Category Archive: Rupturas Culturales en Dictadura

  1. Carlos Flores

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    Posiblemente nuestro gran cineasta paralelo y periférico sea Carlos Flores. Fuera del canon, a veces se le considera el heredero del Raúl Ruiz chileno, pero tomó esa posta sin recurrir a la ficción. Le bastó con el género documental como aptitud para estar atento a las latencias de la realidad. En dictadura, realizó dos películas memorables, una sobre el escritor José Donoso y otra sobre el doble chileno de Charles Bronson, el actor de Hollywood famoso por sus roles de “hombre rudo”. En los 80, el cine de Flores consumó el arte de captar las manías del modo de ser chileno.

  2. Lihn en el país de los monstruos

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    Mientras la escena cultural se reacomodaba en los claros que dejaba la dictadura, Enrique Lihn vivió su propia transformación: figura de la generación del 50 y eterno disidente, el poeta en los 80 cruzó los límites de la literatura y se embarcó en decenas de proyectos colectivos que se tradujeron en performances callejeras, películas, cómics e innumerables intervenciones críticas. Contingente, político y urgente, documentaba hasta la desesperación el país que nunca dejó.

    Por Roberto Careaga C.

    Al final, pidió que le amarraran el lápiz a la muñeca. Estaba aburrido de que se le perdiera entre los pliegues de las sábanas, en esa cama que sabía perfectamente que también era su lecho de muerte. Enrique Lihn tenía 58 años y venía de una década abrumadoramente inquieta para haberla vivido en medio de una dictadura: en los años 80 el autor de La pieza oscura llevó al extremo una pulsión iconoclasta y su obra se disparó en incontables proyectos literarios, teatrales, gráficos y hasta cinematográficos que le tomaban el pulso a la realidad hasta deformarla. Iba tan acelerado que cuando a fines de 1987 le pillaron un cáncer en el riñón, no pudo parar. Cinco meses después, Lihn figuraba en cama aguantando el desenlace escribiendo un libro de poemas con un nombre rotundo, Diario de muerte. A la vez, dibujaba un saturadísimo cómic ambientado en un país fantástico que podría ser Chile. Era urgente: necesitaba un lápiz amarrado a la muñeca.

    “Hacia el final, solo creía en escribir”, cuenta Adriana Valdés en un luminoso testimonio que narra los meses finales de Lihn, incluido en el libro Vistas parciales. Su relato es de primera mano, pues como amiga y ex pareja del poeta se hizo cargo de los asuntos domésticos de ese periodo en que el cáncer avanzaba: ajustó los desajustes del departamento de Lihn en el 61 de la calle Passy, ubicada entre Vicuña Mackenna y el Parque Bustamante, y lo acompañó hasta última hora, asistiéndolo tanto en los asuntos médicos como en los literarios. Tanto ella como Guadalupe Santa Cruz y Claudia Donoso, que también habían sido parejas del poeta, tenían llaves de la casa, pero no eran las únicas que estuvieron por ahí. Partiendo por Nicanor Parra, Lihn recibió en esos días a decenas de amigos y cercanos para hablar e incluso para trabajar.

    “Todo el mundo supo rápidamente que tenía cáncer”, recuerda el escritor y editor Pablo Brodsky, y su “todo el mundo” hay que entenderlo como una descripción del acotado pero intenso paisaje cultural de esos días. Ahí, Lihn circulaba de forma transversal: pieza angular de la generación del 50, disidente imperfecto de la Revolución Cubana y a la larga también intelectual incómodo de la Unidad Popular, Lihn en los 80 se movía en un rango tan amplio que en su conversación estaba desde la furiosa poeta Stella Díaz Varín, hasta un desconocido Roberto Bolaño, que desde Cataluña le enviaba cartas. También estaba el artista Eugenio Dittborn, los narradores Jorge Edwards, Enrique Lafourcade y Francisco Coloane, siempre Parra y Pedro Lastra, cuando podía Germán Marín y mil veces la tracalada de poetas jóvenes que merodeaban la escena. “Lihn era un faro”, dice Brodsky, que efectivamente lo visitó en la calle Passy, donde tuvieron una conversación tan franca como siempre sobre el destino de su enfermedad.

    “Lihn era un faro”, dice Brodsky, que efectivamente lo visitó en la calle Passy, donde tuvieron una conversación tan franca como siempre sobre el destino de su enfermedad.

    Se habían conocido hacia 1983, cuando Brodsky era un poeta inédito que rozaba los 30 años. De vuelta del exilio, empezó a frecuentar el grupo de teatro El teniente Bello, por donde también circulaba Lihn, que en ese momento estaba preparando un asalto a la calle: el lanzamiento de El paseo Ahumada, el poema más urgente y descarnado de sus retratos sobre el Chile de la dictadura. Es posible que su existencia esté ligada forzosamente a su presentación, una performance colectiva que se realizó precisamente en el paseo Ahumada y en la que también estuvo Brodsky.

    La presentación, a inicios de diciembre del 83, fue casi una obra teatral callejera. Según recuerda la poeta Elvira Hernández, que también estuvo ahí, ensayaron varios días, en los que Lihn fue escogiendo a los actores y poetas que participarían. “Nosotros íbamos a hacer una prédica muy parecida a la de los evangélicos, que se instalaban todos los días frente al Banco de Chile, donde llegamos nosotros. Nuestra prédica consistía en leer a coro los poemas de El paseo Ahumada”, cuenta Hernández, que añade que una vez instalados en el paseo se agolpó la gente. Hay una foto que documenta la escena: envueltos en una multitud, Brodsky, Hernández y Eduardo Llanos acompañan a Lihn, que vocea sus poemas a través de un megáfono hecho de cartón.

    “Su limosna es mi sueldo / Dios se lo pague / Un millón y medio de subempleados mendigos suscribirían el lema / si los dejaran chillar como a éste y a otros tantos pocos en el Paseo Ahumada”, decía Lihn en medio de la calle, aludiendo a un habitante real de esos días en el paseo: el Pingüino, un muchacho que pedía monedas a diario en el lugar. No es claro si él estaba ahí el día del lanzamiento, pero quienes sí presenciaron todo fue un grupo de carabineros. Y terminada la presentación procedieron a detener a Lihn por alteración del orden público. Se lo llevaron a la primera comisaría, en Santo Domingo con Mac-Iver, donde tuvo una suerte rara: el teniente que lo recibió conocía su obra. A los 10 minutos lo soltaron.

    Y terminada la presentación procedieron a detener a Lihn por alteración del orden público. Se lo llevaron a la primera comisaría, en Santo Domingo con Mac-Iver, donde tuvo una suerte rara: el teniente que lo recibió conocía su obra. A los 10 minutos lo soltaron.

    El poeta siguió con su agenda y emprendió rumbo hacia el Parque Forestal, donde se estaba desarrollando la Feria del Libro de Santiago. Allá empezaba el lanzamiento oficial de El paseo Ahumada y Brodsky estaba en una mesa a punto de decir unas palabras cuando alguien grito: “¡Ahí viene Lihn!”.

    Los proyectos salvajes

    Con fotografías de Paz Errázuriz y Marcelo Montecinos y diseño de Óscar Gacitúa, El paseo Ahumada sintetiza un modo de actuar de Lihn en esos años: un personalísimo proyecto poético que interviene la contingencia política, que para ponerse en escena requiere la creación de un colectivo efímero. Lo había hecho antes y lo haría varias veces de nuevo, nunca de forma tan explícita como en una serie de obras de teatro: La mekka (1984), Niú York, cartas marcadas (1985) y La radio (1987). Quizás la idea del colectivo venía de una experiencia elemental de su biografía literaria: la elaboración del poema visual El Quebrantahuesos, en 1952, cuando tenía 23 años, dirigido por Parra y en colaboración con Alejandro Jodorowsky, entre otros. Si aquella fue la primera vez, la segunda podría ser la performance Lihn y Pompier, presentada el 28 de diciembre de 1977 en el Instituto Chileno Norteamericano y luego transformada en book action por Eugenio Dittborn.

    El personaje Gerardo de Pompier tiene una historia más larga. Fue creado por el poeta junto a Germán Marín a inicios de los 70, como un seudónimo para escribir sin culpa ni responsabilidad columnas sobre el acontecer literario en la revista Cormorán. “Era una especie de hiperescritor fallido, era la irrealidad de la literatura, la prosopopeya de los discursos oficiales”, diría alguna vez Lihn, que a la larga se apropió del personaje.

    “Era una especie de hiperescritor fallido, era la irrealidad de la literatura, la prosopopeya de los discursos oficiales”, diría alguna vez Lihn, que a la larga se apropió del personaje.

