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  1. Lihn en el país de los monstruos

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    Mientras la escena cultural se reacomodaba en los claros que dejaba la dictadura, Enrique Lihn vivió su propia transformación: figura de la generación del 50 y eterno disidente, el poeta en los 80 cruzó los límites de la literatura y se embarcó en decenas de proyectos colectivos que se tradujeron en performances callejeras, películas, cómics e innumerables intervenciones críticas. Contingente, político y urgente, documentaba hasta la desesperación el país que nunca dejó.

    Por Roberto Careaga C.

    Al final, pidió que le amarraran el lápiz a la muñeca. Estaba aburrido de que se le perdiera entre los pliegues de las sábanas, en esa cama que sabía perfectamente que también era su lecho de muerte. Enrique Lihn tenía 58 años y venía de una década abrumadoramente inquieta para haberla vivido en medio de una dictadura: en los años 80 el autor de La pieza oscura llevó al extremo una pulsión iconoclasta y su obra se disparó en incontables proyectos literarios, teatrales, gráficos y hasta cinematográficos que le tomaban el pulso a la realidad hasta deformarla. Iba tan acelerado que cuando a fines de 1987 le pillaron un cáncer en el riñón, no pudo parar. Cinco meses después, Lihn figuraba en cama aguantando el desenlace escribiendo un libro de poemas con un nombre rotundo, Diario de muerte. A la vez, dibujaba un saturadísimo cómic ambientado en un país fantástico que podría ser Chile. Era urgente: necesitaba un lápiz amarrado a la muñeca.

    “Hacia el final, solo creía en escribir”, cuenta Adriana Valdés en un luminoso testimonio que narra los meses finales de Lihn, incluido en el libro Vistas parciales. Su relato es de primera mano, pues como amiga y ex pareja del poeta se hizo cargo de los asuntos domésticos de ese periodo en que el cáncer avanzaba: ajustó los desajustes del departamento de Lihn en el 61 de la calle Passy, ubicada entre Vicuña Mackenna y el Parque Bustamante, y lo acompañó hasta última hora, asistiéndolo tanto en los asuntos médicos como en los literarios. Tanto ella como Guadalupe Santa Cruz y Claudia Donoso, que también habían sido parejas del poeta, tenían llaves de la casa, pero no eran las únicas que estuvieron por ahí. Partiendo por Nicanor Parra, Lihn recibió en esos días a decenas de amigos y cercanos para hablar e incluso para trabajar.

    “Todo el mundo supo rápidamente que tenía cáncer”, recuerda el escritor y editor Pablo Brodsky, y su “todo el mundo” hay que entenderlo como una descripción del acotado pero intenso paisaje cultural de esos días. Ahí, Lihn circulaba de forma transversal: pieza angular de la generación del 50, disidente imperfecto de la Revolución Cubana y a la larga también intelectual incómodo de la Unidad Popular, Lihn en los 80 se movía en un rango tan amplio que en su conversación estaba desde la furiosa poeta Stella Díaz Varín, hasta un desconocido Roberto Bolaño, que desde Cataluña le enviaba cartas. También estaba el artista Eugenio Dittborn, los narradores Jorge Edwards, Enrique Lafourcade y Francisco Coloane, siempre Parra y Pedro Lastra, cuando podía Germán Marín y mil veces la tracalada de poetas jóvenes que merodeaban la escena. “Lihn era un faro”, dice Brodsky, que efectivamente lo visitó en la calle Passy, donde tuvieron una conversación tan franca como siempre sobre el destino de su enfermedad.

    “Lihn era un faro”, dice Brodsky, que efectivamente lo visitó en la calle Passy, donde tuvieron una conversación tan franca como siempre sobre el destino de su enfermedad.

    Se habían conocido hacia 1983, cuando Brodsky era un poeta inédito que rozaba los 30 años. De vuelta del exilio, empezó a frecuentar el grupo de teatro El teniente Bello, por donde también circulaba Lihn, que en ese momento estaba preparando un asalto a la calle: el lanzamiento de El paseo Ahumada, el poema más urgente y descarnado de sus retratos sobre el Chile de la dictadura. Es posible que su existencia esté ligada forzosamente a su presentación, una performance colectiva que se realizó precisamente en el paseo Ahumada y en la que también estuvo Brodsky.

    La presentación, a inicios de diciembre del 83, fue casi una obra teatral callejera. Según recuerda la poeta Elvira Hernández, que también estuvo ahí, ensayaron varios días, en los que Lihn fue escogiendo a los actores y poetas que participarían. “Nosotros íbamos a hacer una prédica muy parecida a la de los evangélicos, que se instalaban todos los días frente al Banco de Chile, donde llegamos nosotros. Nuestra prédica consistía en leer a coro los poemas de El paseo Ahumada”, cuenta Hernández, que añade que una vez instalados en el paseo se agolpó la gente. Hay una foto que documenta la escena: envueltos en una multitud, Brodsky, Hernández y Eduardo Llanos acompañan a Lihn, que vocea sus poemas a través de un megáfono hecho de cartón.

    “Su limosna es mi sueldo / Dios se lo pague / Un millón y medio de subempleados mendigos suscribirían el lema / si los dejaran chillar como a éste y a otros tantos pocos en el Paseo Ahumada”, decía Lihn en medio de la calle, aludiendo a un habitante real de esos días en el paseo: el Pingüino, un muchacho que pedía monedas a diario en el lugar. No es claro si él estaba ahí el día del lanzamiento, pero quienes sí presenciaron todo fue un grupo de carabineros. Y terminada la presentación procedieron a detener a Lihn por alteración del orden público. Se lo llevaron a la primera comisaría, en Santo Domingo con Mac-Iver, donde tuvo una suerte rara: el teniente que lo recibió conocía su obra. A los 10 minutos lo soltaron.

    Y terminada la presentación procedieron a detener a Lihn por alteración del orden público. Se lo llevaron a la primera comisaría, en Santo Domingo con Mac-Iver, donde tuvo una suerte rara: el teniente que lo recibió conocía su obra. A los 10 minutos lo soltaron.

    El poeta siguió con su agenda y emprendió rumbo hacia el Parque Forestal, donde se estaba desarrollando la Feria del Libro de Santiago. Allá empezaba el lanzamiento oficial de El paseo Ahumada y Brodsky estaba en una mesa a punto de decir unas palabras cuando alguien grito: “¡Ahí viene Lihn!”.

    Los proyectos salvajes

    Con fotografías de Paz Errázuriz y Marcelo Montecinos y diseño de Óscar Gacitúa, El paseo Ahumada sintetiza un modo de actuar de Lihn en esos años: un personalísimo proyecto poético que interviene la contingencia política, que para ponerse en escena requiere la creación de un colectivo efímero. Lo había hecho antes y lo haría varias veces de nuevo, nunca de forma tan explícita como en una serie de obras de teatro: La mekka (1984), Niú York, cartas marcadas (1985) y La radio (1987). Quizás la idea del colectivo venía de una experiencia elemental de su biografía literaria: la elaboración del poema visual El Quebrantahuesos, en 1952, cuando tenía 23 años, dirigido por Parra y en colaboración con Alejandro Jodorowsky, entre otros. Si aquella fue la primera vez, la segunda podría ser la performance Lihn y Pompier, presentada el 28 de diciembre de 1977 en el Instituto Chileno Norteamericano y luego transformada en book action por Eugenio Dittborn.

    El personaje Gerardo de Pompier tiene una historia más larga. Fue creado por el poeta junto a Germán Marín a inicios de los 70, como un seudónimo para escribir sin culpa ni responsabilidad columnas sobre el acontecer literario en la revista Cormorán. “Era una especie de hiperescritor fallido, era la irrealidad de la literatura, la prosopopeya de los discursos oficiales”, diría alguna vez Lihn, que a la larga se apropió del personaje.

    “Era una especie de hiperescritor fallido, era la irrealidad de la literatura, la prosopopeya de los discursos oficiales”, diría alguna vez Lihn, que a la larga se apropió del personaje.

    Iba a aparecer en sus novelas La orquesta de cristal (1975) y El arte de la palabra (1980), dos oblicuas problematizaciones de la cháchara, pero se volvería un punto de vista para desfigurar y configurar la realidad que el poeta nunca abandonaría del todo desde la performance de 1977 en escena, en la que Lihn se maquillaba hasta convertirse en Pompier. Que no quede sin decir que la obra fue realiza en el día de los inocentes.

    El marco de Lihn y Pompier son las nuevas vanguardias de la plástica y la literatura en la dictadura. Esa noche, los integrantes de la llamada Escena de Avanzada estaban en el público y también eran los colaboradores del poeta. La ruptura en esos días venía en las voces de Raúl Zurita y Juan Luis Martínez, las obras de Carlos Leppe y los textos críticos de Nelly Richard. Lihn ya venía de vuelta. O eso parecía. Mientras el campo cultural se recomponía en los claros que iba dejando la dictadura, ya se asomaba a los 50 años y como tantas veces lo había hecho en su vida, asumía una posición discordante: “Él era un cuestionador. Era ajeno a doctrinas, lo examinaba todo con lupa. Y eso le traía problemas. Por un lado estaba la dictadura y por otro había la zona de resguardo de estar en la oposición, pero sin mucha discusión; como si el debate pusiera en peligro el objetivo de la lucha. Lihn lo cuestionaba todo”, cuenta Elvira Hernández.

    “Él era un cuestionador. Era ajeno a doctrinas, lo examinaba todo con lupa. Y eso le traía problemas. Por un lado estaba la dictadura y por otro había la zona de resguardo de estar en la oposición, pero sin mucha discusión; como si el debate pusiera en peligro el objetivo de la lucha. Lihn lo cuestionaba todo”, cuenta Elvira Hernández.

    El hito del Lihn crítico de esa época sucedió en 1983, cuando envió una ponencia para un Encuentro de Poesía Chilena en Rotterdam. Pidió que el texto fuera leído por Waldo Rojas para evitar cualquier tipo de censura y se lanzó contra los protagonistas de la reunión: los escritores en el exilio y la resistencia en el exterior a la dictadura. Fue una pasada de cuenta contra esos autores que durante la UP lo habían atacado por no cuadrarse con Fidel Castro y que no hacía mucho aún lo consideraban sospechoso de colaboracionismo de la dictadura, por permanecer en Chile. Desde ahí, Lihn caracterizaba la poesía chilena bajo Pinochet y hacía un diagnóstico durísimo del paisaje. “Vivir en Chile no ha sido nunca, culturalmente hablando, vivir bien; en el día de hoy significa, quizás, la ruina. Las reducciones han llegado al límite. Un solo crítico literario, ninguna revista, dos salas de conferencia, un lugar de reunión, nada”, escribió.

    Los “wild projects of the 1980’s” llamó a las obras de Lihn de ese periodo el académico Christopher M. Travis, a quien el escritor Roberto Brodsky cita en su libro La casa que falta. Esos proyectos salvajes, explica Brodsky, “oscilan todos inequívocamente entre un adentro y un afuera de la letra, y en tanto tal su despliegue permanecerá apartado del lugar donde se atesoran y conservan los secretos de la tradición y la reproducción de los saberes que la justifican”. Para el narrador Álvaro Bisama el asunto tiene ribetes más dramáticos: “Es como si en la década de los 80, Lihn cancelara todo futuro y se empeñara en quemarse, explotando en pedazos, actuando en modo viral, lanzándose al video arte, al cómic, a la crítica, al ensayo de arte sin pensar en los límites que separan cada uno de esos proyectos que terminarán mezclándose, convirtiendo todo en una suerte de diario múltiple”.

    “O encuentro mi camino o me abro uno”, anotó Lihn en “Derechos de autor”, un libro catálogo que elaboró junto a Óscar Gacitúa y la fotógrafa Inés Paulino en 1981. Es un volumen expresamente artesanal que en vez de lomo lleva un espiral, su materia es la fotocopia y se propone compilar lo que ha dicho la crítica y la prensa sobre su obra, como también él mismo. Tuvo una tiraba de solo 50 ejemplares, aunque al libro pretendía remontar la pesada idea de que nadie hablaba de Lihn y mucho menos lo publicaban. Mientras buscaba su camino, el poeta también entró en oscilaciones en el ámbito personal: fue cambiando de parejas, se movió de casa en casa y sumó una enorme cantidad de colaboradores pasajeros.

    Mientras buscaba su camino, el poeta también entró en oscilaciones en el ámbito personal: fue cambiando de parejas, se movió de casa en casa y sumó una enorme cantidad de colaboradores pasajeros.

    Y aunque viajaría a Estados Unidos, España y Francia, parecía omnipresente: todas las mesas redondas, lanzamientos e inauguraciones de exposiciones lo contaban si no entre sus presentadores, como parte del público, y cualquiera lo podía ver por el centro de Santiago caminando a paso firme mientras ojeaba un libro.

    Un voyeur

    En el relato “Encuentro con Enrique Lihn” Roberto Bolaño cuenta que mantuvo con el poeta una acotada correspondencia entre 1979 y 1983. En esa época, el autor de Los detectives salvajes era un absoluto anónimo, pero el poeta accedió al diálogo después de leer sus poemas inéditos. En algún pasaje de esas cartas, Lihn aventuró la existencia de los “seis tigres de la poesía chilena para el año 2000” y nombró a Claudio Bertoni, Diego Maquieira, Gonzalo Muñoz, Juan Luis Martínez, Rodrigo Lira y también a Bolaño. El destino ha sido muy distinto para cada uno de ellos, pero en la predicción latía su capacidad para vincularse con jóvenes poetas y leerlos en su mérito. Alguna vez, un poco en broma y un poco en serio, Roberto Merino habló de la “polihnización” aludiendo a la capacidad del escritor para activar la flora literaria.

    “Para mi generación era una opción de salida respecto de algunos modelos imperantes como el de Neruda. Parra era un camino cerrado”, asegura Merino, autor de Lihn. Ensayos biográficos. “Lihn representaba un modelo de poesía no complaciente, no sentimental y sumaba a eso un pensamiento crítico. Y era un tipo no convencional, que no lo podías referir a ningún tipo de institución”, añade.

    Quizás mientras se carteaba con Bolaño fue que, en diciembre de 1980, recibió en su departamento de General Salvo a un puñado de autores jóvenes estrictamente inéditos: Mauricio Electorat, Roberto Brodsky, Lira, Francisco Zañartu y Maquieira. El encuentro es famoso porque Óscar Gacitúa llevó una cámara de video y registró una de las poquísimas imágenes de Lira, que un año después se suicidó. En YouTube se puede ver la escena: vestido a la usanza de Pompier, Lira lee un cáustico poema sobre la dictadura, ante la atenta mirada del resto de los invitados y también de Lihn, que sonríe orgulloso de ese loco que quizás es un mejor Pompier que él. El asunto no quedaba ahí, sino que se trasladaba al papel: a la vez que se encontraba y entablaba amistad con esos jóvenes, escribía de ellos con una lucidez tan categórica que la escena poética de los 80 no habría sido la misma sin sus palabras.

    “Soy como un voyeur. Es decir como un tipo que observa y se observa en la sociedad, y que se sabe cómplice o parte de ella: un participante de este carnaval”, le dijo Lihn a Pablo Azócar en una entrevista en diciembre de 1986, al momento de estrenar la obra La radio, en la que no solo ejercía de autor, director y productor, sino también de vestuarista. El desasosiego lo impulsaba a moverse por todos los oficios: mientras incursionaba en el teatro, Lihn era profesor en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile, por supuesto seguía escribiendo versos y novelas, participaba en performances y crecía hasta desbordarse en su labor como crítico literario y de artes visuales. A esas alturas había sumado un nuevo oficio, el de director de cine. O algo así”.

    En 1984 puso en circulación la película Adiós, Tarzán, que dirigió junto a Pedro Pablo Celedón. Aventura colectiva disparatada, surgió como idea a partir de la muerte de Johnny Weissmüller, el actor que encarnaba a Tarzán en películas y series de televisión. El video está disponible en internet, dura una media hora y es un carnaval que Lihn encabeza a modo del señor Corales: es un circo que despide a un héroe de infancia y, a la vez, ridiculiza las formas de la dictadura. Actúan Gracia Barrios, Coloane, Warnken, entre muchos otros y termina cuando los participantes lanzan un ataúd al río Mapocho. Es una pieza tan experimental como artesanal que tuvo una segunda parte, La cena última, que Lihn trabajó en 1985 junto a Carlos Flores. El proyecto incluía la reaparición de Pompier, pero quedó inconclusa, sumándose a una serie de ideas en las que Lihn avanzó en arrebatos de entusiasmo y dejó sin terminar cuando las condiciones cambiaban. Otro ejemplo: este año 2021 se expuso por primera vez Mirómetro, una exploración gráfica y poética sobre el Metro que realizó a inicios de los 80 con Gacitúa.

