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  1. Taller “Pensar la catástrofe”

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    La catástrofe se ha instalado en nuestra visión de futuro inmediato como amenaza en gran escala. Se ha vuelto tema de conversación cotidiana, puebla agendas políticas internacionales y compromisos de Estados nacionales, y nos marca como sujetos en nuestra visión del mundo. Nadie ignora que hay riesgos globales susceptibles de convertirse en desastres sin precedentes, algunos más inexorables que otros, y con incertidumbre respecto del alcance, el impacto, y el “día después”. Nos visitan y entran en nuestra piel vestidos de temores, angustias, incertidumbres o expectación; o bien preferimos negarlos o minimizarlos. Entre los más citados están el cambio climático, las pandemias, los conflictos bélicos, las derivas inciertas de la  inteligencia artificial, los desequilibrios sociodemográficos, el derrumbe de valores básicos de convivencia, las fracturas subjetivas, las desigualdades extremas y el colapso económico.

    En vistas de lo anterior, este Taller se propone pensar la catástrofe no sólo en relación a los riesgos en boga que circulan hoy en boca de todos y todas. Procuramos, aquí, ampliar la perspectiva tanto en lo histórico como en lo filosófico. Nos abocaremos a pensar la catástrofe en distintas dimensiones y disciplinas: ¿de qué manera el pensamiento catastrófico colinda con ideas del apocalipsis o de la entropía, cómo cambia nuestra mirada al diferenciar catástrofes naturales o producidas por la especie humana, qué filiaciones hay entre nuestra base civilizatoria y los riesgos que provocamos, qué nos dicen las ciencias humanas sobre el pensamiento catastrófico y catastrofista?  Abordaremos estas preguntas y también algunos hitos de la representación catastrófica en la modernidad: la muerte de Dios en Nietzsche y el derrumbe de las certezas, las distopías literarias del siglo XX, el horror del holocausto, la guerra fría con su amenaza nuclear, el choque de civilizaciones, la idea del fin de la historia y de las utopías y la corrosión del ánimo en la hipermodernidad, entre otros.

    De este modo llegamos al presente, con sus riesgos de colapso global que ponen un signo de interrogación sobre la continuidad y sostenibilidad de la vida humana, tal cual la entendemos. Esperamos que los aportes en una perspectiva histórica y conceptual, multifacética y de larga trayectoria, nos permitan modular de maneras más matizadas nuestra propia relación con los actuales riesgos catastróficos.

    Martín Hopenhayn es filósofo y ensayista, director del Diplomado en Humanidades de la Universidad Diego Portales, ex director de la División de Desarrollo Social de la CEPAL, y autor, entre otros libros, de Multitutdes personales (2020), Después del nihilismo: de Nietzsche a Foucault (1997 y 2005); y Crítica de la razón irónica: de Sade a Jim Morrison (2002).

    Taller gratuito

    Duración: Ocho sesiones de 18:30 a 20:30 horas, todos los días jueves, desde el 14 de marzo al 2 de mayo de 2024.

    Transmisión: plataforma Zoom.

    Contacto: centroparalashumanidades@mail.udp.cl

    INSCRÍBETE AQUÍ

    Sesiones:

    1. Pensar la catástrofe: concepto y semántica
    2. El imaginario de la peste como arquetipo de la catástrofe
    3. La catástrofe implosiva: el sujeto desamparado ante la muerte de Dios
    4. Catástrofe y barbarie
    5. Catástrofe y distopía
    6. El fin de la historia: ¿catastrófico o providencial?
    7. Catástrofe y aceleración : entre la amenaza centrífuga y la centrípeta
    8. Los grandes riesgos catastróficos globales y su relación con la crisis civilizatoria
  2. Diplomado en Humanidades

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    El Diplomado en Humanidades de la UDP ofrece un conjunto de cursos que, recurriendo a las herramientas de la historia, la literatura, la filosofía y otros discursos teóricos, se ocupa de fenómenos propios de la sociedad contemporánea, explorando los universos culturales en los que nos desenvolvemos y las maneras de abordarlos con sentido crítico. La diversidad de enfoques y métodos de trabajo utilizados permiten abarcar varias áreas de interés temático, poner en juego distintas destrezas intelectuales e interpretar documentos y artefactos que encierran significados sobre la condición humana, tanto en su dimensión individual como en referencia a la vida colectiva.