    Iba a aparecer en sus novelas La orquesta de cristal (1975) y El arte de la palabra (1980), dos oblicuas problematizaciones de la cháchara, pero se volvería un punto de vista para desfigurar y configurar la realidad que el poeta nunca abandonaría del todo desde la performance de 1977 en escena, en la que Lihn se maquillaba hasta convertirse en Pompier. Que no quede sin decir que la obra fue realiza en el día de los inocentes.

    El marco de Lihn y Pompier son las nuevas vanguardias de la plástica y la literatura en la dictadura. Esa noche, los integrantes de la llamada Escena de Avanzada estaban en el público y también eran los colaboradores del poeta. La ruptura en esos días venía en las voces de Raúl Zurita y Juan Luis Martínez, las obras de Carlos Leppe y los textos críticos de Nelly Richard. Lihn ya venía de vuelta. O eso parecía. Mientras el campo cultural se recomponía en los claros que iba dejando la dictadura, ya se asomaba a los 50 años y como tantas veces lo había hecho en su vida, asumía una posición discordante: “Él era un cuestionador. Era ajeno a doctrinas, lo examinaba todo con lupa. Y eso le traía problemas. Por un lado estaba la dictadura y por otro había la zona de resguardo de estar en la oposición, pero sin mucha discusión; como si el debate pusiera en peligro el objetivo de la lucha. Lihn lo cuestionaba todo”, cuenta Elvira Hernández.

    “Él era un cuestionador. Era ajeno a doctrinas, lo examinaba todo con lupa. Y eso le traía problemas. Por un lado estaba la dictadura y por otro había la zona de resguardo de estar en la oposición, pero sin mucha discusión; como si el debate pusiera en peligro el objetivo de la lucha. Lihn lo cuestionaba todo”, cuenta Elvira Hernández.

    El hito del Lihn crítico de esa época sucedió en 1983, cuando envió una ponencia para un Encuentro de Poesía Chilena en Rotterdam. Pidió que el texto fuera leído por Waldo Rojas para evitar cualquier tipo de censura y se lanzó contra los protagonistas de la reunión: los escritores en el exilio y la resistencia en el exterior a la dictadura. Fue una pasada de cuenta contra esos autores que durante la UP lo habían atacado por no cuadrarse con Fidel Castro y que no hacía mucho aún lo consideraban sospechoso de colaboracionismo de la dictadura, por permanecer en Chile. Desde ahí, Lihn caracterizaba la poesía chilena bajo Pinochet y hacía un diagnóstico durísimo del paisaje. “Vivir en Chile no ha sido nunca, culturalmente hablando, vivir bien; en el día de hoy significa, quizás, la ruina. Las reducciones han llegado al límite. Un solo crítico literario, ninguna revista, dos salas de conferencia, un lugar de reunión, nada”, escribió.

    Los “wild projects of the 1980’s” llamó a las obras de Lihn de ese periodo el académico Christopher M. Travis, a quien el escritor Roberto Brodsky cita en su libro La casa que falta. Esos proyectos salvajes, explica Brodsky, “oscilan todos inequívocamente entre un adentro y un afuera de la letra, y en tanto tal su despliegue permanecerá apartado del lugar donde se atesoran y conservan los secretos de la tradición y la reproducción de los saberes que la justifican”. Para el narrador Álvaro Bisama el asunto tiene ribetes más dramáticos: “Es como si en la década de los 80, Lihn cancelara todo futuro y se empeñara en quemarse, explotando en pedazos, actuando en modo viral, lanzándose al video arte, al cómic, a la crítica, al ensayo de arte sin pensar en los límites que separan cada uno de esos proyectos que terminarán mezclándose, convirtiendo todo en una suerte de diario múltiple”.

    “O encuentro mi camino o me abro uno”, anotó Lihn en “Derechos de autor”, un libro catálogo que elaboró junto a Óscar Gacitúa y la fotógrafa Inés Paulino en 1981. Es un volumen expresamente artesanal que en vez de lomo lleva un espiral, su materia es la fotocopia y se propone compilar lo que ha dicho la crítica y la prensa sobre su obra, como también él mismo. Tuvo una tiraba de solo 50 ejemplares, aunque al libro pretendía remontar la pesada idea de que nadie hablaba de Lihn y mucho menos lo publicaban. Mientras buscaba su camino, el poeta también entró en oscilaciones en el ámbito personal: fue cambiando de parejas, se movió de casa en casa y sumó una enorme cantidad de colaboradores pasajeros.

    Mientras buscaba su camino, el poeta también entró en oscilaciones en el ámbito personal: fue cambiando de parejas, se movió de casa en casa y sumó una enorme cantidad de colaboradores pasajeros.

    Y aunque viajaría a Estados Unidos, España y Francia, parecía omnipresente: todas las mesas redondas, lanzamientos e inauguraciones de exposiciones lo contaban si no entre sus presentadores, como parte del público, y cualquiera lo podía ver por el centro de Santiago caminando a paso firme mientras ojeaba un libro.

    Un voyeur

    En el relato “Encuentro con Enrique Lihn” Roberto Bolaño cuenta que mantuvo con el poeta una acotada correspondencia entre 1979 y 1983. En esa época, el autor de Los detectives salvajes era un absoluto anónimo, pero el poeta accedió al diálogo después de leer sus poemas inéditos. En algún pasaje de esas cartas, Lihn aventuró la existencia de los “seis tigres de la poesía chilena para el año 2000” y nombró a Claudio Bertoni, Diego Maquieira, Gonzalo Muñoz, Juan Luis Martínez, Rodrigo Lira y también a Bolaño. El destino ha sido muy distinto para cada uno de ellos, pero en la predicción latía su capacidad para vincularse con jóvenes poetas y leerlos en su mérito. Alguna vez, un poco en broma y un poco en serio, Roberto Merino habló de la “polihnización” aludiendo a la capacidad del escritor para activar la flora literaria.

    “Para mi generación era una opción de salida respecto de algunos modelos imperantes como el de Neruda. Parra era un camino cerrado”, asegura Merino, autor de Lihn. Ensayos biográficos. “Lihn representaba un modelo de poesía no complaciente, no sentimental y sumaba a eso un pensamiento crítico. Y era un tipo no convencional, que no lo podías referir a ningún tipo de institución”, añade.

    Quizás mientras se carteaba con Bolaño fue que, en diciembre de 1980, recibió en su departamento de General Salvo a un puñado de autores jóvenes estrictamente inéditos: Mauricio Electorat, Roberto Brodsky, Lira, Francisco Zañartu y Maquieira. El encuentro es famoso porque Óscar Gacitúa llevó una cámara de video y registró una de las poquísimas imágenes de Lira, que un año después se suicidó. En YouTube se puede ver la escena: vestido a la usanza de Pompier, Lira lee un cáustico poema sobre la dictadura, ante la atenta mirada del resto de los invitados y también de Lihn, que sonríe orgulloso de ese loco que quizás es un mejor Pompier que él. El asunto no quedaba ahí, sino que se trasladaba al papel: a la vez que se encontraba y entablaba amistad con esos jóvenes, escribía de ellos con una lucidez tan categórica que la escena poética de los 80 no habría sido la misma sin sus palabras.

    “Soy como un voyeur. Es decir como un tipo que observa y se observa en la sociedad, y que se sabe cómplice o parte de ella: un participante de este carnaval”, le dijo Lihn a Pablo Azócar en una entrevista en diciembre de 1986, al momento de estrenar la obra La radio, en la que no solo ejercía de autor, director y productor, sino también de vestuarista. El desasosiego lo impulsaba a moverse por todos los oficios: mientras incursionaba en el teatro, Lihn era profesor en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile, por supuesto seguía escribiendo versos y novelas, participaba en performances y crecía hasta desbordarse en su labor como crítico literario y de artes visuales. A esas alturas había sumado un nuevo oficio, el de director de cine. O algo así”.

    En 1984 puso en circulación la película Adiós, Tarzán, que dirigió junto a Pedro Pablo Celedón. Aventura colectiva disparatada, surgió como idea a partir de la muerte de Johnny Weissmüller, el actor que encarnaba a Tarzán en películas y series de televisión. El video está disponible en internet, dura una media hora y es un carnaval que Lihn encabeza a modo del señor Corales: es un circo que despide a un héroe de infancia y, a la vez, ridiculiza las formas de la dictadura. Actúan Gracia Barrios, Coloane, Warnken, entre muchos otros y termina cuando los participantes lanzan un ataúd al río Mapocho. Es una pieza tan experimental como artesanal que tuvo una segunda parte, La cena última, que Lihn trabajó en 1985 junto a Carlos Flores. El proyecto incluía la reaparición de Pompier, pero quedó inconclusa, sumándose a una serie de ideas en las que Lihn avanzó en arrebatos de entusiasmo y dejó sin terminar cuando las condiciones cambiaban. Otro ejemplo: este año 2021 se expuso por primera vez Mirómetro, una exploración gráfica y poética sobre el Metro que realizó a inicios de los 80 con Gacitúa.

