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  1. La transición en escena

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    Los años 90 comienzan, para el teatro chileno, a fines de los 80. Es entonces cuando emergen en Santiago compañías con nuevos lenguajes, que irán cambiando el modo de asumir lo político en escena. Hacer dialogar disciplinas, trabajar en el plano de lo simbólico, usar el silencio como herramienta, recuperar el espacio público: con diversas estrategias y registros, habrá una voluntad común por dar cuenta de una época y ofrecer una mirada que sacuda, aliente, impulse y sospeche. Acá una revisión que, lejos de abarcar el escenario completo, alumbra algunos hitos de los primeros años de postdictadura.

    Por Alejandra Costamagna

    “Sorprender sin palabra, sin cabeza. Emoción. Esto es lo que quiero para el resto de mi vida”. Eso piensa, deslumbrado, Mauricio Celedón a comienzos de los años 70, cuando ve por primera vez el trabajo del mimo Enrique Noisvander. No sabe, entonces, que en ese preciso instante de su adolescencia está iniciando una carrera profesional. A partir de su formación con el mismo Noisvander y luego en Francia con Étienne Decroux, Marcel Marceau y Ariane Mnouchkine, Celedón recurre a la noción de gran espectáculo para operar con el silencio como principal soporte dramático de sus montajes. Una textualidad que privilegia el cuerpo, el gesto, el impacto visual e incluso la sonoridad de la música en vivo, pero que excluye la palabra inserta en el código de la comunicación verbal. Bajo esas premisas, el dramaturgo y director reúne a actores, bailarines, acróbatas, músicos y artistas plásticos para crear, en 1989, la compañía franco-chilena Teatro del Silencio. Obras como Transfusión (1990), Ocho horas (1991), Malasangre o las mil y una noches del poeta (1991) o Taca Taca, mon amour (1993) conducen a los espectadores hacia un trance en el que emociones y pensamientos parecen entrar por una misma ranura, y aportan a modificar los códigos del teatro chileno que prevalecían hasta entonces. En un país en que las palabras empiezan a cambiar de piel, el Silencio es parte de una renovación diversa en registros y estéticas, que emerge del cruce entre dictadura y postdictadura.

    La atmósfera de regocijo por la recuperación de la democracia que acompaña a los primeros montajes de la compañía de Celedón se mezcla con la temprana sospecha de que han sido silenciados ciertos pactos, ciertos acuerdos políticos: un manto de impunidad con el que se irá cubriendo la memoria histórica. La propuesta de un teatro que irrumpa en la calle, que se apropie de los espacios urbanos (la Plaza de la Constitución, frente a La Moneda, o la Plaza de Armas), que trabaje de manera colectiva y busque nuevas expresiones para hablar de lo que no se habla viene a ser un gesto resueltamente político. A través del movimiento frenético o pausado que cada situación dramática exige, del gesto corporal codificado, de la música que organiza el relato en paralelo o del abandono del conflicto central como eje para desplegar múltiples focos de tensión, el director se irá asomando a la dinámica del poder, a la deshumanización y la violencia en la sociedad contemporánea, así como a las múltiples tensiones entre memoria y olvido. En Transfusión, por ejemplo, ofrece una visión crítica de las migraciones que poblaron América y la fusión de sangres e ideas, a través de un gran hospital ambulante que recorre la ciudad en carritos de feria, con personajes como Cristóbal Colón, la Malinche, Inés de Suárez o Bernardo O’Higgins a bordo; en Ocho horas repasa las luchas populares que dieron origen al Día Internacional de los Trabajadores; y en Taca Taca, mon amour revisa los principales acontecimientos históricos del siglo XX y los despliega en un taca-taca a escala humana de carácter apocalíptico, donde intervienen figuras que van desde Rasputín a Freud, pasando por Einstein, Stalin o Hitler. “Sorprender sin palabra, sin cabeza”, ha dicho Celedón. Pero también, ahora, instalar temas en el espacio público y volverlos parte de una discusión que amplíe su radar, porque tiene conciencia del momento histórico en que se sitúa cuando regresa a Chile: “Trabajar con tanta gente es reconocerse en un núcleo, en un colectivo. Y ese colectivo tiene que ver con este país, que está volviendo a ser una colectividad”.

    Quiebre y rearmado

    La sociedad completa, incluido el teatro, había dejado de ser esa colectividad a la que alude Celedón con el golpe de Estado de 1973. Pero a partir de 1974 la comunidad teatral empieza a reagruparse y a retomar su espacio con cautela. El teatro, marcado entonces por el gran compromiso ideológico, se convierte en una suerte de refugio colectivo. Grupos como Aleph, Ictus, Imagen, Taller de Experimentación Teatral (TIT), La Feria, Teniente Bello, El Telón, Teatro Q, Los Comediantes o El Riel mantienen con vida la escena en las duras circunstancias de represión y asfixia culturales. Aunque varios perseverarán en el tiempo (Ictus sigue activo hasta nuestros días y Juan Radrigán, cabeza de El Telón, será faro de la dramaturgia nacional hasta su muerte en 2016), durante los primeros años de la década de los 80, cuando la protesta callejera y las manifestaciones políticas afloran en el país, surge una teatralidad distinta que, en palabras de Juan Andrés Piña, “indaga en un lenguaje más visual que auditivo, más quebrado que lineal, más misterioso que evidente, más de sensaciones que de explicaciones”.

    Ramón Griffero será una de las principales figuras de este nuevo ciclo, con la creación, en 1983, del Teatro Fin de Siglo. La compañía se instala en la improvisada sala El Trolley del barrio poniente de Santiago para echar a andar una propuesta estética que desarrolla un lenguaje centrado en el uso de técnicas cinematográficas, en una concepción plástica de la puesta en escena, en la apertura hacia distintos planos de realidad y en la construcción de una dramaturgia del espacio que refuerza las percepciones emotivas. En montajes como Recuerdos del hombre con su tortuga (1983), Historias de un galpón abandonado (1984), Cinema-Utoppia (1985) o 99 La morgue (1986), Griffero parece preguntarse con qué herramientas seguir hablando de la opresión dictatorial sin que suene a “panfleto”. Uno de los montajes más agudos de su tiempo será, justamente, 99 La Morgue, en el que nos conduce desde la festividad religiosa al carnaval prostibulario, desde la necrofilia a la parodia de un país vislumbrado como una “pobre colonia”. Así lo comentará entonces Enrique Lihn: «El trabajo del Teatro Fin de Siglo insiste en un discurso desesperanzado y sentimental, algo de morboso, punto de contacto con ese invocado fin de siglo que combinó la anarquía, el eclecticismo, el catastrofismo y la efusión en el decadentismo y el simbolismo […] Se trata a la vez de un trabajo concienzudo, meritoriamente distinto al que realiza en general el teatro chileno comprometido». Es la evidencia de un recambio generacional que se prolongará durante la postdictadura.

    La compañía de teatro La Memoria, fundada por Alfredo Castro en 1989, es parte fundamental de este núcleo de experimentación artística que cambia el modo de asumir lo político en escena. El arranque será trabajar con una estética del inconsciente y lo simbólico, con el cuerpo, con lo fragmentario, con el registro de quienes permanecen excluidos socialmente y con un lenguaje que reconfigura la relación entre las palabras y las imágenes. En 1990 el grupo estrena La manzana de Adán, basada en el libro de fotografías de Paz Errázuriz con testimonios de travestis y homosexuales recogidos por la periodista y escritora Claudia Donoso. Es la primera pieza de la Trilogía Testimonial de Chile, que continúa con Historia de la sangre (1992), creada a partir de la investigación de Castro, Rodrigo Pérez y la psicoanalista Francesca Lombardo en cárceles y hospitales psiquiátricos en los que reúnen un nutrido material de crímenes catalogados como “pasionales”, que luego trabajarán en escena con Amparo Noguera, Paulina Urrutia, Maritza Estrada, Francisco Reyes, Pablo Schwarz y el mismo Pérez. Cuerpos al margen en un país herido. 

    En pleno proceso de creación, en 1990, Castro decía en una entrevista: “Mi interés es mostrar cómo la realidad no es tan real. Cómo estos tipos en su delirio te muestran otra verdad que de repente te hace luces; te dice que algo hay por ahí. Y en lo actoral, seguiremos con nuestro estilo de no a la autocompasión, no a la emoción desbordada; que el diálogo suceda por regiones casi inconscientes y trabajando significaciones corporalmente”. Una estrategia semejante es la de la tercera obra de la trilogía, Los días tuertos (1994), basada en textos de Claudia Donoso que surgen del registro de cuidadoras de tumba, artistas circenses, cartoneros, vagabundos y otros seres que habitan en los márgenes de la sociedad.

    Carnaval y desencanto

    A diferencia de La Memoria y más cercano al Teatro del Silencio, Andrés Pérez y su Gran Circo Teatro tienen como eje la masividad de sus espectáculos. Pérez también se forma con Arianne Mnouchkine en Francia y absorbe su metodología y sus ideas acerca de un teatro callejero que, a modo de ritual, descentralice la cultura. Tal como Castro, Celedón o Griffero, ha venido fraguando su estética desde los años de dictadura, y el escenario de transición da nuevas resonancias a su propuesta. La Negra Ester, estrenada el 9 de diciembre de 1988 en la plazuela O´Higgins de Puente Alto y trasladada luego a la terraza Caupolicán del cerro Santa Lucía, es vista por miles de personas y se convierte en un éxito de crítica y taquilla. La tónica de las obras del Gran Circo Teatro estrenadas en democracia es la de la fiesta popular y el carnaval. Hay una esperanza fresquita, la ilusión de incorporar a sectores postergados en el engranaje cultural. La idea de comunidad teatral auténtica y de autogestión de los artistas es un norte, que en 2001 se verá frustrado cuando las autoridades del gobierno de Ricardo Lagos desalojen a Andrés Pérez de las bodegas estatales de calle Matucana, que hasta entonces nadie había reclamado y que él, con su grupo, fueron revitalizando con la idea de hacer una escuela gratuita, un lugar de ensayo, creación y democratización del arte. El espacio se transformará luego en la corporación cultural Matucana 100 y Andrés Pérez no tendrá (no tiene hasta hoy) ni una placa de reconocimiento.

    La Troppa es otra de las compañías que aporta en esta renovación que cuaja con la llegada de la democracia, pero cuyo germen está en los años inmediatamente previos. Comandado por Laura Pizarro, Juan Carlos Zagal y Jaime Lorca, el grupo trabaja a partir de textos narrativos que son intervenidos con elementos cinematográficos y con un carácter de juego. Un mundo de juguetes y artefactos que transporta un universo nada complaciente y en ocasiones cruel. Así lo vemos, por ejemplo, en Gemelos (1999). Inspirada en la novela El gran cuaderno, de la escritora húngara Agota Kristof, es la historia de dos hermanos abandonados por sus padres, en plena Segunda Guerra Mundial, en la casa de su abuela, una mujer hosca que al inicio los castiga y luego, poco a poco, los va observando, los reconoce y pasa a integrar el engranaje de tres piezas unidas por la barbarie. Todo transcurre dentro de una suerte de mueble gigante: un laberinto de madera, diseñado por Eduardo Jiménez y Rodrigo Bazaes, de cinco metros de altura, lleno de puertas, niveles y espacios acoplados para recibir a los actores, los muñecos y los artefactos que lo pueblan. Un montaje que cruza disciplinas y lenguajes para dar un nuevo sentido al tradicional “érase una vez” y que deja ver las resonancias con un país que mantiene heridas a flor de piel. Algo semejante había ocurrido con sus obras previas, especialmente Pinocchio (1990), con la que estuvieron presentes, junto a la trilogía del grupo La Memoria y el Taca Taca, mon amour de El Silencio, en la primera muestra teatral masiva realizada en la Estación Mapocho, en 1994. Se llamó Teatro a Mil porque el ánimo y las revoluciones, simbólicamente, parecían estar a mil por hora. 

    Otro hito significativo de la época había sido Cariño malo (1990), de Inés Margarita Stranger, una obra articulada por un colectivo de creadoras que exploraban, con mirada de género, las relaciones afectivas y los mandatos sociales para la mujer en la contemporaneidad. Al alero del Teatro de la Universidad Católica, el equipo que integraban también la directora Claudia Echenique y la actriz Claudia Celedón presentó luego Malinche (1993) y Siddartha (1995), en las que profundizaban las búsquedas temáticas y estéticas de la primera obra. Parecía abrirse un lugar que no había sido transitado hasta entonces. 

    Sin embargo, el entusiasmo ciudadano que acompaña a estos y otros montajes de comienzos de los 90 va cruzándose cada vez más con el desencanto por las herencias de la dictadura. Una de las compañías que trajo a escena aquel disgusto con mayores luces fue Bufón Negro, formada por Alejandro Goic en la dirección y Benjamín Galemiri en la dramaturgia. En El coordinador (1993), por ejemplo, la compañía se valió de un humor agudísimo para abordar asuntos como el poder en sus microescalas y las relaciones humanas como espejos de un entramado social y económico en tensión. 

    Lo propio hizo el director Rodrigo Achondo con el grupo Anderblú, creado en 1996. Una seguidilla de obras hiperrealistas y crudas, que mostraban un Chile sucio y parecían remarcar el blanco y negro de la desconfianza frente a un arcoíris que parecía desteñirse. Así ocurrió también con las obras de dramaturgos formados y activos en las décadas anteriores, como Marco Antonio de la Parra, Jorge Díaz, Egon Wolff, Luis Rivano o el mismo Radrigán, que tuvieron otros ecos en esta apertura tensionada por el cauce que iba tomando la democracia. 

    A contracorriente del abúlico “no estoy ni ahí” de la transición, aquella frase acuñada por el tenista Marcelo Ríos que pareció la tónica de unos tiempos de triunfalismo acrítico e indiferencia, las propuestas de los colectivos mencionados –y de otros igualmente memorables, como Teatro Provisorio, La Patogallina, La Puerta, Equilibrio Precario, Teatro Circo Imaginario, El Cancerbero, La Loba, RKO-Fábrika de Sueños, La Trompeta, Merri Melodys, La Balanza, El Cancerbero, El Sombrero Verde, La Mancha, Mutabor o Teatro Aparte– marcaron una forma de estar ahí: en las calles, en el inconsciente, en galpones abandonados, en el juego de múltiples capas de lectura o en otros planos de una realidad que recién aprendíamos a leer.

  2. La década de la democracia mojigata: transición, censura, cuerpo y sexo

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    El retorno a la democracia significó un período de alivio, pero también de resignación: el destape a la española no llegó. El conservadurismo cultivado en dictadura marcó los primeros diez años de la transición local, con restricciones de todo tipo y una tendencia pasmosa de las instituciones a sentirse escandalizadas por películas, acciones de arte, pinturas y libros.

    Por Óscar Contardo

    Fue durante los últimos meses de la dictadura, cuando el ánimo del país flotaba sobre una nube de entusiasmo y los quioscos aún vendían revistas como la Ercilla, que regalaba colecciones de libros, la Vea, que se ofrecía con un afiche desplegable del artista del momento, o Apsi, que anunciaba que la democracia ya se asomaba con el inicio de una nueva década. Una de esas revistas era Trauko, una publicación de cómic para adultos gestionada por españoles que tras vivir la transición democrática en su país se habían radicado en Chile, aclimatándose al circuito de artistas y punketas jóvenes que circulaban entre las casas de adobe de los barrios viejos del centro y las fiestas del Galpón de Matucana. Trauko aspiraba a convertirse en la vanguardia de la apertura que llegaría con la democracia. Pretendía ser algo así como el anuncio de un destape y de una movida a la orilla del Mapocho. Esa era la apuesta.

    Como apronte, en diciembre de 1989 los editores decidieron publicar una historia en viñetas de Marcela Trujillo, en ese entonces una joven estudiante de arte. Trujillo, que a la vuelta de los años se transformaría en una autora ícono del comic, había dibujado una sátira sobre la navidad titulada “Noche Güena”, en donde dos personajes inventados por la artista, los gatos Afrod y Ziaco, asistían al nacimiento de Cristo con los Reyes Magos. La artista recreó la escena del parto de María en un pesebre, en una historieta que mostraba, en lugar de un niño, una imagen de Jesús adulto saliendo del vientre de la madre parturienta. Luego de presenciar el nacimiento, los gatos Afrod y Ziaco se iban a fumar marihuana para pasar el rato.

    La reacción de las autoridades frente al cómic publicado por Trauko fue rotunda: el ministerio del Interior ordenó allanar la imprenta y requisar todos los números de los quioscos. La alarma fue generalizada y el almirante José Toribio Merino, miembro de la Junta de Gobierno, organizó una misa como forma de desagravio. Trauko duró un par de años más, para luego pasar a la historia como la primera manifestación de una democracia que volvía cercada por los límites de una dictadura que no terminaba de dejar el poder del todo; en un país que, lo mismo que un cuerpo momificado, yacía amortajado con velos tupidos, trapos sucios y cuentas pendientes.

    Una transición, que lejos de avanzar acompañada de un destape, fue celosamente custodiada durante la primera década por inspectores expertos del cuerpo ajeno, supervigilada desde los púlpitos en su sexualidad, encauzada desde los despachos partidarios y empresariales, y fiscalizada por la policía y las mesas de redacción de noticias.  Lo que ocurrió con la revista Trauko fue un anuncio.