    Dirigido a personas con interés en alguna área de las humanidades, particularmente en las aproximaciones que estas ponen en juego para comprender aspectos fundamentales de la dimensión cultural del mundo contemporáneo, desde el periodo de la Ilustración hasta el presente.

    El Diplomado se realizará en modalidad online-clases en vivo, utilizando la plataforma Canvas.

  3. Arte chileno en los 80: el «apagón cultural» que no fue

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    Con todo en contra, creadores, artistas y gestores chilenos consiguieron levantar bajo dictadura una peculiar voz de resistencia. En condiciones represivas y de extrema precariedad, surgieron en los años ochenta personajes de inquietud profunda y escaso cálculo, unidos en algo así como pandillas movilizadas por el deseo de hacer algo. El historiador Manuel Vicuña, director del nuevo proyecto de investigación y archivos «Rupturas culturales en dictadura» (Centro para las Humanidades-UDP), presenta en esta columna para CIPER algunas claves del quehacer cultural chileno en tiempos sombríos.

    Por Manuel Vicuña en Ciper.

    En 1977, el entonces ministro de Educación, contraalmirante Arturo Troncoso, lanzó al ruedo la expresión «apagón cultural». Obviamente, no lamentaba la debacle post golpe militar en el campo de la creación artística, literaria y musical. Lo que la autoridad resentía era el pobre desempeño en las pruebas de admisión de los postulantes a las Fuerzas Armadas [1].

    Aun así, la expresión quedó flotando en el aire, y desde entonces fue materia de reflexiones sesudas y conversaciones discrepantes. ¿A qué atribuir el apagón cultural de esos años en el país? ¿A la vulgaridad de la programación televisiva? ¿A la flojera del público lector? ¿Al exilio y a la censura? ¿A la instrumentalización ideológica del arte y la literatura? ¿Existía en Chile, para cerrar la discusión, un apagón cultural? No. Sí. Sí. No.

    O, más bien, todo depende. En plena dictadura, en el ámbito de una sensibilidad de izquierda por lo general alejada de las formas convencionales de la militancia, se armaron escenas disidentes, casi clandestinas, células de espíritu experimental que no se conformaban con cuestionar al régimen, sino también a la música, a las artes visuales, a la literatura y a los lenguajes críticos que intentaban dar cuenta de esas actividades. El de esa época era un mundo de convergencia entre proyectos individuales y colectivos, y de grupos que combinaban las disputas facciosas con las colaboraciones y la admiración mutua. Esa escena cultural, organizada entre ruinas, respondía a afanes programáticos y a pulsiones viscerales. En esos tiempos posheroicos y de resaca utópica, la conexión con la cultura del exilio es muy débil hasta avanzados los 80, y no faltan las tensiones entre los desterrados en Francia o Suecia o México y quienes padecen el exilio interior.

    «La única manera de poder hacer una buena película es hacer algo lo más distinto a las películas de ese género», le confiesa el cineasta Carlos Flores a Alberto Fuguet en una de las entrevistas contenidas en el proyecto «Rupturas culturales en dictadura», nueva colección de textos, entrevistas en video y otros materiales audiovisuales del Centro para las Humanidades UDP, que desmiente la idea de un «apagón cultural». En los tardíos años 70 y en los 80, la lección de Flores se extendió más allá del cine; también en otros campos de producción cultural se abrió paso el deseo de saltarse las reglas para remover el aire viciado del encierro dictatorial.

    A la distancia, el paisaje de esa época presenta algunas figuras totémicas. Nelly Richard, por ejemplo, la crítica cultural que teorizó y en cierta forma inventó la llamada Escena de Avanzada. Con un lenguaje a ratos cifrado, Richard se propuso sin embargo descifrar las obras desconcertantes de artistas como Carlos Leppe, cuyas performances, en palabras de Isabel García, mezclaban «aullidos, sonidos guturales, música de bolero y pasos torpes de ciego», con la intención de empujar al público hacia experiencias límites. El arte y la literatura y la música más lanzados o, por lo bajo, menos empaquetados durante la dictadura, también jugaron con la idea de límites, conscientemente o no: había que traspasar algo para encontrar aire fresco, y esa barrera que tocaba derribar o burlar iba desde el censor del régimen hasta la manera de grabar un documental, armar una banda o fotografiar a los peregrinos de la noche.