    En la entrevista con Azócar de 1986, Lihn contaba que había conseguido una salida artística para las condiciones que imponía la dictadura: “La literatura es siempre un intento por deconstruir las convenciones de la realidad dominante, tiene un elemento disidente, tiene un germen de libertad”, decía. Para luego añadir: “La censura y la autocensura que produce el autoritarismo de algún modo se incorporan para impugnar desde adentro el discurso del poder, o como una confirmación irrisoria de ese poder, o de los poderes o de todos los poderes. Eso es lo que ocurre en mis novelas El arte de la palabra y La orquesta de cristal, que tiene que ver con la parálisis de la palabra que produce la censura; es decir, con la cháchara, la palabra vacía. Lo que he hecho en estos años está inevitablemente ligado a la realidad chilena: a este país de monstruos”.

    Los energuménicos últimos años

    Por entonces, un grupo de monstruos se había dejado ver y Lihn tomaba nota: en Villa Alemana había surgido un supuesto vidente que decía ver a la Virgen María. Atrajo multitudes devotas de todo Chile hasta el sector de Peñablanca, pero luego de una investigación de la Iglesia Católica se descubrió que se trataba de un plan urdido por la dictadura a modo de distracción. “La Virgen apareció para bendecir el sistema, pero se le pasó la mano”, se reía Lihn en una entrevista mientras escribía un poema al modo de El paseo Ahumada: contingente, político y urgente.

    “La realidad es el único libro que nos hace sufrir / La realidad es la única película que nos quita el sueño / La apariciones de la Virgen serán irreales no así la aparición de los agentes de la realidad”, se lee al inicio de La aparición de la Virgen, una suerte de crónica política que desde el vidente de Villa Alemana avanza para mostrar al país. “Lihn opera una poesía de carácter frontal, cuando no confrontacional, en apariencia descuidada, una poesía que le planta cara igualmente a la belleza pura y al presidente de la Corte Suprema, a la derecha y a la CNI”, escribió Vicente Undurraga en la reedición del libro que originalmente fue publicado en el sello Cuadernos de Libre (E)Lección en un papel muy precario. Tanto que Merino le peguntó directamente a Lihn si no había sido un poco apresurado. Pero eso era lo que menos le importaba.

    La aparición de la Virgen fue el último libro que publicó en vida. Apareció en diciembre de 1987, cuando Lihn ya sabía que tenía cáncer. Incluso le habían extirpado el riñón donde estaba el tumor y, le dijeron los médicos, el cuadro pintaba bien. Pecaron de optimismo, porque en marzo de 1988 volvió a caer en el hospital y descubrieron que la metástasis estaba en expansión. Fue entonces que apareció Adriana Valdés para ayudarlo en el trance final. “La lucidez ante la muerte fue un derecho que exigió con firmeza y hasta obstinación”, anotó Valdés aludiendo al sistemático rechazo del poeta a tomar analgésicos, pero también a su aversión a que le pasaran cuchufletas religiosas de última hora.

    “La lucidez ante la muerte fue un derecho que exigió con firmeza y hasta obstinación”, anotó Valdés aludiendo al sistemático rechazo del poeta a tomar analgésicos, pero también a su aversión a que le pasaran cuchufletas religiosas de última hora.

    Aún tenía por hacer: solo soltaba el cuaderno en que escribía Diario de muerte, para trabajar junto a Gacitúa ese cómic desaforado que terminó siendo Roma, la loba, e incluso estuvo dispuesto a sostener una entrevista con Merino, Guadalupe Santa Cruz y Miguel Vicuña cuando ya estaba en cama. La dio 19 días antes de morir.

    “Nunca se instaló. Más bien fue un maestro de la desinstalación. El trabajo riguroso, sobreabundante y solo en parte publicado que produjo durante estos energuménicos últimos años seguirá dando sorpresas”, escribió Claudia Donoso un mes después de la muerte del poeta en la revista Apsi, y el tiempo le ha dado reiteradas veces la razón: el abrumador material póstumo que se ha publicado tras su muerte ha confirmado que durante los 80 -pero también antes- Lihn escribió como un obseso, acaso porque ante la página había encontrado un “paliativo al vacío existencial de cada día”, como apuntó Merino.

  3. Diamela Eltit

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    Arte, literatura y política son las vigas maestras del trabajo creativo de Diamela Eltit, levantado con materiales que responden a una mezcla única de vocación experimental y fidelidad a la tradición. Bajo dictadura, Eltit participó de la creación del Colectivo de Acciones de Arte (CADA), que reavivó el arte del brigadismo muralista con intervenciones urbanas capaces de activar la experiencia de lo público. La tres novelas que publicó en los años 80 aún resultan de una originalidad desconcertante. La escritura de Eltit indaga en experiencias extremas y en condiciones límite con un lenguaje que no hace concesiones.

  4. Punk, nuevo pop y fotografía: El desafío, la evasión

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    La pose frente a la cámara de las bandas eléctricas activas en Chile bajo dictadura era la opuesta a la que dicta la convención de la fotografía rockera promocional. No es el gesto del acomodo ni la autovalía orgullosa lo que vemos en esas imágenes, sino algo que más bien sugiere la urgencia del trabajo a contracorriente y la alerta a la precariedad circundante.

    Por Marisol García

    Era un tiempo de imágenes relevantes, cargadas de una impronta histórica pero no asociadas al ansia omniregistro de nuestros días. En los escasos espacios para la música en vivo de las ciudades chilenas en los años 80, los intermitentes conciertos de rock y pop de propuesta añadían a la precariedad técnica otro montón de obstáculos. Si ya la amplificación de sonido conseguía apenas el bosquejo de un estéreo envolvente, la iluminación menos que básica hacía de la filmación y la fotografía de cada encuentro casi un gesto de honor en un medio sin fuelle ni garantías.

    “Éramos jóvenes, y nos bastaba con el registro, el mono, la anécdota”, describe el fotógrafo Gonzalo Donoso, cuya afición musical y amistad con bandas de la época alentaron un trabajo que el tiempo ha vuelto referencia. Lo que ahora entendemos por producir un show, no estaba. Lo importante era tocar, nada más. Con el sonido que hubiese… y, si había suerte, con iluminación. Lo que no se podía hacer en escenografía se compensaba con el look”.

    Lo que ahora entendemos por producir un show, no estaba. Lo importante era tocar, nada más. Con el sonido que hubiese… y, si había suerte, con iluminación. Lo que no se podía hacer en escenografía se compensaba con el look.

    ©Gonzalo Donoso.

    Activo hasta hoy en el retrato profesional de músicos chilenos, sus tomas de esos años rara vez respondieron a encargos pagados. Eran fotos situadas en los alrededores de los espacios de ocio que generaba la escucha de discos; con esa excusa se reunía gente inquieta por un futuro en la pintura, el teatro o la música. Los Pinochet Boys en rincones del barrio Yungay de grisura desafiada por sus selectas chaquetas. El grupo Dadá en improbables salas de ensayo. Álvaro España (Fiskales Ad-Hok) cargando un cartel anticensura en una protesta callejera. Emociones Clandestinas de traje y chasquillas junto al río Biobío, como unos Kinks penquistas. Upa! y el gel. Las Cleopatras en vestidos ajustados. Las primeras formaciones de Electrodomésticos, Los Tres y Parkinson, antes de siquiera tener la conciencia de una eventual profesionalización en el rock.

    ©Gonzalo Donoso

    Es justo que Donoso haga sus recuerdos de la época en primera persona del plural. Él y los otros pocos fotógrafos inquietos por captar los irrepetibles ambientes de esos años —Hugo Pineda, Esteban Cabezas, Bernardita Birkner, Cristián Galaz— se fundían en una corriente de roles indistinguibles al momento de la escucha. Recuerda Leonardo Aller en su libro testimonial Dadá. Underground en dictadura (2009) los preparativos y el caótico desarrollo del hoy legendario Primer Festival Punk, realizado en junio de 1986 en un sindicato de calle El Aguilucho, también con Pinochet Boys, Zapatilla Rota e Índice de Desempleo: “El lugar era bueno y súper amplio. Esta tocata nunca la voy a olvidar. Siempre estará en mi memoria hasta la muerte. Lo que íbamos a hacer ese día era lo más punki hecho en onda música en el país. Aquí empezó todo lo que vendría […]. Al no tener baterista, le pedimos al Gonzalo [Donoso] que tocara, y atinó altiro […]. Le dimos sin parar como media hora. El TV [Star] vociferaba lo que en ese momento se le venía a su mente, mientras su mina [Lorenza Aillapán] leía unas weas que tenía escritas; para mí fue alucinante. Todos los que estaban mirando y escuchando quedaron en otra”.