    La constatación de que la democracia regresaba con una sensibilidad extrema a las representaciones del cuerpo y de la sexualidad ocurrió en octubre de 1990, cuando la exposición Museo Abierto inaugurada en septiembre de ese año en el Museo de Bellas Artes fue intervenida por las autoridades recién asumidas. Dos de las obras expuestas, la instalación Roger de Lux del colectivo Ángeles Negros y el video Casa Particular de Gloria Camiruaga, exhibían cuerpos desnudos. Nemesio Antúnez, director del museo, retiró las obras, y explicó brevemente a la prensa que en el video de Camiruaga  “se veía una fiesta de travestis en donde mostraban su sexo”.

    Las travestis efectivamente aparecen en un par de escenas organizando una fiesta, bailando, pero totalmente vestidas simulando luego una representación de La última cena, con la más antigua de las travestis en el rol de Jesús.

    En la secuencia de la fiesta nadie exhibe el sexo, como mencionó Antúnez, los únicos genitales que se ven en la cinta son los de La Madonna, una travesti que permitió que la grabaran mientras se duchaba. Lo extraño es que el director del museo solo notara esas imágenes nueve días después de la inauguración: evidentemente Antúnez había sido obligado a censurar las piezas.

    El 4 de octubre de 1991, un año después de que la exposición Museo Abierto fuera intervenida, la Iglesia Católica sinceraría sus preocupaciones en una carta pastoral de Carlos Oviedo, arzobispo de Santiago.

    En el documento Oviedo advertía que el país atravesaba una crisis fruto del “hedonismo malsano” y del “libertinaje sexual”. Con esta declaración la institución religiosa marcaba una ruta política y buscaba frenar la campaña gubernamental para prevenir la transmisión del sida y la posibilidad de que se legislara sobre el divorcio y el aborto.

    La difusión del uso del condón en anuncios gubernamentales del ministerio de Salud provocó un boicot de los canales 13 y 9, que se alinearon con la política de la Iglesia católica y crearon sus propias campañas de prevención centrada en la abstinencia sexual. Las palabras “condón” y “preservativo” eran consideradas obscenas y vulgares y rara vez aparecían en los medios masivos de comunicación, que impulsados por el discurso religioso, titulaban sobre una supuesta “crisis moral” sobre la que había que estar atentos.

    El arzobispo sumó a sus críticas la aparición de un mensaje minúsculo en una agenda patrocinada por el recién creado Servicio Nacional de la Mujer. En una de las páginas de la agenda aparecía una frase en una viñeta al borde que mencionaba los derechos sexuales de las mujeres, un asunto considerado intolerable para la Iglesia católica y que significó la salida de la subsecretaria responsable del patrocinio a la publicación.

    Cinco años más tarde el roce entre políticas de educación sexual, instituciones conservadoras y gobierno provocaría una crisis similar en otro ministerio. El 8 de septiembre de 1996 el cuerpo Reportajes de El Mercurio publicó un artículo bajo el título “La nueva educación sexual del Estado”. La nota hacía referencia a las Jornadas de Conversación sobre Afectividad y Sexualidad, conocidas como Jocas, desplegadas por el ministerio de Educación. Las jornadas consistían en reuniones de expertos en salud con adolescentes de liceos y escuelas. Los profesionales entregaban a los escolares información sobre sexualidad, reproducción y enfermedades de transmisión sexual.

    El reportaje, escrito en tono de denuncia, fue acompañado por el retrato de un par de muchachos que mostraban, en la palma de sus manos, condones empaquetados. Aunque alumnos fotografiados no formaban parte de los adolescentes incluidos en las jornadas, la imagen fue considerada el síntoma de un programa peligroso: anunciaba que ahora los jóvenes sabían cómo se usaban los condones. La oposición exigió la inmediata paralización de las Jocas y el obispo Francisco José Cox, encargado de educación del episcopado y a la vuelta de los años denunciado como abusador sexual, comparó el programa con el proyecto de la Escuela Unificada de la Unidad Popular. Sergio Molina, ministro de Educación, dejó el cargo dos semanas después de que se publicara el primer artículo contra las Jocas.

    En la prensa, la idea de una aparente “crisis moral” que atravesaba al país, sobre la que no se pedían más pruebas que las declaraciones de ciertas autoridades, fue acompañada del concepto “agenda valórica” para referirse a cualquier tema que involucrara a la sexualidad, la reproducción y los derechos de la mujer.

    Los “valores”, en esta perspectiva, solo existían en el ámbito de lo genital y del deseo sexual, dos esferas de la vida que debían mantenerse bajo resguardo religioso y familiar. Cuando esto no ocurría así, corríamos peligro.

    En ese tono eran abordadas por la prensa, por ejemplo, las fiestas Spandex, celebradas entre 1991 y 1994 en el teatro Esmeralda. Estas fiestas, organizadas por el diseñador Andrés Palma y el actor Andrés Pérez, fueron la manera en que cierta elite artística intentó recrear a escala minúscula un destape a la española que solo ocurría una vez por semana con el permiso condicionado de ciertas autoridades de gobierno. De un lado el desmadre juvenil de una generación que había crecido en dictadura y esperaba una democracia distinta, del otro el grato ambiente familiar de una transición que avanzaba en campo minado. La canción “Noche en la ciudad” del disco Corazones de Los Prisioneros, lanzado en 1990, resumía el contraste entre la resistencia conservadora y las nuevas demandas, ironizando con una letra que remataba con el siguiente verso: “es tan justa la gente, tan de su hogar, que no puedo aguantar las ganas de vomitar”.

    La mayor parte de los acontecimientos presentados como escándalos por las instituciones tradicionales y la prensa de la época estuvieron relacionados con expresiones artísticas o culturales que desafiaban ciertas convenciones o símbolos.

    Aunque nunca involucraran actividades masivas o una propuesta política a gran escala, y por lo general estuvieran circunscritas a un medio muy específico, acababan transformadas en temas de interés nacional que alimentaban debates y pronunciamientos de generales, almirantes, rectores de universidades y sacerdotes de distinto rango.

    Así ocurrió con una performance colectiva organizada el último sábado de febrero de 1992 en la sala Matta del Museo Nacional de Bellas Artes, cuando la actriz Patricia Rivadeneira apareció a torso desnudo sobre una cruz, cubierta por una bandera chilena, ejecutando una performance creada por Vicente Ruiz, uno de los pioneros del under santiaguino ochentero. Fue solo un momento en un desfile que incluía el trabajo de diseñadores nacionales, además de modelos y artistas portando carteles con mensajes de prevención del sida, pero ese instante bastó para que los medios reprodujeran lo sucedido como una amenaza a la estabilidad nacional y los artistas recibieran críticas y amenazas por haberle faltado el respeto a la patria y a la religión.

    El escritor Enrique Lafourcade usó su crónica dominical de El Mercurio para ridiculizar la acción de arte burlándose del cuerpo de la actriz en años en que la palabra “feminismo” era mal vista o usada para desdeñar el discurso de las pocas mujeres que lograban hacer una carrera política.

    La performance en el Bellas Artes también incluía un grupo de la comunidad mapuche de Quinquén, una alusión a los pueblos originarios inusual en esos años y a la que nadie pareció prestarle atención.

    La presencia de personas indígenas era un gesto simbólico: 1992 estuvo marcado por la conmemoración de los 500 años del desembarco de Colón en las islas del Caribe y al que se aludía, en el discurso oficial, como un “encuentro entre dos mundos”. Uno de los mundos permanecía invisible, mudo, irrelevante; el otro festejaba.

    El gobierno español había aprovechado para relanzar una nueva imagen del país en democracia, organizando eventos internacionales –la feria internacional de Sevilla, los Juegos olímpicos de Barcelona— y de cooperación cultural. En Santiago la embajada peninsular anunció un ciclo de cine en el Normandie, que había reabierto en la sala de calle Tarapacá. La muestra anunciaba, entre otras películas, Arrebato de Iván Zulueta y Bilbao de Bigas Lunas. El ciclo fue presentado sin reparar que ambas cintas habían sido censuradas por el Consejo de Calificación Cinematográfica, que aún funcionaba como en la dictadura. La embajada española y la comunidad cultural reaccionarón y el gobierno debió pedir la recalificación de las películas: solo se logró que aprobaran Arrebato para mayores de 18 años.

    El mismo año y de manera reservada, el Consejo de Calificación Cinematográfica había prohibido la exhibición de Pepi Luci y Bom, y otras chicas del montón, la primera película de Pedro Almodóvar. Como las decisiones eran de carácter privado y la cinta no había sido anunciada, nadie reparó en la prohibición hasta que en 2001 la película fue incluida en otro ciclo de cine.

    Algo similar ocurrió con La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese, que había sido prohibida por la dictadura en 1988; sin embargo, fue recalificada por el Consejo de Calificación Cinematográfica para su exhibición, para mayores de 18 años, el 11 de noviembre de 1996. La exhibición comercial fue anunciada entonces para el 21 de noviembre de 1996. Frente a esta posibilidad el grupo ultra conservador llamado El Porvenir de Chile, ingresó un recurso judicial en la Corte de Apelaciones de Santiago para impedir que la cinta se mostrara en salas. La Corte Suprema confirmó la sentencia el 17 de junio de 1997. En adelante, el caso sería llevado a la Corte Interamericana de Derechos Humanos iniciando un largo proceso hasta la sentencia de la CIDH en 2001.

    Los primeros 10 años de la transición fueron la década de los escandalizados, un período de avances materiales y frenos discursivos de una elite autoritaria de oposición y otra conservadora en el gobierno, moviéndose bajo la sombra de la dictadura.

    Cualquier transgresión artística podía ser considerada peligrosa al punto de merecer escarnio público, como ocurrió con el retrato de Simón Bolívar pintado por Juan Domingo Dávila en 1994 para un sello postal conmemorativo del prócer. Dávila pintó un Bolívar travestido y mulato, haciendo un gesto obsceno. El artista, radicado en Australia, reunía en la pintura tres transgresiones –la sexual, la racial y la conductual— intolerable para el minuto, sobre todo si involucraba fondos públicos. La difusión de la imagen desató una trifulca mediática que involucró al ejército, al congreso y las academias de historia. Gabriel Valdés, presidente del Senado en ese momento, calificó de “detestable” el Bolívar de Juan Dávila y aseguró que “sin el ánimo de censurar dicha obra, esta nunca hubiera debido pintarse”.

    Durante el mismo mes en que la obra de Dávila era cuestionada, la prensa criticaba duramente que el recién creado fondo para financiar el arte le hubiera otorgado dinero a la publicación de Ángeles negros de Juan Pablo Sutherland, un libro de cuentos que incluía personajes homosexuales. La tarde del 22 de agosto de 1994 en los kioskos de Santiago el vespertino La Segunda denunciaba: “Con platas fiscales financian un libro de cuentos gay”. La visibilidad que logró el libro gracias a la polémica significó una publicidad inesperada para un autor debutante y abiertamente homosexual, algo inusual en un país en donde las relaciones íntimas entre varones aun estaban penalizadas por ley.

    La democracia mantenía tapiadas las puertas de los armarios, a raya a los rebeldes y bajo reserva la desnudez de los cuerpos.

    La década terminó sin ley de divorcio, ni ley de aborto, ni discusiones que se acercaran a lograrlas, pero con una generación nueva que se había educado en la prosperidad económica de una transición mojigata y temerosa. Los 90 comenzaron a cerrarse con la detención del general y senador designado Augusto Pinochet en Londres, la creación del The Clinic y con una nota curiosa que anunciaba en enero de 2000 un proyecto artístico montado en un sitio eriazo del centro de Santiago. El proyecto, llamado Nautilus, consistía en una casa transparente diseñada por un par de arquitectos en donde una estudiante de teatro viviría, en teoría, durante dos meses.

    El acoso de los varones fisgoneando desde la madrugada y la prensa acechando el momento en que se desnudaba fue tan intenso y agresivo, que la muchacha abandonó el proyecto en menos de una semana.

    El debate mediático en torno a los límites del arte que surgió en torno a la popularmente conocida como La casa de vidrio se desvaneció en cuanto la estudiante fue reemplazada por un hombre. Aunque este también se desnudaba, nadie se interesó en espiar su cuerpo, tampoco fue materia de debate. La nueva década arrancaba sacando las cuerpos desnudos a la calle, exponiéndolos en programas juveniles cargados de sexualidad rutilante y evidenciando las contradicciones entre los discursos y los hechos, entre la moral mojigata y una democracia enjaulada.

  3. La grieta que abrió Roberto Bolaño en la literatura chilena

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    Cuando la fiesta de los 90 todavía estaba encendida, el autor de Los detectives salvajes volvió a Chile para aguar las esperanzas. En dos viajes, en 1998 y 1999, desahució la Nueva Narrativa Chilena, le quitó el piso a José Donoso, elevó a Pedro Lemebel y abrió un camino nuevo para los narradores. Dio una batalla que modificó todo el campo cultural.  

    Por Roberto Careaga C.

    A mediados de 1996, hasta la oficina en Chile de editorial Planeta llegó un manuscrito que venía desde Barcelona. Lo traía el poeta Jaime Quezada, que en España había estado con Roberto Bolaño, un muy desconocido escritor chileno que llevaba décadas fuera del país. Se habían conocido en México a inicios de los 70 y, más mal que bien, continuaron alguna relación. Cuando se reencontraron, Bolaño le pasó una novela que quería publicar y le pidió que la moviera entre editoriales chilenas y así fue como una copia apareció en el escritorio del editor Carlos Orellana, que había leído con interés su reciente libro La literatura nazi en América. Revisó con entusiasmo el manuscrito, pero las cosas se retrasaron y cuando quiso publicarlo, el libro ya estaba prácticamente en imprenta en España.

    Se trataba de Estrella distante, una de esas novelas casi perfectas que pavimentaron la reputación de Bolaño, un poeta de 43 años que llevaba largo tiempo escribiendo casi en el absoluto anonimato libros que crecían sin pausa mirando el Mediterráneo desde Blanes. Fue publicada en octubre de 1996 por Anagrama, sello que en esos momentos representaba acaso el máximo gusto literario en todo el español. Quizá fue porque Quezada demoró demasiado en entregar el manuscrito a Planeta o porque Orellana tardó mucho en leerlo, pero en cualquier caso el atraso fue virtuoso: de la mano de la casa editorial de Jorge Herralde, Bolaño inició un despegue internacional que lo iba a terminar situando como el ícono del recambio de la narrativa latinoamericana de fin de siglo.

    En cambio, de publicar en Chile Estrella distante, habría caído en el saco roto que ya empezaba a ser la Nueva Narrativa Chilena, esa movida entre literaria y comercial que en los 90 apareció de la mano de Planeta. Una movida exitosísima en Chile, pero que el mismo Bolaño miraba con una distancia radical. O no, mejor: los detestaba. “Chile es un país en donde ser escritor y ser cursi es casi lo mismo. Los escritores chilenos actuales que están en el hit parade. Los narradores y supongo que también los poetas, son muy malos y todo el mundo sabe que son muy malos”, dijo en una entrevista, en una de las visitas que hizo al país a fines de 1999. “Y además de malos: trepas, plagiarios, emboscados, tipos capaces de todo por conseguir un trozo de respetabilidad, cuando la verdadera literatura debe alejarse de la respetabilidad. Pero nadie lo dice. No sé por qué razón, pero nadie lo dice, al menos públicamente. Yo espero que los jóvenes que tomen el relevo cambien este panorama tan pacato y provinciano”, añadió.

    Nacido en Santiago en 1953, Bolaño tuvo una infancia móvil entre Valparaíso, Quinteros, Cauquenes y Los Ángeles. Su formación literaria la vivió en México, donde llegó a los 15 años, en 1968. Siete años después formó junto al poeta Mario Santiago una verdadera guerrilla cultural bajo el nombre de Infrarrealismo, que avanzó como una bola de lava en la escena hasta que en 1977 se disolvió para siempre. Luego se hundió en la Costa Brava española y ahí trabajó lentamente en una obra tan enorme como genial hecha de poesía y narrativa. Lector total, en su retiro en los 80, además de escribir, estuvo atento con obsesión a los avatares de la literatura chilena, llegando a entablar correspondencias con Enrique Lihn, Waldo Rojas y la crítica Soledad Bianchi.

    Aunque había publicado algunas cosas en los 80, fue a inicios de los 90 que Bolaño apareció en el mundo editorial con libros como La pista de hielo (1993) y La literatura nazi en América (1996). Luego de la novela Estrella distante (1996) y los cuentos de Llamadas telefónicas (1997) su nombre empezó a volverse un ineludible en la literatura hispanoamericana y en Chile empezó un ruido suave pero persistente. Hasta que en 1998 el escritor recibió un llamado de la Revista Paula para integrarlo al jurado de su concurso de cuentos. Primero lo recomendó el editor Andrés Braithwaite y luego fue decisiva la intervención que hizo Jorge Edwards. Entonces sucedió: después de 24 años fuera de Chile, Bolaño regresó a su país. Estuvo 20 días que iban a abrir una pequeña grieta en toda la escena literaria chilena.