    Otro rasgo destacado del periodo: las colaboraciones entre gente procedente de la música, de las artes visuales, de la literatura, del cine y del feminismo, que irrumpe en organizaciones pro defensa de los derechos humanos, como Mujeres por la Vida, y en acontecimientos intelectuales, como el Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana de 1987. Señalo lo evidente: las condiciones de producción cultural eran muy precarias. Pero esa adversidad allanó el camino para la conformación de pandillas movilizadas por el deseo de hacer algo, aunque todo les jugara en contra. 

    La política y el arte se relacionaron de modos imprevistos, en refugios provisionales, como las galerías alternativas, o en la propia ciudad vigilada. Tal vez donde mejor se advierte este vínculo es en las intervenciones neovanguardistas del CADA (Colectivo Acciones de Arte). Integrado por dos artistas visuales (Lotty Rosenfeld y Juan Castillo), dos escritores (Diamela Eltit y Raúl Zurita) y el sociólogo Fernando Balcells, el CADA puso en juego acciones de arte que le dieron nuevos sentidos a lo público como experiencia ciudadana. Su movida más lograda es «NO +» [imagen superior]. Desplegado en lienzos o grafiteado en las paredes por colaboradores espontáneos, el «NO +» representó una invitación a completar el mensaje con todas las demandas interdictas en dictadura, y más tarde desatendidas en democracia. «NO + hambre», «NO + dictadura», «No + tortura»: tres muestras de la vivacidad de una acción de arte que difuminó la noción de autoría.

    En los años 80 existía una vocación de ruptura con locaciones muy precisas en el panorama urbano de Santiago. Las ceremonias under del Trolley y «el Garage» de Matucana 19 hace rato que adquirieron el estatus de mito. «Estaba todo pasando», le dice la poeta Carmen Berenguer al escritor Álvaro Bisama al momento de rememorar esos años y esos lugares, donde se entrecruzaban el placer dispendioso de los cuerpos, la inventiva punk del «hazlo tú mismo», la fiesta como complicidad entre extraños, y una serie de manifestaciones culturales (desde el look new wave hasta las performances de Vicente Ruiz y las tocatas de Electrodomésticos) que desafiaban las convenciones sociales y las normas de buen comportamiento de la institucionalidad del arte. Un nuevo estilo de baile se titula el ensayo-documental que Alberto Fuguet dirigió para el proyecto, un collage de imágenes de época del que emerge todo lo que sucedió en torno a esas fiestas clandestinasCuando el toque de queda lo permitía, el placer del trasnoche se hacía presente en los galpones abandonados de Santiago, mientras la peña con vino navegado seguía rindiéndole honores a una cultura de izquierda estancada en la nostalgia de la Unidad Popular.

    Si se quiere, los 80 son, también, un momento estelar de la literatura, y sobre todo de la poesía. Diamela Eltit publicó tres novelas (LumpéricaPor la patria y El cuarto mundo) que descolocaron por su trabajo poético con el lenguaje y sus imaginarios límites; o quizá, mejor sería decir, limítrofes. Raúl Zurita hizo lo suyo con Purgatorio (1979) y luego con Anteparaíso (1982), dos libros de poesía que parecían salidos de la nada, a no ser por la fascinación nerudiana del autor por los paisajes sublimes del territorio nacional. Mientras ocurría todo eso, Rodrigo Lira desafinaba intencionalmente en la orquesta de la poesía chilena con unos versos rallados y paródicos; en 1983, Diego Maquieira se instalaba con La Tirana, esa gozosa puesta en escena de lo que Roberto Careaga llama un «barroco posmoderno»; y Paulo de Jolly, autor del poemario Louis XIV (1982), se dejaba arrebatar por la magnificencia de Versalles y la espléndida soberanía del Rey Sol.

    Hay más. Elvira Hernández escribe y pone en circulación por canales alternativos las copias mimeografiadas de su primer libro, La bandera de Chile, que representa un esfuerzo por recuperar un símbolo usurpado por los militares, según ella misma relata en otra entrevista. Otra poeta ineludible del periodo, también entrevistada en el marco de ese proyecto: Carmen Berenguer, autora de Bobby Sands desfallece en el muro (1983), se suma a la exploración de situaciones extremas con una escritura que se resiste a ser encasillada y que aborda el presente dictatorial con sentido de urgencia.

    Aunque escrito sin urgencia, tal vez La nueva novela (1977) de Juan Luis Martínez haya sido el libro-objeto que dejó a más lectores colgados de toda esa época. Leído con fascinación reverente por escritores y artistas visuales, el montaje de La nueva novela, con sus poemas intrigantes, sus juegos de lógica y sus elucubraciones filosóficas, invitaba al lector a tomar un papel más activo que de costumbre, a la vez que a ensanchar las fronteras de la poesía por medio de una relación alquímica entre imagen y palabra.