    En la entrevista con Azócar de 1986, Lihn contaba que había conseguido una salida artística para las condiciones que imponía la dictadura: “La literatura es siempre un intento por deconstruir las convenciones de la realidad dominante, tiene un elemento disidente, tiene un germen de libertad”, decía. Para luego añadir: “La censura y la autocensura que produce el autoritarismo de algún modo se incorporan para impugnar desde adentro el discurso del poder, o como una confirmación irrisoria de ese poder, o de los poderes o de todos los poderes. Eso es lo que ocurre en mis novelas El arte de la palabra y La orquesta de cristal, que tiene que ver con la parálisis de la palabra que produce la censura; es decir, con la cháchara, la palabra vacía. Lo que he hecho en estos años está inevitablemente ligado a la realidad chilena: a este país de monstruos”.

    Los energuménicos últimos años

    Por entonces, un grupo de monstruos se había dejado ver y Lihn tomaba nota: en Villa Alemana había surgido un supuesto vidente que decía ver a la Virgen María. Atrajo multitudes devotas de todo Chile hasta el sector de Peñablanca, pero luego de una investigación de la Iglesia Católica se descubrió que se trataba de un plan urdido por la dictadura a modo de distracción. “La Virgen apareció para bendecir el sistema, pero se le pasó la mano”, se reía Lihn en una entrevista mientras escribía un poema al modo de El paseo Ahumada: contingente, político y urgente.

    “La realidad es el único libro que nos hace sufrir / La realidad es la única película que nos quita el sueño / La apariciones de la Virgen serán irreales no así la aparición de los agentes de la realidad”, se lee al inicio de La aparición de la Virgen, una suerte de crónica política que desde el vidente de Villa Alemana avanza para mostrar al país. “Lihn opera una poesía de carácter frontal, cuando no confrontacional, en apariencia descuidada, una poesía que le planta cara igualmente a la belleza pura y al presidente de la Corte Suprema, a la derecha y a la CNI”, escribió Vicente Undurraga en la reedición del libro que originalmente fue publicado en el sello Cuadernos de Libre (E)Lección en un papel muy precario. Tanto que Merino le peguntó directamente a Lihn si no había sido un poco apresurado. Pero eso era lo que menos le importaba.

    La aparición de la Virgen fue el último libro que publicó en vida. Apareció en diciembre de 1987, cuando Lihn ya sabía que tenía cáncer. Incluso le habían extirpado el riñón donde estaba el tumor y, le dijeron los médicos, el cuadro pintaba bien. Pecaron de optimismo, porque en marzo de 1988 volvió a caer en el hospital y descubrieron que la metástasis estaba en expansión. Fue entonces que apareció Adriana Valdés para ayudarlo en el trance final. “La lucidez ante la muerte fue un derecho que exigió con firmeza y hasta obstinación”, anotó Valdés aludiendo al sistemático rechazo del poeta a tomar analgésicos, pero también a su aversión a que le pasaran cuchufletas religiosas de última hora.

    “La lucidez ante la muerte fue un derecho que exigió con firmeza y hasta obstinación”, anotó Valdés aludiendo al sistemático rechazo del poeta a tomar analgésicos, pero también a su aversión a que le pasaran cuchufletas religiosas de última hora.

    Aún tenía por hacer: solo soltaba el cuaderno en que escribía Diario de muerte, para trabajar junto a Gacitúa ese cómic desaforado que terminó siendo Roma, la loba, e incluso estuvo dispuesto a sostener una entrevista con Merino, Guadalupe Santa Cruz y Miguel Vicuña cuando ya estaba en cama. La dio 19 días antes de morir.

    “Nunca se instaló. Más bien fue un maestro de la desinstalación. El trabajo riguroso, sobreabundante y solo en parte publicado que produjo durante estos energuménicos últimos años seguirá dando sorpresas”, escribió Claudia Donoso un mes después de la muerte del poeta en la revista Apsi, y el tiempo le ha dado reiteradas veces la razón: el abrumador material póstumo que se ha publicado tras su muerte ha confirmado que durante los 80 -pero también antes- Lihn escribió como un obseso, acaso porque ante la página había encontrado un “paliativo al vacío existencial de cada día”, como apuntó Merino.

  2. Punk, nuevo pop y fotografía: El desafío, la evasión

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    La pose frente a la cámara de las bandas eléctricas activas en Chile bajo dictadura era la opuesta a la que dicta la convención de la fotografía rockera promocional. No es el gesto del acomodo ni la autovalía orgullosa lo que vemos en esas imágenes, sino algo que más bien sugiere la urgencia del trabajo a contracorriente y la alerta a la precariedad circundante.

    Por Marisol García

    Era un tiempo de imágenes relevantes, cargadas de una impronta histórica pero no asociadas al ansia omniregistro de nuestros días. En los escasos espacios para la música en vivo de las ciudades chilenas en los años 80, los intermitentes conciertos de rock y pop de propuesta añadían a la precariedad técnica otro montón de obstáculos. Si ya la amplificación de sonido conseguía apenas el bosquejo de un estéreo envolvente, la iluminación menos que básica hacía de la filmación y la fotografía de cada encuentro casi un gesto de honor en un medio sin fuelle ni garantías.

    “Éramos jóvenes, y nos bastaba con el registro, el mono, la anécdota”, describe el fotógrafo Gonzalo Donoso, cuya afición musical y amistad con bandas de la época alentaron un trabajo que el tiempo ha vuelto referencia. Lo que ahora entendemos por producir un show, no estaba. Lo importante era tocar, nada más. Con el sonido que hubiese… y, si había suerte, con iluminación. Lo que no se podía hacer en escenografía se compensaba con el look”.

    Lo que ahora entendemos por producir un show, no estaba. Lo importante era tocar, nada más. Con el sonido que hubiese… y, si había suerte, con iluminación. Lo que no se podía hacer en escenografía se compensaba con el look.

    ©Gonzalo Donoso.

    Activo hasta hoy en el retrato profesional de músicos chilenos, sus tomas de esos años rara vez respondieron a encargos pagados. Eran fotos situadas en los alrededores de los espacios de ocio que generaba la escucha de discos; con esa excusa se reunía gente inquieta por un futuro en la pintura, el teatro o la música. Los Pinochet Boys en rincones del barrio Yungay de grisura desafiada por sus selectas chaquetas. El grupo Dadá en improbables salas de ensayo. Álvaro España (Fiskales Ad-Hok) cargando un cartel anticensura en una protesta callejera. Emociones Clandestinas de traje y chasquillas junto al río Biobío, como unos Kinks penquistas. Upa! y el gel. Las Cleopatras en vestidos ajustados. Las primeras formaciones de Electrodomésticos, Los Tres y Parkinson, antes de siquiera tener la conciencia de una eventual profesionalización en el rock.

    ©Gonzalo Donoso

    Es justo que Donoso haga sus recuerdos de la época en primera persona del plural. Él y los otros pocos fotógrafos inquietos por captar los irrepetibles ambientes de esos años —Hugo Pineda, Esteban Cabezas, Bernardita Birkner, Cristián Galaz— se fundían en una corriente de roles indistinguibles al momento de la escucha. Recuerda Leonardo Aller en su libro testimonial Dadá. Underground en dictadura (2009) los preparativos y el caótico desarrollo del hoy legendario Primer Festival Punk, realizado en junio de 1986 en un sindicato de calle El Aguilucho, también con Pinochet Boys, Zapatilla Rota e Índice de Desempleo: “El lugar era bueno y súper amplio. Esta tocata nunca la voy a olvidar. Siempre estará en mi memoria hasta la muerte. Lo que íbamos a hacer ese día era lo más punki hecho en onda música en el país. Aquí empezó todo lo que vendría […]. Al no tener baterista, le pedimos al Gonzalo [Donoso] que tocara, y atinó altiro […]. Le dimos sin parar como media hora. El TV [Star] vociferaba lo que en ese momento se le venía a su mente, mientras su mina [Lorenza Aillapán] leía unas weas que tenía escritas; para mí fue alucinante. Todos los que estaban mirando y escuchando quedaron en otra”.

    ©Hugo Pineda

    Las fotos que hasta hoy circulan de la pionera escena punk en Chile, así como de los inicios de grupos como Electrodomésticos, La Banda del Pequeño Vicio, Aparato Raro, La Ley o Fiskales Ad-hok, conforman una estética por completo paralela a la convencional en la fotografía rockera. No hay colores ni focos dirigidos; los exteriores son en general inhóspitos, y en el interior los movimientos se restringen a escenarios o espacios pequeños, decorados con la escenografía de la carencia.

    Peñas, parroquias y patios universitarios mantenían la resistencia de un canto popular que ofrecía códigos quietos para un reconocimiento cómplice. Pero para quienes ansiaban otro tipo de canción crítica, al fin conectada a tendencias cosmopolitas y al diálogo con diversos oficios creativos, la provocación debía instalarse en la escucha y consolidarse a simple vista.

    Por eso, en muchas de las fotografías a bandas de la época la mirada que se devuelve es la de jóvenes desafiantes. Aparecía algo intimidante en los ojos de Titín Moraga durante un show de la Banda del Pequeño Vicio en la discoteque Neo, en la postura corporal intrépida del fallecido TV Star (Dadá), y en las piernas delgadas enfundadas en bototos negros de la primera formación de Fiskales Ad-hok —con Pogo en guitarra— antes o después de un recital en Matucana, todos ellos frente a la Minolta X700 de Hugo Pineda. Egresado de la Facultad de Artes de la Universidad de Chile tuvo un primer trabajo estable como fotógrafo de La Batuta:

    ©Gonzalo Donoso.

    “Era complicado, y había que tener cierta valentía… pero la hicimos”, dirá sobre esos años Pineda, residente en Europa desde hace más de dos décadas. “Me siento identificado con un grupo de gente comprometida con lo que pasaba, a quienes nos gustaba la ciudad y dar vueltas en una época en que había mucho que ver y que contar. Necesitábamos hacer cosas cuando no te dejaban hacer nada”.

    Algunas de las imágenes en alto contraste de blanco y negro captadas entonces por Pineda están compiladas en el libro La ruta ochentera (2014). En el prólogo del libro, Roberto Merino comenta sobre los artistas del llamado underground retratados allí: “los que aparecen dejan la idea de una vitalidad que surgió a despecho de las «condiciones objetivas”. Ya la pintura de edificios garabateados que se ve en el segundo plano del retrato de TV Star transfiere el vibrato de una alegría real. La alegría paradójica del exceso en la precariedad, del reviente en medio de la opresión política, del reconocimiento generacional en un mundo de comunicaciones cortadas”.

    “Intuíamos que más allá de Chile pasaban cosas, y queríamos participar de eso”, añade Bernardita Birkner, cuyas fotos de Pinochet Boys aún transmiten lo que para la época era la disidencia atrevida de la fiesta y la distracción en colectivo: «”Sobre todo, recuerdo la avidez por informarnos, por conocer tendencias, por compartir algo distinto a lo que vivíamos”.

    © Bernardita Birkner

    Cada banda fotografiada por Esteban Cabezas para el reportaje de enero de 1986 “NUEVA OLA EN CHILE. EL POP DE LOS 80”, en la revista La Bicicleta, se entiende hoy como la cara debutante de una autoconfiada apuesta de futuro: ahí están Silvio Paredes, Pedro Villagra, María José y Tan Levine, Luciano Rojas, Andrés Bobe, Igor Rodríguez, entre otros que volverían muchas veces a medios y escenarios después de su paso por Primeros Auxilios, Paraíso Perdido y Aparato Raro. El redactor de esa nota, Cristián Galaz, aún estudiante universitario, era activo en el registro por diversos medios de la fuerza naciente destinada a dejar «la inercia de los 70», como constataban Los Prisioneros en el himno generacional que los instaló para siempre en la música chilena. Galaz filmó a Los Prisioneros para varios videoclips y un valioso cortometraje documental producido por ICTUS, además de registrarlos en históricas sesiones fotográficas. Una de estas, en los ruinosos terrenos de la ex CCU, dio la imagen para la portada del primer cassette de la banda, La voz de los 80 (1984). Si el gesto adusto y la ropa en extremo sobria de Narea, Tapia y González en esa suerte de antifoto promocional no eran ya suficientes señas de identificación, los dos listones azules sobre blanco de las North Star a sus pies contenían el manifiesto de todo gesto visual pop; en su caso, achilenado: el de un orgullo de clase decidido a ostentar el calzado más popular y accesible de su tiempo. Los Prisioneros ambicionaban la gloria desde las mismas pisadas del escolar de liceo y el trabajador sin ahorros, en un novedoso desafío de rockeros autodidactas y ajenos a la prescripción publicitaria de ordenanzas de estilo.

     

    ©Cristián Galaz / Fusión.

    Las de este tiempo suelen ser referencias en blanco y negro, y no por una opción autoral. Al circuito flotante de la época, activado por «una mezcla indisoluble» entre ambientes y oficios creativos diversos, lo unía el equilibrio entre realidad y fantasía de «una economía de guerra, mucha estética y una inconsciencia del peligro que muchas veces corríamos», según Esteban Cabezas, entonces estudiante de periodismo. También esa inventiva está en los músicos de sus fotos de la época. Uno de sus retratos más célebres paradojalmente no muestra ningún rostro descubierto: bajo artesanales máscaras de soldadores, los tres integrantes de Electrodomésticos se presentan como los experimentadores pop y técnicos creativos ya capaces de ostentar una identidad distintiva.

    La convivencia y la amistad bordeaban las circunstancias de muchas de estas fotografías. Para Bernardita Birkner, entonces estudiante en el Instituto de Arte Contemporáneo, el registro cotidiano de sus cercano/as era un añadido a una búsqueda estética mayor y común: la avidez por acceder a más información que la disponible, a referencias importadas de inspiración refrescante. Su comunidad de curiosos incluía a los pintores, dibujantes, actores y músicos cuyos retratos —desplegados hoy en la cuenta <instagram.com/artebbirkner>— conforman la estampa particular de algo así como un realismo doméstico, entre cuya precariedad consigue asomarse una innegable elegancia:

    ©Esteban Cabezas

    “No éramos de producir una ambientación especial, pero podíamos organizar una sesión de fotos en alguna azotea solo porque un amigo se había comprado un abrigo nuevo en la ropa usada o alguien se había cortado el pelo”, ilustra ella. Las fotos suyas recopiladas en el libro Pinochet Boys (2008) —también con fotos de Gonzalo Donoso, Monse Minguell, Verónica Astudillo e Iván Conejeros— escapan a veces del blanco y negro gracias a un trabajo de retoque tan minucioso como artesanal. En época análoga, las fotos podían adquirir nueva vida gracias a trazos de plumones, micas de colores superpuestas, tramas Mecanorma o marcas en letra set.

    La fotografía musical de fines promocionales suele estandarizar poses entre un retratado y un retratista al que este desconoce. El disparo es un encargo. La imagen, el resultado de una cita sin bordes de contexto. Entre las muchas particularidades en la creación de canciones eléctricas del Chile bajo dictadura, la visualidad que perdura sugiere la existencia de una tribu que se acompaña con las fortalezas de especialidades diversas de pronto conectadas. Dadas las circunstancias, esa compañía era, además, resguardo.

  3. Los 80 y el cómic: la ciudad y la furia

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    Artesanales y precarias, las revistas de historietas de fines de los 80 ofrecen una panorámica perdurable, por desoladora e irónica, del espacio urbano y del paisaje social del Chile en dictadura. En esos cómics sobreviven historias feroces e insolentes que se conectan con la cultura nacional de maneras a veces delirantes, generando representaciones que ofrecen aproximaciones críticas a su tiempo y formas imaginarias de escapar de sus coerciones. Esas publicaciones fueron una isla, pero la isla de un archipiélago conformado por la música y la literatura más originales del Chile de ese entonces. 

    Por Álvaro Bisama

    En la portada del nº 0 de Ácido (1987), una mujer corre con una maleta en el centro de Santiago. Detrás suyo está la Iglesia de San Francisco y una calle donde podemos ver a una multitud de ciudadanos chilenos del futuro, todos llenos de corazas y cascos, post-humanos antes que el término se pusiera de moda. La ilustración es una obra del dibujante Gonzalo Martínez, que la desarrollaría como una historia completa en el número siguiente de la revista, en un relato de seis páginas donde la muchacha aparecía perseguida y asesinada por la policía en una estación del Metro. Descubríamos el secreto que perseguían: unas manzanas. Pero el cómic no terminaba ahí: en su última página el relato se abría a tomas panorámicas de Plaza Italia, donde veíamos sobrevolar naves espaciales. Martínez era el autor completo de la historieta, que resultaba una amalgama inesperada entre la ciencia ficción distópica y los paisajes urbanos locales, apenas modificados por medio de un trazo realista/futurista, todo para armar una fábula persecutoria que se aprovechaba de los ambientes claustrofóbicos y amenazantes de la ciudad y de su época.