    Al inicio la grieta fue subterránea, porque en esa primera visita Bolaño fue recibido casi como una celebridad. Cuando llegó a Santiago su nueva novela, Los detectives salvajes, recién había recibido el Premio Herralde, que concede Anagrama, y aunque pocos la habían leído por acá, los comentarios eran definitivos: era la obra maestra que no había salido después de las grandes novelas del boom. Más tímido que combativo, el escritor dio numerosas entrevistas (“Bolaño está en Chile”, tituló El Mercurio) y se movió entre cenas y encuentros con personajes locales, visitando desde la casa de Diamela Eltit hasta la de Nicanor Parra en Las Cruces. Sus desaires fueron pocos, pero significativos: una noche fue invitado a comer a La Pérgola, en Lastarria, con autores locales, varios nombres claves de la Nueva Narrativa Chilena, como Carlos Franz y Arturo Fontaine, pero al poco rato le dijeron que no muy lejos, en otro bar, estaba Pedro Lemebel. Bolaño se levantó, conoció al cronista y no volvió más a La Pérgola.

    “Lemebel no necesita escribir poesía para ser el mejor poeta de mi generación”, escribiría Bolaño en un artículo que publicó Paula en febrero de 1999. Mientras anotaba esas palabras, hacía una operación editorial: le recomendaba a su editor en Anagrama que lo publicara en España, lo que efectivamente sucedió unos años después. Volviendo a la crónica de su paso por Santiago, titulada “Fragmentos de un regreso al país natal”, se trata de un texto lleno de puntos altos, con menciones positivas al crítico Rodrigo Pinto, una narración emocionada de la visita a Parra y un fuerte elogio a “una generación de escritoras que promete comérselo todo”. Hablaba de Lina Meruane, Alejandra Costamagna y Nona Fernández.

    Pero tres meses después, su tono cambió. En mayo de 1999 publicó en la revista española Ajo Blanco una columna casi legendaria, “El pasillo sin salida aparente”. El texto está hilado por la cena en la casa de Eltit; se refiere a la comida que sirvió, pero de su literatura no dice una palabra. Sobre todo habla de la pareja de Eltit, el por entonces ministro del Trabajo Jorge Arrate. Su tono es amargo y hasta paranoico: está aterrado de que Arrate no tenga guardaespaldas, sospecha que en cualquier momento pueda entrar una facción de Patria y Libertad disparando. Acaso Bolaño aún imaginaba el Chile que por última vez vio en 1973, cuando volvió desde México para sumarse a la Unidad Popular, pero llegó tan tarde que ya habían bombardeado La Moneda. Acaso en su cabeza flotaba una historia que Lemebel le contó y que conectaba el pasado de la dictadura con el presente de la narrativa chilena. Una historia real.

    Lemebel le había contado de los talleres literarios en la casa de Mariana Callejas, a fines de los 70. Agente de la Dina y condenada junto a su esposo, Michael Townley, por el asesinato del general Carlos Prats en Buenos Aires, Callejas prestaba su casa en Lo Curro para continuar las conversaciones que empezaban en el taller de Enrique Lafourcade. Por ahí pasaron, entre otros, Carlos Franz, Gonzalo Contreras y Carlos Iturra. Eran fiestas que tenían una contracara oscura: abajo, en el subterráneo, Townley tenía las oficinas donde planificaba los atentados y, quizá alguna vez, traía a algún detenido. “Y así se va construyendo la literatura de cada país”, terminaba su artículo Bolaño. Quizás fue en ese momento en que apareció públicamente el escritor salvaje y combativo, porque ya no tuvo compasión y sus elogios a la literatura chilena se volvieron dardos envenenados. La grieta se volvió un terremoto.

    “En Chile me odian, sobre todo los escritores de la nueva narrativa chilena, porque se me ocurrió decir que José Donoso tenía un sistema de flotación más bien frágil. ¡Todos saltaron sobre mí como fieras! Ahí resulta imposible tocar a las vacas sagradas, siempre que no tengan el síndrome de las vacas locas”, diría en 1999 Bolaño en una de las entrevistas que dio en su segunda visita a Chile, esta vez invitado a la Feria Internacional del Libro de Santiago. Y es cierto, había tocado a las vacas sagradas y prácticamente a todos quienes se le pusieran por delante: desde Blanes o en columnas en Las Últimas Noticias, empezó a disparar: contra Luis Sepúlveda, Isabel Allende o Hernán Rivera Letelier, y también contra Donoso, de quien dijo que era un autor de “tres libros y algunos abominables”.

    Pero más que a Donoso, contra quienes se lanzó fue contra sus discípulos, especialmente los que habían integrado su taller: “Sus seguidores, los que hoy portan la antorcha de Donoso, los donositos, pretenden escribir como Graham Greene, como Hemingway, como Conrad, como Vonnegut, como Douglas Coupland, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor grado de abyección, y desde esas malas traducciones llevan a cabo la lectura de su maestro, la lectura pública del mayor novelista chileno”, dijo. “De los neostalinistas hasta los opudeístas, desde los matones de derecha hasta los matones de izquierda, desde las feministas hasta los tristes machitos de Santiago, en Chile todos, veladamente o no, se reclaman discípulos. Grave error. Mejor harían leyéndolo”, añadió.

    Es posible que llegara al final de la fiesta de la Nueva Narrativa Chilena para apagar la luz, pero también Bolaño traía un viento fresco y estaba dispuesto a remover todo. Aferrado a Lemebel, a quien admiraba desde que supo que había sido parte de un colectivo llamado Las Yeguas del Apocalipsis, empezó a prodigar una suerte de nuevo canon hispanoamericano: cada vez que podía, mencionaba a Juan Villoro, Enrique Vila-Matas, Ricardo Piglia, Jorge Volpi, César Aira, Rodrigo Fresán, Javier Cercas u Horacio Castellanos Moya. Había leído más que nadie y una vez, según Los detectives salvajes, se había jugado la vida por la poesía. En Chile, en ese paso en 1999, quiso seguir la ruta y otra vez fue donde Parra. Acompañado por el crítico español Ignacio Echevarría le propuso en Las Cruces al antipoeta publicar sus obras completas con la editorial Galaxia Gutenberg. No fue fácil convencerlo e incluso debió insistir una última vez en 2001, en Madrid.

    “Me interesan los poetas. Es un verdadero tesoro que hay en Chile, la vieja poesía chilena. Ayer, conversando con un amigo poeta, me contó cómo había muerto Alfonso Alcalde: se ahorcó en Penco. Me parece infame. Y luego están aquí estos niños cuicos bailando la conga y diciendo somos la nueva narrativa y Alfonso Alcalde se ahorca solo en Penco”, le dijo a Fernando Villagrán en el programa Off the Record. “Pero qué literatura más infame, hasta qué grado de podredumbre ha sido contaminada por la dictadura. Porque no hallo qué otra explicación darle. Es la dictadura que contaminó una literatura. O una especie de gripe del mercado. Además, qué mercado si sus libros circulan solo en Chile. Creo que esta abyección es producto de la dictadura. Cómo es posible que por un lado se baila la conga y se hagan las loas a la nueva narrativa… No me refiero solo a los del taller de José Donoso, que se han adjudicado este nombre, me refiero a todos los que escriben prosa y que están en una franja de edad como la mía. Mujeres, hombres, viejos verdes, etc.”, añadió.

    Pero en esa visita, Bolaño melló también su relación personal con Lemebel. Invitado al programa radial que tenía el cronista en Radio Tierra, el novelista tuvo un áspero diálogo con la crítica Raquel Olea en que subió paulatinamente de tono hasta volverse una discusión. Empezaron hablando de la relación entre nacionalidad y literatura (“La obra de un escritor jamás está ceñida a su país”, sentenció Bolaño) y se enredaron en una disputa sobre las formas de la lectura desde la academia. El audio se puede escuchar en YouTube y hacerlo es oír a un Bolaño incómodo, al estilo de un gato de espaldas defendiendo cierta pureza de la literatura como si estuviera más allá de cualquier análisis teórico. Tras esa sesión, la relación entre el cronista y el novelista no fue la misma.

    El ánimo de Bolaño tenía sus vaivenes, pero todos quienes lo trataron en contextos de amistad hablan de él con cariño y cercanía. Estaba lleno de historias, referencias literarias especiales y afecto muy concreto. Su pelea era contra el establishment literario, de punta a cabo. En la Feria del Libro de Santiago dio un taller literario para escritores jóvenes al que asistieron, entre otros, Nona Fernández, Pablo Simonetti, Marcelo Leonart, Larissa Contreras y Marcelo Cabrera. Todos ellos pasaron inmediatamente a un segundo plano solo por el hecho de haber publicado. Según recuerda Rodrigo Miranda, autor de los libros La expropiación o Satancumbia, en la primera sesión del taller Bolaño preguntó a sus alumnos quienes ya no eran inéditos, y cuando levantaron la mano les informó que no le interesaban. Fue gentil, pero sin medias tintas: no les pidió nunca que leyeran en el taller, como sí lo hizo con los inéditos.

    En el recuerdo de Miranda, a Bolaño lo que le interesaba de la literatura chilena, especialmente de la narrativa, era lo que venía. El futuro. El presente le era esquivo y a veces derechamente hostil. En una entrevista Carlos Franz defendió a Donoso y dijo que el autor de Los detectives salvajes cultivaba “un solo registro y hasta se ha vuelto monótono”. La forma en que reaccionó Eltit fue más dura: “Patero y cortesano”, le dijo, y luego añadió: “No muy inteligente”. También se especuló que ella había notado, en esa cena en su casa, que a Bolaño le faltaba un diente. Luego, la escritora practicó la indiferencia: nunca ha hablado del impasse que mantuvo con el escritor y tampoco se ha referido a su obra. El problema es que el novelista ya estaba en modo combate y respondió como si hubiera una guerra de por medio.

    “Dice un escritor en la prensa que lo que más le sorprendió de mí es que yo era cortesano y me faltaba un diente. Lo que más le divirtió. A mí me faltan muchas muelas, pero muchas, como a Gary Snyder. Supongo que esta mujer no debe tener idea de quién es Gary Snyder, pero espero que alguien lo sepa. Es como si viera al Quijote y dijera huy, le falta una mano, es manco. Ese es el nivel de discusión. Esas son las señoras que hacen la literatura en este país”, dijo Bolaño en el programa Off the Record. “Estos mismos que me han criticado, como yo no los he alabado… Yo no puedo alabar literaturas que no me gustan, libros que son plagios de Graham Greene, de cosas que ya están acabadas. Bueno, pues estos mismos que se murieron en alabanzas conmigo, ahora dicen solo tiene dos libros buenos, el resto es monótono. Los detectives salvajes debe ser monótono, puesto que ellos no conocían los detectives entonces. Es terrible. Además es gente que me la voy encontrando… Es una película de terror. Y esto no es un desahogo”, añadió.

    Bolaño volvería una tercera vez a Chile, después de 1998 y 1999, pero la última lo hizo sin publicidad. Viajó solo, sin su esposa ni su hijo. Vio a algunos amigos, evitó cualquier entrevista y se marchó con el mismo silencio que llegó. Los años de la transición se evaporaban, a la fiesta noventera se le terminaba el efectivo y, entre otras cosas, la narrativa chilena que había reinado por una década perdía conexión con los lectores. Es difícil que Bolaño haya venido a ver cómo se apagan las luces, pero seguro que vio que el campo empezaba a ser otro y en esa batalla antojadiza que dio por desenmascarar a los impostores él estuvo cerca de ganar. La generación de Alejandro Zambra y Álvaro Bisama lo leyó como un maestro que le dio las llaves para avanzar por otro camino. La grieta que abrió en sus visitas se transformó en una ruta de salida hacia algo nuevo.

    Bolaño siguió escribiendo, corriendo detrás una enfermedad que le pisaba los talones. Su hígado fallaba desde inicios de los 90 y ya no le quedaba más tiempo. Sus amigos lo sabían perfectamente, pero él solo lo hizo oficialmente público en una entrevista que le dio a Rodrigo Pinto en abril de 2003. Para esa fecha estaba trabajando frenéticamente en la novela 2666, a la que no le pudo poner punto final. Murió el martes 15 de junio en el Hospital Valle de Hebrón, de Barcelona, después de 12 días sedado. Gigante en vida, después de muerto su leyenda cruzó fronteras y se convirtió en un mito en todo el mundo. Antes, cuando regresó a Chile después de vagabundear por México, España y todo el planeta, sacudió la literatura chilena.

  4. Telenovelas: guerra a la hora de onces

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    Las teleseries vivieron una época de gloria en los años 90. Cautivaron a un público atraído por el deseo de vislumbrar un Chile acorde con los tiempos post-dictatoriales, escenificaron deseos colectivos, retrataron un mundo en rápida transición y levantaron un espejo de la realidad nacional que devolvió imágenes a la vez reconocibles y extrañas, apaciguadoras e inquietantes.

    Por Álvaro Bisama

    En uno de los puntos más inverosímiles de la trama de Trampas y Caretas de TVN, el actor Bastián Bodenhöfer era abducido, para luego aparecer tirado en un sitio baldío. Esto sucedía a finales del primer semestre de 1992 y era una de las múltiples señales de la modernidad que la telenovela proponía en su resurrección resplandeciente del área dramática del canal, que estaba en pausa luego de que en 1991 Volver a empezar, un culebrón tristísimo sobre una escritora que volvía del exilio cargando con sus fantasmas, hubiese perdido en el rating contra Villa Nápoli, de Canal 13. Otra señal -tan bizarra como la anterior- podría ser que el mayordomo robot que tenía Bodenhöfer (y que ayudaba en su rapto) saltase a la vida real para terminar animando un programa con Paulina Nin de Cardona (Luz, cámara y usted, 1993).

    Trampas y caretas tenía su origen en un libreto del brasileño Lauro César Muniz, pero su ejecución era local, a cargo de Jorge Marchant Lazcano y Sergio Bravo. En ella se prefiguraba el Chile que vendría durante los 90, como si fuese otro espejo de las extrañas esperanzas que objetos como el iceberg del pabellón de Chile en la Expo 1992 en Sevilla, habían depositado sobre la identidad chilena. O sea, quería hablar de un mundo luminoso y urgente, de una narrativa capaz de apartarse del pasado autoritario chileno para proponer algo parecido a un futuro o por lo menos fingir una promesa del mismo.

    No creo exagerar; en las telenovelas vespertinas que definieron la guerra de las teleseries estaban los apuntes al natural de la reinvención del relato colectivo local en los años inmediatamente posteriores a la dictadura de Pinochet, quien continuaba al mando del ejército.

    Pero no era una guerra fría sino más bien tibia. Si bien la publicidad era estridente e invasiva, su temperatura era más bien la de las tazas de té o café en polvo que los espectadores sostenían en las manos mientras tomaban onces y esperaban que terminara de caer la tarde, siguiendo las producciones del 13 y TVN justo antes de que vinieran las noticias de Teletrece y 24 horas. Ahí, en esos culebrones, estaba cifrado el sueño disléxico de un Chile nuevo, algo que podía ser una ilusión, pero también una suerte de programa político o, en otra escala, un tono, una idea, una estética a la cual apelar en tanto simulacro de imaginario. Era un mundo complejo, de fiesta y silencio, de tupidos velos, en tensión constante por los límites del debate público en medio de una democracia tutelada por los militares. Pero también eran los años de la vuelta de la memoria, donde el Informe Rettig establecía una verdad histórica a partir de un archivo que se volvía insoslayable, recordándonos las heridas viejas y abiertas en ese imaginario flamante.

    Ahí, el melodrama existía como el documento posible de la vida, pero también como la propuesta de un país anhelado, una suerte de discurso que permeaba la mayoría de las decenas de culebrones que las áreas dramáticas de TVN, el 13 y Megavisión filmaron y estrenaron entre los años 1990 y 1999. Ese discurso tenía que ver con la búsqueda de un paisaje posible de habitar, acaso otra versión de la idea de una casa común; algo que adquirió un particular espesor en las obras de Vicente Sabatini (para TVN) y de Pablo Illanes (para el 13), quienes construyeron algo parecido a poéticas personales, mientras de paso narraban con precisión las claves del Chile de los 90.

    En el caso de Sabatini, su trabajo como director (que elaboró durante cada primer semestre en TVN) desplegó ese paisaje de modo literal, dibujando su propia geografía imaginaria con una ambición que no se había visto en el medio.

    Capaz de abarcar pueblos completos, en sus mejores teleseries el orden de las familias se expandía de modo desaforado para narrar la vida de lugares cuya autoridad principal (un alcalde, un empresario pesquero, el dueño de una salitrera, entre varios) entraba en choque con su comunidad.

    En esas historias, el meollo del drama residía en los modos en que dichos personajes intentaban conservar su poder menguante en el presente inestable que la ficción decretaba. Muchas veces, como bien podía verse en Sucupira (1996) o La Fiera (1999), ese poder se degradaba hasta casi destruirse, dando pie a una comedia donde centelleaba cierto teatro de la crueldad. Mientras, nunca dejaba de apoyarse en el paisaje local, que terminaba representando una especie de arraigo, un lugar de pertenencia ciudadana y emocional. Esta toponimia imaginaria funcionaba como una utopía concertacionista, otra realidad hilvanada en la medida de lo posible, hecha de los mares helados que rodeaban Castro y Dalcahue, de la silueta de los moais en Rapa Nui, del bosque como un laberinto en Oro Verde.

    Con eso los culebrones de Sabatini relevaban a los programas culturales que se exhibían desde la década del 80 (Visiones, La tierra en que vivimos) y que registraban el territorio, representándolo desde una persecución de cierto exotismo, o de una forma bizarra de lo folclórico; muchas veces buscando sostener un naturalismo nacionalista. Por el contrario: Sabatini construía realidad, ajustando un mapa simbólico de Chile por medio de la ficción.