    ©Hugo Pineda

    Las fotos que hasta hoy circulan de la pionera escena punk en Chile, así como de los inicios de grupos como Electrodomésticos, La Banda del Pequeño Vicio, Aparato Raro, La Ley o Fiskales Ad-hok, conforman una estética por completo paralela a la convencional en la fotografía rockera. No hay colores ni focos dirigidos; los exteriores son en general inhóspitos, y en el interior los movimientos se restringen a escenarios o espacios pequeños, decorados con la escenografía de la carencia.

    Peñas, parroquias y patios universitarios mantenían la resistencia de un canto popular que ofrecía códigos quietos para un reconocimiento cómplice. Pero para quienes ansiaban otro tipo de canción crítica, al fin conectada a tendencias cosmopolitas y al diálogo con diversos oficios creativos, la provocación debía instalarse en la escucha y consolidarse a simple vista.

    Por eso, en muchas de las fotografías a bandas de la época la mirada que se devuelve es la de jóvenes desafiantes. Aparecía algo intimidante en los ojos de Titín Moraga durante un show de la Banda del Pequeño Vicio en la discoteque Neo, en la postura corporal intrépida del fallecido TV Star (Dadá), y en las piernas delgadas enfundadas en bototos negros de la primera formación de Fiskales Ad-hok —con Pogo en guitarra— antes o después de un recital en Matucana, todos ellos frente a la Minolta X700 de Hugo Pineda. Egresado de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile tuvo un primer trabajo estable como fotógrafo de La Batuta:

    ©Gonzalo Donoso.

    “Era complicado, y había que tener cierta valentía… pero la hicimos”, dirá sobre esos años Pineda, residente en Europa desde hace más de dos décadas. “Me siento identificado con un grupo de gente comprometida con lo que pasaba, a quienes nos gustaba la ciudad y dar vueltas en una época en que había mucho que ver y que contar. Necesitábamos hacer cosas cuando no te dejaban hacer nada”.

    Algunas de las imágenes en alto contraste de blanco y negro captadas entonces por Pineda están compiladas en el libro La ruta ochentera (2014). En el prólogo del libro, Roberto Merino comenta sobre los artistas del llamado underground retratados allí: “los que aparecen dejan la idea de una vitalidad que surgió a despecho de las «condiciones objetivas”. Ya la pintura de edificios garabateados que se ve en el segundo plano del retrato de TV Star transfiere el vibrato de una alegría real. La alegría paradójica del exceso en la precariedad, del reviente en medio de la opresión política, del reconocimiento generacional en un mundo de comunicaciones cortadas”.

    “Intuíamos que más allá de Chile pasaban cosas, y queríamos participar de eso”, añade Bernardita Birkner, cuyas fotos de Pinochet Boys aún transmiten lo que para la época era la disidencia atrevida de la fiesta y la distracción en colectivo: «”Sobre todo, recuerdo la avidez por informarnos, por conocer tendencias, por compartir algo distinto a lo que vivíamos”.

    © Bernardita Birkner

    Cada banda fotografiada por Esteban Cabezas para el reportaje de enero de 1986 “NUEVA OLA EN CHILE. EL POP DE LOS 80”, en la revista La Bicicleta, se entiende hoy como la cara debutante de una autoconfiada apuesta de futuro: ahí están Silvio Paredes, Pedro Villagra, María José y Tan Levine, Luciano Rojas, Andrés Bobe, Igor Rodríguez, entre otros que volverían muchas veces a medios y escenarios después de su paso por Primeros Auxilios, Paraíso Perdido y Aparato Raro. El redactor de esa nota, Cristián Galaz, aún estudiante universitario, era activo en el registro por diversos medios de la fuerza naciente destinada a dejar «la inercia de los 70», como constataban Los Prisioneros en el himno generacional que los instaló para siempre en la música chilena. Galaz filmó a Los Prisioneros para varios videoclips y un valioso cortometraje documental producido por ICTUS, además de registrarlos en históricas sesiones fotográficas. Una de estas, en los ruinosos terrenos de la ex CCU, dio la imagen para la portada del primer cassette de la banda, La voz de los 80 (1984). Si el gesto adusto y la ropa en extremo sobria de Narea, Tapia y González en esa suerte de antifoto promocional no eran ya suficientes señas de identificación, los dos listones azules sobre blanco de las North Star a sus pies contenían el manifiesto de todo gesto visual pop; en su caso, achilenado: el de un orgullo de clase decidido a ostentar el calzado más popular y accesible de su tiempo. Los Prisioneros ambicionaban la gloria desde las mismas pisadas del escolar de liceo y el trabajador sin ahorros, en un novedoso desafío de rockeros autodidactas y ajenos a la prescripción publicitaria de ordenanzas de estilo.

     

    ©Cristián Galaz / Fusión.

    Las de este tiempo suelen ser referencias en blanco y negro, y no por una opción autoral. Al circuito flotante de la época, activado por «una mezcla indisoluble» entre ambientes y oficios creativos diversos, lo unía el equilibrio entre realidad y fantasía de «una economía de guerra, mucha estética y una inconsciencia del peligro que muchas veces corríamos», según Esteban Cabezas, entonces estudiante de periodismo. También esa inventiva está en los músicos de sus fotos de la época. Uno de sus retratos más célebres paradojalmente no muestra ningún rostro descubierto: bajo artesanales máscaras de soldadores, los tres integrantes de Electrodomésticos se presentan como los experimentadores pop y técnicos creativos ya capaces de ostentar una identidad distintiva.

    La convivencia y la amistad bordeaban las circunstancias de muchas de estas fotografías. Para Bernardita Birkner, entonces estudiante en el Instituto de Arte Contemporáneo, el registro cotidiano de sus cercano/as era un añadido a una búsqueda estética mayor y común: la avidez por acceder a más información que la disponible, a referencias importadas de inspiración refrescante. Su comunidad de curiosos incluía a los pintores, dibujantes, actores y músicos cuyos retratos —desplegados hoy en la cuenta <instagram.com/artebbirkner>— conforman la estampa particular de algo así como un realismo doméstico, entre cuya precariedad consigue asomarse una innegable elegancia:

    ©Esteban Cabezas

    “No éramos de producir una ambientación especial, pero podíamos organizar una sesión de fotos en alguna azotea solo porque un amigo se había comprado un abrigo nuevo en la ropa usada o alguien se había cortado el pelo”, ilustra ella. Las fotos suyas recopiladas en el libro Pinochet Boys (2008) —también con fotos de Gonzalo Donoso, Monse Minguell, Verónica Astudillo e Iván Conejeros— escapan a veces del blanco y negro gracias a un trabajo de retoque tan minucioso como artesanal. En época análoga, las fotos podían adquirir nueva vida gracias a trazos de plumones, micas de colores superpuestas, tramas Mecanorma o marcas en letra set.

    La fotografía musical de fines promocionales suele estandarizar poses entre un retratado y un retratista al que este desconoce. El disparo es un encargo. La imagen, el resultado de una cita sin bordes de contexto. Entre las muchas particularidades en la creación de canciones eléctricas del Chile bajo dictadura, la visualidad que perdura sugiere la existencia de una tribu que se acompaña con las fortalezas de especialidades diversas de pronto conectadas. Dadas las circunstancias, esa compañía era, además, resguardo.

  5. Vicente Ruiz

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    Discípulo atrevido y maestro meticuloso, Vicente Ruiz trastoca los límites de las artes escénicas. Con vocación iconoclasta, desde los años 80 moviliza repertorios que van desde la danza butoh y la tragedia clásica hasta el punk callejero y el teatro-acción. Con cada intervención consigue que estas esferas artísticas colisionen hasta estallar en universos desconocidos. Desde la performance Hipólito, estrenada en 1984 en las veladas subterráneas de El Trolley, epicentro de la contracultura, Ruiz se posiciona como un precursor que va desmontando los imaginarios hegemónicos, subvirtiendo estéticas y formas de convivencia anquilosadas.