    Sin proponérselo de modo explícito, este trabajo de Martínez reflejaba el imaginario de los últimos años de la dictadura con una ferocidad inusitada, haciéndose parte de un corpus de cómics que sin pretenderlo de manera directa reelaboró las coordenadas y los hitos del espacio urbano para usarlo como un motor sus historias. No se trataba de un mero decorado: buena parte de los cómics chilenos del periodo reformuló la iconografía de una cultura nacional que se había hecho trizas y que solo podía ser leída desde los pedazos sueltos que circulaban en la calle, para explicar que la dictadura era también una medida del horror y del tiempo, narrando lo que sucedía con los cuerpos y la violencia del Estado, preguntándose por el rol de los ciudadanos, el lugar de lo popular y los abismos de la intimidad.

    Durante este período el cómic local nunca alcanzó a ser una industria propiamente tal, porque en un paradigma opuesto a Argentina o Brasil, la historieta chilena nunca salió de los nichos de adeptos para competir en el mercado. Para las revistas de historietas que se editaron a fines de los 80, todas las posibilidades de supervivencia estuvieron amenazadas por un campo cultural precarizado, por una industria editorial jibarizada y con las líneas de continuidad que daban sentido al oficio interrumpidas, al revés de, por ejemplo, el trabajo de taller que unía a maestros y aprendices que había formado a la generación anterior. Así, salvo Trauko (de la que publicaron 36 números) el resto nunca alcanzó periodicidad mensual. El resultado implicaba que ciertas publicaciones se extinguieran a la tercera o cuarta entrega (Ácido, El Cuete, Catalejo) o se renovaran en un ciclo intermitente de nuevas épocas (Bandido, Matucana) o no salieran del circuito de la venta mano a mano en recitales, eventos, o librerías especializadas (Thrash comics, Beso Negro). La incapacidad de sostener o refundar una industria se manifestaba además respecto al tema de la producción.

    A los autores se les pagaba poco o nada y el material extranjero circulaba de modo casi aleatorio donde podían ser publicados autores españoles como Beroy, J. M. Beá, Miguelanxelo Prado en Matucana o encontrarse de modo saltado con dibujantes como Moebius, Pratt, Richard Corben o Wally Wood en Trauko.

    Además hay que pensar en la extensión de las historias: el formato de las revistas (idealmente mensuales) imponía la presencia de historias cortas auto-conclusivas o seriales de algún personaje (“Anarko”, “Checho López“, “Meltor”); y la edición de álbumes se limitaba a tomos recopilatorios de los personajes más exitosos ( “Checho López”, “Anarko”, “Blondi”) o libros objetos de autores (como el del fallecido Qlampton). Esa condición muchas veces artesanal imponía una suerte de ética underground. Hacer cómics era un acto de resistencia; el mercado no estaba aislado de la violencia del entorno.

    Esa condición muchas veces artesanal imponía una suerte de ética underground. Hacer cómics era un acto de resistencia; el mercado no estaba aislado de la violencia del entorno.

    Luego de haber sufrido ataques e incendios, la revista Trauko sufrió el retiro de los quioscos de su nº 19 de Trauko, en uno de los últimos actos de censura del gobierno de Pinochet. Editado en diciembre de 1989, la razón de la censura era una historia corta llamada “Noche güena”, una historia escrita por Huevo Díaz y dibujada por Marcela Trujillo, correspondiente a las aventuras de sus personajes Afrod y Ziako, dos gatos delirantes que se colaban en el pesebre de Belén, asistían al nacimiento de Cristo y luego se emborrachaban esperando a Santa Claus. El lenguaje de los personajes no evadía lo coloquial y no solo presentaba viñetas en close up de la Virgen María en labores de parto y a un Jesús bebé con barba, también hacía una feliz fiesta pop con esas imágenes sagradas.

    Junto con la sátira navideña (que el trazo de Trujillo elevaba con sorna y esperpento), en la última historieta del número el personaje Checho López bebía de una garrafa en el frontis de La Moneda. “Chao no más…Los güeones…viejos de plomo. No los quiero ver más…nunca más. Porque esto se acaba…Esto…Se…se acabó…se acabó”, murmuraba. Creado por Martín Ramírez en el primer número de la revista, López era una encarnación del chileno de clase media y sus aventuras en la revista describían su drama diario (cesantía, abandono, hambre, alcoholismo) pero también lo presentaban como un antihéroe entrañable, un símbolo capaz de cargar, episodio tras episodio, con el peso de la historia de Chile.

    Detrás de las aventuras de López estaba la ciudad de Santiago y Chile completo. En tanto personaje, era una representación del ciudadano promedio en crisis, martirizado y violentado en formas diversas. Desposeído de todo, no le quedaba otra que terminar volviéndose un flâneur casi en situación de calle, imposibilitado de redimirse, de salir de su pasmo. Así, asistía al espectáculo del derrumbe de la clase popular y a la transformación de esta en el público masivo.

    Todo eso aparecía en los cómics de la época, que quizás podemos leer como registro inesperado. Es algo que podemos reconocer en las imágenes arrasadas del zombie Meltor que dibujaba Miguel Hiza, un monstruo –o un ciudadano— que recorría cementerios y locales de videojuegos, hurgando en su propio vacío (en Trauko); en los vagabundeos del Anarko por el Valparaíso que dibujaba Jucca en los números autoeditados de Thrash Comics y luego en Bandido, en las derivas del Conde de Matucana de Ricardo Fuentealba para Matucana, en las imágenes de protestas de Juan Vásquez y Felba donde la epopeya del primero (una ciudad llena de humo y helicópteros, una ciudad sitiada) se unía a la peculiar picaresca del segundo con sus cavernícolas destruyendo camiones policiales, en Beso Negro; en las notas sobre los yuppies sudacas que Mauricio Salfate, Yo-Yó, tomó a partir de las crónicas de Enrique Alekán que escribía Alberto Fuguet (en Trauko); y el achurado que simbolizaba el óxido en las postales porteñas de Patricio González (en Catalejo). Así, era posible encontrar una línea de continuidad que unía al cómic con la música, el cine y la literatura de aquellos años, como bien puede verse en cualquier número de Matucana, en cualquiera de sus épocas, como si los ecos de la fiesta siguieran sonando en las páginas de la revista.

    Así, era posible encontrar una línea de continuidad que unía al cómic con la música, el cine y la literatura de aquellos años, como bien puede verse en cualquier número de Matucana, en cualquiera de sus épocas, como si los ecos de la fiesta siguieran sonando en las páginas de la revista.

    Todos coincidían en un mismo espacio. Las historietas eran parte del mismo imaginario que también aparecía en las canciones de Los Electrodomésticos, con sus sonidos rescatados del éter y de la calle y el paisaje sonoro del ruido diario, mezclados con letras hechas de puro collage; en las calles iluminadas por el neón interminable en Hay algo allá afuera, la cinta de Pepe Maldonado; o los poemas de Sergio Parra y Malú Urriola, también construidos con esos mismos fragmentos rotos de la cultura nacional (“Rimbaud/Pélate/tómate un vinito/ vamos al Normandie/ baila un rock Matucana 19”, decía un poema de Parra).

    Leyéndolos en conjunto, lo que hay es un retrato múltiple del país. Ahí conviven con el delirio de El Padre Mío de Diamela Eltit (y la historia de Chile encriptada y deforme de sus monólogos) pero también con las imágenes de Paz Errázuriz y Álvaro Hoppe que tensan el registro de los cuerpos y de la calle, de los secretos tras los decorados del espacio público. Más vasos comunicantes ahora resultan reveladores: las Yeguas del Apocalipsis publicaban manifiestos en Trauko. En ninguno de los casos mencionados hay épica alguna, solo reconocemos detalles, pedazos de lo cotidiano, más fragmentos.

    Enrique Lihn había prefigurado esta transformación en El Paseo Ahumada. La había intuido como un problema literario pero también material: el poema estaba editado casi como un fanzine y estaba acompañado de las fotografías de Paz Errázuriz y Marcelo Montecino, y los dibujos de Germán Arestizábal. Que Lihn publicase algunos trabajos suyos (entre los que venían fragmentos de El Paseo…) en revistas como +Turbio/Sudacas o Matucana solo decretaba el modo en que su trabajo se relacionaba e intervenía la realidad, pura poesía situada con los ojos puestos en la vereda y en los rostros callejeros, y los oídos atentos respecto al modo en que estaba cambiando la lengua.

    Más tarde, el mismo trabajo del poeta como artista en una novela gráfica inconclusa (Roma, la loba; de 1988, año de su muerte) solo profundizaría su lazo con estos materiales, con estas preguntas sobre la relación entre cómic y sociedad. “Como si El Ahumada fuera un pantano/ eso se ha llenado de zancudos helicópteros infinitesimales que vuelan aquí sin un zumbido/exanguës” diría antes uno de los versos de El Paseo Ahumada, que podía ser leído como un apunte al vuelo paranoico, otro pedacito del paisaje sucio del centro, otra viñeta de un cómic fantasma sobre Santiago.

    Sobre lo mismo: en ese Trauko nº 19 también venía “Santiago Satánico” de Lautaro Parra, una historia de cuchilleros ambientada en la Plaza Italia del 2020. El trabajo de Parra había evolucionado desde cuentos amorosos new romantic a historias de asesinos en serie con citas a Kenneth Anger. Su trazo había cambiado también, pasando de una delicadeza casi transparente a la mancha expresionista como sinónimo de violencia y quizás a la idea de que todo futuro era una máscara del presente. En ese número prohibido su lectura en clave hardcore punk del centro huía de la novedad para quizás citar a la tradición, volviendo a los mismos temas criminales que habían tocado Gómez Morel o Luis Rivano décadas atrás.

    La de Parra trataba de otra colección de viñetas que se sumaba al retrato colectivo que el cómic chileno construyó sobre aquellos paisajes de modo fragmentado, al modo de una colección de registros parciales cuya suma panorámica ahora recién podemos intuir.

    Como el relato de Martínez, esa panorámica era quizás la de una ciudad suspendida en la intemperie dictatorial, llena de los ecos de música new wave y aspiraciones de modernidad, un lugar donde circulaba la policía secreta y el miedo volvía atenazado tomando las formas del silencio, el tedio y la pobreza; de los ecos de una amenaza permanente, lejos de cualquier épica y siempre con una duda mutante respecto a su valor como arte popular.

    Ahí la parodia era apenas un alivio del horror y la representación del país de los años 80, un asunto que no evadía una violencia tan simbólica como cotidiana sino que, por el contrario, la volvía el material que trabajaba, una sucesión de imágenes y relatos que aprendían a mirar y habitar de nuevo las calles, las avenidas y las plazas de las ciudades chilenas y con eso comprendían la intimidad frágil, las cicatrices y la carne viva del trauma, el modo en que los ciudadanos desplegaban sus afectos y construían sus lazos.

  4. Rodrigo Lira en el pabellón de los agitados

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    Rodrigo Lira atravesó la escena cultural bajo dictadura provocando desconcierto entre las figuras consagradas de la poesía chilena y los escritores incipientes. Su poesía hizo del lenguaje un campo de experimentación donde la parodia se paseó a sus anchas, sin pedirle permiso a ninguna tradición literaria. Eterno estudiante, residente ocasional de instituciones psiquiátricas y aficionado a la provocación, el poeta Rodrigo Lira, quien se quitó la vida a los 32 años, rápidamente se transformó en el primer mito literario de la década de 1980.  

    Por Óscar Contardo

    La perspectiva de la historia, cuando todo ya es un pasado irremediable, hace que ciertas biografías parezcan un síntoma de su tiempo. Para quienes fueron jóvenes en los años 60 en Chile, el porvenir tuvo una primera curva, vertiginosa y emocionante, una ruta de cambio, seguida de otra cerrada y resbaladiza que acabó enfrentándolos con un futuro oscuro y rabioso. Rodrigo Lira nació en 1949, y perteneció a esa generación. Antes que poeta, fue el hijo de un militar que viajaba de norte a sur con su familia. Cada destinación significaba nuevos amigos, distintos colegios. Lira pasó de ser el alumno brillante de liceos de provincia, al compañero gordinflón del que algunos se burlaban en el colegio Verbo Divino. En la medida que la adolescencia avanzaba su conducta se tornó errática y desconcertante, un problema que sus padres quisieron resolver enviándolo a la Escuela Militar a terminar su educación secundaria.

    En 1967 ingresó a la primera de varias carreras universitarias en las que apenas perseveraba. En la Universidad Católica pasó por Psicología, por la Escuela de Comunicación y por Filosofía. Luego probó en Bellas Artes de la Universidad de Chile, en donde aprovechó para tomar un curso de biología, algo que combinaba con su necesidad de clasificar sistemáticamente la realidad, enfrentándose a las palabras como un botánico a las plantas. Jugaba con ellas, las analizaba como órganos a los que se le separan los tejidos

    Su experiencia universitaria fue un ir y venir que remataba en períodos de inmovilidad y crisis de furia que acababan con él hospitalizado en el pabellón de los agitados. Los 70 fueron eso para él, un ensayo permanente en la búsqueda de rutinas, de regularidades que se le escabullían. Un zigzagueo que continuó después del golpe de 1973, cuando la crispación política fue reemplazada por un silencio ominoso, que él percibía como un eco ajeno, mientras fumaba marihuana en un departamento de avenida Grecia al que lo llevaron a vivir sus padres en 1975, tras una temporada en el Psiquiátrico.

    En 1978 volvió a la universidad y emprendió una nueva carrera, Bachillerato en Lingüística, en el Pedagógico de la Universidad de Chile, un lugar al que llamó su “nicho ecológico”, y que por ese entonces sobrevivía a la intervención del régimen. El Pedagógico había sido severamente golpeado por la dictadura. Además del cierre de carreras, el desmantelamiento curricular y la purga administrativa, una generación de académicos había sido expulsada; hubo profesores detenidos, exiliados o hechos desaparecer. Lira sugirió a las autoridades que aprovecharan a los soplones -sapos, informantes- que recorrían los patios y jardines, escuchando conversaciones ajenas, y los hicieran regar huertas que él mismo podría diseñar, aprovechando el espacio disponible.

    Durante ese año Eduardo Llanos y Alejandro Pérez eran estudiantes de psicología del Pedagógico. Una tarde de otoño, mientras caminaban por Macul se toparon con un hombre de gorra que les comentó que se estaba acumulando mucha hojarasca que convenía transformar en tierra de cultivo. Ese hombre era Lira. Empezó hablando de árboles, y a través de las plantas llevó la conversación hacia la literatura y la poesía hispanoamericana. Fue así como recalaron en la obra de Enrique Lihn, una suerte de tótem para los jóvenes del momento. Los nuevos amigos empezaron a reunirse en la pequeña oficina que ocupaba Eduardo Llanos como alumno en práctica de psicología. El círculo en torno a Lira tomaba distancia de la hegemonía de la trova latinoamericana y la literatura comprometida que marcaba los tiempos: eran admiradores de los beatniks, leían a Ginsberg, escuchaban a los Beatles, rock progresivo, el grupo Kansas y Jethro Tull.

    Fue durante ese primer año en el Pedagógico que Lira comenzó a circular por los refugios en donde se habían resguardado los escritores: la Casa del Escritor de la Sociedad de Escritores de Chile, el Instituto Goethe y las agrupaciones universitarias. Un ecosistema que debió sentarle bien porque en cosa de meses ya se hizo un lugar con un poema que logró una de cuatro menciones en el concurso Alerce, de la SECH. Lira resultaba una criatura extrañamente atractiva para la nueva generación de poetas. El círculo era pequeño, además de Llanos y Pérez, habría que contar a Roberto Merino, Antonio de la Fuente, Óscar Gacitúa y Alicia Oportot. Un puñado que se movía en un espacio cultural aplastado por las circunstancias. Él se hizo notar por sus declamaciones, por su estampa estrafalaria, por sus anteojos gruesos de carey, por el bolso de cuero en el que llevaba una guía de teléfonos amarillas que incluía el mapa de la ciudad. “Por si me pierdo”, fue la explicación que le dio a una compañera de curso.

    Roberto Merino supo de su existencia porque su figura era un tema de conversación en los patios del Pedagógico. Lo conoció personalmente en 1979 y recorrió con él los pocos lugares que funcionaban de una bohemia aplastada por el toque de queda: el Pushkin, Los Cisnes, Las Lanzas. Ese mismo año su leyenda se acrecentó cuando ganó el primer premio del concurso de poesía de la revista La Bicicleta, emblema de la contracultura del momento. El trabajo titulado “4 Tres cientos sesenta y cincos y un 366 de onces” se impuso al resto, en parte gracias a que Enrique Lihn, miembro del jurado, inclinó la balanza a su favor. Tenía ya 30 años y ese sería su principal logro artístico en vida.