    Así, desplegaba las postales del Chile que los primeros gobiernos de la Concertación aspiraban a dibujar en la política.

    El estilo era el espíritu: los exteriores luminosos de sus teleseries se proponían como el reverso de las habitaciones sombrías de los sets de los trabajos de Arturo Moya Grau, Sergio Vodanovic y María Elena Gertner. Los espacios abiertos (de sur a norte, de Chiloé a la pampa, de Isla de Pascua al litoral) amplificaban el drama y la comedia, hacían que la identificación del público no solo existiese como una revelación emocional, sino que aludiese a la cartografía de una comunidad imaginada y a su lengua, que cada tarde se renovaba al participar de una historia con visos de colectiva.

    Illanes, por el contrario, escribía para un canal 13 cuyo dueño era la Pontificia Universidad Católica. Existiendo desde fuera de ese mapa consolador respecto al territorio, sus telenovelas exhibían las nuevas formas de describir la intimidad. Esto era la clave de Adrenalina (1996) que describía la vida en torno a cuatro estudiantes de secundaria y su relación con la discoteca que le daba título al show. En el relato había un crimen, una venganza y varios triángulos amorosos, pero lo que importaba era el modo en que la cultura pop se integraba al drama de las protagonistas hasta fundirse con él.

    Así, más cerca del cine de John Waters y de la confesión generacional, en Adrenalina interesaban los cuerpos que se atraían y repelían a la vez, la adolescencia era un infierno tan atroz como la adultez y la única forma de huir del vacío o del miedo era la música y la fiesta.

    Ahí, lo romántico existía al lado de una búsqueda existencial, de los tránsitos vitales de personajes que aprendían a reconocerse a sí mismos (y la complejidad de su propio deseo) mientras deambulaban por pistas de baile y videoclubs, o languidecían en los departamentos de jóvenes profesionales o cesantes; todo en medio de la noche santiaguina y de una ciudad iridiscente, que el director Ricardo Vicuña filmaba como algo nuevo porque quizás sí lo era.

    Al revés, en Fuera de Control (1999), también del 13, Illanes creó una telenovela de autor inesperada donde lo político existía sin remisión a la hora de relatar las formas del trauma. En ella una muchacha (Ursula Achterberg) volvía después de 10 años a Chile para vengarse de quienes habían abusado de ella, desfigurándola. Todo era brutal, el horror habitaba en el relato de un modo casi total. Que una parte importante de los personajes, ya fueran víctimas o victimarios, trabajase en el mundo de la cultura (cine, teatro, performance, publicidad, artes visuales, etc.) subrayaba el aspecto metadiscursivo de lo que veíamos en pantalla.

    De este modo, Fuera de Control hablaba de cómo los que habían perpetrado el abuso y el crimen (encarnados principalmente por los personajes de Luciano Cruz-Coke y Paulina Urrutia) eran también quienes estaban a cargo de su representación, tanto artística como familiar; mientras, las víctimas padecían exilio, cárcel, violencia física y sexual.

    Illanes no se ahorraba la gesticulación trágica de la memoria nacional. Pero ahora no se trataba del cuerpo que explota en medio de una fiesta sino otro, que apenas soportaba mirarse las cicatrices.

    O sea, que contrastaba con el país dibujado de Sabatini. En Fuera de Control el new wave y la dictadura eran lo mismo y en el presente los códigos de la publicidad cooptaban y desmantelaban cualquier relato nacional que llegara a asomarse. Que la telenovela estuviese dirigida por Óscar Rodríguez no era un detalle menor. Rodríguez había estado a cargo de Los Títeres (1984) de Sergio Vodanovic, teleserie que Fuera de Control citaba y homenajeaba con alegría y ferocidad pero también establecía diferencias insoslayables, sobre todo en la construcción de sus villanos, tan carismáticos como moralmente deformes, adictivos al seguirlos en el pase diario de los capítulos. Amante del género, Illanes comprendía a su narración como una tradición que actualizar y reescribir, de cara a las transformaciones de ese país que enfrentaba el cambio de siglo, pero lo que entregaba era un baile de demonios que chocaban entre sí, lejos de toda posibilidad de remisión.

    Apunte al margen para terminar, otro vórtice. Queda preguntarnos también cómo se relacionaron estas teleseries y sus guerras con Mea Culpa, la ficción televisiva más longeva y exitosa de la década del 90. Creado, escrito y dirigido por Carlos Pinto en 1993, en cada uno de sus capítulos el show narraba un crimen real que era recreado de modo tan precario como original. Cada una de esas horas era una versión chilena del infierno, pues en la crónica roja de Pinto la precariedad de la realización aportaba a hacer el relato aún más sórdido y morboso. Esto se volvía muchas veces insoportable: al final de cada episodio, el animador se enfrentaba con un criminal real en una celda de la prisión y lo interrogaba.

    La ficción se deshacía y las caras de los asesinos y los criminales componían otro mapa: el de los rostros que no podían ser representados por los galanes y divas de las vespertinas, el de un mundo donde la televisión era una forma final de justicia mientras borraba todo límite entre lo real y lo inventado, entre el artificio y la vida.

    “La realidad chilena no existe. Es un conjunto de teleseries”, dijo Raúl Ruiz en 1990, a la luz de La telenovela errante, un film inconcluso suyo que se estrenó de modo póstumo en 2017 y que parodiaba el género o, mejor dicho, lo entendía como una vanguardia latinoamericana hecha de puro absurdo o de pura verdad, más bien. Puede que tuviese razón, aunque ahora mismo, en medio de la retransmisión constante de las telenovelas más famosas de los 90 por parte de TVN y el 13, la nostalgia parece devorar y volver ridículo todo mientras despliega una bruma sobre los costados más filosos de los paisajes de la ficción de antaño y las versiones del país que imaginaron. Quizás ahí esté tanto la búsqueda de un mundo perdido como la invención retrospectiva de una época dorada. Una cosa completa a la otra, pues vemos ahora que nunca hubo guerra; sí teleseries como espejos rotos o baúles llenos de historias en cuyo fondo acechaban los avatares de nuestros deseos y la sombra de nuestros monstruos.

  5. Tiempos violentos: grupos subversivos, conspiraciones y espionajes

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    Presentada como un ejemplo a seguir, la transición a la democracia en Chile fue un proceso casi único en el mundo, quizás solo comparable con el fin del apartheid en Sudáfrica, que pactó gobernabilidad a cambio de la concesión de amplios poderes y privilegios a las autoridades salientes, incluida la impunidad en casos de derechos humanos. Como respuesta, los grupos subversivos surgidos en dictadura se tomaron la justicia por mano propia y declararon la guerra a ese modelo que consideraron de continuidad, antes que de ruptura. Por los demás, pese a los privilegios, los militares, con Pinochet aún a la cabeza y fuerte presencia en el Congreso y la justicia, se empeñaron en conspirar en contra de la naciente democracia, además de hacer negocios ilíticitos. En ese contexto, la de los 90 fue una década violenta y convulsa, de sospechas y lealtades frágiles, de dobles y triples agentes operando en las sombras de ese asomo de democracia.

    Por Juan Cristóbal Peña

    Más tarde, mientras cumplía condena en la cárcel de Alta Seguridad de Santiago por un asalto frustrado, uno de los que disparó contó cómo fueron las cosas. Fáciles, esencialmente, si es que es fácil matar a un ser humano. Esa mañana de marzo de 1990, junto a otro muchacho, subió hasta la oficina en Providencia que ocupaba el general Gustavo Leigh, ex integrante de la junta de gobierno durante la dictadura militar, y saludó cuando lo tuvo enfrente:

    —Hijo de puta.

    Entonces disparó al cuerpo del general.

    Por milagro —y por impericia de sus verdugos, que al menos lograron escapar sin que jamás fueran identificados por este hecho—, Leigh salvó con vida de los cinco tiros que recibió en el cuerpo, uno de ellos en el ojo derecho. También se libró de la muerte el general Enrique Ruiz, ex jefe de Inteligencia de la aviación que trabajaba con él en una oficina de corretaje de propiedades y recibió tres tiros. Unas horas después, cuando el fracaso de la operación había quedado en evidencia, un hombre que se identificó como vocero del Frente Patriótico Manuel Rodríguez-Autónomo (FPMR-A) llamó a un medio de comunicación para reivindicar el hecho: “Hemos tratado de hacer justicia matando al general Leigh, uno de los más crueles ideólogos de los miles de asesinatos cometidos durante la dictadura”.

    En efecto, Leigh, comandante en jefe de la Fuerza Aérea de Chile (FACh) para septiembre de 1973, responsable del bombardeo a La Moneda y del llamado a “extirpar el cáncer marxista” pronunciado en las horas posteriores al golpe de Estado, era un objetivo simbólico, no obstante su distancia con Augusto Pinochet y el régimen desde fines de los 70. En ningún caso fue el primer atentado en contra de criminales o figuras de la dictadura, pero sí el primero en transición a la democracia, ocurrido el 21 de marzo de 1990, 10 días después de que Patricio Aylwin asumiera la presidencia de la República. En ese sentido fue una advertencia a lo que se venía, una primera señal de lo que el sucesor de Leigh en la FACh, general Fernando Matthei, definió como una amenaza al “clima francamente positivo que tiene la transición a la democracia”.

    Si alguna vez existió ese clima, duró un suspiro. El atentado a Leigh inauguró una seguidilla de hechos de violencia política que marcaron la transición a la democracia en los 90, un proceso casi inédito en el mundo, quizás solo comparable con el fin del apartheid en Sudáfrica, que ha sido presentado como ejemplar por las autoridades civiles que administraron el poder en ese entonces en Chile. A fin de cuentas, había que garantizar la gobernabilidad frente a dos sectores de intereses opuestos que perseguían un mismo objetivo inmediato: tanto las Fuerzas Armadas —y en especial el Ejército, con Pinochet a la cabeza— como los grupos subversivos que permanecían activos tras el fin de la dictadura estaban empeñados en desestabilizar la naciente democracia chilena, no obstante que los primeros, a fuerza de la ley y de amenazas, tenían garantizadas tanto la impunidad a la gran mayoría de los crímenes ocurridos en dictadura como la mantención de altas cuotas de poder en los diferentes estamentos del Estado. Los grupos subversivos, en tanto, se oponían por las armas a esa democracia tutelada, de pactos secretos y justicia en la medida de lo posible, como esbozó el presidente Patricio Aylwin al dar cuenta del Informe Rettig, en marzo de 1991.

    “Nadie tiene derecho a atentar contra la vida ajena, a pretexto de justicia”, pronunció Aylwin por cadena de radio y televisión, un mes antes del asesinato de Jaime Guzmán. “La justicia”, repitió, “no es una venganza”, y “en este tema de las violaciones a los derechos, el esclarecimiento de la verdad ya es parte importante del cumplimiento de la justicia para con las víctimas”. Una verdad que, en buena parte, estaba confiada a la buena voluntad de las Fuerzas Armadas, a las que llamó “a que hagan gestos de reconocimiento del dolor causado y colaboren para aminorarlo”.

    En definitiva, en ese discurso histórico en que dio cuenta de 2.279 casos de personas ejecutadas y desaparecidas en dictadura, Patricio Aylwin clamó por “la mayor justicia que sea posible”, frase que unos días después, en otra intervención pública, derivó en “justicia en la medida de lo posible”. Y lo posible había sido definido un año antes, en agosto de 1989, en una entrevista con revista Qué Pasa, en que Pinochet dejó en claro su posición ante lo que se venía: “Yo no amenazo, no acostumbro amenazar. Solo advierto una vez. El día que me toquen a alguno de mis hombres, se acabó el Estado de derecho”.

    En ese estado de cosas, las Fuerzas Rebeldes y Populares Lautaro (FRPL) y el FPMR-A comenzaron a cobrarse justicia por mano propia, a la vez que combatían todo lo que fuera considerado una prolongación en democracia de los principios económicos y sociales de la dictadura. Había distinciones ideológicas y culturales entre ambos movimientos, incluso cierta rivalidad y desdén de unos a otros. Mientras el primero tenía una matriz anarquista y escasa formación militar, lo que lo llevó a concentrar sus acciones en asaltos y la ejecución de uniformados de menor jerarquía, el segundo, identificado con el guevarismo, tenía un historial de formación militar y política en Cuba y aún a comienzos de los 90, con la caída del Muro de Berlín y la derrota de los socialismo reales a la vista, sostenía el discurso del antiimperialismo yanqui. De ahí que, además de las ejecución de personeros de la dictadura, el FPMR-A se enfocara en atentar en contra de objetivos simbólicos, tales como locales de McDonald y marines y funcionarios estadounidenses. De esa política proviene uno de los hechos de violencia más rebuscados y absurdos de la transición, ocurrido en noviembre de 1990 en el Estadio Nacional, cuando dos combatientes del FPMR-A instalaron una carga explosiva al interior de un bate de béisbol, poco antes de un partido.

    Al día siguiente, en portada, los diarios nacionales dieron cuenta de la muerte por explosivo de un empresario canadiense, que había sido invitado a jugar en un equipo donde participaban funcionarios de la embajada estadounidense en Chile.

    La que había sido la principal y más popular guerrilla chilena en dictadura, la misma que en 1986 llegó a atentar sin suerte en contra de Pinochet, había declarado la guerra a la nueva democracia —Guerra Patriótica Nacional, la llamó—, y ahora, en lugar de proponerse echar abajo una dictadura, quería tomarse el poder con pequeñas y grandes acciones armadas. El problema era que el FPMR-A ya no tenía recursos para eso ni menos apoyo popular. Solo voluntad, lo que unido al empeño de las Fuerzas Rebeldes y Populares Lautaro —y en menor medida a lo que quedaba de una de las facciones del Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR)— no era poco.

    De acuerdo con un informe del Consejo Coordinador de Seguridad Pública, más conocido como La Oficina, creado tras el atentado a Jaime Guzmán, en 1990 se registraron 605 “acciones terroristas”, casi dos al día. De ese total, hubo 419 atentados explosivos o sabotajes, 82 asaltos, 43 hostigamientos a policías, 33 acciones de propaganda armada, 23 amenazas, cinco atentados selectivos y uno sin categorizar. Las acciones, en tanto, dejaron 14 muertos (seis militares y policías, cinco civiles y tres guerrilleros) y 64 heridos (36 civiles, 24 policías y uniformados y cuatro subversivos).

    Si se compara con la violencia subversiva en los 80, el recuento puede ser optimista. En su libro De la rebelión popular a la sublevación imaginada (LOM, 2011), Luis Rojas Núñez escribe que en 1985 hubo mil quinientas acciones subversivas. El dato puede incluso ser conservador, considerando que en diciembre de ese mismo año una editorial de El Mercurio consignó que solo en un fin de semana hubo “un atentado terrorista cada dos horas”. Como sea, atendiendo a que el gobierno de Aylwin había llegado al poder con la promesa de justicia y reconciliación, la crónica política y policial del día a día se encargaba de poner en cuestión ese propósito, y no solo por la acción de los grupos revolucionarios.

    Al tiempo que el Ejército se ocupaba de los violadores de derechos humanos más comprometidos con la justicia, sacándolos del país, creando coartadas o, en último caso, ejecutándolos —como ocurrió con el químico Eugenio Berríos en Uruguay, en 1992—, montaba operaciones para espiar y chantajear a políticos y empresarios, como quedó al descubierto con el Piñeragate, en agosto de 1992. El aparato represivo había quedado intacto, con los funcionarios de la Central Nacional de Informaciones (CNI) alojados ahora en la Dirección de Inteligencia del Ejército (DINE), de modo que al menos estuvieran bajo control, a buen resguardo, justificaron las autoridades civiles. Y esos antiguos funcionarios pagados por el Estado estaban ahora dedicados a conspirar a tiempo completo. Había un ánimo decididamente deliberativo en el Ejército de esos años, con el propósito de resguardar sus intereses y de influir en la política nacional. Pero también, porque los brazos del Ejército eran múltiples y largos, había un ánimo por hacer negocios ilícitos que conllevaron hechos de sangre.

    Quizás el más connotado fue el caso del tráfico de armas a Croacia, que quedó al descubierto en noviembre de 1991, cuando las autoridades húngaras constataron que un avión procedente de Chile no contenía ayuda humanitaria, como estaba declarada la carga, sino armas y pertrechos militares destinados a un país sujeto a embargo internacional por parte del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. La operación de la Fábrica y Maestranza del Ejército, y a fin de cuentas del alto mando del Ejército, estuvo a cargo del coronel Gerardo Huber, ex agente de la DINA, que al ser cercado por la justicia civil se vio perdido y forzado a confesar. Antes de que eso ocurriera, Huber apareció muerto de un balazo en la cabeza, disparado por un francotirador en el Cajón del Maipo.

    Como se va viendo, la de los 90, en especial la primera mitad, fue una década violenta y convulsa, una década de sospechas y traiciones, poblada de personajes de lealtades dudosas que conspiraban en el subsuelo de ese asomo de democracia.

    Siete meses después del atentado a Leigh, un nuevo crimen político ganó portadas de los diarios nacionales. Esta vez fue el turno del sargento experto en explosivos Víctor Valenzuela Montesinos. Ya había sido asesinado a balazos el coronel de Carabineros Luis Fontaine, responsable del degollamiento de tres profesionales comunistas en 1985, y se venían nuevos nombres de esa larga lista de condenados a muerte elaborada por el FPMR-A, en el marco de un plan de ejecuciones que denominó “No a la Impunidad”. Sin embargo, el crimen del sargento Valenzuela, ocurrido en octubre de 1990, escapa a la norma. A Valenzuela no se le conocía vínculo con ningún crimen de la dictadura. Cuanto más, había sido escolta de avanzada de la comitiva de Pinochet y, se dijo, parte de la CNI, lo que bastó para justificar su ejecución.