  6. Los 80 y el cómic: la ciudad y la furia

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    Artesanales y precarias, las revistas de historietas de fines de los 80 ofrecen una panorámica perdurable, por desoladora e irónica, del espacio urbano y del paisaje social del Chile en dictadura. En esos cómics sobreviven historias feroces e insolentes que se conectan con la cultura nacional de maneras a veces delirantes, generando representaciones que ofrecen aproximaciones críticas a su tiempo y formas imaginarias de escapar de sus coerciones. Esas publicaciones fueron una isla, pero la isla de un archipiélago conformado por la música y la literatura más originales del Chile de ese entonces. 

    Por Álvaro Bisama

    En la portada del nº 0 de Ácido (1987), una mujer corre con una maleta en el centro de Santiago. Detrás suyo está la Iglesia de San Francisco y una calle donde podemos ver a una multitud de ciudadanos chilenos del futuro, todos llenos de corazas y cascos, post-humanos antes que el término se pusiera de moda. La ilustración es una obra del dibujante Gonzalo Martínez, que la desarrollaría como una historia completa en el número siguiente de la revista, en un relato de seis páginas donde la muchacha aparecía perseguida y asesinada por la policía en una estación del Metro. Descubríamos el secreto que perseguían: unas manzanas. Pero el cómic no terminaba ahí: en su última página el relato se abría a tomas panorámicas de Plaza Italia, donde veíamos sobrevolar naves espaciales. Martínez era el autor completo de la historieta, que resultaba una amalgama inesperada entre la ciencia ficción distópica y los paisajes urbanos locales, apenas modificados por medio de un trazo realista/futurista, todo para armar una fábula persecutoria que se aprovechaba de los ambientes claustrofóbicos y amenazantes de la ciudad y de su época.

    Sin proponérselo de modo explícito, este trabajo de Martínez reflejaba el imaginario de los últimos años de la dictadura con una ferocidad inusitada, haciéndose parte de un corpus de cómics que sin pretenderlo de manera directa reelaboró las coordenadas y los hitos del espacio urbano para usarlo como un motor sus historias. No se trataba de un mero decorado: buena parte de los cómics chilenos del periodo reformuló la iconografía de una cultura nacional que se había hecho trizas y que solo podía ser leída desde los pedazos sueltos que circulaban en la calle, para explicar que la dictadura era también una medida del horror y del tiempo, narrando lo que sucedía con los cuerpos y la violencia del Estado, preguntándose por el rol de los ciudadanos, el lugar de lo popular y los abismos de la intimidad.

    Durante este período el cómic local nunca alcanzó a ser una industria propiamente tal, porque en un paradigma opuesto a Argentina o Brasil, la historieta chilena nunca salió de los nichos de adeptos para competir en el mercado. Para las revistas de historietas que se editaron a fines de los 80, todas las posibilidades de supervivencia estuvieron amenazadas por un campo cultural precarizado, por una industria editorial jibarizada y con las líneas de continuidad que daban sentido al oficio interrumpidas, al revés de, por ejemplo, el trabajo de taller que unía a maestros y aprendices que había formado a la generación anterior. Así, salvo Trauko (de la que publicaron 36 números) el resto nunca alcanzó periodicidad mensual. El resultado implicaba que ciertas publicaciones se extinguieran a la tercera o cuarta entrega (Ácido, El Cuete, Catalejo) o se renovaran en un ciclo intermitente de nuevas épocas (Bandido, Matucana) o no salieran del circuito de la venta mano a mano en recitales, eventos, o librerías especializadas (Thrash comics, Beso Negro). La incapacidad de sostener o refundar una industria se manifestaba además respecto al tema de la producción.

    A los autores se les pagaba poco o nada y el material extranjero circulaba de modo casi aleatorio donde podían ser publicados autores españoles como Beroy, J. M. Beá, Miguelanxelo Prado en Matucana o encontrarse de modo saltado con dibujantes como Moebius, Pratt, Richard Corben o Wally Wood en Trauko.

    Además hay que pensar en la extensión de las historias: el formato de las revistas (idealmente mensuales) imponía la presencia de historias cortas auto-conclusivas o seriales de algún personaje (“Anarko”, “Checho López“, “Meltor”); y la edición de álbumes se limitaba a tomos recopilatorios de los personajes más exitosos ( “Checho López”, “Anarko”, “Blondi”) o libros objetos de autores (como el del fallecido Qlampton). Esa condición muchas veces artesanal imponía una suerte de ética underground. Hacer cómics era un acto de resistencia; el mercado no estaba aislado de la violencia del entorno.

    Esa condición muchas veces artesanal imponía una suerte de ética underground. Hacer cómics era un acto de resistencia; el mercado no estaba aislado de la violencia del entorno.

    Luego de haber sufrido ataques e incendios, la revista Trauko sufrió el retiro de los quioscos de su nº 19 de Trauko, en uno de los últimos actos de censura del gobierno de Pinochet. Editado en diciembre de 1989, la razón de la censura era una historia corta llamada “Noche güena”, una historia escrita por Huevo Díaz y dibujada por Marcela Trujillo, correspondiente a las aventuras de sus personajes Afrod y Ziako, dos gatos delirantes que se colaban en el pesebre de Belén, asistían al nacimiento de Cristo y luego se emborrachaban esperando a Santa Claus. El lenguaje de los personajes no evadía lo coloquial y no solo presentaba viñetas en close up de la Virgen María en labores de parto y a un Jesús bebé con barba, también hacía una feliz fiesta pop con esas imágenes sagradas.

    Junto con la sátira navideña (que el trazo de Trujillo elevaba con sorna y esperpento), en la última historieta del número el personaje Checho López bebía de una garrafa en el frontis de La Moneda. “Chao no más…Los güeones…viejos de plomo. No los quiero ver más…nunca más. Porque esto se acaba…Esto…Se…se acabó…se acabó”, murmuraba. Creado por Martín Ramírez en el primer número de la revista, López era una encarnación del chileno de clase media y sus aventuras en la revista describían su drama diario (cesantía, abandono, hambre, alcoholismo) pero también lo presentaban como un antihéroe entrañable, un símbolo capaz de cargar, episodio tras episodio, con el peso de la historia de Chile.

    Detrás de las aventuras de López estaba la ciudad de Santiago y Chile completo. En tanto personaje, era una representación del ciudadano promedio en crisis, martirizado y violentado en formas diversas. Desposeído de todo, no le quedaba otra que terminar volviéndose un flâneur casi en situación de calle, imposibilitado de redimirse, de salir de su pasmo. Así, asistía al espectáculo del derrumbe de la clase popular y a la transformación de esta en el público masivo.

    Todo eso aparecía en los cómics de la época, que quizás podemos leer como registro inesperado. Es algo que podemos reconocer en las imágenes arrasadas del zombie Meltor que dibujaba Miguel Hiza, un monstruo –o un ciudadano— que recorría cementerios y locales de videojuegos, hurgando en su propio vacío (en Trauko); en los vagabundeos del Anarko por el Valparaíso que dibujaba Jucca en los números autoeditados de Thrash Comics y luego en Bandido, en las derivas del Conde de Matucana de Ricardo Fuentealba para Matucana, en las imágenes de protestas de Juan Vásquez y Felba donde la epopeya del primero (una ciudad llena de humo y helicópteros, una ciudad sitiada) se unía a la peculiar picaresca del segundo con sus cavernícolas destruyendo camiones policiales, en Beso Negro; en las notas sobre los yuppies sudacas que Mauricio Salfate, Yo-Yó, tomó a partir de las crónicas de Enrique Alekán que escribía Alberto Fuguet (en Trauko); y el achurado que simbolizaba el óxido en las postales porteñas de Patricio González (en Catalejo). Así, era posible encontrar una línea de continuidad que unía al cómic con la música, el cine y la literatura de aquellos años, como bien puede verse en cualquier número de Matucana, en cualquiera de sus épocas, como si los ecos de la fiesta siguieran sonando en las páginas de la revista.

    Así, era posible encontrar una línea de continuidad que unía al cómic con la música, el cine y la literatura de aquellos años, como bien puede verse en cualquier número de Matucana, en cualquiera de sus épocas, como si los ecos de la fiesta siguieran sonando en las páginas de la revista.

    Todos coincidían en un mismo espacio. Las historietas eran parte del mismo imaginario que también aparecía en las canciones de Los Electrodomésticos, con sus sonidos rescatados del éter y de la calle y el paisaje sonoro del ruido diario, mezclados con letras hechas de puro collage; en las calles iluminadas por el neón interminable en Hay algo allá afuera, la cinta de Pepe Maldonado; o los poemas de Sergio Parra y Malú Urriola, también construidos con esos mismos fragmentos rotos de la cultura nacional (“Rimbaud/Pélate/tómate un vinito/ vamos al Normandie/ baila un rock Matucana 19”, decía un poema de Parra).