    Si Juan Luis Martínez disfrutaba cultivando una «identidad velada», Enrique Lihn gozaba haciendo lo contrario. Se lanzó en múltiples direcciones. Pasó por el teatro, el cómic, la crítica literaria y artística, el cine y el happening. Un tono paródico hilvana los retazos dispersos de su hiperactividad creativa. Cualquier cosa podía convertirse en un acontecimiento, incluso algo tan insípido como la presentación de un libro. Lihn lanzó El Paseo Ahumada (1983) en el lugar de los hechos. Poesía política y contingente en la medida en que disuelve con versos corrosivos la promesa redentora del neoliberalismo, El Paseo Ahumada fue estrenado así: con Lihn recitando el poema con un megáfono de cartón, arriba de un banco del Paseo, como un predicador evangélico sui generis. El libro empieza con estos versos de grueso calibre: «Su limosna es mi sueldo / Dios se lo pague / Un millón y medio de subempleados mendigos suscribirían el lema / si los dejaran chillar como a éste y a otros tantos pocos en el Paseo Ahumada».

    En definitiva, «Rupturas culturales en dictadura» rastrea todo ese mundo hecho de conexiones imprevistas, de obras que no han perdido una gota de vigencia, y de un espíritu cuestionador que mantenía a raya el sopor de la rutina.

    REFERENCIAS:

    [1] DONOSO, Karen Esther (2019). Cultura y dictadura. Censuras, proyectos e institucionalidad cultural en Chile, 1973-1989 (Santiago: Ediciones Universidad Alberto Hurtado).

  4. Un nuevo estilo de baile (la niebla de Chile)

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    1986: cuando la niebla de la dictadura sepulta Santiago, pandillas de jóvenes (cesantes retornados) se toman galpones abandonados, ruinas perdidas en el centro de una ciudad sitiada. Premunidas de rímel y gel, estas brigadas de negro sortean la represión organizando fiestas clandestinas: irreverentes ferias-espectáculo donde se intersectan las desenfadadas expresiones análogas de una escena new wave periférica (activismo, danza, diseño, fanzinería, música, plástica y teatro). Siempre fieles a la ética “Do It Yourself”, estos jóvenes hacen de la pista de baile un espacio de complicidad donde la alegría es más que un eslogan. Collage visual o mixtape de VHS pirateados: en Un nuevo estilo de baile, Alberto Fuguet y Cristián Opazo hacen un viaje por la memoria y, con los desechos pop de una década extraviada, recomponen la historia de una generación perdida.

    Dirección: Alberto Fuguet | Montaje: Sebastián Arriagada | Narración: Alberto Fuguet y Cristián Opazo | Asesoría musical: Marisol García | Investigación: Daniel López y Consuelo Pedraza

  5. Reducción del campo de batalla

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    En defensa de una visión de la escritura —ficción, crítica, ensayo— como una manera de acercarse a la ambigüedad de las cosas y las contradicciones que atraviesan la realidad, es decir, en contra de quienes parecen estar llenos de certezas y seguros de ubicarse en el lugar correcto, la autora de este texto se pregunta por las formas en que estamos tejiendo nuestro medio (el de la literatura, el de la crítica cultural y el de una cierta visión del feminismo) desde la prensa y también desde las redes sociales. ¿De dónde surge tanta seguridad en el propio juicio y tanta intolerancia hacia el que piensa diferente?, son algunas interrogantes que atraviesan este artículo.

    Quizás sea propio de un campo cultural más bien pequeño, como lo es el chileno, que ciertas polémicas adquieran dimensiones que parecen ir más allá de sus contenidos. Quizás sea asimismo propio de un medio donde los espacios a ocupar son escasos, que los tonos se vuelvan más estridentes de lo que parece corresponder a lo que se dice. Pero quizás, y por ello quisiera abogar esta intervención, no esté de más recordar lo que muchos de nosotros entendemos por literatura: una forma de acercarse a la ambigüedad de las cosas, a sus oblicuidades y sinuosidades, a las contradicciones que atraviesan la realidad y a los sujetos que la habitamos.