    El caso sirve no solo para retratar algunas inconsistencias de la violencia política en los 90 —acciones al voleo o simbólicas, si es que no acciones que derivaron en sacrificios inútiles o testimoniales de guerrilleros—, sino también para dar cuenta de las operaciones encubiertas del Ejército en esos años.

    En el expediente judicial del caso por el asesinato del sargento Valenzuela, que quedó archivado en la justicia militar de Santiago, se reporta el seguimiento a dos rodriguistas realizado por parte de los “Equipos Operativos (vigilancia y seguimiento)” de la Brigada de Inteligencia del Ejército (BIE), dependiente del DINE. El documento reservado del BIE da cuenta del historial político de Francisco Díaz Trujillo y Wilson Rojas Mercado, ambos de cierta jerarquía y renombre al interior del FPMR-A y a quienes se atribuyó erróneamente autoría en el crimen del sargento Valenzuela. En consecuencia, siempre de acuerdo con ese documento reservado, “ambos sujetos fueron entregados por este BIE a Carabineros, en diciembre de 1990”, y una vez que estaban detenidos, antes de pasar a la justicia, fueron interrogados por esos funcionarios militares en los mismos calabozos del cuartel policial.

    Es probable que las torturas a ambos rodriguistas formen parte de las 110 denuncias por apremios ilegítimos acreditadas en Chile entre 1990 y 1995 por el relator especial de Naciones Unidas Nigel S. Rodley. Como se constata en ese informe, que recogió únicamente denuncias formales, las torturas y golpizas siguieron siendo una práctica habitual de Carabineros y, en menor medida, de la Policía de Investigaciones, que a diferencia de la primera estaba bajo control de la autoridad civil.

    Como sea, las operaciones ilegales de funcionarios del Ejército fueron una práctica habitual en los 90, operaciones que ocurrían en casi completa impunidad. Qué podía importarles. La mayoría de los jueces de las altas cortes de justicia habían sido nombrados por la dictadura y eran afines a ella. Los uniformados tenían el control del Congreso, por medio de senadores designados y una derecha leal. Y en caso de ser sorprendidos en alguna falta grave, en caso de que se saliera de madre, la autoridad civil no podía pedir la renuncia de los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y de Carabineros. En ese contexto ocurrió el Piñeragate, que abrió una caja de pandora sobre el verdadero alcance del espionaje realizado por el Ejército.

    Primero quedó al descubierto que el registro de las conversaciones telefónicas en que Sebastián Piñera conspiraba contra una rival política, también representante de una esperanza de derecha liberal y renovada, había sido obtenido por un funcionario del Ejército. Y luego de eso, el programa Informe Especial, de TVN, entrevistó de manera anónima a un suboficial del Batallón de Inteligencia del Ejército que reconoció que el Ejército realizaba de manera sistemática escuchas telefónicas ilegales a figuras públicas, de políticos a jueces, de empresarios a policías de alto rango. El mismo suboficial estaba a cargo de grabar esos registros, y como ya se sabe que los intereses del Ejército eran amplios, el entrevistado, en referencia al secuestro de Cristián Edwards, dijo que “había varios equipos trabajando en esta situación, (ya que) estaba la orden de encontrar a esta persona”.

    En el expediente judicial de este caso, el general Hernán Ramírez Rurange, ex director del DINE, reconoció haberse reunido varias veces con el padre del secuestrado para colaborar en la investigación, colaboración prestada a manera de favor personal, a espaldas del gobierno. Agustín Edwards, el padre, declaró antes que no confiaba ni en las autoridades políticas ni en los policías a cargo de esa investigación, que eran leales al gobierno. Nadie confiaba en nadie en esos tiempos, tiempos de máscaras y lealtades inciertas. El mismo subcomisario Jorge Barraza acusó seguimientos de funcionarios del Ejército en los días en que policías a su cargo seguían a los subversivos que tenían secuestrado a Cristián Edwards. Seguimientos de seguimientos, de los que todos se percataban —incluidos los secuestradores—, simulando no darse por enterados.

    Además de violenta y convulsa, la de los 90 fue entonces una década de representaciones de normalidad, de reacomodos y lealtades frágiles, de dobles y triples agentes que operaban en las sombras vendiéndose al mejor postor.

    De hecho, el hilo para dar con los secuestradores de Cristian Edwards fue proporcionado por el agente Lenin Guardia, militante socialista experto en inteligencia militar, quien recibió el dato de su esposa, la psiquiatra Consuelo Macchiavello: entre sus pacientes tenía a la hermana de uno de los que mantenía secuestrado al hijo del dueño de El Mercurio. Guardia practicaba una actividad muy rentable en los 90: vendía información de inteligencia al gobierno de Aylwin, al tiempo que oficiaba de informante pagado del DINE y cultivaba vínculos con dirigentes del FPMR-A.

    Como quedó acreditado en el expediente del caso por el asesinato de Jaime Guzmán, el analista de inteligencia era un antiguo informante del Ejército que respondía al apodo de Gustavo Benedetti, también conocido como El Noruego. De acuerdo con la declaración de Ramírez Rurange, director del DINE, fue Guardia quien alertó al Ejército de que el FPMR-A planeaba asesinar al senador Guzmán. Y si bien la información llegó a oídos de Pinochet, este ni nadie en el Ejército se tomó la molestia de prevenir al senador.

    Aunque ellos mismos estaban bajo amenaza, la violencia subversiva era funcional a los intereses de los militares, que apostaban a reafirmar una imagen de garantes del orden y, en una de esas, a retomar el poder absoluto ante una crisis de gobernabilidad. Esa apuesta era reafirmada bajo cuerdas por el ex ministro de Justicia de Aylwin, Francisco Cumplido, quien aseguraba que era imposible que la fuga de 50 presos políticos desde la Cárcel Pública de Santiago, ocurrida a fines de enero de 1990, casi un mes antes del cambio de mando, haya ocurrido sin que las autoridades del gobierno saliente hicieran la vista gorda.

    En ese contexto de intrigas y desconfianzas surgió la Oficina, organismo de inteligencia creado por el gobierno de Aylwin en 1991 para desbaratar a los grupos subversivos. Las autoridades civiles no se podían confiar de las Fuerzas Armadas ni de Carabineros para esa tarea, ni siquiera por entero de la policía civil, de modo tal que, con ayuda de unos pocos policías leales, echaron mano a militantes socialistas con experiencia y formación guerrillera para infiltrar a los grupos subversivos, grupos a los que conocían bastante bien porque en el pasado habían compartido su lucha. La estrategia trajo consigo nuevas ejecuciones —como la de Agdalín Valenzuela, rodriguista acusado de traición y asesinado por sus propios compañeros de armas en 1995—, pero a fin de cuentas resultó efectiva. Para la segunda mitad de la década, la violencia subversiva había declinado notoriamente.

    El mérito no fue solo de la Oficina. Hace un buen rato que las guerrillas no eran lo que habían sido: había desaliento, sospechas, deserciones. La degradación terminó alcanzando también a la comunidad de inteligencia.

    Como los hechos subversivos estaban a la baja, Lenin Guardia tuvo la ocurrencia de aliarse a un informante de poca monta para enviar una carta bomba a la embajada de Estados Unidos y al abogado del caso Guzmán. Su plan, en simple, era generar alarma pública y mantenerse activo en el campo de la inteligencia. Era 2001 y las cosas se habían terminado de acomodar. Cada tanto, un ex guerrillero caía por algún asalto realizado por cuenta propia. Pinochet, después de su detención en Londres, había sido forzado al retiro de la vida pública. Y producto de esa detención, que puso en tela de juicio a la justicia chilena, los jueces de las altas cortes, que no eran los mismos de hace una década, habían comenzado a hacer su trabajo en los casos de derechos humanos ocurridos en dictadura. En esas circunstancias Guardia hizo lo que hizo y terminó condenado a 10 años. Parte de su condena la cumplió en el penal de Punta Peuco, acompañado de criminales de la dictadura, con algunos de los cuales hizo amistad.

    Los años 90, podría decirse, por fin habían terminado de decantar.

  6. Retratos de la marginalidad en los 90: lo otro, lo inconfeso, lo disruptor

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    El radar cultural de los años 90 captó fenómenos nuevos que provenían de los márgenes de la sociedad, ofreciendo contrastes significativos con la cultura oficial. En libros, en discos y en películas de la década se asomaron a la luz pública mundos habitualmente descuidados, y la sociedad chilena adquirió una complejidad hecha de impurezas y falta de conformismo.

    Por Marisol García

    Como tema y como presencia, los sujetos o ambientes marginales a la institucionalidad chilena se hicieron parte de los cauces creativos y de prensa a lo largo de todo el siglo XX, incluso con obras literarias de cruda descripción realista acogidas al canon o música “de los bajos fondos” que hoy es considerada acervo patrimonial, como sucede con la cueca urbana.

    Lo que acaso sea característico de la década de los 90 al respecto es lo pródiga que resultó tal acogida, tanto en la recuperación de determinados códigos hasta entonces por fuera del radar cultural, como en el retrato de ambientes, e incluso en la posibilidad que les proporcionó a talentos en los bordes sociales para que ellos mismos se volvieran cronistas —y no puramente objetos de inspiración— en textos, rimas, escenificaciones y versos sobre tal cruce. Surgió así en el país una figuración pública nunca antes considerada para determinados tipos humanos, rincones urbanos y aspectos visuales y de escucha asociados. Fue un arco extenso e influyente, que le reserva espacios por igual al rap, la performance, películas de taquilla considerable y columnas radiales e impresas.

    Tan firme fue su instalación, que consiguió hacerse insilenciable en el debate cultural. Hasta hoy, no es posible hablar con justicia de la década de los 90 en Chile soslayando la impronta de aquellos rasgos de marginalidad social como elocuente expresión de su tiempo. Acaso resulte paradójico que aquello sucediera justo en los años en que el país se jactaba de una creciente integración a los mercados mundiales; al fin de regreso en la doble arena de la democracia y atentos a una idea de ciudadanía que impulsaba la autonomía emprendedora. No se trataba de una mera cuestión política: de la segregación geográfica al clasismo en el trato cotidiano, subsistían en el país de las reivindicaciones en la medida de lo posible rasgos que escapaban a las transacciones y la planificación de crecimiento. Persistente como es, la marginalidad no se contentaba con hacerse presente a simple vista, sino también con asomarse por los discos, películas y libros que iban a marcar la década.

    La particularidad de la atención que el arte de los años 90 les prestó a sectores históricamente al margen del debate cultural en Chile estuvo, primero, en su disposición a transgredir. Como signo de los tiempos, la pintura El libertador Simón Bolívar, de Juan Domingo Dávila, habló de una atención al mundo travesti disponible a combinar polémica pública y (parcial) financiamiento del Estado. Escribió Nelly Richard en 1995, en la Revista de crítica cultural:

    El Simón Bolívar de Dávila pasó a ser la metáfora de algo contaminante que obligó a las voces oficiales a reforzar sus mecanismos de defensa contra la impureza de lo otro y a exacerbar su sentido de pertenencia a una comunidad de valores seguros. La polémica desató temores ocultos y fantasías reprimidas: señaló una parte de lo oculto–reprimido que el libreto oficial de la postransición mantiene en el secreto de la inconfesión, pero ayudó también a replantear el tema del arte como ruptura estética y desmontaje simbólico. El arte es una zona de disturbios.

    Frente al canon, “la impureza de lo otro”. Junto a la creación cómoda, también aquella inconfesa. El arte como un área de circulación de nuevas propuestas, y a la vez como orgullosa “zona de disturbios”. Puede incluirse en esa misma perspectiva la decisión que al respecto tuvo durante esta década la Compañía de teatro La Memoria con su Trilogía Testimonial de Chile (referida a las obras La manzana de Adán, Historia de la sangre y Los días tuertos, todas ellas estrenadas en la primera mitad de los 90), en la que el escenario teatral se utilizó como plataforma para investigaciones previas en torno a temas y casos reales que precisamente hasta entonces parecían no escenificables; en parte por una asociación general a lo sórdido o incómodo de acoger.

    Si el retrato de los márgenes es una maratón de traspaso entre generaciones, no cuesta reconocer el testigo del “realismo social” de la literatura de mediados del siglo XX en las manos que durante los años 90 convirtieron en hitos de audiencia los amoríos de un cantor en un prostíbulo de San Antonio (la obra de teatro La Negra Ester), los días sin propósito de El Niki y sus amigos cesantes (la película Caluga o menta), y las primeras crónicas radiales de un homosexual multiatento a los estímulos de la cultura popular (programa “Cancionero”, de Pedro Lemebel, en radio Tierra).

    Asimismo, fue un gran mérito instalar al fin en la canción popular reconocibles escenas del tedio de barrios de Santiago sin sofisticación ni promesa, aunque no eran márgenes sociales los que describían Los Prisioneros en las brillantes canciones de su disco Corazones (1990), sino el cuesco mismo de la clase media (aquellas manzanas de San Miguel donde “todas las mamás son la víctima / todos los papás son explotados / todos los hermanos viven infelices en todas estas casas”). Sí hubo, en cambio, un hito de asombrosa recontextualización en el gesto de Los Tres de llevar hasta MTV Latino (1995) las composiciones de Roberto Parra, y así combinar para la escucha continental su propio rock de forja canónica con las amarguras cantadas sobre un condenado a muerte y un ocupante de los bordes del río Mapocho (“en esos adoquines / muerto de frío, / me tiritan los cuernos / caramba, en los inviernos”), en impecable métrica de cueca.

    Los bailarines callejeros de breakdance que iban a darle forma al primer hip-hop chileno tenían la suficiente pachorra para hablar frente a las cámaras (ver Estrellas en la esquina, de Rodrigo Moreno), tomarse rincones familiares al poder político y económico (como el pasaje Bombero Ossa, en pleno centro) y saber que sus rimas sobre rutinas ignoradas hasta entonces por los medios debían circular como grabaciones profesionales de disposición radial, aunque hablasen “Desde la basura” o de “Tontos ricachones”, como lo hizo con seguridad Panteras Negras, colectivo de Renca que entre 1991 y 1997 publicó cuatro álbumes.

    Determinadas propuestas de punk y hardcore se acercaban entonces más a ese naciente hip-hop que al cauce central del rock, y no por unos sonidos ni circuito común en vivo, sino por la base de sensibilidad obrera en la cual coincidían. Todo el punk chileno de los 90 fue barrial y furioso, pero solo parte de este habló desde el lazo con una comunidad popular en desventaja. En el caso de Los Miserables (seis discos entre 1991 y 1998), la población O’Higgins, de La Cisterna; en el de Ocho Bolas (Trabajo duro y Caramba! fueron sus discos de los 90), las derruidas manzanas del plan de Valparaíso; o el monótono barrio de Gran Avenida desde el cual cantaba Políticos Muertos (con un primer cassette en 1997).

    Se incuba entre unos y otros la decisión de un trabajo musical autogestionado, ya con una bullente producción disquera independiente que, hacia la segunda mitad de la década, activaba una serie de etiquetas con considerable catálogo y control  ejecutivo de los propios músicos: Masapunk, C. F. A. (Corporación Fonográfica Autónoma), Deifer, ANadie, Combo Discos, Takesale, Larva, Ahimsa, Creando Autogestión, Anarko Proleta Records. Según Jorge Canales, autor del libro Punk chileno. 1986-1996, se trataba de “jóvenes con inclinaciones libertarias, [que] se organizan fuera de las lógicas del mainstream para poder lograr sus objetivos artísticos y políticos”.

    Desde otras —muy diferentes— claves sonoras, tanto el naciente ska hecho en Chile (Santiago Rebelde, Santo Barrio); el pop de experimentación, propuesta y raigambre punki (Pánico, Lafloripondio, Parkinson); y la cantautoría iconoclasta y atenta al habla popular (por ejemplo, la de Redolés), encontraron formas de instalar modismos, personajes, alianzas y atuendos tomados de las calles lejanas al centro, la onda y las formas contenidas; allí donde la musa a la que se le dedica una canción se la conoció en un local de papas fritas para luego caminar a su lado con orgullo mientras “las minas de Estación Central / se dan vuelta con envidia por la calle / con ella lo pasó bacán” (“Eh, rica”, Mauricio Redolés, 1996).

    Es discutible si acaso el retorno de la democracia al país trajo consigo el completo fin de la censura —varios ejemplos en cine y televisión lo ponen en duda—, pero la liberación de la autocensura como inercia expresiva fue sin duda evidente. Por 17 años, la imposición de restricciones al discurso determinó una suerte de retorcimiento en el lenguaje, modelando una especie de traje entallado al que en los 90 comenzaron a soltárseles todos los botones, las cintas y los cierres. Incluso más allá de la recuperación de la conciencia de una libertad de expresión como mínimo de convivencia, el arte de los años de transición mostró la capacidad de hacer fluir el discurso sin más límite que el propósito establecido, desentendiéndose de que solo aquello presentado en radios, televisión o prensa fuese representativo del entorno social. Un ejemplo poderoso de esa otredad innegable fue lo conseguido por Pedro Lemebel con sus crónicas en torno al Zanjón de la Aguada, su lugar de nacimiento.