    Luego de eso, Lira parodió a Lihn en sus narices en un recital poético y tiempo después pensó que la mejor manera de que el autor reconociera sus habilidades era editando completamente su novela La Orquesta de Cristal y entregándosela, reformulada. Según Alejandro Pérez, Lira quería decirle al maestro “esto soy capaz de hacer y esta primera muestra que le doy será gratis. Las que vienen no”. En enero de 1981 un grupo de jóvenes escritores se reunió en el departamento de Lihn. Entre ellos estaba Lira. Lihn había sido convocado a un encuentro en Nueva York y quería llevar un registro de lo que opinaba el grupo de la realidad local. Óscar Gacitúa grabó en video la conversación. Lira tenía 31 años. Vestía pantalón con suspensores, una camisa de manga corta y patillas gruesas. Lihn escuchaba desde un sillón de mimbre cuyo respaldo tenía la forma de cola de pavorreal. Una vez finalizada la reunión, Gacitúa se dio cuenta que quedaba algo de cinta y preguntó si alguien quería recitar algo. Rodrigo se puso de pie, pidió sentarse en el sillón del anfitrión y comenzó a declamar esparciendo un rollo de papel higiénico impostando la voz, tal como lo haría después, en noviembre de ese año, un mes antes de suicidarse, representando un fragmento de Otello, de Shakespeare, en Cuánto Vale el Show, un programa al que acudían cantantes y humoristas aficionados que presentaban su espectáculo para luego ser recompensados con una suma modesta de dinero. No ganó, pero el jurado le otorgó 8.700 pesos de la época como premio de consuelo. Usó el dinero para comprar una bicicleta.

    Nunca tuvo novia. No una que presentara y con quien se les viera llegar juntos a las reuniones. Se enamoraba de muchachas que no le correspondían. Alicia Oportot recuerda que durante mucho tiempo pretendió a la fotógrafa Leonora Vicuña, pero sus intenciones no prosperaban. Una vez planeó un matrimonio por conveniencia. Óscar Gacitúa conoció la idea. El objetivo era casarse con la hija de algún escritor. Un matrimonio que se arreglaría entre él y el padre de la escogida. Hizo una lista de escritores que le interesaban y que tenían hijas solteras –algunas de ellas adolescentes- y diseñó unas cajas en las que iba una carta de petición de mano y algunas otras cosas. Gacitúa detalla que se la envió a Nicanor Parra, José Donoso, Jorge Edwards y Enrique Lihn, pidiéndoles la mano de sus respectivas hijas. En un recital poético en la SECH abordó a Lihn y le pregunto de manera muy ceremoniosa si había recibido “su envío”. Lihn le respondió: “No acuso recibo de su mierda”. Hasta ese momento Lira no había contado que el envío incluía caca, según él, una antigua tradición medieval.

    La última vez que Roberto Merino vio a su amigo Rodrigo Lira fue durante el atardecer del 24 de diciembre de 1981. Lira llegó atormentado a la casa de Merino. Iba en la bicicleta que se había comprado con lo que ganó en Cuanto Vale el Show. Le habían dado un topón en la calle y decía que ya no se podía vivir en esta ciudad. Estaba muy angustiado. Habló de matarse. Merino trato de disuadirlo de la idea, hizo lo que pudo. Lira se fue. En la poesía “Ulterior Desdibujo Contribución Zoo-eto-lógica al trabalenguas del Topo” Lira escribe: “Al final de la película, el Topo se aleja/Gimoteando, murmurando sus quejas, gemebundo/ Por flojera no se muere todavía”.

    El 26 de diciembre de 1981 era su cumpleaños. Ese día uno de sus hermanos lo encontró muerto en su departamento durante la mañana. En las páginas policiales del diario La Tercera del día siguiente quedó registrado, en una pequeña nota, que “Lira fue encontrado en el baño de su domicilio con profundas heridas punzantes en el cuello y rostro y con heridas en ambas manos que al parecer le causaron su deceso por anemia aguda”.

    Recién después de su muerte, y luego de reunir un conjunto de textos desperdigados, tres de sus amigos lograron publicar, en 1984, el libro Proyecto de obras completas, con prólogo de Lihn. El 2 de diciembre de 1984, el crítico Ignacio Valente dio su veredicto sobre la obra póstuma de Lira en El Mercurio: “Su talento poético más específico fue el de la parodia (…) Las afinidades sonoras y las asociaciones inmediatas de imágenes lo seducían de modo irresistible (…) Este Proyecto lo es doblemente en cuanto obra inconclusa y en cuanto boceto de una poesía posible”.

    Proyecto de obras completas, cuya tirada inicial fue de 500 ejemplares, se transformó en un objeto de culto para las generaciones siguientes y Lira en una suerte de ícono. “Me dice David Wallace (profesor de literatura) que los muchachos y las muchachas estudiantes de pregrado en literatura de la Universidad de Chile cuentan a Rodrigo Lira como uno de los suyos” escribía el profesor de literatura Grinor Rojo en el prólogo de “Declaración jurada”, el segundo libro de Lira, publicado más de 20 años después de su muerte, en 2006. Sobre ese volumen dio cuenta el crítico Camilo Marks, sumándole a su reseña el factor de celebridad que con los años adquirió la figura del poeta:

    “Rodrigo Lira no es un mito más de la literatura chilena, sino la figura arquetípica que reúne, en su vida y creaciones, todo el potencial de extravío, perdición, descarriamiento de una vocación llevada a sus últimas consecuencias, en el límite extremo de la ruptura con el lenguaje”.

  5. Nelly Richard: torcer los códigos

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    Cuando en 1970, a sus 22 años, la francesa Nelly Richard aterrizó en Santiago, el ambiente cultural se sacudió. Era una joven cosmopolita y garbosa, a lo que se añadía un inusitado brillo intelectual. La recuerdan, hasta ahora, como una contrincante temible a la hora de discutir. Suya es la marca “Escena de Avanzada”, que hasta hoy sirve para referirse a la producción crítico-experimental de los 80 que cambió el panorama de las artes visuales.

    Por Catalina Mena

    Nacida en Francia, egresada de Literatura Moderna en la Sorbonne, Nelly Richard (1948) llegó a Chile de la mano de su marido, Javier Richard, con quien sigue casada. Era la emergencia de la Unidad Popular y de inmediato entró a trabajar al Museo Nacional de Bellas Artes, siendo la asistente de su entonces director, Nemesio Antúnez, que estaba renovando esa institución. En ese tiempo hizo con él el ahora mítico programa “Ojo con el Arte”, donde ella tenía gran influencia tanto en la forma como en los contenidos.

    En esos primeros años conoció a Carlos Leppe, una figura clave en su vida y en su incursión en el pensamiento sobre arte. Se hicieron íntimos amigos y, de hecho, el primer libro de Richard, titulado Cuerpo Correccional (1980), está dedicado a su trabajo. En entrevista con el teórico Federico Galende, quien reunió varias voces del arte crítico en su serie de libros Filtraciones, Richard afirma que fue él quien le enseñó a descifrar los códigos visuales. “Leppe era un tipo que ponía día a día un ejercicio de fascinante inteligencia de los signos. Poseía naturalmente lo que Barthes llamaba ‘el olfato semiológico’. Y eso lo experimentábamos diariamente al recorrer la ciudad, al descifrar las fachadas, al revisar los cuerpos, la moda, mirando revistas de arte, investigando en lo popular”.

    Tras el aturdimiento que siguió al golpe militar de 1973, surgieron sensibilidades que no solo cuestionaban los discursos oficiales, también se desmarcaban de los lenguajes de la izquierda tradicional y del canon académico. Independiente de cualquier tutelaje e institución, Nelly Richard fue una activa observadora y partícipe de las corrientes culturales alternativas. Estuvo en los espacios que sobrevivían en los márgenes, muchas veces de forma clandestina; fue asidua de los bares donde se reunían artistas y escritores; armó exhibiciones y catálogos; publicó textos inesperados donde mezclaba feminismo, arte y política; y se convirtió en una autoridad intelectual a quien le profesaron una mezcla de admiración, respeto y temor. Hasta hoy.

    Estuvo en los espacios que sobrevivían en los márgenes, muchas veces de forma clandestina; fue asidua de los bares donde se reunían artistas y escritores; armó exhibiciones y catálogos; publicó textos inesperados donde mezclaba feminismo, arte y política; y se convirtió en una autoridad intelectual a quien le profesaron una mezcla de admiración, respeto y temor. Hasta hoy.

    Ya a finales de los 70, Nelly Richard había logrado reconocimiento como creadora de un pensamiento latinoamericano sobre arte. Un pensamiento “con calle”, como dicen los políticos. Participaba apasionadamente en el debate cultural tanto en Chile como afuera, codeándose de igual a igual con los travestis, los hippies, los new waves, las feministas, los artistas y los poetas, así como con intelectuales de talla internacional como el crítico y curador argentino Jorge Glusberg o el filósofo italiano Gianni Vattimo.

    Sus ideas adoptaron con rapidez la renovación intelectual que estaba ocurriendo con Foucault, Barthes, Kristeva, etcétera, al tiempo que absorbían los saberes populares y periféricos, defendiendo el mestizaje, sin someterse a los estilos y tendencias académicas. Le interesaba lo híbrido y contaminado; arremetía contra los clichés de la identidad y sus fantasías de pureza; cuestionaba las divisiones de género ya fueran en el arte y la literatura como en materia sexual. Lo suyo era un gesto emancipador.

    Nelly Richard es quizás la primera intelectual chilena que expresó una sensibilidad queer (palabra que en inglés significa “extraño”) y que refiere a la legitimación de identidades torcidas, que no se matriculan con un género pre-establecido. Richard es queer por el carácter inclasificable de su figura  y porque su pensamiento ha cuestionado sistemáticamente los mandatos de género. Sus textos se adelantaron a complejizar las subjetividades subalternas liberándolas de estereotipos y caricaturas, y al mismo tiempo, desarmaron los clichés que prevalecían sobre Latinoamérica, reduciéndola a un continente exótico, pero sin producción intelectual. También, las obras que siempre le interesaron y de las cuales ha escrito son así: mutidisciplinarias, con vuelo y coraje conceptual y político.  Lo que ha querido no es simplificar, sino introducir preguntas por entre las grietas de los discursos instalados. “Para mí, ‘lo político’ radica en el acto de subvertir la mirada, de alterar percepciones y comprensiones, de torcer los códigos dominantes”, dijo alguna vez. Desde los 80 hasta hoy, Richard ha publicado una veintena de libros y centenares de textos críticos que han ejercido influencia y provocado debates al interior de distintas disciplinas.

    Desde el comienzo se trató de un cuerpo y una escritura: las dos cosas juntas. Quienes la conocieron en dictadura dicen que era de un atractivo feroz. Si alguien entraba al Jaque Matte (uno de los pocos bares que funcionaban en Plaza Italia) se la encontraba con un trago en la mano, en la cabecera de una mesa, rodeada de jóvenes que la escuchaban embelesados.

    Su performatividad al hablar era magnética y efectiva. Era de esas personas cuya voz, además de decir algo, “hace” algo en el espacio. Y es que “tenía un cuerpazo”, como señala el artista y editor Carlos Altamirano, que fue uno de los primeros que cayó bajo sus encantos. “Y es que tenía, y sigue teniendo, un poder personal que emanaba de ella misma, que no era adquirido desde afuera. Era una legitimidad propia, que todos le reconocían”, afirma. “Era un objeto de deseo y de temor, súper imponente físicamente. Atractiva, intensa, brillante. Conversando con ella te desarmaba. No era beata en absoluto, no tenía pudor, era valiente, coqueteaba, sabía de su capacidad de seducción”.

    Juntos dirigieron, en el 77, la galería Cromo, asociados con el fallecido artista-performer Carlos Leppe. Fueron un trío potente que dialogaba con otros núcleos también poderosos, como el que se conformó en torno a Galería Época, donde operaban los artistas Eugenio Dittborn y Catalina Parra, junto al teórico Ronald Kay. También, por la misma época, se formó el colecitvo CADA, que agrupaba a los escritores Diamela Eltit y Raúl Zurita; a los artistas Juan Castillo y Lotty Rosenfeld; y al sociólogo Fernando Balcells. Todos eran veinteañeros, exaltados, buenos para armar intrigas. Una semana podían convertirse en enemigos acérrimos, y a la otra estar bailando y emborrachándose como los mejores compañeros.

    En los 80, Nelly Richard acuñó el término “Escena de Avanzada”, para designar la movida del arte crítico y experimental durante la dictadura, en la que había participado activamente. Esta escena, que puede ser más o menos difusa, sigue siendo hasta hoy un referente obligado y un objeto de controversias. “Me parece que el recuerdo de la Escena de Avanzada suscita una mezcla de odio y de fascinación que sigue manteniéndola vigente (aunque sea fantasmalmente) pese a los desesperados esfuerzos de algunos para aniquilarla”, comentó hace poco.

    “Me parece que el recuerdo de la Escena de Avanzada suscita una mezcla de odio y de fascinación que sigue manteniéndola vigente (aunque sea fantasmalmente) pese a los desesperados esfuerzos de algunos para aniquilarla”, comentó hace poco.

    Esa denominación fue un invento de ella. Le dio unidad a un fenómeno plural, tal vez forzando un poco las cosas. Es cierto que al interior de ese mundo cultural había diferencias y grupos; algunos trabajaron juntos realmente, otros en paralelo; algunos fueron más visibles, otros más solitarios. Pero sin esa intervención el arte neovanguardista de la época no habría adquirido la contundencia crítica que hoy posee.

    La marca “Escena de Avanzada” fue una creación a posteriori, que se oficializó cuando Richard publicó el libro Márgenes e Instituciones, en 1986, y consagró bajo esa chapa a distintas prácticas que transgredían la tradición de las “bellas artes” y operaban a contracorriente de las instituciones, llamando a rebelarse contra el autoritarismo y la violencia imperantes. Esta publicación, pieza clave para la comprensión del arte contemporáneo chileno, recoge y analiza obras realizadas desde 1973 que se caracterizaron por introducir la pregunta sobre qué es el arte, cuáles son sus límites, y qué eficiencia puede tener. Su propuesta era decidida, en el sentido de afirmar que realmente en dictadura había surgido una nueva escena. Y eso provocó adhesiones y rechazos, ya que no existía otra voz crítica que hubiese articulado un relato consistente sobre el medio artístico, pero también porque algunos se sintieron excluidos o erróneamente incluidos. Es cierto: Nelly Richard encendió la hoguera de las vanidades.

    El libro, diría después, nunca pretendió convertirse en canon, ya que estaba “demasiado consciente de su precariedad”.

  6. Príncipes, locos y disidentes: Maquieira y De Jolly

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    En años en que la poesía chilena se hizo cargo de la contingencia política de la dictadura, Paulo de Jolly y Diego Maquieira escribieron en los márgenes una poesía hecha de oropeles hilados por celebraciones imposibles. El primero se dedicó obsesivamente a escribir sobre el rey Luis XIV, mientras el segundo intentó un barroco posmoderno para documentar el fin de una fiesta espléndida y decadente. Cada uno a su modo, ambos encarnaron en su vida el extremo de su literatura.

    Por Roberto Careaga C.

    Hubo un tiempo en que se movía con escolta. Pedía que lo pasaran a buscar tres taxis: se subía a uno y los otros dos lo acompañaban vacíos. Cruzaba la ciudad con una comitiva que no necesitaba, porque Diego Maquieira no era una autoridad y tampoco requería protección. Quizás era algo parecido a una acción de arte, pero seguramente era una jugarreta privada que extendía la vocación desmesurada de su poesía: la vida escandalosa y aventurera de sus personajes él la encarnaba moviéndose con una corte de radiotaxis que anunciaban su paso, mientras avanzaba por Santiago hacia la Plaza del Mulato, donde en el Café de la Pérgola lo esperaba una mesa con su nombre escrito en una placa fija. Ahí cargaba su pipa.

    La vida escandalosa y aventurera de sus personajes él la encarnaba moviéndose con una corte de radiotaxis que anunciaban su paso, mientras avanzaba por Santiago hacia la Plaza del Mulato, donde en el Café de la Pérgola lo esperaba una mesa con su nombre escrito en una placa fija. Ahí cargaba su pipa.

    Fue a mediados de los 80, o ya cerca de los 90. Quizás sucedió apenas un par de veces, pero sería conveniente para la mitología literaria chilena que hubiera sido una tradición: que en medio de la dictadura un poeta hubiese acostumbrado a derrochar un dinero que no tenía para montar un espectáculo que nadie presenciaba. Nadie puede relatar con exactitud la historia de los taxis de Maquieira, pues en su caso lo datos y la fechas son difusos casi deliberadamente. Como sea, sucedió cuando ya era un mito: no había otro dandi en la ciudad.