    Pienso en la columna que publicó Lina Meruane el 6 de mayo en The Clinic, de título “La inquina de la crítica”, donde sin nombrarlas, refiere a críticas mujeres que habrían adoptado las maneras castradoras propias de los críticos hombres que dominaron históricamente el campo literario chileno. Si bien explicita que no serían todas las críticas las que incurren en esta masculinización, asociada a pregonar desde la autoridad y asignar lugares para la buena y la mala literatura, sí serían suficientes para abrir algo así como una categoría.

    ¿Será tan así?

    ¿Basta con que una o dos o tres críticas opinen negativamente sobre algunas obras escritas por mujeres, para pensar que ahí se asume el rol de macho alfa dirigido a hundir a las mujeres en el ninguneo?

    Y sí, Patricia Espinosa (supongamos que es una de las aludidas) ha sido muy, acaso excesivamente, dura con algunas obras escritas por mujeres. Pero, seamos sinceros, no ha sido menos implacable con los autores hombres. Sus sesgos no tienen que ver con el género; podrán estar en otros lados, y serán discutibles, como lo son todos los sesgos, pero eso es harina de otro costal. La otra crítica que podría estar en el horizonte es Lorena Amaro, dado que en Palabra Pública criticó la última novela de Arelis Uribe. Y seamos honestos otra vez, más que criticarla, la acribilló. Y ahí sí surge, a partir de este enjambre de textos que explícita o implícitamente refieren unos a otros, la pregunta por las formas en que estamos tejiendo nuestro medio: el de la literatura, el de la cultura, el de la crítica cultural y el de una cierta visión del feminismo.

    Los tonos importan para abrir un espacio a quien lee, a quien escribe, a quien critica de otra forma. Y hay tonos que tienden a clausurar esas otras posibilidades o maneras de divergir. La escritura ya no aparece como una invitación —a leer, a escribir, a criticar— sino como una forma de ajusticiamiento: así se debe leer, así se debe escribir, así se debe criticar. O, al revés, así no debe leerse, escribirse o criticarse.

    De esta especie de “segundo round” de la polémica feminista del año pasado, para darle provisoriamente algún nombre, llaman la atención varias cosas. Y probablemente la que más asalta, viendo y leyéndola, sin estar personalmente aludida en los textos mismos que componen el debate, son los estilos y los tonos adoptados. Marcados por cierta inflexibilidad y convicciones inexpugnables. Atravesados, a su vez, por trabajar con nociones cuyos límites aparentan estar claros y no sujetos a duda o a discusión. Y esto tanto para leer y criticar a la literatura, como para leer y criticar a la crítica. Es decir, para leernos a nosotros y entre nosotros.

    ¿Desde dónde surge tanta seguridad en el propio juicio, uno se pregunta desde el margen y casi con timidez? ¿No hay algo del gesto de elevar a categoría de absoluto lo que podría ser una lectura o una experiencia personal? ¿O al menos una lectura o una experiencia que no todos comparten?

    Por supuesto que siempre que se escribe, de alguna u otra forma, se hace desde el trasfondo de uno mismo; no hay otro lugar posible. Pero el tono hace la música, como se dice. Los tonos importan para abrir un espacio a quien lee, a quien escribe, a quien critica de otra forma. Y hay tonos que tienden a clausurar esas otras posibilidades o maneras de divergir. La escritura ya no aparece como una invitación —a leer, a escribir, a criticar— sino como una forma de ajusticiamiento: así se debe leer, así se debe escribir, así se debe criticar. O, al revés, así no debe leerse, escribirse o criticarse.

    Sin ánimos de adscribirle un carácter esencial al orden sexo-genérico y hacer una división naturalizada entre escritores hombres y escritoras mujeres, o de críticos hombres y críticas mujeres, esta discusión también ha estado atravesada por una cierta biologización del ámbito de la literatura. ¿No era, en algún momento, contra lo que estábamos escribiendo o lo que tratábamos de pensar desde otros costados?

    Y los estilos producen temor e intimidan: puede sonar ridículo, porque pareciera que por leer y escribir a nadie hoy en día le pasa nada malo. Pero sabemos que tras bambalinas las cosas son distintas: se puede salir herido y trasquilado. Subirse al ring no es una cosa liviana de hacer. Entonces, la discusión se va estrechando y va siendo llevada por unos pocos, en este caso por unas pocas. El resto calla y comenta fuera de escena. El precio que se paga es que se termina imponiendo un panorama homogenizado, con pocos actores y con trenzas que uno más o menos comienza a identificar. Con alianzas que se piensan a prueba de balas; con respaldos que se entregan si se ha herido a uno, o una, de mis filas. Luchas en bloque contra bloques. Algo de eso se vislumbró en lo que podría denominarse el “primer round” de esta polémica, recogido principalmente en Palabra Pública y con intervenciones de Lorena Amaro, Alejandra Costamagna, Lina Meruane, Nona Fernández, Claudia Apablaza, etc.