    Aquel cauce que recorre Santiago de oriente a poniente —nace en la Quebrada de Macul y 27 kilómetros después, luego de atravesar siete comunas, entrega sus aguas al río Mapocho— acogía en sus riberas ya desde la década de los 40 campamentos y vertederos clandestinos de basura. Hasta que, y solo recientemente, la línea seis del Metro de Santiago y el Parque Inundable Víctor Jara comenzaran a materializar cierto rescate urbanístico, la zona fue un teatro de la marginalidad que apenas salía a la luz por las protestas contra la dictadura o eventuales inundaciones en los meses de invierno.

    Cuando, en palabras de Lemebel, “la ficción literaria se escribía en la sábana blanca de la amnesia”, su talento se alió al necesario compromiso con la memoria. Y no solo aquella de los miserables ni los olvidados, sino también la de minorías de otro cuño. El Zanjón de la Aguada (“el piojal de la pobreza chilena”), aparece del siguiente modo al inicio de su crónica homónima:

    Pero el Zanjón, más que ser un mito de la sociología poblacional, fue un callejón aledaño al fatídico canal que lleva el mismo nombre. Una ribera de ciénaga donde a fines de los años cuarenta se fueron instalando unas tablas, unas fonolas, unos cartones, y de un día para otro las viviendas estaban listas. Como por arte de magia aparecía un ranchal en cualquier parte, como si fueran hongos que por milagro brotan después de la lluvia, florecían entre las basuras las precarias casuchas que recibieron el nombre de callampas por la instantánea forma de tomarse un sitio clandestino en el opaco lodazal de la patria.

    Es una crónica intensamente autobiográfica, que muestra cómo puede hacerse ascender a la esfera de lo visible lo que antes resultaba impensable no solo como escenario literario sino incluso como lugar habitable por seres humanos; por hombres subempleados, madres solas y niños que persiguen guarenes. Tan radical fue el modo de Lemebel para hacer circular aquellas imágenes —innegables, además, por estar enunciadas desde lo empírico— que la extrema pobreza capitalina se volvió gracias a sus palabras una realidad ya muy difícil de pasar por alto, incluso en un país macroeconómicamente triunfante.

    Tanto en sus crónicas como en la serie de performances con Las Yeguas del Apocalipsis (junto a Francisco Casas), Lemebel consiguió instalar en espacios públicos de atención masiva aquello que el arte bajo dictadura le había mostrado solo a los iniciados; fuesen los códigos de disidencias sexuales, fuese el cruce seductor entre alta y baja cultura. Hasta su muerte, nunca dejó de ser un creador incómodo para la cultura oficial —incluso la más progresista—, así como para el círculo de escritores asociado a la llamada Nueva Narrativa. Su mirada sobre marginalidad social, política y sexual, nunca perdió filo, y fue expuesta con una sintaxis ondulante. A quien una vez se autodefinió a partir de una triple marginalidad (“soy cola, comunista y pobre”), Roberto Bolaño lo llamó el mayor poeta de su generación.

    En parte comparable fue lo conquistado en el cine noventero por Gonzalo Justiniano, pionero con Caluga o menta (1990) de una línea de retrato cinematográfico a los persistentes desfavorecidos por el modelo. Pocos meses después de la instalación de Patricio Aylwin en La Moneda, el realizador estrenaba un crudo relato protagonizado por jóvenes desempleados y sin horizonte alguno que no tardan en ingresar al mundo del microtráfico. Tanto en ese filme como en otros suyos por venir (Amnesia, El Leyton, B-Happy, Cabros de mierda), Justiniano iba a insistir en enrostrarnos todo aquello que la autocomplacencia de las autoridades políticas prefería no reconocer. Eso que desde 2019 íbamos a terminar llamando “los treinta años”.

  7. Arte chileno de los 90: la imagen de la contradicción

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    Los 90 son, por excelencia, la década de la Transición. Tiempo de negociaciones, componendas y tensiones. Chile avanza hacia la anhelada democracia conviviendo con estructuras dictatoriales que siguen operando. Y su sistema artístico somatiza esa pugna: la política contra el mercado, la censura contra el destape, la denuncia contra el espectáculo.

    Por Catalina Mena

    Si el arte encarna el espíritu de su tiempo, los 90 chilenos serían la imagen de la contradicción. La década se inicia con la caída del muro de Berlín a sus espaldas, el fin de la Guerra Fría, la globalización económica y la expansión de internet a la vista. Chile ha salido de la dictadura para transitar hacia una democracia neoliberal con ansias de desarrollo y modernidad. Triunfalismo, exitismo, consumismo: son las nuevas actitudes que se abren paso. No sin resistencia.

    Símbolo de la sensibilidad noventera fue el iceberg que se presentó en el pabellón destinado a Chile durante la Expo Sevilla 1992, en una empresa de envergadura que significó trasladar la pieza de hielo de 60 toneladas desde la Antártica hasta España. La idea de los organizadores era mostrar a Chile como un país eficiente en el intercambio comercial. “Si podemos transportar este hielo, podemos transportar productos frescos chilenos, como frutas o salmón a cualquier parte del mundo con la misma eficacia”, señaló Eugenio García, director del proyecto. Con este gesto megalómano, Chile exportaba una “imagen país” fría y moderna, distanciándose de la estética bananera y carnavalesca que el primer mundo suele asociar a Latinoamérica. El iceberg fue objeto de análisis por columnas y reportajes de varios medios internacionales: The New York Times publicó una nota titulada “Un iceberg sacude la imaginación latinoamericana”.

    El artista de carrera

    Este fue también el ánimo que se infiltró en la práctica de los artistas y los gestores de los 90. Fueron años de desarrollo del sistema, que se profesionalizó empujado a distintos niveles. Surgieron nuevas escuelas de arte, se multiplicó la cantidad de artistas egresados, emergieron galerías que comenzaron a vender obras y los artistas salieron al mundo, exhibiendo en espacios y eventos internacionales como las bienales de La Habana, Porto Alegre, Sao Paulo y Venecia.

    En contraposición a la figura del artista como un sujeto marginal y alternativo (que había prevalecido en décadas anteriores), apareció la figura del artista de carrera: un profesional independiente, empresario de sí mismo, que acumula muestras en su currículo, compite en el mercado y aspira a vivir de la venta de sus obras.

    Este personaje emergente tensionó el campo artístico chileno. Quienes provenían de la escena crítica desarrollada en dictadura (sobre todo de la denominada Escena de Avanzada) sostenían su ética anti-neoliberal y miraban la mercantilización del arte con sospecha y aversión. Según el escritor e historiador del arte Antonio Urrutia Luxoro, quien ha investigado el periodo, juzgaban moralmente a los que habiendo realizado obras de denuncia política ahora exhibían en galerías comerciales y vendían su crítica a los nuevos ricos. Los consideraban cínicos. “Es como la figura del bufón medieval, que tiene permiso para burlarse del rey en su propia corte, pero sigue siendo empleado del rey”, opina Urrutia Luxoro.

    Sin embargo, el pudor no duraría tanto, pues a finales de la década y comienzos de la siguiente varios artistas de la vertiente más disruptiva exhibieron sus trabajos en las mismas galerías y muchos también entraron como directores de arte a hacer publicidad. Sin ir más lejos, Carlos Leppe, quizás el más importante artista de la Escena de Avanzada, pronto se convirtió en director de arte de teleseries, producto de entretención que venía en auge desde los 80. El dinero hacía su aparición en el precarizado medio de los artistas, convirtiéndose en un objeto de deseo en disputa.

    El artista para el formulario

    En paralelo al mercado, también hubo un fuerte refuerzo a los artistas por parte del Estado, con la creación del Fondart, en 1993. Este fondo concursable revolucionó completamente la práctica del arte chileno. Por primera vez en la historia, los artistas tuvieron la posibilidad de acceder de forma regular a recursos estatales destinados a la realización de proyectos. La noción misma de “proyecto artístico” surgiría en Chile condicionada por este contexto, según Urrutia Luxoro. Esta modalidad de financiamiento permitió que más creadores realizaran trabajos de difícil acceso al mercado, lo que impulsó prácticas menos comerciales como la instalación y la performance.

    Si por un lado se cuestionaba la mercantilización del arte, por el otro también comenzaron a problematizarse las limitaciones que empezaron a tener muchos artistas al trabajar exclusivamente en función de obtener dichos fondos, reduciendo sus proyectos a las exigencias del concurso. Así, con el Fondart, surgió lo que el crítico Justo Pastor Mellado llamó “el artista para el formulario”.

    Otro espacio de desarrollo fuera del mercado fue la Galería Gabriela Mistral, que se creó en 1990, emplazándose en pleno centro cívico de Santiago, a pasos de la estación de metro La Moneda. Bajo la dirección de la periodista Luisa Ulibarri fue la primera galería estatal y en sus inicios dependió también de la División de Cultura del Ministerio de Educación. Durante los primeros años de postdictadura y los inicios de la “transición”, la Galería Gabriela Mistral se posicionó como un espacio muy relevante de apertura y experimentación artística.

    Escándalos

    Junto a este nuevo estatus del artista, los 90 son un tiempo de destape y experimentación. Tras la experiencia de represión y enclaustramiento vivida en dictadura, los artistas y los gestores culturales ensayan estrategias de provocación. Colectivos de performance como Las Yeguas del Apocalipsis (formado por Pedro Lemebel y Francisco Casas) intensifican y radicalizan su actuación, interviniendo de forma más directa espacios propiamente artísticos. Sus acciones asumen la defensa de los derechos humanos y denuncian los defectos de una democracia “en la medida de lo posible”, que aún mantiene muchas deudas con la justicia. Si bien es una década de apertura, los hábitos y las mentalidades no se modifican de un día para otro. Chile sigue siendo un país profundamente homofóbico, clasista y racista, y asuntos como el divorcio o el aborto no ingresan todavía al debate, o más bien lo hacen a través de un callejón sin salida. En el arte, esto se traduce en una pugna entre libertad de expresión y censura. De hecho, muchas manifestaciones artísticas en plena década de los 90 fueron objeto de polémicas y amonestaciones. Fue una década de escándalos.

    Emblemática es la exposición “Museo Abierto”, inaugurada en la primavera de 1990, año en que el artista Nemesio Antúnez regresó como director del Museo Nacional de Bellas Artes, cargo que había ejercido durante el gobierno de Allende y abandonado tras el golpe militar. El Museo se abrió a artistas de todas las tendencias y de diversas generaciones, reuniendo casi 400 obras, muchas de ellas censuradas previamente durante la dictadura. Este fue el primer evento institucional de arte que, luego de 17 años de dictadura, se enmarcaba en el tema de la libertad de expresión.

    En ese contexto se exhibió el video “Casa Particular”, de Gloria Camiroaga, un registro de una performance de las Yeguas del Apocalipsis, con testimonios de las travestis en prostíbulos y bares. La obra fue censurada. En protesta, el colectivo realizó una acción de arte no autorizada, en el frontis del Museo.

    Pocos años más tarde, en febrero de 1992 la portada de las Últimas Noticias sorprendió al público con el titular “Escándalo en el Museo”, además de una foto donde aparecía una mujer en topless, crucificada y envuelta en una bandera chilena desde la cintura para abajo. Se trataba de la actriz de teatro y televisión, Patricia Rivadeneira, quien participó de una osada performance con el fin de protestar por la discriminación de las minorías étnicas y sexuales en Chile.

    El invierno de 1994 estuvo marcado por otra inusitada polémica, que por primera vez puso el arte en el centro de la noticia, ya no solo en Chile, sino a nivel internacional. La controversia se generó cuando comenzó a circular una postal del pintor Juan Domingo Dávila cuya imagen representaba a Simón Bolívar mestizo y feminizado. El héroe figuraba con las tetas al aire y realizando con su mano un gesto obsceno. La imagen irritó a los gobiernos de Venezuela, Colombia y Ecuador que, a través de sus embajadas en Chile, protestaron airadamente. “Patriotismo venezolano está herido”, tituló el diario La Nación, abriendo el debate. “Cancillería entregó excusas por obra de Juan Dávila”, continuó informando la prensa. La polémica adquirió grandes dimensiones con consecuencias políticas y diplomáticas. Su creación es “denigradora de un símbolo americano”, dijeron las embajadas, cuestionando además que la obra hubiese sido financiada a través del Fondart. El debate en torno a la controvertida pintura llegó hasta Caracas, donde el escritor venezolano José Ignacio Cabrujas, publicó en el periódico El Nacional: “No le van a salir tetas crónicas a Simón Bolívar porque alguien le representó con tetas”.

    “Si vas para Chile”

    La década de los 90 fue, en sí misma, tema de arte. Una de las exposiciones más visitadas y difundidas de la época fue Si vas para Chile. Se trata de una muestra de pinturas y objetos en técnica mixta realizada por la dupla que conformaron Bruna Truffa y Rodrigo Cabezas, dos artistas que energizaron el lenguaje pictórico desarrollando un estilo pop con fuertes dosis de humor crítico. La exhibición, de gran envergadura, ironizaba sobre la cultura del consumismo y la influencia norteamericana que caracterizó esta década, con la proliferación de los malls y las fantasías de prosperidad que dieron lugar a la noventera ficción del “jaguar de Latinoamérica”.

    Una figura muy significativa que en su momento leyó las contradicciones de la década fue el crítico y escritor Guillermo Machuca, representativo de los 90. Este historiador del arte, que entonces tenía 30 años, vino a sumarse a las voces más posicionadas de la crítica de arte, liderada en ese momento por Nelly Richard y Justo Pastor Mellado, autores cuyas escrituras eran herederas del post-estructuralismo francés. Machuca inyectó un estilo satírico, más narrativo y callejero, que se burlaba tanto de los “vendidos” como de los “puristas”.

    Década de bandos artísticos que se miran con suspicacia y también de estéticas que se traslapan. El arte contemporáneo explora estrategias para traducir y ajustar su lenguaje al idioma del mercado. Nada distinto a lo que pasa a nivel del país, donde la democracia se ha conseguido negociando con la herencia de la dictadura. Figuras del socialismo se amigan con el libremercado y sus antiguos compañeros, críticos del modelo económico, los acusan de haber deshonrado sus valores. Década de transición, de modelos y actitudes superpuestas en el arte. Tiempos de traducción y, por eso mismo, de traición.

  8. Pedro Lemebel: el mito surgido en los 90

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    En los años 90, Pedro Lemebel publicó tres libros de crónicas que lo consagraron como una voz under y antiestablishment del panorama literario local. Trastocó los códigos de las letras chilenas, representó la diferencia homosexual de manera desafiante, haciendo de loca con orgullo, y logró atraer a lectores de todas las procedencias, fundando las bases de su futura condición de mito popular de la disidencia cultural y la rebeldía política.

    Por Óscar Contardo

    En rigor, Pedro Lemebel nació en los 90. Durante esa década marcó territorio, levantó un discurso y creó su propio mito: el de un ícono de rebeldía sexual, política y de clase que trascendería a su muerte. Hasta 1990, el año en que empezó a hacerse llamar con el apellido Lemebel, era Pedro Mardones, el hijo afeminado de un panadero de la Penitenciaría y una dueña de casa de San Miguel que se había hecho un espacio entre los narradores y poetas que frecuentaban la Sociedad de Escritores de Chile (SECH).

    Mucho antes fue el niño solitario del final del pasillo del tercer piso del block de la población de molineros y panificadores, un muchachito delgado de pelo lacio al que los vecinos llamaban indistintamente Pepo o “el maricón Pedro”; también fue la loca adolescente debutante que comenzó a patinar por la Alameda a fines de los 60, en la búsqueda ansiosa de pares, hasta dar con los maricas que se reunían en la plaza de la UNCTAD. Junto a ellos se colaba en el bar del teatro El Túnel y se confundía con los hippies de la Casa en la Luna Azul, un bar y lugar de exposiciones. Luego vino el Golpe, la cerrazón, el toque de queda y los años en que fue el resignado estudiante de pedagogía básica del campus de La Reina de la Universidad de Chile.

    Bajo la identidad de Pedro Mardones hizo clases en un liceo de Puente Alto y una escuela de Maipú, y con ese nombre lo conocieron Pía Barros y Carmen Berenguer, las escritoras que lo acompañaron en los primeros talleres literarios en los que participó en la primera mitad de los 80.

    Quiso ser poeta, pero desistió rápidamente. Quiso ser cuentista, y perseveró: ganó un concurso, publicó un libro, pero no logró la recepción que anhelaba.

    La mayoría de sus pares varones lo criticaron mal, lo ningunearon, lo excluyeron de la principal antología de su generación. Era muy tremendista, decían. Y encima maricueca, agregaban.

    Las puertas se le cerraron, pero Mardones siempre se las arreglaba para meterse por la ventana, como la gata del cuento de su libro Incontables. Tenía algo de felino y una porfía ancestral. Si no podía ser el escritor que pretendía llegar a ser a través del cuento, habría otra manera de lograrlo. Buscando un género propio, orientado por sus amigas feministas, fue tomando algo de Sarduy, otro tanto de Perlongher y Puig, y unos trazos de Derrida hasta componer en 1986 su manifiesto “Hablo por mi diferencia”, un texto para ser leído en voz alta, una especie de plegaria que declamó en todos los antros under del momento.

    El murmullo cundió. Por primera vez un hombre homosexual reclamaba públicamente su lugar en una izquierda homofóbica. Era un anuncio de lo que se venía.