    “Aún soy la vieja que se los tiró a todos / Aún soy de una ordinariez feroz”, decía Maquieira asumiendo la voz de la Tirana, esa encarnación del desenfreno que hilaba su primer libro y que Enrique Lihn asoció de inmediato con la fiesta religiosa norteña y también con la palabra tiranía. Publicado por la editorial Tempus Tacendi, creada únicamente para la ocasión, La Tirana apareció en 1983 para complejizar aún más el paisaje de la poesía local: Tan lejos de los textos que desafiaban a la dictadura como de las experimentaciones de la neovanguardia, Maquieira era un barroco posmoderno que hacía del Santiago de los 80 el escenario de un trasnoche que se bamboleaba entre un glamour de ecos renacentistas y una decadencia tan insolente como las aventuras de los drugos de La Naranja Mecánica.

    Tan lejos de los textos que desafiaban a la dictadura como de las experimentaciones de la neovanguardia, Maquieira era un barroco posmoderno que hacía del Santiago de los 80 el escenario de un trasnoche que se bamboleaba entre un glamour de ecos renacentistas y una decadencia tan insolente como las aventuras de los drugos de La Naranja Mecánica.

    Fuera de época

    Miembro de la aristocracia, Maquieira no terminó el colegio y nunca se le pasó por la cabeza intentar la universidad. Prefirió educarse escuchando a Nicanor Parra mientras caminaban por la playa de Isla Negra. Le creyó como un aprendiz le cree a un maestro, pero supo rápido que iban en caminos opuestos: mientras el antipoeta estaba en una cruzada por echar abajo del Olimpo a los poetas, lo que Maquieira quería era subir al Olimpo. “Quería descubrir lo que había allí”, contó muchos años después de regreso de lo alto. En esos años en que la poesía se arremangó las mangas para lidiar con la realidad, él se vistió de príncipe para avanzar a contrapelo y moverse como un heredero de Vicente Huidobro. Lo inesperado es que no era el más extremo de su bando: su amigo Paulo de Jolly escribía como si estuviera en la corte del Rey Sol, Luis XIV de Francia.

    Se conocieron en el colegio Saint George y fueron amigos hasta donde se podía con De Jolly, que padecía un desequilibrio mental que lo llevó a vivir al menos la mitad de su vida internado en diversas clínicas siquiátricas. Siempre medicado, dedicó su escritura a un único gran poema que giraba en torno al Rey Sol y que publicó varias veces, cada vez un poco más extenso, en tres libros que aparecieron en 1984, en 2006 y en 2018. Su título, Louis XIV, explicitaba una temática, pero leerlo descoloca a cualquiera y en cualquiera de esos años: sus poemas avanzan a tirones entre frases recortadas por espacios vacíos ajenos a cualquier norma sintáctica o lírica, hasta adquirir una solemnidad tan luminosa que de pronto pareciera que ese formato es la única manera posible para aproximarse a la textura de la cotidianeidad del monarca en el Palacio de Versalles. “Soy el poeta de los jardines de vastas explanadas / de terrazas que se abren a horizontes infinitos / donde se respira un aire saludable / soy el poeta de los parques inmensos”, escribió De Jolly.

    “Soy el poeta de los jardines de vastas explanadas / de terrazas que se abren a horizontes infinitos / donde se respira un aire saludable / soy el poeta de los parques inmensos”, escribió De Jolly.

    Años después, en uno de sus arrebatos, Maquieira diría de él: “Es el poeta más real, más pomposo, glorioso, elegante, snob que existe en Chile”.

    Según recuerda el poeta Sergio Parra, De Jolly solía aparecerse por el Drugstore, en Providencia, acompañado por su esposa, la pintora Francisca Droguett, y un enorme perro San Bernardo llamado Césare. Vestía una levita hasta las rodillas y en la librería Altamira pedía casi exclusivamente libros de ediciones Siruela, no solo por su reconocida calidad sino también -y esto le gustaba recalcar- porque su dueño era el conde Jacobo Siruela, de la Casa de Alba española. Sus poemas circulaban en unas fotocopias de alta calidad que él mismo distribuía entre unos pocos seleccionados que definía como la “inteligencia de la época”: Lihn, José Donoso, Raúl Zurita, David Turkeltaub y el mismo Maquieira, entre otros, eran visitados por De Jolly, que de las alforjas de su bicicleta sacaba unos sobres con unas 10 o 15 hojas sueltas.

    Lihn documenta su primera irrupción pública en el Encuentro de Arte Joven del Centro Cultural Las Condes, en 1979. De Jolly, con 27 años, se levantó para callarlo cuando comentaba unas lecturas de escritores de los grupos Trilce y Arúspice. “De Jolly me interrumpió en nombre de la juventud, que también tenía cosas que decir, pero no parecía representar a la que estaba allí concentrada, toda ella disidente. Su pinta -quizás su disfraz- era la de un militante de Patria y Libertad, de cuello y corbata, peinado a la gomina. Decretó llorones a los lectores, no poetas, porque la poesía -dijo- es una construcción arquitectónica que debe elevar al autor por encima de sí mismo”, escribió Lihn en una nota que no solo describía su atuendo y sus poemas, sino también discutía la posibilidad de que la dictadura pudiera haber encontrado en De Jolly a su poeta.

    El mismo Lihn descartaba en su nota cualquier rol político de De Jolly, no solo por la incapacidad de la derecha de calibrarlo, sino porque, decía, al poeta lo movía “más bien una evasión en el tiempo de un espacio inhóspito que propagaba real”. Y era cierto: aunque había apoyado a Pinochet en los inicios de la dictadura y nunca dejó de declarar su fervor por las monarquías, la escritura. De Jolly provenía de una obsesión personal con Luis XIV que surgió en su adolescencia cuando vivió en Francia, uno de los destinos de su padre como funcionario de Naciones Unidas.

    De Jolly provenía de una obsesión personal con Luis XIV que surgió en su adolescencia cuando vivió en Francia, uno de los destinos de su padre como funcionario de Naciones Unidas.

    Un día visitó el Palacio de Versalles y fue como entrar en un laberinto del que nunca más quiso salir. O no pudo. Contaba que había ido a recorrer los jardines del palacio entre 45 y 180 veces, mientras paralelamente construía una biblioteca con unos 4.000 libros sobre el reinado del Rey Sol.

    “Yo vivo en el siglo XVII. No tengo idea de lo que pasa en el mundo”, le dijo a la prensa De Jolly en 2018, cuando se publicó la última versión de Louis XIV. Se refería a su presente inmediato, internado en una residencial llena de todo tipo de enfermos, pero aludía también a un estado mental permanente que lo situaba en un tiempo recortado del contexto nacional. En esa época en que la poesía estaba hilada por performances y locos profesionales, De Jolly era un ser enigmático sacado de alguna época improbable que merodeaba el ambiente. A veces, se topaba con Maquieira, que era un hombre diametralmente más accesible y luminoso. Él también estaba en una estrategia literaria similar a Paulo: en 1975, con 26 años, Diego publicó una plaquette con el poema Upsilón (1975) y dos años después, lanzó Bombardo, donde mezclaba textos con trabajos visuales. Ambos textos tuvieron limitadísimas copias. En cualquier caso, sus ansias de participar en la escena eran escasas. O quizá ninguna.

    En diciembre de 1980, Lihn organizó en su departamento de General Salvo una reunión con poetas jóvenes. Estaba partiendo a Estados Unidos y quería llevarse un testimonio de primera mano de lo que era escribir en dictadura. Salvo David Turkeltaub, todos los invitados eran menores de 30 años: Mauricio Electorat, Roberto Brodsky, Rodrigo Lira, Francisco Zañartu y Maquieira. También estaba el pintor Cacho Gacitúa. Pasaron varias horas hablando de cómo era escribir a la sombra de Pinochet y describiendo la escena cultural. Brodsky y Lira fueron los que más hablaron, seguidos por Electorat. Lihn intentó que todos participaran y, según un registro grabado en un casete, dos veces le pidió a Maquieira su opinión. En una solo se limitó a decir que estaba de acuerdo y en la otra dio esta línea: “Estoy tratando de encontrar un medio de expresión”.

    Un hereje

    Hijo de un diplomático, Fernando Maquieira, y una socialite, Julita Astaburuaga, Diego creció entre Nueva York y Lima, para llegar a Chile a los 11 o 12 años. Lo echaron de varios colegios, incluido el Saint George y también del Marshall, del que por definición no echaban a nadie.

    El día del Golpe de 1973, estaba en Isla de Pascua y solo tres días después se enteró de lo que había sucedido escuchando una radio peruana. Ese mismo año se casó con la pintora Patricia Ossa, con quien tendría tres hijos. Entre su acotada vida laboral, se cuenta una colaboración con la agencia de publicidad Veritas, donde bajo la dirección de Jaime Celedón escribió un libro para el laboratorio Parke-Davis llamado Versos para recetar. Según su amigo Gonzalo Contreras, por un tiempo hizo videos para matrimonios y, dice Francisco Vejar, alguna vez tuvo una oficina en el Centro de Estudios Públicos, aunque es difícil precisar su cargo. En 1989 fue jurado del concurso Miss Chile.

    En 1983, el año en que Nicanor Parra lanzaba Chistes para desorientar a la policía poesía y Carmen Berenguer Bobby Sands desfallece en el muro, De Jolly y Maquieira aparecieron en escena. Mientras el primero lanzó Louis XIV en Puerto Rico, al alero de Universidad de San Juan, el segundo puso en circulación 60 copias “para la grandes minorías de mi barrio” de Selección La Tirana. Los libros se movieron por circuitos acotados, especialmente el de De Jolly, que casi instantáneamente lo convirtió en un poeta de culto.

    Los libros se movieron por circuitos acotados, especialmente el de De Jolly, que casi instantáneamente lo convirtió en un poeta de culto.

    O secreto: su poemario apenas estuvo disponible en Chile y lo que quedó fue un ruido tan sugerente como inconcebible: ¿por qué diablos un escritor chileno hablaba de un rey francés del siglo XVII en plena dictadura? Maquieira, en cambio, al año siguiente publicó la edición definitiva de La Tirana y a todos los que debía importarles les quedó claro que se trataba un arrogante relato sobre el Chile en que el desenfreno se confundía con la beatería.

    “Una herejía contemporánea sumamente justificada”, dijo de La Tirana Lihn en una nota en la revista Apsi, en 1985. Es el texto de un fascinado: Lihn cuenta las vicisitudes escolares de Maquieira por el mundo para concluir que de ahí provenía un “lenguaje poético violento”, producida por una mezcla del habla neoyorquina con la jerga chilensis y ecos de Pound, Eliot, Kavafis, Catulo o Stanley Kubrick. Todo el libro es una puesta en escena episódica en que la Tirana, junto al pintor Diego Velásquez, se mueve por el Hotel Valdivia, el restaurante Les Asassines, el Salón Rojo de La Moneda, el cine Marconi y algunas iglesias no identificadas, donde aparecen Charles Manson, Alessandra Mussolini, nieta del Duce, Derrida, San Peckinpah y una serie de personajes que reflejan tanto la historia del crimen como la del barroco. “Maquieira los reúne carnavalescamente para significar la intrínseca perversión del poder ejemplificado por la Inquisición y su igualdad con las marginalidades que lo desestabilizan, ya se trate de ‘los drugos’ o cualquier ‘banda de relajados’. Igualmente, pues, de los contrarios. Los antagonistas de la historia son mafias”, escribe Lihn.

    “En mi solitaria casa estoy borracha / y hospedada de nuevo / Diego Rodríguez de Silva y Velázquez / yo no me puedo sola, yo la puta religiosa / la paño de lágrimas de Santiago de Chile / la tontona mojada de acá”, dice la Tirana en la voz de Maquieira, que luego de publicar el libro entraría en un silencio literario que duraría alrededor de 10 años. El silencio de Paulo De Jolly sería aún más largo: volvió a Francia a visitar los jardines de Versalles, su matrimonio con Francisca Droguett se diluyó en sus desequilibrios mentales y empezó a circular por diferentes residencias, cada vez más modestas. A veces se aparecía por el Tavelli del Drugstore o la plaza del Mulato Gil, en Lastarria, donde Maquieira había montado su centro de operaciones.

    Fin de fiesta

    Parte del circuito de la bohemia ochentera, en la plaza del Mulato Gil había una galería, Enrique Lafourcade tenía una librería y estaba el Café de la Gloria, que sobre todo era un bar. Entrando a la izquierda estaba la mesa con la placa que decía Diego Maquieira y ahí se le podía encontrar también a él casi invariablemente. Fumaba pipa. Llegaba al almuerzo y ahí se reunía con un grupo más o menos estable en que estaba Arturo Fontaine, Antonio Cussen, Carlos Franz, Martín Hopenhayn y Gonzalo Contreras. A veces pasaba por ahí Jorge Edwards. Y cada vez más seguido Mario Lobo, una suerte de mecenas de Maquieira, pero también de todo el grupo. Según cuenta Contreras, la casa de Lobo en el barrio el Golf tenía una política de puertas abiertas para los amigos: “Había un mozo que te servía un gin tónic a la hora que llegaras”, dice. “Era una fiesta estar con Diego. Lo tenía todo: era culto, atractivo, estaba con mujeres hermosas”, asegura Vejar, que cuenta que el narrador Claudio Giaconi había encontrado un apodo para su grupo: CEC, centro de escritores cuicos.

    “Era una fiesta estar con Diego. Lo tenía todo: era culto, atractivo, estaba con mujeres hermosas”, asegura Vejar, que cuenta que el narrador Claudio Giaconi había encontrado un apodo para su grupo: CEC, centro de escritores cuicos.

    Por supuesto era una burla, pero no demasiado exagerada y bastante ajustada a la realidad en el caso de Maquieira, que en la senda de Huidobro se entregó por completo a la poesía, sin preocuparse de los recursos: “Soy incapaz de mirar un diario para salir a buscar empleo porque soy inutilizable. En eso estoy con Duchamp. Me gustaría tener un capital que me permitiera prescindir de apoyos, no solo familiares sino de amigos. Pero a mí me parece infinitamente estúpido trabajar para recibir un sueldo y en eso soy irreductible”, dijo una vez el poeta, que cuando se pasaba de copas en el Mulato tomaba una pieza en el Hotel Foresta, frente al Santa Lucía, o pedía tres taxis para moverse con escolta.

    “Diego siempre fue un personaje muy principal. En esa época estaba muy prendido, tenía una vitalidad exuberante. Era un gallo muy simpático, de muy buen corazón. Y tan autosuficiente que la envidia literaria no existía para él”, dice Gonzalo Contreras. “Él siempre fue contrario a cualquier tipo de sistematización del conocimiento; no es un intelectual, en el sentido más ortodoxo, pero ha leído mucha poesía. Y nunca entendió la literatura como una carrera. La publicación para él es un resultado casi espontáneo. Abjura de la idea de posteridad”, añade. Mientras escribía sin ningún apuro, Maquieira también pintaba al óleo y, sobre todo, “vivía la vida cien por ciento”. Los almuerzos del Mulato se trasladan a cócteles de exposiciones, nuevos bares o la casa de Mario Lobo. “Había mucho alcohol. Hubo una farra alcohólica importante, que la pagamos Diego y yo”, cuenta Contreras.

    Los almuerzos del Mulato se trasladan a cócteles de exposiciones, nuevos bares o la casa de Mario Lobo. “Había mucho alcohol. Hubo una farra alcohólica importante, que la pagamos Diego y yo”, cuenta Contreras.

    En el caso del poeta fue una situación nueva: Maquieira recién a los 35 años empezó a tomar alcohol y cuando lo hizo fue con tal intensidad que si bien “lo llevaba a crear algo nuevo”, también amenazaba con “quemarle las manos”. Eso lo diría muchos años después, pues en esos años su ritmo poético permitía todo y no buscaba menos: “La poesía a mi entender es un salto al más allá de lo desconocido. Es una extensión de mi personalidad. Se trata de desarrollar una forma de ser, más que de aplicar un oficio o desarrollar una disciplina”, aseguró en 1989 en una entrevista en el CEP.

    En los 90 y en los 2000, Maquieira publicó poco y de modo espaciado. Continuó su búsqueda por un lenguaje propio, verbal y visual. Dando una y otra vez un paso al costado, cumplía su plan de atentar contra cualquier tipo de carrera profesional como escritor. “Nunca he pretendido ser una leyenda como Teillier, ni un culto como Jodorowsky, ni un ídolo como Parra, ni un enigma como Rosenman Taub, ni una cátedra como Bolaño. Yo quiero ser solo un rumor, una ola hueveando en altamar, nada más”.

    Hace unas semanas, requerido para esta nota, dio un par de excusas sinuosas y cordiales. Dijo que estaba en una búsqueda nueva, lejana a la literatura. “Haz como que estoy muerto”, añadió al teléfono.

  7. La paradoja necesaria: Breve historia de La Bicicleta

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    Documento histórico imprescindible, la revista La Bicicleta fue caja de resonancia, compañera de ruta y estímulo de las transformaciones que redefinieron el panorama de la cultura de los jóvenes y los no tan jóvenes en dictadura. Antonio de la Fuente, uno de los directores de revista, cuenta su historia desde adentro.