    ¿Acaso no llama la atención la ausencia en todo este debate de algún hombre, crítico, columnista, periodista o escritor?

    Sin ánimos de adscribirle un carácter esencial al orden sexo-genérico y hacer una división naturalizada entre escritores hombres y escritoras mujeres, o de críticos hombres y críticas mujeres, esta discusión también ha estado atravesada por una cierta biologización del ámbito de la literatura. ¿No era, en algún momento, contra lo que estábamos escribiendo o lo que tratábamos de pensar desde otros costados?

    Nuevamente uno choca con cierta homogenización que se basa en aspectos como el género y/o la clase. En lugar de operar deconstructivamente respecto del esencialismo, emergen nuevas categorías (o las mismas viejas categorías con nuevo ropaje) cuyos rasgos parecieran estar decididos de antemano. Y los hombres no se han visto convocados a opinar siquiera. O no se han atrevido, acaso por temor a salir mal parados, a que se les calle por meterse donde no los han invitado.

    ¿Pero hay razones por las cuales invalidar a quien habla por adscribirlo a una cierta clase social o escena cultural? ¿Por ser amigo de quienes no me caen bien, por no formar parte de mi banda? ¿No volvemos todos a operar ahí como si estuviéramos en el patio de la escuela, organizado por patotas, donde el matonaje o bullying nos aguarda a la vuelta de la esquina?

    Obviamente las redes sociales no ayudan a volver más amable el terreno. No solo la discusión se va diluyendo y convirtiendo en guerra sucia, donde están tanto al orden del día los apoyos y las adscripciones entusiastas de uno y otro lado, como también las descalificaciones y tapadas de boca. Este es uno de los aspectos que más preocupan al mirar esto: ¿no se van imponiendo formas de hacer callar al otro o a la otra? ¡Y vaya que sabemos que callar a otro en estos tiempos, donde un click en el símbolo del micrófono basta para volver mudo (uno de los tantos neologismos de esta época: “mutear”), resulta demasiado fácil! Un correlato a este acallar es eliminar a quien no me parece, a quien no quiero seguir escuchando, a quien considero indigno de ser mi “amigo”. Práctica cada vez más frecuente, a su vez, instigada por las posibilidades técnicas de las redes sociales. La amenaza de ser eliminado pende sobre sus usuarios. ¿No son estas nuevas formas de censura?

    Hago referencia a otro caso de los últimos días que sorprende por las reacciones violentas que suscitó, la muy comentada entrevista que Álvaro Díaz dio en La Tercera. Podremos o no estar de acuerdo con las cosas que dice. Podemos opinar, claro que sí, de manera diferente. ¿Pero hay razones por las cuales invalidar a quien habla por adscribirlo a una cierta clase social o escena cultural? ¿A la filiación con ciertos medios periodísticos? ¿Por ser amigo de quienes no me caen bien, por no formar parte de mi banda? ¿No volvemos todos a operar ahí como si estuviéramos otra vez en el patio de la escuela, organizado por patotas, donde el matonaje, o en vocabulario más contemporáneo, el bullying, nos aguarda a la vuelta de la esquina?

    Este texto no está escrito en defensa de nadie, ni menos en contra de alguien. Si aparecen nombres propios, es porque pretende situar una discusión. Está, más bien, pensado como gesto de recuperación de un sentido de comunidad y de diálogo. Debiésemos reestablecer a la literatura y la crítica como parte de ella (y no como un subproducto que se reduce a darle un sí o un no a una obra literaria) en tanto forma de conversar, de apasionarnos mutuamente con lo que nos gusta, un terreno para intercambiar ideas, decir lo que nos gusta y lo que no, lo que se nos viene mejor y qué peor, mostrar nuestros criterios y asomarnos a los de quienes tenemos en frente. Pensar la literatura como una forma de amistad, más que como un escenario de guerra. Como conversación y diálogo, y no como un terreno minado en el que apenas nos atrevemos a decir lo que pensamos. Con lo ingenuo que pueda sonar.

     

    Imagen de portada: Study for Homage to the Square: Earthen I (1955), de Josef Albers.