    El segundo movimiento fue formar con Francisco Casas la dupla Las Yeguas del Apocalipsis, dos locas vestidas de vodevil que despidieron la década en una acción de arte que titularon Estrellada en San Camilo, que tuvo lugar la noche del 25 de noviembre de 1989. La performance emulaba una alfombra roja de Hollywood en la tradicional calle de las travestis y el comercio sexual callejero del centro de Santiago. La amistad con las travestis de San Camilo se extendió más allá de Estrellada y de aquella noche: fue la cantera para el video Casa particular de Carmen Camiruaga que retrata una Última cena en el prostíbulo travesti de San Camilo de la que participan las dos Yeguas del Apocalipsis. En ese video, estrenado en 1990, Lemebel aun aparece acreditado con el apellido Mardones. La democracia se asomaba. Era el fin de una época.

    Debió ser un día de otoño de 1990, seguramente después de que Pinochet dejara el poder, cuando en las cercanías de Plaza Italia el periodista Jaime Gré vio a Pedro Mardones. Lo conocía a la distancia, conocía a las Yeguas, o más bien sabía quiénes eran y en qué circuitos se movían. Gré se le acercó, se presentó y le contó que era el subdirector de la revista Página abierta, un proyecto editorial de militantes del MIR que pretendía recoger las nuevas demandas sociales y la escena cultural del momento. Le propuso escribir en la revista de manera estable, le dio un teléfono y la dirección para formalizar el trato con Libio Pérez, el director de Página abierta. Así lo hicieron: era la primera vez que Lemebel cobraría por escribir, y según él mismo repetía, el principal impulso para arrancar una carrera literaria. Decidió entonces firmar con el apellido materno, algo que ya le había anunciado al artista Juan Domingo Dávila en una carta, en donde le explicaba que era una manera de rendirle honores a su madre y a su abuela, ambas hijas ilegítimas.

    La primera colaboración con Página Abierta apareció en el número 21 de la revista, correspondiente a la segunda quincena de agosto de 1990. “Manifiesto: Hablo por mi diferencia” fue el texto elegido para el debut. Una nota a pie de página presentaba al autor como artista visual y una de las dos Yeguas del Apocalipsis. Con el paso de los números y el efecto del boca a boca su nombre cobró notoriedad entre los lectores y aquella nota explicativa desapareció. En adelante sus crónicas serían anunciadas en la tapa.

    Los textos que publicaba en Página Abierta tenían el lenguaje que ya había hecho propio y que caracterizaría su escritura: giros barrocos combinados con jerga callejera y juegos de palabras. En algunos contaba historias de la ciudad o de sus personajes; en otros, hacía reflexiones más orientadas a la crítica social.

    También reutilizó material escrito originalmente con otro propósito, como el caso de un discurso que leyó durante un encuentro académico con el filósofo francés Félix Guattari que visitó Santiago en mayo de 1991: “Porque la revolución sexual hoy reenmarcada al estatus conservador fue eyaculación precoz en estos callejones del Tercer Mundo y la paranoia sidática echó por tierra los avances de la emancipación homosexual”, dice uno de los párrafos. Hubo artículos que clasificarían como ensayos, otros como provocaciones y hasta un cuento de ficción, pero la mayoría eran crónicas de personajes anónimos que combinaban marginalidad con humor, como “Locas del verano”, donde describe a un grupo de jóvenes pobres que, tal como él lo hacía desde niño, iban de vacaciones a Cartagena: “Una caldera urbana revienta los índices del mercurio, derramándose hacia Estación Central y terminales de buses, la erótica de las vacaciones. Enjambre de jóvenes en shorts fosforescentes descuelgan su estética taiwanesa, arrumbando mochilas, frazadas y pitos movidos a última hora”.

    Las Yeguas seguían existiendo en paralelo a sus labores de columnista, y aunque las acciones de arte se fueron distanciando cada vez más, estas habían dejado una marca perdurable que desafiaba la intención efímera de su trabajo. En julio de 1990 la galería Bucci invitó a la dupla a recrear la foto de Las dos Fridas que les tomó Pedro Marinello en un cuadro vivo en la vitrina de la sala en el paseo Huérfanos. Allí estuvieron durante largo tiempo posando tras una cortina plástica transparente. Nadie consideró necesario anotar la fecha exacta de aquella performance que situaba su trabajo en un espacio nuevo para ellos, acostumbrados a montar irrupciones de arte en situaciones muy alejadas de las institucionalidad artística.

    Pasó poco tiempo para que la prensa considerara a la dupla como un ejemplo del arte surgido en el underground que trascendería. El 15 de marzo de 1991, en La Tercera, aparecen en el recuadro de una nota sobre arte contemporáneo. “Las Yeguas: dúo que sacude los cimientos” es el título, y debajo se lee: “Este dúo, formado por Francisco Casas y Pedro Lemebel –su nuevo apellido en democracia– ha desconcertado y sacudido violentamente todos los cimientos de la cultura tradicional”. En 1992 la foto de Las dos Fridas sería incluida en la muestra “La mirada oculta”, del Museo de Arte Contemporáneo, en 1993 conmemoraron el Informe Rettig con una performance en el edificio de la entonces Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile que había sido cuartel general de la DINA, y en 1997 acudieron como invitados a la VI Bienal de arte de La Habana, en donde hicieron la última performance juntos.

    La revista Página Abierta tuvo una corta vida. Cerró a fines de 1993, pero el espacio que le dio a Pedro Lemebel fue fundamental para que iniciara una segunda vida como escritor. El trabajo periódico lo obligaba a escribir, a ejercitar el músculo y producir, acumulando textos que podían llegar a formar un libro. Poco antes de que Página abierta cerrara intentó publicar el proyecto Ojo gótico: Ciudad Paranoia, pero la idea quedó en suspenso. Finalmente Ciudad Paranoia se convirtió en La esquina es mi corazón, con el subtítulo de “crónicas urbanas”. Esa nueva versión fue leída por la crítica cultural Nelly Richard en 1994, quien se encargó de buscarle editorial. Richard, que había sido clave en la difusión de la obra de las Yeguas del Apocalipsis en círculos académicos de Latinoamérica y Estados Unidos, le llevó el manuscrito de La esquina es mi corazón a Marisol Vera, editora de Cuarto Propio. Vera lo leyó y aceptó publicarlo aunque estaba consciente de que era un libro difícil de hacer circular y difundir en un medio pacato y conservador como el chileno.

    La esquina es mi corazón finalmente fue publicado por Cuarto Propio en 1995 y presentado el 29 de mayo en el Museo de Arte Contemporáneo por Soledad Bianchi, Carmen Berenguer y el ensayista Martín Hopenhayn.

    La celebración posterior fue intensa, acabó en una borrachera que tumbó a Lemebel hasta las cinco de la tarde del día siguiente, como él mismo se lo contó a la periodista del diario La Época a la que dejó plantada para la primera entrevista de la promoción.

    En la nota, publicada en La Época el 2 de junio de 1995, se revela modesto acerca de las posibilidades de La esquina es mi corazón: “El libro va a tener un circuito y yo no voy a entrar a la academia literaria chilena. Con taco alto no entraría. Pero creo que puedo generar, junto a otros libros, otras producciones, alternativas al mercado literario que nos han impuesto”. Con esa frase hacía alusión indirecta a la llamada Nueva Narrativa que había surgido impulsada por editorial Planeta con autores como Gonzalo Contreras, Carlos Franz y Arturo Fontaine. Compuesta casi exclusivamente por varones, había logrado éxito comercial y gran visibilidad en los medios de comunicación.

    Aquella primera edición de La esquina es mi corazón tuvo una repercusión modesta en la prensa local. Fue ignorada por la crítica de El Mercurio, pero fue elogiada por Mariano Aguirre en La Nación y por Fernando Blanco en la Revista de crítica cultural, dirigida por Nelly Richard.

    Marisol Vera intentó distribuir La esquina es mi corazón fuera de Chile. Quiso vender los derechos a un editor en la Argentina, pero la respuesta fue brutal: “¿Por qué me mandás esta porquería?”. En la Feria de Editores de Frankfurt se lo pasó a Carina Pons, de la agencia Carmen Balcells, pero nunca tuvo respuesta. Todo indica que Lemebel quedó disconforme con la gestión de su primer libro. Sin avisarle a Vera tomó contacto con LOM, en donde publicaría Loco afán: crónicas de sidario en 1996.

    Cuando Loco afán salió a la venta, Lemebel había comenzado a trabajar en radio Tierra, conduciendo el programa Cancionero, en donde ensayó un híbrido entre la literatura y el radioteatro. Ejercitó de manera muy concreta la oralidad que tanto le gustaba, escribiendo crónicas pensadas para ser leídas en voz alta.

    Aunque en la práctica podría haber sido considerado un programa de literatura, el formato y las historias relatadas lo transformaban en un espacio de entretención para un público amplio, popular incluso, personas que habitualmente no irían a comprar a una librería. Los relatos escritos para Cancionero serían el material de su tercer libro de crónicas, De perlas y cicatrices, publicado en 1998, es decir en las postrimerías de la década. En este tercer libro de crónicas Lemebel deja constancia de lo que había significado la transición democrática hasta ese momento: un consenso pactado a contramano de la justicia.

    Las crónicas incluidas en De perlas y cicatrices recuerdan el paisaje de celebridades y programas de televisión que acostumbraba a ver el autor con su madre durante las tardes muertas de la dictadura. Las viñetas sobre la cultura popular de los 80 le sirven como evidencia de lo poco que habían cambiado las cosas con el fin del régimen: quienes más se habían beneficiado con la dictadura, gozaban de total impunidad. Lemebel quiso dejar constancia de la forma en que la sombra de Pinochet se extendía sobre la política de los consensos.

    La crítica Patricia Espinosa reseñó De perlas y cicatrices en el segundo número de la revista Rocinante, de diciembre de 1998. Bajo el título “Un mapa de la denuncia”, escribió: “Las crónicas de Pedro Lemebel instauran un nuevo canon de lectura. Los signos ya no pueden ser leídos desde la sanción de la ley o de la norma. Lemebel interviene con la imagen grotesca, con la risa sin fin, la ridiculización y el manoseo de fetiches”.

    Pese a los tres libros de crónicas publicados y a la popularidad de su programa de radio, Lemebel no era considerado una figura literaria, si no periférica, de un rango menor al que gozaban los novelista de la llamada Nueva Narrativa.

    Él mismo estaba consciente de que sus libros jamás estarían en los mesones de novedades de las grandes librerías, ni serían difundidos por los principales medios. Eso cambió cuando en noviembre de 1998 Roberto Bolaño visitó Santiago como parte del jurado del concurso de cuentos de revista Paula.

    María Elena Ansieta, amiga de Lemebel y relacionadora pública de Editorial Planeta, consiguió que Bolaño lo conociera. Los reunió en un restorán de Lastarria. El autor de La pista de hielo congenió con el cronista, luego alabó en distintas entrevistas su trabajo y le llevó sus libros a Jorge Herralde, editor de Anagrama. Herralde se entusiasmó y viajó a Chile al año siguiente para firmar contrato con el cronista.

    El prestigio que se había ganado Anagrama era tal entre los autores latinoamericanos, que ser elegido por Herralde era una consagración con la que todos los escritores jóvenes soñaban. En su libro de memorias El optimismo de la voluntad, Herralde describe el encuentro que tuvo en Santiago con el autor de Loco Afán, el libro que se había decidido a publicar en la colección Contraseñas: “Lemebel apareció con un maquillaje discreto, y un tanto envarado, un tanto tenso. Pero empezamos a tomar whisky sours en el bar y se rompió el hielo muy pronto (…) Parecía muy divertido ante el revuelo armado en la prensa chilena por haber sido precisamente él, Pedro Lemebel, beat y offbeat, golpeado y excéntrico, un paria de extramuros del establishment, el nuevo escritor fichado por Anagrama después de Roberto Bolaño, que aunque muy diferente era otro outsider”.

    Los 90 terminaban con la figura de Pedro Lemebel encaminada a transformarse en un ícono cultural y político de rango nacional, los años de la loca under barriobajera quedaban atrás y se asomaba una nueva década, la era de la loca superestrella.

  9. La política de los 90 y la alegría encapsulada

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    La transición política a la democracia supuso un cambio en el gobierno pero no una transferencia equivalente del poder, que siguió, en buena parte, en manos de Pinochet, de los partidos identificados con su legado y de los llamados poderes fácticos. La política se encerró en los corredores del poder político, militar y empresarial, dejando de lado la movilización en las calles y la ebullición de la sociedad civil.

    Por Claudio Fuentes S.

    Suele decirse que la década de los 90 comenzó el 11 de marzo de 1990 cuando se realizó la transferencia formal de gobierno del general Augusto Pinochet a al presidente Patricio Aylwin. Sin embargo, políticamente esa década partió unos meses antes. A fines de mayo de 1989, el general Pinochet apareció en una de sus rutinarias cadenas de radio y televisión anunciando que se había alcanzado un consenso con la oposición para realizar perfeccionamientos al texto constitucional. Anunció que en el mes de julio se realizaría un plebiscito para ratificar algunas reformas a la Constitución.

    En la coalición de oposición existía desazón. Durante varios meses los partidos de la Concertación y de Renovación Nacional habían negociado un paquete de reformas constitucionales que fueron presentadas al régimen militar. El ministro del Interior de aquel entonces, Carlos Cáceres, recibió las propuestas. Sin embargo, casi ninguna de ellas fue aceptada. En efecto, se mantendrían inmutables una serie de cuestiones centrales demandadas por la oposición como reformar el Tribunal Constitucional, cambiar el sistema binominal, reducir los quórums especiales, eliminar las leyes orgánicas, acabar con los senadores designados y reducir las funciones del Consejo de Seguridad Nacional, entre otros.

    En la reunión clave de la Concertación donde se debía zanjar el asunto, Patricio Aylwin sostuvo que si bien las propuestas de reforma que dio a conocer Pinochet eran limitadas, no se podía arriesgar el proceso de transición en este momento tan crucial. Se debía participar del plebiscito y aprobar las reformas.

    Ricardo Lagos entonces pidió la palabra y lo refutó. Sostuvo que con este plebiscito se legitimaría la Constitución de Pinochet y se impedirían las reformas posteriores.

    Los ánimos se tensaron pero al final de la jornada acordaron que se aceptaría participar de ese evento pues una batalla interna sobre esas reformas quebraría la Concertación.

    El dilema que enfrentaba la oposición no era sencillo. Para uno de los principales actores de la época, Edgardo Boeninger, si no se lograba un mínimo de reformas el gobierno de Aylwin enfrentaría “la oscura perspectiva de desangrarse en una difícil lucha por una Asamblea Constituyente, para lo cual, a falta de consenso político y mayoría parlamentaria, habría tenido que recurrir a la presión social, con el consiguiente clima de confrontación e inestabilidad”. Y la Concertación no quería eso.

    Aunque las propuestas eran evidentemente insuficientes, la decisión de la entonces oposición fue clara y definitiva. Se debía aceptar participar de ese plebiscito. Continúa el relato de Boeninger: “consciente de lo que estaba ocurriendo, (la Concertación) tuvo que adoptar una decisión política de enorme trascendencia: o rechazaba la propuesta gubernativa por insuficiente (…) o se conformaba con una reforma sustancialmente más modesta, para evitar la prolongación del conflicto constitucional al período de gobierno que se iniciaría en marzo de 1990, aceptando las consiguientes limitaciones a la soberanía popular y al poder de la mayoría (…) El factor crucial en la aprobación unánime por la Concertación del paquete plebiscitado fue la convicción de que lo fundamental era asegurar la transferencia del gobierno, aunque no se lograra la simultánea y equivalente transferencia del poder”.

    Transición de gobierno sin transición de poder. Eso fue la década de los 90. Aunque muchos analistas insistieron en dar tempranamente por finalizada la transición, las condiciones políticas demostrarían que aquel proceso nunca terminó de cerrarse.

    Pinochet seguiría siendo un actor extremadamente relevante y las limitaciones políticas marcaron los primeros años de post-dictadura. En un contexto donde la institucionalidad no reflejaba la real expresión de las mayorías, surgieron “los poderes fácticos”.

    Así las cosas,  el escenario político de los 90 quedó definido incluso antes de dar inicio a aquella década. Volvamos a Boeninger: “Aprobadas las reformas convenidas en el plebiscito del 30 de julio, el gobierno de Aylwin iniciaría su mandato con importantes tareas constitucionales pendientes, pero cumplido el objetivo de acatamiento universal a la constitución reformada”.  La transición quedaba atada a la Constitución de Pinochet y al devenir de los poderes fácticos que acompañarían el delicado equilibrio de una democracia recién inaugurada.

    Pinochet, el omnipresente

    Si hay una característica distintiva del proceso político de los 90 es la presencia onmipresente del general Pinochet.

    ¿Qué democracia se inaugura entregándole al ex dictador el monopolio de las armas? ¿Qué democracia le permitiría a un ex dictador mantenerse como senador de por vida? No existía precedente para tal inusual circunstancia.

    Y Pinochet lo reiteraría en varias ocasiones. En 1989 aseguró: “tengo mis aprensiones y por eso me quedo como comandante en jefe del Ejército. No para promover golpes o hacer gobiernos paralelos con el fin de molestar o no dejar gobernar … me quedo para resguardar la institucionalidad como me lo pide la Constitución”. Un año más tarde reiteraría que “me quedo para que mi gente esté tranquila”.