    Por Antonio de la Fuente

    La Bicicleta nació en la primavera de 1978 con la pretensión de ser una revista consagrada al arte y la cultura. “Revista chilena de la actividad artística” se leía bajo el título de los primeros números publicados en un formato apaisado. Dos años más tarde, el número 9 supuso el paso a un formato convencional y el destaque en la portada de la imagen de un músico al que se le dedicaba el cancionero al interior. Y un nuevo subtítulo: “Revista cultural hecha en Chile”. El énfasis, como se ve, pasó del arte a la cultura, a la cultura entendida como creación estética y también como vida cotidiana.

    Subiendo el volumen de la música

    Sin romper del todo con el público inicial, compuesto mayormente por artistas, a poco andar la revista se reorientó hacia un público juvenil. También se podría decir que fue ese público el que reorientó la revista, un público interesado sobre todo por una música que no encontraba espacio en los medios masivos, que circulaba de mano en mano en discos y casetes, se cantaba en las fogatas y se escuchaba en las fiestas bajo el toque de queda: folklore y rock, en grandes rasgos, y una mezcla de ambos, el matrimonio entre Violeta Parra y Jimi Hendrix, como tituló alguna vez la revista argentina Pelo, refiriéndose a Los Jaivas.

    El cambio de formato y de énfasis representó un salto considerable en materia de tiraje. La revista vendía en sus inicios mil ejemplares y con el número 9 referido arriba —Silvio Rodríguez en la portada, una imagen inédita para el Chile de la época— pasó a vender más de 20 mil ejemplares, una feliz sorpresa. Dejar de impostar un lenguaje de teóricos del arte nos permitió establecer un diálogo horizontal con los lectores.

    Dejar de impostar un lenguaje de teóricos del arte nos permitió establecer un diálogo horizontal con los lectores.

    Escribir para los jóvenes puso en evidencia que nosotros también lo éramos (adopto ya la vía testimonial porque formé parte de la aventura). Dejar de impostar un lenguaje de teóricos del arte nos permitió establecer un diálogo horizontal con los lectores. La manera cómo llegué a La Bicicleta ilustra esto que digo: una noche de 1979 coincidí con el entonces director, Eduardo Yentzen, en un recital de poetas populares en Los Dominicos y me pidió que escribiera algo sobre el evento. Escribí no sobre las formas de la poesía popular o la relación de esta con la poesía culta sino sobre nosotros, el público que había decidido pasar la noche de un sábado escuchando poesía popular.

    Tanto así que si por falta de tiempo sólo pudiera releer una rúbrica de La Bicicleta, no dudaría en leer la sección La cuchara que ustedes meten, el espacio de las cartas de los lectores. Así describía Luis, 22 años, su relación con la revista: “Ha conquistado un lugarcito dentro de mi mente. Leerla es como una necesidad, pero no sé de qué tipo”. Hugo, por su parte, ejercía su derecho a crítica: “Dejé de comprarla en el número 36 porque me parecía muy cara en relación a lo que traía: pagaba 90 pesos y la leía en cinco minutos”. Y César argumentaba en una carta escrita en décimas: «Somos muchos los que pedaleamos, ustedes sólo llevan el manubrio».


    “Leyendo entre líneas, acusáis un filtro muy estrecho en lo político. No se trata de autocensura, tranca que nunca atajó demasiado a La Bicicleta, sino más bien de un asco al leninismo que saca pinta verdes en el hoy más bien alado vehículo”, escribía Sergio desde Viña. La respuesta de la revista: “Hace días que no pensaba en Lenin. Pero sí. Donde diga Lenin, léase Stalin. Y así sucesivamente”. Otro lector cuenta que lo detuvieron en la calle por llevar La Bicicleta y pasó ocho horas en un calabozo. La respuesta adopta la forma de una autoentrevista instantánea:

    ¿Qué opina de la detención de este lector por llevar La Bicicleta?
    —Me parece un amargo piropo.
    ¿Qué les diría a los demás lectores?
    —Que no se asusten. Cuando la encuentran, generalmente se limitan a pedirla prestada.

    Como se ve, no se trataba de escribir para el público juvenil, a la manera de la revista Ritmo o incluso de la revista Onda, no se trataba de “juvenilizar” a los jóvenes, sino de escribir con ese público. El propósito más o menos espontáneamente asumido era acompañar una dinámica alternativa que prendía en cierta juventud y dialogar con ella, entre otras cosas porque los que hacíamos la revista formábamos parte de esa dinámica.

    La música es lo que asoma principalmente por las casi cien portadas de La Bicicleta y otro tanto de literatura, teatro y cine, y sobre todo de cultura entendida como vida cotidiana: vida estudiantil, sexo, sicología, ecología, feminismo, viajes —las proverbiales peregrinaciones a Machu Picchu y a Chiloé, cómo no, pero también a la Boca del Maule, a Cartagena o a la laguna del Parque O’Higgins.

    Por ese camino, el periodismo se impuso como el formato privilegiado, en el sentido de buscar la pluralidad de las fuentes y de privilegiar la claridad en la presentación de los contenidos. Se trataba eso sí de un periodismo crítico con el reporterismo adocenado y dócil con el poder que se practicaba en esos años en Chile, previsible y “malo de adentro”, como se decía entonces.

    Se trataba eso sí de un periodismo crítico con el reporterismo adocenado y dócil con el poder que se practicaba en esos años en Chile, previsible y “malo de adentro”, como se decía entonces.

    El periodismo que practicaba La Bicicleta no renunciaba a revertir la sacrosanta pirámide invertida de los manuales, a hablar en primera persona y a asumir el proyecto parriano de hacerse eco de la lengua de la tribu. Un artículo sobre el profesor Banderas, pomposo pontífice del blablablá de los locutores, termina con esta pregunta: ¿cómo se escribe insoportable? En una palabra, que lo dice todo, era un periodismo con pretensiones de ser alternativo.

    Para muestras, botones. La primera mención a Los Prisioneros en la prensa chilena está en La Bicicleta: Tenían 19 años y habían tocado en el mítico escenario del Trolley. “Me asombra el hecho de estar tomando francamente en serio por primera vez en mi vida a un grupo de rock chileno”, sentenció el cronista. También las primeras entrevistas a Charly García —”P: ¿Cómo ha influido en los artistas argentinos la vuelta a la democracia? R: Hay algunos que extrañamos a la dictadura, por eso venimos a Chile”—, a Mercedes Sosa —”no cantaré en Chile mientras esté Pinochet”, nos dijo, y lo cumplió. En cuanto a Silvio Rodríguez, si bien apareció alguna vez en la prensa con ocasión del viaje que hizo a Chile en 1972, fue en La Bicicleta donde, una década más tarde, su éxito subterráneo entre los jóvenes pudo ver la luz del día.

    La Bicicleta publicó también inéditos de Julio Cortázar, de Nicanor Parra, de Enrique Lihn. Con estos dos últimos tuvimos una fluida relación de aprendices a maestros. Con Vargas Llosa se dio la curiosa circunstancia de que él entrevistó a La Bicicleta antes de que la revista lo entrevistara a él. Y La Bicicleta le entregó a Rodrigo Lira el único premio que recibió en su corta vida. Tras recibir el premio de manos de un jurado compuesto por Lihn, Raúl Zurita y Manuel Silva Acevedo, Lira nos pidió poder leer todos los textos enviados al concurso, lo que hizo concentradamente. Solo al cerrar la última carpeta pareció convencido de que el premio era suyo. El nombre del poema premiado —”Cuatro 365 y un 366 de onces”— creo que dice bien lo que fue la dictadura: cada día era un once de septiembre.

    Apostilla sobre lo alternativo

    Ser o no ser alternativo estaba fuera de cuestión porque en los hechos el sistema de la prensa del Chile de entonces nos imponía serlo. Así las cosas, la pregunta no era serlo o no serlo, sino hasta qué punto. Para decirlo con un ejemplo: ¿cabía hablar del Festival de Viña, o había que pasar de él olímpicamente? Lo que nos pedía el cuerpo era escribir de otra cosa, pero puesto que Chile era —y probablemente siga siendo— un país umbilical, en el sentido de que el cuerpo social se centra al unísono en un mismo asunto, así sea para decir cosas opuestas, hablábamos del Festival de Viña para reivindicar lo escasamente bueno y burlarnos de lo abundantemente malo.

    Y así con todo, con el arte conceptual que consistía entonces mayormente en pintarse el cuerpo y colgarse de un semáforo, o con las apariciones de Enrique Lafourcade en 60 minutos, el noticiero de Televisión Nacional, al que la gente llamaba 60 milicos. El humor es un signo distintivo de esas páginas porque las ceremonias de legitimación del poder eran ridículas y risibles. Y también porque sí, porque éramos jóvenes y es sabido que los jóvenes son tentados de la risa, y porque en años de apagón cultural y de burda represión burlarse era no dejarse avasallar y reírse del poder era una buena manera de afirmarse.

    Por otra parte, también es verdad que había un país paralelo silenciado y estaba en buena medida en el exilio. Desde el inicio La Bicicleta desplegó sus antenas para escucharlo y hacerse eco. También porque la atmósfera en Chile era irrespirable y el exterior, el extranjero, lo otro, asomaba como un respiradero. Una ilustración de esto que digo se dio la noche de un sábado de enero de 1986 en un encuentro entre chilenos de dentro y de fuera en las calles de Mendoza bajo la forma de la proclamación espontánea y festiva del pintor Nemesio Antúnez como presidente de Chile. «Nemesio, Nemesio, líbranos del adefesio», coreaban los manifestantes. Y también: «Nemesio, Antúnez, orgasmos hasta el lunes» (era sábado).

    Coda sobre la militancia

    “El director no comparte necesariamente las opiniones del subdirector, ni éste las de aquél, ni ambos las del jefe de redacción y viceversa, ni los tres las opiniones de otros redactores, secretarias, diagramadores y gerentes, ni éstos las de aquéllos, porque en esta revista pensamos todos diferente. Aunque no necesariamente…”, dice uno de los ciclistas que pedalean en la ilustración de la página de presentación de la revista. No era una boutade, o no sólo.

    En La Bicicleta había militantes, ex militantes e incluso militantes de la no militancia. Si es verdad que un cierto apoyo partidista permitió que la revista diese sus primeros pasos, en la misma medida en que la publicación fue “encontrándose con su público”, como reza la frase hecha, y recibiendo algo de apoyo en el mercado a través de la venta de ejemplares, aquel soporte partidario se fue difuminando. Cuando digo mercado me refiero al público que compraba la revista, a la pequeña empresa que la distribuía y a los quiosqueros que la exponían y vendían. Porque, aparte de los canjes de publicidad con otros medios y algunos negocios afines, ningún publicista o empresario se atrevió a apostar por la revista, lo que contribuyó en parte a su desaparición tras nueve años de recorrido.

    El resto lo haría la represión, el cansancio, la distancia. Porque lo cierto es que La Bicicleta hacía frente a una dictadura que censuraba, intimidaba y llegado el caso allanaba imprentas y rompía rotativas. Sobre esto y para cerrar la ronda de las divisas de la casa, conviene citar la fórmula con la que abre el primer número: “En la era de los helicópteros concéntricos, surge como una paradoja necesaria La Bicicleta“.

  8. Lotty Rosenfeld: más que gestos, acciones

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    Integrante del Colectivo Acciones de Arte (CADA), la obra de Lotty Rosenfeld fue una forma de desacato contra la vigilada ciudad de la dictadura y la institucionalidad del arte durante los años 80. Rosenfeld hizo de la calle una zona en disputa, interviniendo los signos del orden público con un agudo sentido político y movilizado en un tipo de activismo pro derechos humanos cuya sofisticación conceptual se situó en el margen opuesto de la consigna y la militancia de izquierda tradicional.

    Por Céline Fercovic

    A pesar del contexto –en plena pandemia—, la despedida fue unánime. Las hazañas artísticas de una de las figuras más citadas en la llamada “escena de avanzada” fueron revisitadas en medios de prensa, redes sociales y plataforma virtuales en Chile y el mundo. Lotty Rosenfeld ⎯nacida Carlota Eugenia Rosenfeld⎯ intervino, hasta con su muerte el 24 de julio de 2020, la esfera pública.

    Titulada de la Escuela de Artes Aplicadas de la Universidad de Chile y dedicada principalmente al grabado, ya a mediados de los 70 Rosenfeld comienza a inquietarse por sacar el arte a la calle. Su militancia en el MAPU y su participación en la Galería Espacio Siglo XX la movilizaron a trabajar de forma colaborativa junto a otros artistas: Juan Castillo, Alberto Pérez, Marcela Serrano, Antonio Gil y Francisca Cerda. Todos, por supuesto, opositores a la dictadura. Desde 1977 se consolidaron como un colectivo de arte interdisciplinario con la intención de exhibir sus obras dentro y fuera de la galería. La “Obra Colectiva”, como le llamaron, no prosperó, pero el ímpetu activista y la amistad con Castillo sí que supo llegar lejos. Tan lejos que dislocó signos, resignificó palabras y también se archivó.

    Poco después, en 1979, un nuevo grupo de trabajo se logra alinear ideológica y conceptualmente. Entre densas reuniones y toques de queda, Diamela Eltit, Raúl Zurita, Fernando Balcells, Juan Castillo y Lotty Rosenfeld articulan el Colectivo Acciones de Arte (CADA), cuerpo de intersección entre arte y política que buscó hacerse lugar en el espacio público vigilado de esos años. Retomar las calles significaba entonces meterse en la boca del lobo. Era atentar contra el mandato autoritario de “limpieza” y “corte”, enfrentarse a avenidas renombradas, a muros sin imágenes de otro pasado que el oficial, y a bustos de “héroes” nacionales.

    Retomar las calles significaba entonces meterse en la boca del lobo. Era atentar contra el mandato autoritario de “limpieza” y “corte”, enfrentarse a avenidas renombradas, a muros sin imágenes de otro pasado que el oficial, y a bustos de “héroes” nacionales.

    ¿Cómo fue posible la intromisión del CADA? El As bajo la manga fue la excusa del arte. Las grandes intervenciones del colectivo debieron estar calculadamente acompañadas de un traje a la medida, de un disfraz sin aparentes colores políticos, y también de registros, valiosas imágenes de archivo que hoy proliferan en museos alrededor del globo.

    Fue en el ámbito de la persuasión y la documentación donde a Rosenfeld se le reconocen atributos sin igual. En su primera acción conjunta, “Para no morir de hambre en el arte”, la artista se preocupó de guardar algunas bolsas de leche con la gráfica impresa, bolsas que más tarde se convertirían en las únicas piezas materiales de la performance. En “Inversión de escena”, cuando hicieron llegar ocho camiones lecheros de Soprole a las puertas del Museo de Bellas Artes, fue Rosenfeld quien contactó al gerente de Marketing de la empresa para decirle: “proyectamos celebrar los 100 años del Museo con la leche como metáfora de la pureza, etc., etc.” El hombre quedó atónito, pero luego de rumiar la idea un poco ⎯y quizás también analizando la propuesta con mentalidad de publicista visionario⎯ se entusiasmó, le pareció genial como propaganda. Al instante, el gerente ofreció un camión de punta con capacidad para transportar piscinas de leche. Rosenfeld tuvo que arremeter manteniendo el convencimiento. “No, no, la idea es que sean varios camiones, comunes y corrientes y, además, lo importante es que estén vacíos”, respondió la artista. Trato hecho. En muchos momentos fue un poco así como lo lograron. “Esto es arte contemporáneo”. Una zona gris. Una práctica artística y política que dejó de usar los códigos asociados a la izquierda, que cambió el puño en alto para desorientar a las autoridades.

    En muchos momentos fue un poco así como lo lograron. “Esto es arte contemporáneo”. Una zona gris. Una práctica artística y política que dejó de usar los códigos asociados a la izquierda, que cambió el puño en alto para desorientar a las autoridades.

    De forma paralela, los miembros del CADA siguieron trabajando en proyectos personales. En 1979, Rosenfeld lleva a cabo “Una milla de cruces sobre el pavimento” en la intersección de las calles Manquehue con Los Militares. Esta es la primera vez que la artista actúa interviniendo las líneas segmentadas del pavimento para alterar los códigos de circulación, sin olvidar dejar un registro audiovisual de ello. ”Lo que hago es evidenciar una de las formas cotidianas en que opera el poder, al introducir la ‘crisis’”.  La crisis a la que la artista hace referencia es la introducción del signo “+” en las pistas de tránsito vehicular, convirtiendo un trazo blanco, funcional y convencional de las calles en una consigna con significación local y global.