    Leyéndolos en conjunto, lo que hay es un retrato múltiple del país. Ahí conviven con el delirio de El Padre Mío de Diamela Eltit (y la historia de Chile encriptada y deforme de sus monólogos) pero también con las imágenes de Paz Errázuriz y Álvaro Hoppe que tensan el registro de los cuerpos y de la calle, de los secretos tras los decorados del espacio público. Más vasos comunicantes ahora resultan reveladores: las Yeguas del Apocalipsis publicaban manifiestos en Trauko. En ninguno de los casos mencionados hay épica alguna, solo reconocemos detalles, pedazos de lo cotidiano, más fragmentos.

    Enrique Lihn había prefigurado esta transformación en El Paseo Ahumada. La había intuido como un problema literario pero también material: el poema estaba editado casi como un fanzine y estaba acompañado de las fotografías de Paz Errázuriz y Marcelo Montecino, y los dibujos de Germán Arestizábal. Que Lihn publicase algunos trabajos suyos (entre los que venían fragmentos de El Paseo…) en revistas como +Turbio/Sudacas o Matucana solo decretaba el modo en que su trabajo se relacionaba e intervenía la realidad, pura poesía situada con los ojos puestos en la vereda y en los rostros callejeros, y los oídos atentos respecto al modo en que estaba cambiando la lengua.

    Más tarde, el mismo trabajo del poeta como artista en una novela gráfica inconclusa (Roma, la loba; de 1988, año de su muerte) solo profundizaría su lazo con estos materiales, con estas preguntas sobre la relación entre cómic y sociedad. “Como si El Ahumada fuera un pantano/ eso se ha llenado de zancudos helicópteros infinitesimales que vuelan aquí sin un zumbido/exanguës” diría antes uno de los versos de El Paseo Ahumada, que podía ser leído como un apunte al vuelo paranoico, otro pedacito del paisaje sucio del centro, otra viñeta de un cómic fantasma sobre Santiago.

    Sobre lo mismo: en ese Trauko nº 19 también venía “Santiago Satánico” de Lautaro Parra, una historia de cuchilleros ambientada en la Plaza Italia del 2020. El trabajo de Parra había evolucionado desde cuentos amorosos new romantic a historias de asesinos en serie con citas a Kenneth Anger. Su trazo había cambiado también, pasando de una delicadeza casi transparente a la mancha expresionista como sinónimo de violencia y quizás a la idea de que todo futuro era una máscara del presente. En ese número prohibido su lectura en clave hardcore punk del centro huía de la novedad para quizás citar a la tradición, volviendo a los mismos temas criminales que habían tocado Gómez Morel o Luis Rivano décadas atrás.

    La de Parra trataba de otra colección de viñetas que se sumaba al retrato colectivo que el cómic chileno construyó sobre aquellos paisajes de modo fragmentado, al modo de una colección de registros parciales cuya suma panorámica ahora recién podemos intuir.

    Como el relato de Martínez, esa panorámica era quizás la de una ciudad suspendida en la intemperie dictatorial, llena de los ecos de música new wave y aspiraciones de modernidad, un lugar donde circulaba la policía secreta y el miedo volvía atenazado tomando las formas del silencio, el tedio y la pobreza; de los ecos de una amenaza permanente, lejos de cualquier épica y siempre con una duda mutante respecto a su valor como arte popular.

    Ahí la parodia era apenas un alivio del horror y la representación del país de los años 80, un asunto que no evadía una violencia tan simbólica como cotidiana sino que, por el contrario, la volvía el material que trabajaba, una sucesión de imágenes y relatos que aprendían a mirar y habitar de nuevo las calles, las avenidas y las plazas de las ciudades chilenas y con eso comprendían la intimidad frágil, las cicatrices y la carne viva del trauma, el modo en que los ciudadanos desplegaban sus afectos y construían sus lazos.

  7. Carmen Berenguer

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    La obra de la poeta Carmen Berenguer, autora de Bobby Sands desfallece en el muro (1983), funciona como la memoria viva de la ciudad en dictadura, de sus lenguas y sus cuerpos, de las formas de violencia y la épica secreta de la supervivencia cotidiana en un mundo de experiencias extremas. Nítida y pop, su poesía puede leerse como la crónica nerviosa de una década terrible y asombrosa. Ahí Berenguer no evade la realidad, la exhibe a ras de piso, con el oído puesto en la respiración de la calle.

  8. Rodrigo Lira en el pabellón de los agitados

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    Rodrigo Lira atravesó la escena cultural bajo dictadura provocando desconcierto entre las figuras consagradas de la poesía chilena y los escritores incipientes. Su poesía hizo del lenguaje un campo de experimentación donde la parodia se paseó a sus anchas, sin pedirle permiso a ninguna tradición literaria. Eterno estudiante, residente ocasional de instituciones psiquiátricas y aficionado a la provocación, el poeta Rodrigo Lira, quien se quitó la vida a los 32 años, rápidamente se transformó en el primer mito literario de la década de 1980.  

    Por Óscar Contardo

    La perspectiva de la historia, cuando todo ya es un pasado irremediable, hace que ciertas biografías parezcan un síntoma de su tiempo. Para quienes fueron jóvenes en los años 60 en Chile, el porvenir tuvo una primera curva, vertiginosa y emocionante, una ruta de cambio, seguida de otra cerrada y resbaladiza que acabó enfrentándolos con un futuro oscuro y rabioso. Rodrigo Lira nació en 1949, y perteneció a esa generación. Antes que poeta, fue el hijo de un militar que viajaba de norte a sur con su familia. Cada destinación significaba nuevos amigos, distintos colegios. Lira pasó de ser el alumno brillante de liceos de provincia, al compañero gordinflón del que algunos se burlaban en el colegio Verbo Divino. En la medida que la adolescencia avanzaba su conducta se tornó errática y desconcertante, un problema que sus padres quisieron resolver enviándolo a la Escuela Militar a terminar su educación secundaria.

    En 1967 ingresó a la primera de varias carreras universitarias en las que apenas perseveraba. En la Universidad Católica pasó por Psicología, por la Escuela de Comunicación y por Filosofía. Luego probó en Bellas Artes de la Universidad de Chile, en donde aprovechó para tomar un curso de biología, algo que combinaba con su necesidad de clasificar sistemáticamente la realidad, enfrentándose a las palabras como un botánico a las plantas. Jugaba con ellas, las analizaba como órganos a los que se le separan los tejidos

    Su experiencia universitaria fue un ir y venir que remataba en períodos de inmovilidad y crisis de furia que acababan con él hospitalizado en el pabellón de los agitados. Los 70 fueron eso para él, un ensayo permanente en la búsqueda de rutinas, de regularidades que se le escabullían. Un zigzagueo que continuó después del golpe de 1973, cuando la crispación política fue reemplazada por un silencio ominoso, que él percibía como un eco ajeno, mientras fumaba marihuana en un departamento de avenida Grecia al que lo llevaron a vivir sus padres en 1975, tras una temporada en el Psiquiátrico.

    En 1978 volvió a la universidad y emprendió una nueva carrera, Bachillerato en Lingüística, en el Pedagógico de la Universidad de Chile, un lugar al que llamó su “nicho ecológico”, y que por ese entonces sobrevivía a la intervención del régimen. El Pedagógico había sido severamente golpeado por la dictadura. Además del cierre de carreras, el desmantelamiento curricular y la purga administrativa, una generación de académicos había sido expulsada; hubo profesores detenidos, exiliados o hechos desaparecer. Lira sugirió a las autoridades que aprovecharan a los soplones -sapos, informantes- que recorrían los patios y jardines, escuchando conversaciones ajenas, y los hicieran regar huertas que él mismo podría diseñar, aprovechando el espacio disponible.

    Durante ese año Eduardo Llanos y Alejandro Pérez eran estudiantes de psicología del Pedagógico. Una tarde de otoño, mientras caminaban por Macul se toparon con un hombre de gorra que les comentó que se estaba acumulando mucha hojarasca que convenía transformar en tierra de cultivo. Ese hombre era Lira. Empezó hablando de árboles, y a través de las plantas llevó la conversación hacia la literatura y la poesía hispanoamericana. Fue así como recalaron en la obra de Enrique Lihn, una suerte de tótem para los jóvenes del momento. Los nuevos amigos empezaron a reunirse en la pequeña oficina que ocupaba Eduardo Llanos como alumno en práctica de psicología. El círculo en torno a Lira tomaba distancia de la hegemonía de la trova latinoamericana y la literatura comprometida que marcaba los tiempos: eran admiradores de los beatniks, leían a Ginsberg, escuchaban a los Beatles, rock progresivo, el grupo Kansas y Jethro Tull.

