Arte chileno de los 90: la imagen de la contradicción

Los 90 son, por excelencia, la década de la Transición. Tiempo de negociaciones, componendas y tensiones. Chile avanza hacia la anhelada democracia conviviendo con estructuras dictatoriales que siguen operando. Y su sistema artístico somatiza esa pugna: la política contra el mercado, la censura contra el destape, la denuncia contra el espectáculo.

Por Catalina Mena

Si el arte encarna el espíritu de su tiempo, los 90 chilenos serían la imagen de la contradicción. La década se inicia con la caída del muro de Berlín a sus espaldas, el fin de la Guerra Fría, la globalización económica y la expansión de internet a la vista. Chile ha salido de la dictadura para transitar hacia una democracia neoliberal con ansias de desarrollo y modernidad. Triunfalismo, exitismo, consumismo: son las nuevas actitudes que se abren paso. No sin resistencia.

Símbolo de la sensibilidad noventera fue el iceberg que se presentó en el pabellón destinado a Chile durante la Expo Sevilla 1992, en una empresa de envergadura que significó trasladar la pieza de hielo de 60 toneladas desde la Antártica hasta España. La idea de los organizadores era mostrar a Chile como un país eficiente en el intercambio comercial. “Si podemos transportar este hielo, podemos transportar productos frescos chilenos, como frutas o salmón a cualquier parte del mundo con la misma eficacia”, señaló Eugenio García, director del proyecto. Con este gesto megalómano, Chile exportaba una “imagen país” fría y moderna, distanciándose de la estética bananera y carnavalesca que el primer mundo suele asociar a Latinoamérica. El iceberg fue objeto de análisis por columnas y reportajes de varios medios internacionales: The New York Times publicó una nota titulada “Un iceberg sacude la imaginación latinoamericana”.

El artista de carrera

Este fue también el ánimo que se infiltró en la práctica de los artistas y los gestores de los 90. Fueron años de desarrollo del sistema, que se profesionalizó empujado a distintos niveles. Surgieron nuevas escuelas de arte, se multiplicó la cantidad de artistas egresados, emergieron galerías que comenzaron a vender obras y los artistas salieron al mundo, exhibiendo en espacios y eventos internacionales como las bienales de La Habana, Porto Alegre, Sao Paulo y Venecia.

En contraposición a la figura del artista como un sujeto marginal y alternativo (que había prevalecido en décadas anteriores), apareció la figura del artista de carrera: un profesional independiente, empresario de sí mismo, que acumula muestras en su currículo, compite en el mercado y aspira a vivir de la venta de sus obras.

Este personaje emergente tensionó el campo artístico chileno. Quienes provenían de la escena crítica desarrollada en dictadura (sobre todo de la denominada Escena de Avanzada) sostenían su ética anti-neoliberal y miraban la mercantilización del arte con sospecha y aversión. Según el escritor e historiador del arte Antonio Urrutia Luxoro, quien ha investigado el periodo, juzgaban moralmente a los que habiendo realizado obras de denuncia política ahora exhibían en galerías comerciales y vendían su crítica a los nuevos ricos. Los consideraban cínicos. “Es como la figura del bufón medieval, que tiene permiso para burlarse del rey en su propia corte, pero sigue siendo empleado del rey”, opina Urrutia Luxoro.

Sin embargo, el pudor no duraría tanto, pues a finales de la década y comienzos de la siguiente varios artistas de la vertiente más disruptiva exhibieron sus trabajos en las mismas galerías y muchos también entraron como directores de arte a hacer publicidad. Sin ir más lejos, Carlos Leppe, quizás el más importante artista de la Escena de Avanzada, pronto se convirtió en director de arte de teleseries, producto de entretención que venía en auge desde los 80. El dinero hacía su aparición en el precarizado medio de los artistas, convirtiéndose en un objeto de deseo en disputa.

El artista para el formulario

En paralelo al mercado, también hubo un fuerte refuerzo a los artistas por parte del Estado, con la creación del Fondart, en 1993. Este fondo concursable revolucionó completamente la práctica del arte chileno. Por primera vez en la historia, los artistas tuvieron la posibilidad de acceder de forma regular a recursos estatales destinados a la realización de proyectos. La noción misma de “proyecto artístico” surgiría en Chile condicionada por este contexto, según Urrutia Luxoro. Esta modalidad de financiamiento permitió que más creadores realizaran trabajos de difícil acceso al mercado, lo que impulsó prácticas menos comerciales como la instalación y la performance.