    En efecto, a fines de agosto de 1989, Pinochet haría explícitos una serie de requerimientos a las autoridades que asumirían el poder incluyendo mantener la ley de amnistía, preservar la inamovilidad de los comandantes en jefe, evitar la “lucha de clases”, respetar las opiniones del Consejo de Seguridad Nacional y la judicatura militar, entre otras materias.

    Uno de los primeros actos del nuevo gobierno fue establecer una Comisión de Verdad y Reconciliación para investigar y documentar violaciones a los derechos humanos ocurridas en dictadura.

    La respuesta de Pinochet fue categórica: “de los derechos humanos me preocupo yo. Tengo 80 mil hombres armados. Yo tengo la solución”.  Pinochet se consideraba como el mejor garante de la impunidad.

    El año 1990 terminaría con el acuartelamiento del Ejército en lo que se denominó el “ejercicio de enlace”, una medida de presión de los militares respecto de una investigación que estaba llevando a cabo la Cámara de Diputados sobre movimiento de recursos del Ejército por más de US$ 3 millones a favor de uno de los hijos de Pinochet.

    Las tensiones se repetirían en el año 1993 con una nueva manifestación militar (el “boinazo”), y en 1995 a propósito del arresto del ex director de la DINA, Manuel Contreras. En la primera parte de la década se produjeron varios incidentes que mostraban el poder fáctico de los militares frente a autoridades civiles que o no contaban con los instrumentos legales para defender sus acciones o simplemente evitaron el conflicto con las fuerzas armadas. La transferencia de gobierno implicó aceptar que Pinochet sería un poder fáctico y se aprendió a convivir con él.

    En marzo de 1998, Pinochet asumiría como senador vitalicio y unos meses después emprendería un viaje a Londres donde fue arrestado por orden de la Interpol en un caso que era llevado por la justicia española.

    Aquella sui generis situación dio inicio a la erosión de su influencia en el contexto nacional, aunque las heridas y ataduras de la transición se mantendrían incólumes por un par de décadas más.

    El arresto de Pinochet fue un hecho surreal que puso algo de adrenalina a una sociedad que se caracterizaba por su formalismo. Fue entonces que surgió el pasquín The Clinic que comenzó a reírse e ironizar sobre el mundo político. Fue entonces cuando se estableció una segunda mesa para abordar el tema de los detenidos desaparecidos. Fue en ese instante cuando la derecha comenzó a mostrar los primeros indicios de querer distanciarse del dictador.

    Con la detención de Pinochet la gente volvió a las calles. Sus partidarios se instalaron en las afueras de la embajada de Inglaterra en Chile para mostrar su lealtad. Sus detractores levantaron (nuevamente) las pancartas de los derechos humanos. La fractura social de Chile seguía allí, mas viva que nunca.

    Los poderes fácticos

    La facticidad del poder se expresaba en que las grandes decisiones políticas dependían de actores extra institucionales que influenciaban de manera decisiva el tradicional devenir de la política. El concepto de los poderes fácticos fue acuñado por Andrés Allamand para referirse a la tríada de las fuerzas armadas, El Mercurio, y los empresarios que incidían decisivamente en las definiciones transcendentales de la emergente democracia. Estos últimos cumplieron un rol fundamental durante la transición y la posterior consolidación democrática.

    El gobierno de Aylwin sabía que debía atender las grandes urgencias sociales de una sociedad donde cerca de la mitad de la población vivía bajo la línea de la pobreza. Para cumplir con las expectativas del cambio de gobierno se requerían recursos y el único modo de obtenerlos era mediante una reforma tributaria.

    Mientras la Sociedad de Fomento Fabril (SOFOFA) resistió la medida, algunos dirigentes de la Confederación de la Producción y del Comercio (CPC) se mostraron más abiertos a considerarla. A nivel político, el ministro de Hacienda Alejandro Foxley consiguió el apoyo de los sectores más moderados de Renovación Nacional.

    Tres meses después de inaugurado el gobierno, se alcanzó el primer y único acuerdo tributario de esa década, que incluyó un aumento de la renta a las empresas, un alza de los impuestos a los ingresos y el incremento del Impuesto al Valor Agregado (IVA) de 16 a 18%. El propio Presidente Aylwin no estaba muy feliz pues sabía que este último impuesto era regresivo y afectaba a todos los chilenos. Sin embargo, las autoridades del sector económico le plantearon que era el único modo de obtener recursos frescos sin entrar en un conflicto frontal con el empresariado. La realpolitik dominó esta decisión.

    La segunda gran decisión se relacionaba con un diálogo con el mundo del trabajo que tampoco tardó en llegar. A dos meses de inaugurada la democracia se firmaba un acuerdo con la Central Unitaria de Trabajadores para aumentar el salario mínimo. Después de este temprano acuerdo el mundo de los trabajadores se debilitaría y el sindicalismo se condenaría a la irrelevancia.

    Cumplidos estos dos acuerdos —impuestos y salario mínimo— el futuro ciclo político no revestiría grandes incidentes. El modelo de desarrollo buscaría expandir las oportunidades de negocios de una economía principalmente extractivista, mientras las políticas sociales intentarían resolver las urgencias inmediatas focalizando sus esfuerzos en aquellos grupos sociales más vulnerables. Hasta el año 2008 se produciría uno de los ciclos macro-económicos más virtuosos del siglo XX, acompañado de políticas sociales muy eficientes que permitieron reducir sustantivamente los niveles de pobreza.

    Si existe una característica que unifica a la década de los 90 es la consagración de una sociedad de consumidores. El sociólogo Tomás Moulián describiría el fenómeno con particular crudeza en Chile actual: Anatomía de un mito (1996). En este libro retrata a una sociedad donde los partidos se transformaron en empresas de empleo desideologizadas y un Chile actual donde “se combinan un mercado laboral flexible, con poderes sumamente acotados del sindicato enclaustrado al ámbito de la empresa y una masificación crediticia, que opera como la forma más eficiente de acercamiento al sueño del confort. El crédito, mucho más que el sindicato, aparece como el instrumento del progreso. En el Chile actual el individuo está por encima del grupo”.

    Las calles se vaciaron

    Desde el punto de vista institucional, las grandes decisiones transcurrían en los corredores del Palacio de La Moneda, los pasillos del Congreso Nacional, los cuarteles militares o alguna que otra oficina de empresarios preocupados por su próxima inversión.

    Se trató de una década donde las calles se vaciaron de la acción política. Aquella alegría callejera del fin de la dictadura de pronto se encapsuló.

    En los liceos y en los campus universitarios se iba a estudiar y no a hacer proselitismo político en torno a causas que los jóvenes consideraran relevantes. Las oficinas de los ministerios reemplazaban a las sedes partidarias para articular actividades y generar lo que ahora eran las políticas públicas. Las ONGs comenzaron a desaparecer o se hicieron funcionales a los requerimientos de algún ministerio.

    El activismo social comenzó a revivir hacia fines de la década cuando, por una definición administrativa, se autorizó la construcción de la central hidroeléctrica Ralco (1997).  La reactivación del movimiento mapuche fue una de las primeras manifestaciones de descontento con el modelo imperante en aquella década. En 1994, el académico Philip Oxhorn se preguntaba, precisamente, dónde había quedado toda aquella fuerza ciudadana que de pronto se desvaneció. Concluye en su trabajo que la dinámica partisana desde arriba y la posterior institucionalización de los partidos en el aparato estatal inhibieron que se mantuviera una sociedad civil vibrante en la post-transición. Aquello también sucedió con el movimiento de los derechos humanos y el de las mujeres.

    En definitiva, la “democracia de los acuerdos” fue la expresión más recurrente de la década de los 90. Aquel consenso se sostuvo bajo un balance de poder forzado por los senadores designados y por una serie de reglas (los amarres) que inhibían la expresión de las mayorías. Las élites que arribaron al poder sabían que se trataría de una transferencia de gobierno pero no de poder, por lo que el único camino imaginado fue hacer las cosas “en la medida de lo posible”. Así, los consensos se verificaban aceptando las condiciones materiales y jurídicas heredadas de la dictadura. Dichas condiciones implicaban aceptar que el ex dictador seguiría siendo un poder de facto; admitir que los empresarios requerirían atención preferente; y diseñar un modelo que contuviera las expectativas sociales.

  10. La telecultura o una década gloriosa

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    La televisión cultural de los años 90 no tiene parangón en la época actual. Hizo la diferencia con programas icónicos que acercaron la literatura, el arte y el reportaje sociológico a las audiencias, mediante el uso de formatos que exploraban las formas audiovisuales con una soltura gozosa. Siendo televisión abierta, estaba al alcance de todos, y esa apertura no era uno de sus atributos menores, como tampoco lo fue la mirada que escrutaba las dimensiones culturales de lo chileno.

    Por Marco Antonio de la Parra

    Llegaron los años 90 y con un paso adelante en la democracia era inminente el sueño de una televisión abierta y cultural. Veníamos saliendo de las “franjas culturales” donde habíamos visto algunas biografías, recuerdo Verdi, Wagner, muy acotadas a una existencia efímera y vigilada, con algunas excepciones como Yo, Claudio, la notable producción de la BBC escrita por Robert Graves y protagonizada por Derek Jacobi; pero lejos de abrir un espacio a la cultura nuestra, a nuestros creadores, a una mirada amplia y libre en la cual poder reconocernos.

    TVN dio el puntapié inicial en tiempos en que aún no caíamos en el imperio feroz del people meter y la esclavitud de la sintonía, y se podían aún ver programas de televisión más que, control remoto en mano, solo “televisión”, pasando de canal en canal capturados por el zapping, sin seguir claramente uno u otro programa.

    Los años 90 nos encontraron construyendo un sueño entre todos. El que había esbozado ARTV, el que se había incubado en Filmocentro, el que estaba latente hasta en la misma campaña del NO. Imágenes propias, libertad en la asociación de contenidos, preguntas y respuestas que se desprendían de un país renaciendo. Cine y televisión chilenos.

    No en vano, los más importantes programas de la época son conducidos por artistas que vuelven a mostrarse después de moverse vigilados o claramente marcados por la persecución o el exilio.

    Así, el escritor Antonio Skármeta, regresando de Alemania, va a dar rienda suelta a su imaginación en El show de los libros, donde desde el título acepta el cortocircuito peligroso entre entretención y cultura, manejando con oficio el mundo audiovisual y abriendo la lectura como territorio de investigación con su don de comunicador natural.

    Hace auténtica televisión cultural con arte de malabarista que narra, conduce, cita cine, se mete en la imaginación del televidente entregando un producto de calidad que cierra la noche recorriendo ese amenazado mundo de la lectura.

    De puro verlo daban ganas de leer, de releer, de descubrir y redescubrir los clásicos de la literatura nuestra o abrirse al libro como materia prima y privilegiada, alejándose de todo peligro de oscuridad o complejidad que pudiera atribuirse a la cultura como material para el medio televisivo.

    Skármeta cuenta, entrevista, viaja, trabaja los guiones haciendo fácil lo difícil. Tiene éxito y seguidores consiguiendo estar varios años en el aire.

    Pero no estaba solo.

    Cine-Video, por su lado, también en TVN, es conducido por Augusto Góngora. El programa se sumerge en el mundo audiovisual, analizando desde avisos publicitarios a producciones cinematográficas o visitando el trasfondo de proyectos como Films & Arts, el canal soñado por productores y telespectadores de la época que padecieron esa nostalgia de la cultura como material.

    En Cine-Video la sorpresa era permanente y todos aquellos que habíamos recorrido los pasillos de la publicidad, donde latía el sueño de un cine para Chile, nos permitíamos disfrutar de lo que podía ser otra manera de contar historias.

    El televidente común y corriente era tomado por sorpresa y mientras otros programas explotaban el video como el género de la chapuza y la broma, aquí se rozaba el arte y la creación más sublime sin renunciar nuevamente a entretener como hacía Skármeta en El show de los libros.

    El pintor Nemesio Antúnez también regresa a la pantalla chica (ya había hecho televisión en los 70) e instala Ojo con el arte, donde será capaz de hacer un programa sobre los volantineros que no tendrá ni el más mínimo aroma a mero folklore o simple turismo (eso que vendrá a reemplazar lo cultural con el paso del tiempo y el zapping). Descubrirá artistas, recomendará grabadores japoneses, citará la alta cultura con una amenidad que aún hoy sorprende al volver a recorrer sus emisiones.

    Después de Ojo con el arte, el televidente, esa criatura en que todos nos habíamos ido transformando, no podía mirar igual lo que antes eran meros objetos y descubría lo estético sin que siquiera se lo mencionara. El viaje hacia la belleza era conducido de la mano por Nemesio Antúnez en una realización delicada, que demostraba lo ciegos que habíamos estado.

    El Mirador fue el programa estrella del equipo de TVN, conducido por un icónico Patricio Bañados, locutor al que mi generación había seguido desde la televisión holandesa hasta su emblemática participación en la campaña del NO. Sus reportajes, cargados de una mirada entre sociológica y antropológica, ofrecían una salida que se alejaba de lo meramente periodístico informativo, con una profundidad sorprendente que en cada emisión nos planteaba a nosotros, los cada vez menos inocentes telespectadores, un “mirar” nuevo.

    No en vano cada uno de estos programas tenía relación con el ver, con el mirar, con el “show”, con el “video”, con el “ojo”:

    lo audiovisual era rescatado por asalto con plena conciencia del medio en que se estaba trabajando para abrirse a las artes y la cultura con creatividad gozosa que permitía la llegada al gran público.

    El Mirador incluyó en algunas temporadas una joya del humor televisivo nuestro (comparable con La Manivela o Plan Zeta o piezas de Medio Mundo) que fue “La entrevista vista”, una creación del publicista Javier Campos y el actor y escritor Gregory Cohen, donde, en una celebración del absurdo criollo, Cohen era entrevistado por Campos en un espacio en que lo imposible permitía reírse de la chilenidad, de lo ridículo propio, de los lugares comunes de la actualidad, de la misma televisión, incluso del hecho de entrevistar.

    Como todos los programas citados, la pregunta es qué impidió su multiplicación y su permanencia. El Mirador conoció 10 temporadas y ya nos sentíamos en casa con cada uno de estos productos televisivos.

    Hasta que llegó el combate por la sintonía, la esclavitud publicitaria y el reino de los dueños del switch, al vivirse la televisión abierta como una batalla en línea donde no podía perdonarse ante los avisadores caer en la sintonía por una pausa o la pérdida de interés.

    Es llamativo que junto con la desaparición de estos programas culturales llenos de creatividad también desaparecieran los programas humorísticos de mayor riesgo, donde concurrirían actores, actrices, directores y guionistas con una ambición confesa de romper las reglas. El vacío que quedó luego del fin de estos programas y formatos terminó con el sueño de una televisión cultural que supiera entretener, educar e informar al mismo tiempo.

    La televisión abierta fue en los años 90 un territorio que pareció ganado. El zapping y la televisión por cable segmentarían de ruda manera los hábitos de ver y hacer televisión.

    Recuerdo el invencible ARTV donde pasaron, entre muchas otras cosas, La Academia Imaginaria (conferencias en blanco y negro sobre la sensibilidad del siglo XX en las cuales participé) y esa joya de entrevistas que era La belleza de pensar conducido por un insumergible Cristián Warnken.

    El repertorio de figuras de la cultura chilena y extranjera que están en esos archivos es un mapa que sorprende a la tendencia al olvido tan nuestra y desafía nuestra oscilante autoestima con emisiones de alto calibre.

    Telebiblioteca olvidada, la televisión cultural chilena vivió en los años 90 un auge que no tiene hoy parangón ni paralelo. En estos días, la entretención pura y dura se declaró autoridad y búsqueda mayor en la producción televisiva. El turismo reemplazó a la geografía, la historia quedó relegada al área dramática y los aniversarios, y el arte parece un pariente demasiado lejano del trabajo audiovisual.

    El show se quedaría sin libros y el mirador más encandilado que reflexivo. El show vendría a vencer escondiendo dentro suyo un potencial de artistas que no ha sido convocado más que por las áreas de creación dramática cada vez más encarecidas y oscilantes ante el vibrar de la sintonía. Hoy el contenido está desparramado entre podcasts, youtubers, improperios de redes, lives de Instagram o lo que venga. La pantalla chica se está comiendo con sus plataformas a la pantalla grande. Se vuelve muy caro imaginar y producir para esa voraz pantalla casera.

    Los televidentes ven series. Entre medio, matinales, noticias, late shows o el pronóstico del tiempo. Se habla de series. Son la obra de arte del instante. HBO su padre y madre, y NETFLIX su más exitosa madrina, mientras Disney afila los dientes irrumpiendo en la familia actual con tanta pantalla en tiempos de pandemia. Tanto hablan de series que ya no dicen que ven televisión.

    El serial killer es el ícono de nuestro tiempo. Ha partido en pedazos la experiencia televisiva y hay canales para todo, incluso la cultura, pero esos son los menos visitados. Gastronomía, historia, naturaleza, aventura, mucho pero mucho deporte y series y películas que cada vez son más seriales.

    ¿Sería posible un show cultural una vez más en medio de la oferta feroz actual de un Smart tv?

    El Mirador es un sueño glorioso de los años 90. Terminaba un siglo y una manera de mirar. Hoy somos red. Y cazamos como un asesino serial algo que nos produzca placer. Por un rato. Agradecemos ser capturados en un atracón por alguna serie icónica. Y así dejar de “ver” y “vernos”. ¿Qué viene ahora?