    Fue durante ese primer año en el Pedagógico que Lira comenzó a circular por los refugios en donde se habían resguardado los escritores: la Casa del Escritor de la Sociedad de Escritores de Chile, el Instituto Goethe y las agrupaciones universitarias. Un ecosistema que debió sentarle bien porque en cosa de meses ya se hizo un lugar con un poema que logró una de cuatro menciones en el concurso Alerce, de la SECH. Lira resultaba una criatura extrañamente atractiva para la nueva generación de poetas. El círculo era pequeño, además de Llanos y Pérez, habría que contar a Roberto Merino, Antonio de la Fuente, Óscar Gacitúa y Alicia Oportot. Un puñado que se movía en un espacio cultural aplastado por las circunstancias. Él se hizo notar por sus declamaciones, por su estampa estrafalaria, por sus anteojos gruesos de carey, por el bolso de cuero en el que llevaba una guía de teléfonos amarillas que incluía el mapa de la ciudad. “Por si me pierdo”, fue la explicación que le dio a una compañera de curso.

    Roberto Merino supo de su existencia porque su figura era un tema de conversación en los patios del Pedagógico. Lo conoció personalmente en 1979 y recorrió con él los pocos lugares que funcionaban de una bohemia aplastada por el toque de queda: el Pushkin, Los Cisnes, Las Lanzas. Ese mismo año su leyenda se acrecentó cuando ganó el primer premio del concurso de poesía de la revista La Bicicleta, emblema de la contracultura del momento. El trabajo titulado “4 Tres cientos sesenta y cincos y un 366 de onces” se impuso al resto, en parte gracias a que Enrique Lihn, miembro del jurado, inclinó la balanza a su favor. Tenía ya 30 años y ese sería su principal logro artístico en vida.

    Luego de eso, Lira parodió a Lihn en sus narices en un recital poético y tiempo después pensó que la mejor manera de que el autor reconociera sus habilidades era editando completamente su novela La Orquesta de Cristal y entregándosela, reformulada. Según Alejandro Pérez, Lira quería decirle al maestro “esto soy capaz de hacer y esta primera muestra que le doy será gratis. Las que vienen no”. En enero de 1981 un grupo de jóvenes escritores se reunió en el departamento de Lihn. Entre ellos estaba Lira. Lihn había sido convocado a un encuentro en Nueva York y quería llevar un registro de lo que opinaba el grupo de la realidad local. Óscar Gacitúa grabó en video la conversación. Lira tenía 31 años. Vestía pantalón con suspensores, una camisa de manga corta y patillas gruesas. Lihn escuchaba desde un sillón de mimbre cuyo respaldo tenía la forma de cola de pavorreal. Una vez finalizada la reunión, Gacitúa se dio cuenta que quedaba algo de cinta y preguntó si alguien quería recitar algo. Rodrigo se puso de pie, pidió sentarse en el sillón del anfitrión y comenzó a declamar esparciendo un rollo de papel higiénico impostando la voz, tal como lo haría después, en noviembre de ese año, un mes antes de suicidarse, representando un fragmento de Otello, de Shakespeare, en Cuánto Vale el Show, un programa al que acudían cantantes y humoristas aficionados que presentaban su espectáculo para luego ser recompensados con una suma modesta de dinero. No ganó, pero el jurado le otorgó 8.700 pesos de la época como premio de consuelo. Usó el dinero para comprar una bicicleta.

    Nunca tuvo novia. No una que presentara y con quien se les viera llegar juntos a las reuniones. Se enamoraba de muchachas que no le correspondían. Alicia Oportot recuerda que durante mucho tiempo pretendió a la fotógrafa Leonora Vicuña, pero sus intenciones no prosperaban. Una vez planeó un matrimonio por conveniencia. Óscar Gacitúa conoció la idea. El objetivo era casarse con la hija de algún escritor. Un matrimonio que se arreglaría entre él y el padre de la escogida. Hizo una lista de escritores que le interesaban y que tenían hijas solteras –algunas de ellas adolescentes- y diseñó unas cajas en las que iba una carta de petición de mano y algunas otras cosas. Gacitúa detalla que se la envió a Nicanor Parra, José Donoso, Jorge Edwards y Enrique Lihn, pidiéndoles la mano de sus respectivas hijas. En un recital poético en la SECH abordó a Lihn y le pregunto de manera muy ceremoniosa si había recibido “su envío”. Lihn le respondió: “No acuso recibo de su mierda”. Hasta ese momento Lira no había contado que el envío incluía caca, según él, una antigua tradición medieval.

    La última vez que Roberto Merino vio a su amigo Rodrigo Lira fue durante el atardecer del 24 de diciembre de 1981. Lira llegó atormentado a la casa de Merino. Iba en la bicicleta que se había comprado con lo que ganó en Cuanto Vale el Show. Le habían dado un topón en la calle y decía que ya no se podía vivir en esta ciudad. Estaba muy angustiado. Habló de matarse. Merino trato de disuadirlo de la idea, hizo lo que pudo. Lira se fue. En la poesía “Ulterior Desdibujo Contribución Zoo-eto-lógica al trabalenguas del Topo” Lira escribe: “Al final de la película, el Topo se aleja/Gimoteando, murmurando sus quejas, gemebundo/ Por flojera no se muere todavía”.

    El 26 de diciembre de 1981 era su cumpleaños. Ese día uno de sus hermanos lo encontró muerto en su departamento durante la mañana. En las páginas policiales del diario La Tercera del día siguiente quedó registrado, en una pequeña nota, que “Lira fue encontrado en el baño de su domicilio con profundas heridas punzantes en el cuello y rostro y con heridas en ambas manos que al parecer le causaron su deceso por anemia aguda”.

    Recién después de su muerte, y luego de reunir un conjunto de textos desperdigados, tres de sus amigos lograron publicar, en 1984, el libro Proyecto de obras completas, con prólogo de Lihn. El 2 de diciembre de 1984, el crítico Ignacio Valente dio su veredicto sobre la obra póstuma de Lira en El Mercurio: “Su talento poético más específico fue el de la parodia (…) Las afinidades sonoras y las asociaciones inmediatas de imágenes lo seducían de modo irresistible (…) Este Proyecto lo es doblemente en cuanto obra inconclusa y en cuanto boceto de una poesía posible”.

    Proyecto de obras completas, cuya tirada inicial fue de 500 ejemplares, se transformó en un objeto de culto para las generaciones siguientes y Lira en una suerte de ícono. “Me dice David Wallace (profesor de literatura) que los muchachos y las muchachas estudiantes de pregrado en literatura de la Universidad de Chile cuentan a Rodrigo Lira como uno de los suyos” escribía el profesor de literatura Grinor Rojo en el prólogo de “Declaración jurada”, el segundo libro de Lira, publicado más de 20 años después de su muerte, en 2006. Sobre ese volumen dio cuenta el crítico Camilo Marks, sumándole a su reseña el factor de celebridad que con los años adquirió la figura del poeta:

    “Rodrigo Lira no es un mito más de la literatura chilena, sino la figura arquetípica que reúne, en su vida y creaciones, todo el potencial de extravío, perdición, descarriamiento de una vocación llevada a sus últimas consecuencias, en el límite extremo de la ruptura con el lenguaje”.

  9. Carlos Cabezas

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    Los años 80 le ofrecieron a Carlos Cabezas el más inesperado giro profesional: de controlador de tráfico aéreo, el nativo de Ovalle pasó a experimentar con sonidos, componer piezas de pop inclasificable y convertirse en el cantante y guitarrista de la banda Electrodomésticos. El trío de firme identidad y vocación de permanente propuesta publicó en esa década sus dos primeros discos, y se vinculó estrechamente con creadores de las áreas de la pintura, el cine y el diseño.

  10. Nelly Richard: torcer los códigos

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    Cuando en 1970, a sus 22 años, la francesa Nelly Richard aterrizó en Santiago, el ambiente cultural se sacudió. Era una joven cosmopolita y garbosa, a lo que se añadía un inusitado brillo intelectual. La recuerdan, hasta ahora, como una contrincante temible a la hora de discutir. Suya es la marca “Escena de Avanzada”, que hasta hoy sirve para referirse a la producción crítico-experimental de los 80 que cambió el panorama de las artes visuales.

