdido y forzado a confesar. Antes de que eso ocurriera, Huber apareció muerto de un balazo en la cabeza, disparado por un francotirador en el Cajón del Maipo.
Como se va viendo, la de los 90, en especial la primera mitad, fue una década violenta y convulsa, una década de sospechas y traiciones, poblada de personajes de lealtades dudosas que conspiraban en el subsuelo de ese asomo de democracia.
Siete meses después del atentado a Leigh, un nuevo crimen político ganó portadas de los diarios nacionales. Esta vez fue el turno del sargento experto en explosivos Víctor Valenzuela Montesinos. Ya había sido asesinado a balazos el coronel de Carabineros Luis Fontaine, responsable del degollamiento de tres profesionales comunistas en 1985, y se venían nuevos nombres de esa larga lista de condenados a muerte elaborada por el FPMR-A, en el marco de un plan de ejecuciones que denominó “No a la Impunidad”. Sin embargo, el crimen del sargento Valenzuela, ocurrido en octubre de 1990, escapa a la norma. A Valenzuela no se le conocía vínculo con ningún crimen de la dictadura. Cuanto más, había sido escolta de avanzada de la comitiva de Pinochet y, se dijo, parte de la CNI, lo que bastó para justificar su ejecución.
El caso sirve no solo para retratar algunas inconsistencias de la violencia política en los 90 —acciones al voleo o simbólicas, si es que no acciones que derivaron en sacrificios inútiles o testimoniales de guerrilleros—, sino también para dar cuenta de las operaciones encubiertas del Ejército en esos años.
En el expediente judicial del caso por el asesinato del sargento Valenzuela, que quedó archivado en la justicia militar de Santiago, se reporta el seguimiento a dos rodriguistas realizado por parte de los “Equipos Operativos (vigilancia y seguimiento)” de la Brigada de Inteligencia del Ejército (BIE), dependiente del DINE. El documento reservado del BIE da cuenta del historial político de Francisco Díaz Trujillo y Wilson Rojas Mercado, ambos de cierta jerarquía y renombre al interior del FPMR-A y a quienes se atribuyó erróneamente autoría en el crimen del sargento Valenzuela. En consecuencia, siempre de acuerdo con ese documento reservado, “ambos sujetos fueron entregados por este BIE a Carabineros, en diciembre de 1990”, y una vez que estaban detenidos, antes de pasar a la justicia, fueron interrogados por esos funcionarios militares en los mismos calabozos del cuartel policial.
Es probable que las torturas a ambos rodriguistas formen parte de las 110 denuncias por apremios ilegítimos acreditadas en Chile entre 1990 y 1995 por el relator especial de Naciones Unidas Nigel S. Rodley. Como se constata en ese informe, que recogió únicamente denuncias formales, las torturas y golpizas siguieron siendo una práctica habitual de Carabineros y, en menor medida, de la Policía de Investigaciones, que a diferencia de la primera estaba bajo control de la autoridad civil.
Como sea, las operaciones ilegales de funcionarios del Ejército fueron una práctica habitual en los 90, operaciones que ocurrían en casi completa impunidad. Qué podía importarles. La mayoría de los jueces de las altas cortes de justicia habían sido nombrados por la dictadura y eran afines a ella. Los uniformados tenían el control del Congreso, por medio de senadores designados y una derecha leal. Y en caso de ser sorprendidos en alguna falta grave, en caso de que se saliera de madre, la autoridad civil no podía pedir la renuncia de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y de Carabineros. En ese contexto ocurrió el Piñeragate, que abrió una caja de pandora sobre el verdadero alcance del espionaje realizado por el Ejército.
Primero quedó al descubierto que el registro de las conversaciones telefónicas en que Sebastián Piñera conspiraba contra una rival política, también representante de una esperanza de derecha liberal y renovada, había sido obtenido por un funcionario del Ejército. Y luego de eso, el programa Informe Especial, de TVN, entrevistó de manera anónima a un suboficial del Batallón de Inteligencia del Ejército que reconoció que el Ejército realizaba de manera sistemática escuchas telefónicas ilegales a figuras públicas, de políticos a jueces, de empresarios a policías de alto rango. El mismo suboficial estaba a cargo de grabar esos registros, y como ya se sabe que los intereses del Ejército eran amplios, el entrevistado, en referencia al secuestro de Cristián Edwards, dijo que “había varios equipos trabajando en esta situación, (ya que) estaba la orden de encontrar a esta persona”.