    Con mezclas de delicadeza y mucha desobediencia, Rosenfeld encuentra una fórmula eficaz para comunicar cómo se ejerce la disciplina sobre los cuerpos urbanos, cómo esta se impone a través del lenguaje y se vuelve comportamiento al tiempo que nos movemos por un espacio público que es de todos y de nadie a la vez. La fuerza de su dislocación la lleva a reiterar los cruces en otras partes del mundo: fuera de la Casa Blanca en Washington D.C., en la Plaza de la Revolución de La Habana o en la frontera entre la Alemania Oriental y la Alemania Occidental.

    Entre el 80 y el 81, Rosenfeld se embarca junto a Diamela Eltit  ⎯a quien luego llamaría “su mejor escuela”⎯ en el proyecto performático y audiovisual “Zona de Dolor”, encargándose principalmente de su registro. La primera acción fue en un prostíbulo de Maipú. Ahí Eltit, vestida de negro, recitó fragmentos de su novela Lumpérica, aún inédita, mostró sus brazos lacerados y lavó las veredas del pasaje a mano, inclinando su cuerpo para pasar un trapo con esmero. El 81 la dupla continúa la serie. Con “Zona de Dolor II” o “El beso” o “Trabajo de Amor” como también se le ha titulado, Eltit vuelve a recalcar temas como la exclusión, la marginalidad y el reconocimiento del “otro” acercándose a un vagabundo esquizofrénico que camina con muletas para hacerle una propuesta: ¿démonos un beso? Tras una corta conversación, se mandan un calugazo. El video capturado por Rosenfeld dura poquito más de tres minutos y deja registrada la incomodidad de Eltit al recibir la traviesa lengua del hombre más de lo esperado.

    La temperatura fue subiendo. El 8 de marzo del 82, Rosenfeld y Eltit participan de la Jornada de la Mujer invitadas por El Círculo de la Mujer. La propuesta ⎯escribió el CADA en la publicación Ruptura del mismo año⎯ fue exhibir “un filme pornográfico que consistía en un triángulo configurado por una patrona, una sirvienta y un perro”. Por su contenido zoofílico, el video no pudo ser mostrado hasta dos meses después. En su transmisión, la obra shockeó al público. Sin embargo, las artistas tuvieron la oportunidad de leer y contextualizar el trabajo finalizada la función: “’Hombre’ y ‘mujer’ no son esencias irreductibles de la naturaleza, sino que solamente portan un carácter de modelo que con el fin de perpetuar el sistema dominante, siguiendo los mismos mecanismos ya estudiados para otros cuerpos ideológicos, se enmascaran con el atributo del ‘per se’”. Mientras Rosenfeld continúa registrando y aventurándose en el videoarte desde una perspectiva feminista, y mientras las cruces –como pasa en el grabado—se reproducen, la artista embiste otro flanco. Esta vez es la Bolsa de Comercio de Santiago, el principal centro de operaciones bursátiles de Chile.

    Mientras Rosenfeld continúa registrando y aventurándose en el videoarte desde una perspectiva feminista, y mientras las cruces –como pasa en el grabado—se reproducen, la artista embiste otro flanco. Esta vez es la Bolsa de Comercio de Santiago, el principal centro de operaciones bursátiles de Chile.

    Rosenfeld hace ingresar monitores al edificio para reproducir el video de sus cruces. “Tuve que recurrir a todo tipo de artimañas”. Entrar no fue complicado, pero llegar a la rueda de la Bolsa fue pura casualidad. Las mujeres no podían acceder al corazón de este centro comercial, simplemente no estaban autorizadas. Rosenfeld, astuta, cambió la narrativa de su acción. Para montar los monitores, inventó que Castillo y Zurita eran los autores de la obra y que ella solo estaría a cargo de la producción. Con todo andando, ella, Tatiana Gaviola y Ana María López, quienes se encargaron de los registros, se quedaron mirando de lejos. De repente, sin poder anticiparlo, sobrevino la debacle del sistema financiero. La gente enloqueció, se tiraban las mechas en medio del caos. La peor crisis económica desde 1930 comenzaba. El delirio del momento abrió el camino para que las mujeres presentes hicieran y deshicieran, y capturaran el suceso. Este rico material fue posteriormente editado y transformado en el video experimental “Un herida americana”.

    En el 83 la consigna “NO +” se afirma y propaga en la ciudadanía. Lo que Rosenfeld comenzó en el pavimento, fue sintetizado sobre un enorme lienzo blanco tendido a un costado del Río Mapocho. Para intensificar la propuesta, el CADA invitó a artistas chilenos y extranjeros a participar en la propagación del “NO +” por las superficies de la ciudad. De noche, los rayados callejeros plagaron los barrios de Santiago. La pregnancia de esa imagen, que puede condensar la fuerza colectiva de muchas causas, sigue siendo usada al día de hoy. El “No +”, de algún modo fue el “basta”. Con esta acción el CADA se diluye, con cierto sosiego, habiendo cumplido sus propósitos comunitarios, entrando de lleno en la vida de las personas con un acto político directo.

    Hay voces que extienden las últimas acciones del CADA hasta 1985 con “VIUDA”, pero para Lotty Rosenfeld esa ya es otra etapa. Nuevamente marcada por la colaboración constante y la activación de la esfera pública, Rosenfeld comienza a participar de la agrupación Mujeres por la Vida. “Por la vida”, recalca la artista, y “que no se malinterprete”, dice, “por la vida de quienes estaban matando y estaban desaparecidas”.

    Nuevamente marcada por la colaboración constante y la activación de la esfera pública, Rosenfeld comienza a participar de la agrupación Mujeres por la Vida. “Por la vida”, recalca la artista, y “que no se malinterprete”, dice, “por la vida de quienes estaban matando y estaban desaparecidas”.

    Resistiendo a la dictadura, este movimiento social feminista impulsó marchas, acciones relámpago e intervenciones para visibilizar las desdichas del contexto, donde las adversidades supieron también ser combinadas con cuotas de humor entre las participantes. A sus fundadoras Mónica González, Patricia Verdugo, María Olivia Monckeberg, Marcela Otero, se sumaron Mónica Echeverría, Kena Lorenzini, Estela Ortiz, Fanny Pollarolo y Rosenfeld, quien estuvo encargada de la producción visual y sus estrategias. Como ha dicho Lorenzini, Lotty, “en el fondo, hacía carne nuestras ideas”.

    “VIUDA” fue una intromisión temprana del movimiento Mujeres por la Vida. Se podría decir que fue una de las primeras actividades relacionadas a la “Prensa Acción”, como Rosenfeld denominó a una serie de apropiaciones del espacio mediático. Eran momentos de agitación y represión. Las olas de protestas se desataron. En septiembre del 85, y con la participación de Diamela Eltit y Paz Errázuriz, aparece simultáneamente en varias revistas de carácter opositor (Fortín Mapocho, La Época, Revista Apsi, Revista Hoy, Revista Cauce y Revista Análisis) el retrato de una mujer junto a la palabra VIUDA y el siguiente texto:

     

     

    Mirar su gesto extremo y popular.
    Prestar Atención a su viudez y sobrevivencia.
    Entender a su pueblo.

    Volviendo a posicionar a las excluidas, Mujeres por la Vida genera una obra común dedicada al espacio público. Sin hacer caso a la contrariedad, se organizan para crear un trabajo de “prensa acción”, para hacer circular la existencia de una mujer acallada por el orden militar. En el veloz movimiento de los medios de comunicación la obra se abre al azar del receptor para impregnarse en su retícula y lograr, a partir de un efecto metonímico, que nos identifiquemos en su viudez: una mujer que vive la exclusión y que desde la obra, paradójicamente, puede ser incluida evidenciando el riesgo de su desaparición. Una mujer viva colinda con la muerte: “Citar la muerte, pero a través de la vida”, como puntualiza Eltit.

    Sin aflojar, Rosenfeld se mantiene hasta fines de los 80 en el surco del activismo. Después de “VIUDA” vino “Somos + mujeres” y  “Las mujeres votamos No +”, queriendo decir de otro modo, “votamos no más y qué tanto”, en palabras de la misma artista. La resistencia colectiva que articuló la agrupación para luchar por los derechos de las mujeres y denunciar los crímenes de la dictadura, fue tomando distintas formas en sus acciones relámpago.

    La resistencia colectiva que articuló la agrupación para luchar por los derechos de las mujeres y denunciar los crímenes de la dictadura, fue tomando distintas formas en sus acciones relámpago.

    Vestidas de luto desfilaron los días 11 de septiembre, marcaron edificios de gobierno con banderas negras para honrar la memoria de los muertos, bailaron la cueca sola, repartieron panfletos con sus consignas ⎯unos de ellos con el “SOMOS +” (1985) y el “No+ porque somos+” (1986)⎯ , pidieron la renuncia expresa de Pinochet por medio de una carta argumentativa, con sus cuerpos en el piso armaron cruces monumentales, en materiales económicos dibujaron siluetas negras a escala real con los nombres de los desaparecidos. Rosenfeld y también Eltit tuvieron la responsabilidad de ir ampliando esta serie de estrategias visuales.

    El 8 de marzo del 86, Mujeres por la Vida convoca a jornadas político culturales en conmemoración del Día Internacional de la Mujer. La frase “Un nuevo paso uniendo nuestras manos a las mujeres del mundo” abría la invitación. Se redactó un instructivo para la ocasión y se leyeron los lemas acompañados del canto a coro “¡Sépalo capitán general, Somos más!… y porque somos más ¡lo venceremos! ¡Palabra de mujer!”.

    En concordancia con su decidida postura feminista y activista, un año más tarde, en el marco del Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana —instancia que en palabras de Carmen Berenguer emergió “en las antípodas de la opresión, aquellos lenguajes que no quieren negarse a ser y por el contrario han querido hablar dando curso a los rescates de las identidades interdictas por la violencia política, cultural e ideológica”—, Lotty Rosenfeld se hizo cargo de la documentación permitiendo que el congreso pueda ser revisitado hasta hoy.

    Uno de los hitos que marcaron el fin de década, fue “No me olvides”, otra potente convocatoria de Mujeres por la Vida junto a más organizaciones de mujeres. En el marco del plebiscito del 88, las agrupaciones se unieron para activar la memoria y promover el voto NO. Las siluetas diseñadas por Rosenfeld años antes se retomaron de manera masiva. En las calles, las mujeres levantaron a sus desaparecidos con sus nombres, la pregunta “¿me olvidaste?” y las opciones “Sí_ No_” escritas sobre el recorte. Cantando el bolero “para que no me olvides”, caminaron por el centro de la ciudad esperando la posibilidad de volver a una democracia capaz de reparar sin caer en episodios de amnesia. Eso tampoco hay que olvidarlo.

  9. El nudo crítico de Julieta Kirkwood

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    Figura protagónica del feminismo de los años 80, Julieta Kirkwood conjugó la lucidez analítica de la intelectual que expande los límites de la reflexión crítica, con la acción y organización de la resistencia contra la dictadura. Kirkwood no se restaba de espacios: participaba de talleres en organizaciones sociales, en círculos de lecturas y seminarios académicos, en los espacios feministas y en la escritura en boletines, panfletos y pancartas. Su trabajo, todavía vigente, ilumina una diversidad de problemas –la democracia, el poder, el saber, el movimiento feminista—cuya relevancia ha ido cobrando más peso con el tiempo.

    Por Luna Follegati Montenegro

    Julieta Kirkwood, destacada socióloga y también militante del partido socialista, feminista de la acción y la palabra, resalta en la historia latinoamericana por la forma en que comprendió y recompuso la trayectoria feminista en nuestro país, relevando problemas políticos a partir de la relación entre mujeres, política y democracia. Su singular analítica es una de las voces ineludibles en la teoría política nacional, no solo como un destello crítico en los años 80, sino al configurarse como una de las propuestas teóricas más sustantivas del continente.

    Activista feminista, militante, teórica y, sobre todo, una pensadora política. Julieta Kirkwood es un conjunto de narrativas que relevaron los vericuetos, las sinuosidades y contradicciones del movimiento. Intelectual que no solo ensaya sobre las problemáticas de las mujeres en el campo de la política tradicional, sino que también se enfrasca en los problemas más espinudos del feminismo.

    Intelectual que no solo ensaya sobre las problemáticas de las mujeres en el campo de la política tradicional, sino que también se enfrasca en los problemas más espinudos del feminismo.

    Como enfatiza Eliana Largo: “escribía con lucidez, consistencia y profundidad sobre asuntos que no habían sido cuestionados”, adquiriendo en plena dictadura una voz sorprendente que logró condensar problemas feministas mediante un constante ritmo de escritura que no escatimó en teoría, historia ni reflexión. Sus documentos de trabajo, columnas, materiales de discusión y la compleja pero sugerente variedad de sus textos se encuentran publicados en tres obras póstumas que compilan toda su escritura: Ser política en Chile. Las feministas y los partidos (1986); Feminarios (1987); y Tejiendo Rebeldías (1987).

    Un año después de la fundación del Movimiento Pro Emancipación de la Mujer Chilena (MEMCH), en 1936 nace Kirkwood en Santiago de Chile. Quizás su propia historia estuvo ligada desde el inicio, sin saberlo, al desarrollo del movimiento feminista en nuestro país: sus primeros años transitaron entre distintos lugares, al calor de un movimiento que fraguaba la lucha por los derechos civiles y políticos de las mujeres. Desde el 55 se radica en Santiago luego de un periplo por Proterillos y Concepción durante su infancia. Trabaja durante el día y estudia la secundaria en horario vespertino. Tiene un hijo, estudia sociología obteniendo su licenciatura durante el revuelto 68, en el contexto de la reforma universitaria. Al año siguiente se titula de Ciencias Políticas, tiene otro hijo, y tres años después, en 1972, ingresa a la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO, espacio que cobijará su reflexión y servirá como plataforma de acción de su pensamiento y movimiento.

    Al igual que el feminismo durante el período autoritario, el aparecer feminista de Kirkwood ocurre con y desde el movimiento durante la dictadura. El “problema de la mujer” y la cuestión de género surgen críticamente –no como ámbitos separados del quehacer político— sino como un cuestionamiento propiamente político frente a las formas de dominación y subordinación problematizadas por los primeros espacios feministas de la época. Kirkwood fue parte importante de ese proceso: su reflexión trascendió el ámbito intelectual. Este ímpetu la lleva a fundar junto a un grupo de mujeres el Círculo de Estudios de la Mujer (1979), comenzando así este aparecer feminista. Gesto con el que inaugura un pensamiento polémico dentro de la disidencia opositora al régimen: no solo un cuestionamiento al silencio impuesto por los militares, sino a la invisibilización de las mujeres en el plano de la historia y la política. En la revista Furia (1981-1981), publicación de la Federación de Mujeres Socialistas, Kirkwood expresó en verso su feminismo:

    Tengo ganas de gritar desde mujer
    que ya hace tantos demasiados siglos
    hay patriarcas violentando nuestros cuerpos
    en moldes de obreras, de putas, o de reinas,
    despreciando nuestras conciencias hembras.

    El pensamiento de Kirkwood es heterogéneo. La resistencia frente a la dictadura se combina con el malestar frente a las formas de exclusión de las mujeres del plano público político. A medida que las organizaciones de mujeres proliferan durante la década de 1980, más preguntas y necesidades de conocimiento van surgiendo. En eso el interés crítico de Julieta es incansable: identifica nudos, desafíos, conflictos y propuestas al interior del movimiento feminista en su permanente interés por tensarlo con la política tradicional.

    En eso el interés crítico de Julieta es incansable: identifica nudos, desafíos, conflictos y propuestas al interior del movimiento feminista en su permanente interés por tensarlo con la política tradicional.

    Establece, ensaya y piensa alternativas, desdibuja y diseña contornos de las nuevas formas que debiesen contener los espacios democráticos, pero a la vez, y quizás aquí se encuentra un pivote de su radical escritura, imagina políticamente los caminos para una sociedad otra desde el feminismo. Un camino de transformación. En palabras de Kirkwood: “Decíamos que el feminismo es revolucionario y que esto acarreaba consecuencias en el hacer y en el conocer. Y en lo que respecta al juicio o conocimiento histórico, el feminismo mira y exige explicaciones a su pasado”.

    El feminismo, y el movimiento de mujeres que problematiza, se identifica así con una serie de aspectos que relevan el carácter político del problema a través de un “fenómeno de ampliación y complejización del campo político”. Espectro que la misma Julieta no vacilará en destacar en una multiplicidad de dimensiones: desde reflexiones que posicionan el problema de la producción y reproducción humana, las formas y sentido de la participación de las mujeres, o la incorporación a lo político del ámbito de la “necesidad”, hasta ese minuto despojado de politicidad por parte del pensamiento teórico chileno. A través de su propuesta, redefine los contornos de la política y disputa el contenido de la democracia. Para Julieta, la realización de la política traspasa la esfera estatal, la institucional y la organización de los espacios de la economía y el poder.