    Por Catalina Mena

    Nacida en Francia, egresada de Literatura Moderna en la Sorbonne, Nelly Richard (1948) llegó a Chile de la mano de su marido, Javier Richard, con quien sigue casada. Era la emergencia de la Unidad Popular y de inmediato entró a trabajar al Museo Nacional de Bellas Artes, siendo la asistente de su entonces director, Nemesio Antúnez, que estaba renovando esa institución. En ese tiempo hizo con él el ahora mítico programa “Ojo con el Arte”, donde ella tenía gran influencia tanto en la forma como en los contenidos.

    En esos primeros años conoció a Carlos Leppe, una figura clave en su vida y en su incursión en el pensamiento sobre arte. Se hicieron íntimos amigos y, de hecho, el primer libro de Richard, titulado Cuerpo Correccional (1980), está dedicado a su trabajo. En entrevista con el teórico Federico Galende, quien reunió varias voces del arte crítico en su serie de libros Filtraciones, Richard afirma que fue él quien le enseñó a descifrar los códigos visuales. “Leppe era un tipo que ponía día a día un ejercicio de fascinante inteligencia de los signos. Poseía naturalmente lo que Barthes llamaba ‘el olfato semiológico’. Y eso lo experimentábamos diariamente al recorrer la ciudad, al descifrar las fachadas, al revisar los cuerpos, la moda, mirando revistas de arte, investigando en lo popular”.

    Tras el aturdimiento que siguió al golpe militar de 1973, surgieron sensibilidades que no solo cuestionaban los discursos oficiales, también se desmarcaban de los lenguajes de la izquierda tradicional y del canon académico. Independiente de cualquier tutelaje e institución, Nelly Richard fue una activa observadora y partícipe de las corrientes culturales alternativas. Estuvo en los espacios que sobrevivían en los márgenes, muchas veces de forma clandestina; fue asidua de los bares donde se reunían artistas y escritores; armó exhibiciones y catálogos; publicó textos inesperados donde mezclaba feminismo, arte y política; y se convirtió en una autoridad intelectual a quien le profesaron una mezcla de admiración, respeto y temor. Hasta hoy.

    Estuvo en los espacios que sobrevivían en los márgenes, muchas veces de forma clandestina; fue asidua de los bares donde se reunían artistas y escritores; armó exhibiciones y catálogos; publicó textos inesperados donde mezclaba feminismo, arte y política; y se convirtió en una autoridad intelectual a quien le profesaron una mezcla de admiración, respeto y temor. Hasta hoy.

    Ya a finales de los 70, Nelly Richard había logrado reconocimiento como creadora de un pensamiento latinoamericano sobre arte. Un pensamiento “con calle”, como dicen los políticos. Participaba apasionadamente en el debate cultural tanto en Chile como afuera, codeándose de igual a igual con los travestis, los hippies, los new waves, las feministas, los artistas y los poetas, así como con intelectuales de talla internacional como el crítico y curador argentino Jorge Glusberg o el filósofo italiano Gianni Vattimo.

    Sus ideas adoptaron con rapidez la renovación intelectual que estaba ocurriendo con Foucault, Barthes, Kristeva, etcétera, al tiempo que absorbían los saberes populares y periféricos, defendiendo el mestizaje, sin someterse a los estilos y tendencias académicas. Le interesaba lo híbrido y contaminado; arremetía contra los clichés de la identidad y sus fantasías de pureza; cuestionaba las divisiones de género ya fueran en el arte y la literatura como en materia sexual. Lo suyo era un gesto emancipador.

    Nelly Richard es quizás la primera intelectual chilena que expresó una sensibilidad queer (palabra que en inglés significa “extraño”) y que refiere a la legitimación de identidades torcidas, que no se matriculan con un género pre-establecido. Richard es queer por el carácter inclasificable de su figura  y porque su pensamiento ha cuestionado sistemáticamente los mandatos de género. Sus textos se adelantaron a complejizar las subjetividades subalternas liberándolas de estereotipos y caricaturas, y al mismo tiempo, desarmaron los clichés que prevalecían sobre Latinoamérica, reduciéndola a un continente exótico, pero sin producción intelectual. También, las obras que siempre le interesaron y de las cuales ha escrito son así: mutidisciplinarias, con vuelo y coraje conceptual y político.  Lo que ha querido no es simplificar, sino introducir preguntas por entre las grietas de los discursos instalados. “Para mí, ‘lo político’ radica en el acto de subvertir la mirada, de alterar percepciones y comprensiones, de torcer los códigos dominantes”, dijo alguna vez. Desde los 80 hasta hoy, Richard ha publicado una veintena de libros y centenares de textos críticos que han ejercido influencia y provocado debates al interior de distintas disciplinas.

    Desde el comienzo se trató de un cuerpo y una escritura: las dos cosas juntas. Quienes la conocieron en dictadura dicen que era de un atractivo feroz. Si alguien entraba al Jaque Matte (uno de los pocos bares que funcionaban en Plaza Italia) se la encontraba con un trago en la mano, en la cabecera de una mesa, rodeada de jóvenes que la escuchaban embelesados.

    Su performatividad al hablar era magnética y efectiva. Era de esas personas cuya voz, además de decir algo, “hace” algo en el espacio. Y es que “tenía un cuerpazo”, como señala el artista y editor Carlos Altamirano, que fue uno de los primeros que cayó bajo sus encantos. “Y es que tenía, y sigue teniendo, un poder personal que emanaba de ella misma, que no era adquirido desde afuera. Era una legitimidad propia, que todos le reconocían”, afirma. “Era un objeto de deseo y de temor, súper imponente físicamente. Atractiva, intensa, brillante. Conversando con ella te desarmaba. No era beata en absoluto, no tenía pudor, era valiente, coqueteaba, sabía de su capacidad de seducción”.

    Juntos dirigieron, en el 77, la galería Cromo, asociados con el fallecido artista-performer Carlos Leppe. Fueron un trío potente que dialogaba con otros núcleos también poderosos, como el que se conformó en torno a Galería Época, donde operaban los artistas Eugenio Dittborn y Catalina Parra, junto al teórico Ronald Kay. También, por la misma época, se formó el colecitvo CADA, que agrupaba a los escritores Diamela Eltit y Raúl Zurita; a los artistas Juan Castillo y Lotty Rosenfeld; y al sociólogo Fernando Balcells. Todos eran veinteañeros, exaltados, buenos para armar intrigas. Una semana podían convertirse en enemigos acérrimos, y a la otra estar bailando y emborrachándose como los mejores compañeros.

    En los 80, Nelly Richard acuñó el término “Escena de Avanzada”, para designar la movida del arte crítico y experimental durante la dictadura, en la que había participado activamente. Esta escena, que puede ser más o menos difusa, sigue siendo hasta hoy un referente obligado y un objeto de controversias. “Me parece que el recuerdo de la Escena de Avanzada suscita una mezcla de odio y de fascinación que sigue manteniéndola vigente (aunque sea fantasmalmente) pese a los desesperados esfuerzos de algunos para aniquilarla”, comentó hace poco.

    “Me parece que el recuerdo de la Escena de Avanzada suscita una mezcla de odio y de fascinación que sigue manteniéndola vigente (aunque sea fantasmalmente) pese a los desesperados esfuerzos de algunos para aniquilarla”, comentó hace poco.

    Esa denominación fue un invento de ella. Le dio unidad a un fenómeno plural, tal vez forzando un poco las cosas. Es cierto que al interior de ese mundo cultural había diferencias y grupos; algunos trabajaron juntos realmente, otros en paralelo; algunos fueron más visibles, otros más solitarios. Pero sin esa intervención el arte neovanguardista de la época no habría adquirido la contundencia crítica que hoy posee.

    La marca “Escena de Avanzada” fue una creación a posteriori, que se oficializó cuando Richard publicó el libro Márgenes e Instituciones, en 1986, y consagró bajo esa chapa a distintas prácticas que transgredían la tradición de las “bellas artes” y operaban a contracorriente de las instituciones, llamando a rebelarse contra el autoritarismo y la violencia imperantes. Esta publicación, pieza clave para la comprensión del arte contemporáneo chileno, recoge y analiza obras realizadas desde 1973 que se caracterizaron por introducir la pregunta sobre qué es el arte, cuáles son sus límites, y qué eficiencia puede tener. Su propuesta era decidida, en el sentido de afirmar que realmente en dictadura había surgido una nueva escena. Y eso provocó adhesiones y rechazos, ya que no existía otra voz crítica que hubiese articulado un relato consistente sobre el medio artístico, pero también porque algunos se sintieron excluidos o erróneamente incluidos. Es cierto: Nelly Richard encendió la hoguera de las vanidades.

    El libro, diría después, nunca pretendió convertirse en canon, ya que estaba “demasiado consciente de su precariedad”.