En el expediente judicial de este caso, el general Hernán Ramírez Rurange, ex director del DINE, reconoció haberse reunido varias veces con el padre del secuestrado para colaborar en la investigación, colaboración prestada a manera de favor personal, a espaldas del gobierno. Agustín Edwards, el padre, declaró antes que no confiaba ni en las autoridades políticas ni en los policías a cargo de esa investigación, que eran leales al gobierno. Nadie confiaba en nadie en esos tiempos, tiempos de máscaras y lealtades inciertas. El mismo subcomisario Jorge Barraza acusó seguimientos de funcionarios del Ejército en los días en que policías a su cargo seguían a los subversivos que tenían secuestrado a Cristián Edwards. Seguimientos de seguimientos, de los que todos se percataban —incluidos los secuestradores—, simulando no darse por enterados.
Además de violenta y convulsa, la de los 90 fue entonces una década de representaciones de normalidad, de reacomodos y lealtades frágiles, de dobles y triples agentes que operaban en las sombras vendiéndose al mejor postor.
De hecho, el hilo para dar con los secuestradores de Cristian Edwards fue proporcionado por el agente Lenin Guardia, militante socialista experto en inteligencia militar, quien recibió el dato de su esposa, la psiquiatra Consuelo Macchiavello: entre sus pacientes tenía a la hermana de uno de los que mantenía secuestrado al hijo del dueño de El Mercurio. Guardia practicaba una actividad muy rentable en los 90: vendía información de inteligencia al gobierno de Aylwin, al tiempo que oficiaba de informante pagado del DINE y cultivaba vínculos con dirigentes del FPMR-A.
Como quedó acreditado en el expediente del caso por el asesinato de Jaime Guzmán, el analista de inteligencia era un antiguo informante del Ejército que respondía al apodo de Gustavo Benedetti, también conocido como El Noruego. De acuerdo con la declaración de Ramírez Rurange, director del DINE, fue Guardia quien alertó al Ejército de que el FPMR-A planeaba asesinar al senador Guzmán. Y si bien la información llegó a oídos de Pinochet, este ni nadie en el Ejército se tomó la molestia de prevenir al senador.
Aunque ellos mismos estaban bajo amenaza, la violencia subversiva era funcional a los intereses de los militares, que apostaban a reafirmar una imagen de garantes del orden y, en una de esas, a retomar el poder absoluto ante una crisis de gobernabilidad. Esa apuesta era reafirmada bajo cuerdas por el ex ministro de Justicia de Aylwin, Francisco Cumplido, quien aseguraba que era imposible que la fuga de 50 presos políticos desde la Cárcel Pública de Santiago, ocurrida a fines de enero de 1990, casi un mes antes del cambio de mando, haya ocurrido sin que las autoridades del gobierno saliente hicieran la vista gorda.
En ese contexto de intrigas y desconfianzas surgió la Oficina, organismo de inteligencia creado por el gobierno de Aylwin en 1991 para desbaratar a los grupos subversivos. Las autoridades civiles no se podían confiar de las Fuerzas Armadas ni de Carabineros para esa tarea, ni siquiera por entero de la policía civil, de modo tal que, con ayuda de unos pocos policías leales, echaron mano a militantes socialistas con experiencia y formación guerrillera para infiltrar a los grupos subversivos, grupos a los que conocían bastante bien porque en el pasado habían compartido su lucha. La estrategia trajo consigo nuevas ejecuciones —como la de Agdalín Valenzuela, rodriguista acusado de traición y asesinado por sus propios compañeros de armas en 1995—, pero a fin de cuentas resultó efectiva. Para la segunda mitad de la década, la violencia subversiva había declinado notoriamente.
El mérito no fue solo de la Oficina. Hace un buen rato que las guerrillas no eran lo que habían sido: había desaliento, sospechas, deserciones. La degradación terminó alcanzando también a la comunidad de inteligencia.
Como los hechos subversivos estaban a la baja, Lenin Guardia tuvo la ocurrencia de aliarse a un informante de poca monta para enviar una carta bomba a la embajada de Estados Unidos y al abogado del caso Guzmán. Su plan, en simple, era generar alarma pública y mantenerse activo en el campo de la inteligencia. Era 2001 y las cosas se habían terminado de acomodar. Cada tanto, un ex guerrillero caía por algún asalto realizado por cuenta propia. Pinochet, después de su detención en Londres, había sido forzado al retiro de la vida pública. Y producto de esa detención, que puso en tela de juicio a la justicia chilena, los jueces de las altas cortes, que no eran los mismos de hace una década, habían comenzado a hacer su trabajo en los casos de derechos humanos ocurridos en dictadura. En esas circunstancias Guardia hizo lo que hizo y terminó condenado a 10 años. Parte de su condena la cumplió en el penal de Punta Peuco, acompañado de criminales de la dictadura, con algunos de los cuales hizo amistad.
Los años 90, podría decirse, por fin habían terminado de decantar.