    A través de su propuesta, redefine los contornos de la política y disputa el contenido de la democracia. Para Julieta, la realización de la política traspasa la esfera estatal, la institucional y la organización de los espacios de la economía y el poder.

    Con Kirkwood, la política “es también repensar la organización de la vida cotidiana de mujeres y hombres; es cuestionar, para negar –o por lo menos empezar a dudar—la afirmación de la necesidad vital de la existencia de dos áreas experienciales tajantemente cortadas, lo público (político) y lo privado (doméstico), que sacraliza estereotipadamente ámbitos de acción excluyentes y rígidos para hombres y para mujeres”.

    1983, un año clave. No solo por las protestas nacionales, sino también por la acción del feminismo en su gesto de identificación bajo la palabra “movimiento”. Ocurre la importante foto en el frontis de la Biblioteca Nacional tras un lienzo donde se lee: “Democracia Ahora. Movimiento Feminista. ”. Año en que se funda la Casa de la Mujer La Morada, espacio central para el movimiento feminista de la época, y para Julieta como cofundadora y activa participante del espacio. Año que quizás marca un antes y después que será clave en cómo se abordarán los nuevos desafíos feministas, bajo la consigna “Democracia en el país y en la casa”, atribuida a Kirkwood.

    Año que quizás marca un antes y después que será clave en cómo se abordarán los nuevos desafíos feministas, bajo la consigna “Democracia en el país y en la casa”, atribuida a Kirkwood.

    Esta se transformará en una de las consignas que condensarán las propuestas feministas latinoamericanas en el II Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe, en Lima, Perú (1983). Frase que representa una condensación de su propuesta crítica: “Las mujeres reconocemos, constatamos, que nuestra experiencia cotidiana concreta es el autoritarismo. Que las mujeres viven –han vivido siempre—el autoritarismo en el interior de la familia, su ámbito reconocido de trabajo y experiencia”. De allí la afirmación de democratizar todos los espacios de la sociedad.

    Un tópico central en las investigaciones y ensayos de Julieta es la pregunta por la democracia: cómo las mujeres nos hemos involucrado en la discusión y participación política democrática, las lecturas críticas que se pueden realizar al respecto, y cómo se ha entendido esta relación entre mujeres y política tradicional. Sus inquietudes son gravitantes para comprender la densidad del movimiento feminista a la hora de enfrentarse a la política institucional, particularmente en un contexto autoritario que interpelaba las formas de militancia y de resistencia contra la dictadura.

    Sus inquietudes son gravitantes para comprender la densidad del movimiento feminista a la hora de enfrentarse a la política institucional, particularmente en un contexto autoritario que interpelaba las formas de militancia y de resistencia contra la dictadura.

    Julieta Kirkwood“La reflexión feminista surge desde la reflexión sobre la democracia –incautada– y desde una revaloración y rescate de sus contenidos”, lectura que traspasa las fronteras disciplinares a través de un formato ensayo exploratorio. Así, a través de sus preguntas reconstruía la propia crítica y teoría: “¿Qué significa la democracia para nosotras?, ¿De que libertad, de qué igualdad, de qué fraternidad, se estaría tratando?”.

    La propia obra de Kirkwood se ha vuelto parte de su propuesta de indagación sobre la historia del movimiento feminista. Hoy reconstruimos su pasado, sus textos y perspectivas buscando respuestas a las preguntas que concitan interés actual. Su repentina muerte en abril de 1985 nos arrebató a una de las intelectuales, feministas y teóricas más destacadas que hayamos conocido en nuestro país. Una profesora y compañera, una amiga tejedora, una mujer silenciosa a ratos y con mirada reflexiva, como nos relata Raquel Olea. Continuamos rememorando su trayectoria, al igual que las amigas feministas que la velaron esa noche de abril en La Morada.

  10. La Estrella de Leppe (o lo imperfecto en Leppe)

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    Autodenominado el “gran mitómano”, Carlos Leppe hizo de la performance un ritual inquietante que complementaba lo visual con lo olfativo y empujaba a los espectadores a situaciones límites. El arte de Leppe orbitó en torno a su propio cuerpo e hizo de la transgresión del mismo una práctica recurrente que ponía en tensión lo íntimo y lo social. De personalidad avasalladora e inventiva en múltiples campos de actividad, también dejó su marca original en la televisión y en la comunicación política.

    Por Isabel García Pérez de Arce

    El artista Carlos Leppe, nacido en 1952 y fallecido el 2015, es una de las figuras más notables y singulares de la performance de América Latina. Su aparición y desaparición en la escena cultural se recuerda como la irrupción de una acción de arte furtivo o la de un acto guerrillero, conmovedor y delirante. La sensación de cercanía con la figura de Carlos Leppe es para muchos entrañable y aterradora a la vez.

    Los testigos que tuvieron oportunidad de presenciar algunas de sus irrepetibles performances en Santiago, Medellín, París o Madrid, aseguran que no son narrables; sus amigos más cercanos confirman que la única manera de abordarlas sería desde el mito lo cual tendría coherencia, ya que Leppe se denominaba a sí mismo como “el gran mitómano”.

    Los documentos que quedan de sus acciones de arte, performances y happenings, son testimonios ambiguos y fascinantes que nos remiten de hecho a una sensación no solamente visual, sino que también olfativa que se hace extensiva hasta la experiencia del asco.

    Leppe realizaba coreografías pauteadas en las cuales irrumpían gritos y movimientos que se desenvolvían deliberadamente. Lo que podríamos percibir como un comportamiento disfuncional, fue una operación inteligentemente organizada por Leppe, en la cual sus actuaciones del orate-errante, por ejemplo, remitían al público hacia un imaginario o fantasía de lo marginal a punta de sensaciones y al filo de lo aberrante. Los elementos performáticos de estas acciones, tales como aullidos, sonidos guturales, música de boleros y pasos torpes de ciego, llevaban al público a situaciones límites que parecían estar ocurriendo en otra parte. De esta manera el espectador, al no poder ubicarlas en los paisajes conocidos, estaba demandado a imaginar y realizar su propio montaje de la escena.

    Los elementos performáticos de estas acciones, tales como aullidos, sonidos guturales, música de boleros y pasos torpes de ciego, llevaban al público a situaciones límites que parecían estar ocurriendo en otra parte. De esta manera el espectador, al no poder ubicarlas en los paisajes conocidos, estaba demandado a imaginar y realizar su propio montaje de la escena.

    Las acciones de arte, happenings y performances realizadas inmediatamente por Leppe después del golpe cívico-militar y durante los primeros años de los 80 en Santiago, fueron presentadas para un reducido número de invitados. Los espacios que organizaba Leppe para estos acontecimientos y los objetos utilizados, representan situaciones que se encuentran al borde de la violencia: un perchero travestido castrado y agónico y el propio cuerpo del artista intervenido, flagelado, inmovilizado, estirado y sometido a presiones vomitivas. Leppe apelaba al residuo: a lo que queda, a lo que resta. Bajo este enfoque crítico y de delirio artístico, pero también de un conocimiento profundo de la historia del arte, las acciones de Leppe eran punzantes, todo lo contrario del arte oficial de los años de la dictadura en Chile.

    Bajo este enfoque crítico y de delirio artístico, pero también de un conocimiento profundo de la historia del arte, las acciones de Leppe eran punzantes, todo lo contrario del arte oficial de los años de la dictadura en Chile.

    En sus acciones en Europa, quedan imborrables en la memoria de los espectadores que estuvieron presentes, imágenes y sensaciones como las que ocurrieron en La acción de lección de acuarelas de 1987 en Madrid: Leppe toma sorbos de pintura, aguas turbias y vomita literalmente pinturas, bajo la música de ambiente realizada por la banda chilena experimental y techno Electrodomésticos, en la que se repite la frase “El futuro de Chile dónde está” por la voz de una clarividente chilena conocida por los medios masivos de radio.

    Tanto el residuo como las obras de arte son fundamentales en los procesos materiales y simbólicos de la práctica artística de Leppe. No es extraño que Leppe, habiendo estudiado arte en 1971 en la Universidad de Chile, reconociera en una subasta el tapiz “Multitud III” creado por la artista chilena Gracia Barrios: un tapiz de ocho por tres metros que había sido confeccionado con trozos de género, una de las obras de arte incorporadas al edificio UNCTAD III, hoy Centro Cultural Gabriela Mistral, que sabemos fue construido en 275 días. Luego del golpe de Estado, el tapiz de Barrios desapareció junto a las obras de otros 30 artistas instaladas en el edificio. La historia de este tapiz fue referencia de múltiples rumores: que había sido destruida, que habría sido modificada por los militares, que había sido guardada en alguna bodega.

    Varias décadas después, el crítico y curador Justo Pastor Mellado, gran amigo de Carlos Leppe, aparece de manera imprevista con un bulto de tela sobre sus hombros. Era una tela cualquiera, de las muchas que se podían haber hallado en aquella época en la Caja de Crédito Prendario: en la ocasión de un remate el propio Leppe habría reconocido la valía de aquel bulto. Para Leppe fue indudable que era “Multitud III” de Gracia Barrios: es desconocido quién y cómo habría empeñado aquella obra; lo importante de esta historia de un acto de recuperación es el protagonismo de Leppe para reconocer la existencia de una obra importante para nuestra historia del arte.

    Para Carol Yasky, encargada de la colección del Museo de la Solidaridad Salvador Allende, “no es raro que Leppe recuperara la pieza. Él trabajaba en televisión, en producción, y las productoras compran lotes de objetos y él es alguien que claramente pudo haber reconocido la obra para hacer este gesto de devolución”. Es interesante la versatilidad con la que Leppe transitó por diversos medios y específicamente por la televisión: quizás esta última es la que demuestra de mejor manera la distancia, libertad y versatilidad que desplegaba su carácter.

    Es interesante la versatilidad con la que Leppe transitó por diversos medios y específicamente por la televisión: quizás esta última es la que demuestra de mejor manera la distancia, libertad y versatilidad que desplegaba su carácter.

    La televisión que surgió bajo los mecanismos de censura fue tematizada en sus instalaciones por Leppe, que entiende muy rápidamente el potencial visual, discursivo y formal del dispositivo electrónico de la televisión. Esta relación de los artistas con la televisión proviene de los primeros cimientos del video-arte en Chile, donde se  articularon nuevos modos de producción audiovisual, editorial y maneras de colaboración entre artistas, cineastas, escritores y teóricos. Estas nuevas producciones audiovisuales se discutían y difundían principalmente en espacios domésticos entre artistas preocupados de encontrar propuestas culturales que sortearan los conductos oficiales manejados por la dictadura.

    En este contexto de principios de los 80, el video como medio tuvo un momento de visibilidad: los encuentros Franco-Chileno de Video-Arte, organizados anualmente por el Servicio Cultural de la Embajada de Francia y el Instituto Chileno-Francés de Cultura, permitieron aunar documentos sociales en formato audiovisual y videos experimentales que convivieron y tensionaron los círculos artísticos de la capital. Estas instancias instalaron una discusión relacionada con lo audiovisual y sus posibilidades estéticas y narrativas, considerando la censura generalizada para todas las esferas culturales del país, y los efectos de la misma en la industria cinematográfica.

    Es en este espacio de encuentro, en su primera versión, donde Leppe no solamente exhibe los videos Las Cantatrices, realizado un año antes en colaboración con la crítica cultural Nelly Richard, sino que además presenta Cuerpo correccional acción corporal que funciona a través del uso de televisores como objetos y medios intervenidos, en este caso por el propio cuerpo de Leppe. Fue en este mismo espacio en Santiago dedicado al video-arte en dictadura que Leppe operó en conjunto con el núcleo creativo formado por Nelly Richard y el artista Juan Domingo Dávila.

    Algunos de los videos producidos por artistas en el contexto del Festival Franco-Chileno, tuvieron, entre 1984 y 1988, una circulación estratégica camuflada por medio del programa de televisión En torno al video, transmitido por UC Televisión y conducido por el cineasta Carlos Flores. Bajo la dirección artística de Leppe, la propuesta se desarrolla como un programa de televisión con características aparentemente pedagógicas, donde se les enseñaba a los televidentes a realizar su propio video-arte, siguiendo pautas hilarantes.

    Después las relaciones entre arte y política se intensifican. Una elite cultural de artistas de la resistencia junto a  publicistas conforman un imaginario para derrocar al dictador, por medio del voto y a través de una mítica campaña de televisión. Es imposible revisar la Campaña del NO sin la participación en esta de artistas chilenos.

    La relación con la televisión comenzó a ser un escenario donde Leppe experimentó siguiendo otras líneas de expresión. Algunos meses antes del plebiscito del 5 de octubre, el lunes 25 de abril de 1988, se trasmitía el tercer bloque del programa De cara al país, de Canal 13. Había llegado, finalmente, el momento para emplazar a Pinochet frente a las cámaras. Ricardo Lagos podría decir, al fin, la idea que había expuesto en dos ensayos previos al programa, realizados en la productora de Carlos Flores junto a su director artístico: Carlos Leppe.

    Había llegado, finalmente, el momento para emplazar a Pinochet frente a las cámaras. Ricardo Lagos podría decir, al fin, la idea que había expuesto en dos ensayos previos al programa, realizados en la productora de Carlos Flores junto a su director artístico: Carlos Leppe.

    “Me acuerdo que fue una preparación con mucha ansiedad porque había que hacerlo bien. Este programa de televisión era la primera vez que la oposición podía aparecer en televisión, por lo tanto era un momento determinante. Faltaban pocas semanas para el plebiscito, entonces era muy importante”, recuerda la periodista Patricia Politzer. “Era el momento que tenía Lagos para constituirse como el principal opositor a Pinochet y había que prepararlo muy bien”, relata Carlos Ominami, representante del Partido Socialista para la Campaña del NO.

    Carlos Leppe recreó con todo detalle el set de televisión en la productora de Flores: los colores, la disposición de los participantes en la mesa, la iluminación y las cámaras. Se había ensayado reiteradas veces, con tiempos cronometrados igual que en el programa. La puesta en escena era muy cuidada. Si bien Leppe trabajó activamente en la Campaña del No, aunque siempre tras bambalinas, nunca quiso que sus acciones de arte fueran encasilladas como ‘activismos artísticos’, o por lo menos no explícitamente.

    Si bien Leppe trabajó activamente en la Campaña del No, aunque siempre tras bambalinas, nunca quiso que sus acciones de arte fueran encasilladas como ‘activismos artísticos’, o por lo menos no explícitamente.

    Su trabajo rebasaba estos límites tanto en los soportes como en los usos de medios, privilegiando la exuberancia de su vida por sobre la de su obra. Algunos dicen que Leppe era demasiado sensual como para conformarse con la documentación de sus acciones efímeras y el activismo político, tal como lo conocemos.

    Sin embargo, la acción política de Leppe cruza los terrenos de lo político, del género y de los afectos. La pulsión del arte en lo político es algo que constituye su obra y lo llevó al límite desde la subjetividad. El dolor opresivo de la censura está en su cuerpo y en la médula creadora de sus acciones que reclaman una existencia como artista y la urgencia de salir no solo de la censura, sino también del exilio al interior de un Chile opresivo y aislado por sus límites geográficos. Quizá sea la performance Acción de La estrella de 1979 el testimonio más significativo de todo este proceso de obra que ocurre en el cuerpo de Leppe.

    La documentación de la performance Acción de La estrella da cuenta del tránsito de un signo a partir de la fotografía que el artista y fotógrafo Man Ray le hizo al padre del “arte conceptual”, Marcel Duchamp, con una estrella tonsurada en su cabeza. La estrella de Duchamp, inscrita y recodificada en la cabeza de Carlos Leppe, alude al deseo de ser otro y a la imposibilidad de dar un salto al “estrellato” desde este particular territorio. Lo imperfecto para Leppe es también sublime. La idea de un sermón estaba muy alejada de su mente. No se anda por ahí con discursos de lo que es correcto ni mucho menos puro.

    Lo imperfecto para Leppe es también sublime. La idea de un sermón estaba muy alejada de su mente. No se anda por ahí con discursos de lo que es correcto ni mucho menos puro.

    La vida es sucia y contradictoria, así como la política, así como la belleza. La belleza para Leppe debía ser “feroz”; la belleza no opera desde la  coherencia, sino en las múltiples imágenes que se pueden construir fuera del discurso teórico y visual y más aún poniendo el cuerpo, llevando al límite la potencia de lo sensible.

    Entonces, lejos de discursear sobre las contradicciones políticas de la izquierda, de la ideología o de lo banal de la publicidad en la televisión chilena, Leppe como una estrella y diva irrumpe con agudeza y humor, alterando los imaginarios comunes. Manchas, salivas, televisores cubiertos de paja y barro, pelos, la virgen del Carmen con un hijo en brazos, coronas de flores, sillas para parir huevos de gallina, acontecen y se presentan ante un juicio simplemente imposible.  Nada se corrige en Leppe, todo lo desborda en tiempos difíciles de escandalizar.