Si por un lado se cuestionaba la mercantilización del arte, por el otro también comenzaron a problematizarse las limitaciones que empezaron a tener muchos artistas al trabajar exclusivamente en función de obtener dichos fondos, reduciendo sus proyectos a las exigencias del concurso. Así, con el Fondart, surgió lo que el crítico Justo Pastor Mellado llamó “el artista para el formulario”.

Otro espacio de desarrollo fuera del mercado fue la Galería Gabriela Mistral, que se creó en 1990, emplazándose en pleno centro cívico de Santiago, a pasos de la estación de metro La Moneda. Bajo la dirección de la periodista Luisa Ulibarri fue la primera galería estatal y en sus inicios dependió también de la División de Cultura del Ministerio de Educación. Durante los primeros años de postdictadura y los inicios de la “transición”, la Galería Gabriela Mistral se posicionó como un espacio muy relevante de apertura y experimentación artística.

Escándalos

Junto a este nuevo estatus del artista, los 90 son un tiempo de destape y experimentación. Tras la experiencia de represión y enclaustramiento vivida en dictadura, los artistas y los gestores culturales ensayan estrategias de provocación. Colectivos de performance como Las Yeguas del Apocalipsis (formado por Pedro Lemebel y Francisco Casas) intensifican y radicalizan su actuación, interviniendo de forma más directa espacios propiamente artísticos. Sus acciones asumen la defensa de los derechos humanos y denuncian los defectos de una democracia “en la medida de lo posible”, que aún mantiene muchas deudas con la justicia. Si bien es una década de apertura, los hábitos y las mentalidades no se modifican de un día para otro. Chile sigue siendo un país profundamente homofóbico, clasista y racista, y asuntos como el divorcio o el aborto no ingresan todavía al debate, o más bien lo hacen a través de un callejón sin salida. En el arte, esto se traduce en una pugna entre libertad de expresión y censura. De hecho, muchas manifestaciones artísticas en plena década de los 90 fueron objeto de polémicas y amonestaciones. Fue una década de escándalos.

Emblemática es la exposición “Museo Abierto”, inaugurada en la primavera de 1990, año en que el artista Nemesio Antúnez regresó como director del Museo Nacional de Bellas Artes, cargo que había ejercido durante el gobierno de Allende y abandonado tras el golpe militar. El Museo se abrió a artistas de todas las tendencias y de diversas generaciones, reuniendo casi 400 obras, muchas de ellas censuradas previamente durante la dictadura. Este fue el primer evento institucional de arte que, luego de 17 años de dictadura, se enmarcaba en el tema de la libertad de expresión.

En ese contexto se exhibió el video “Casa Particular”, de Gloria Camiroaga, un registro de una performance de las Yeguas del Apocalipsis, con testimonios de las travestis en prostíbulos y bares. La obra fue censurada. En protesta, el colectivo realizó una acción de arte no autorizada, en el frontis del Museo.

Pocos años más tarde, en febrero de 1992 la portada de las Últimas Noticias sorprendió al público con el titular “Escándalo en el Museo”, además de una foto donde aparecía una mujer en topless, crucificada y envuelta en una bandera chilena desde la cintura para abajo. Se trataba de la actriz de teatro y televisión, Patricia Rivadeneira, quien participó de una osada performance con el fin de protestar por la discriminación de las minorías étnicas y sexuales en Chile.

El invierno de 1994 estuvo marcado por otra inusitada polémica, que por primera vez puso el arte en el centro de la noticia, ya no solo en Chile, sino a nivel internacional. La controversia se generó cuando comenzó a circular una postal del pintor Juan Domingo Dávila cuya imagen representaba a Simón Bolívar mestizo y feminizado. El héroe figuraba con las tetas al aire y realizando con su mano un gesto obsceno. La imagen irritó a los gobiernos de Venezuela, Colombia y Ecuador que, a través de sus embajadas en Chile, protestaron airadamente. “Patriotismo venezolano está herido”, tituló el diario La Nación, abriendo el debate. “Cancillería entregó excusas por obra de Juan Dávila”, continuó informando la prensa. La polémica adquirió grandes dimensiones con consecuencias políticas y diplomáticas. Su creación es “denigradora de un símbolo americano”, dijeron las embajadas, cuestionando además que la obra hubiese sido financiada a través del Fondart. El debate en torno a la controvertida pintura llegó hasta Caracas, donde el escritor venezolano José Ignacio Cabrujas, publicó en el periódico El Nacional: “No le van a salir tetas crónicas a Simón Bolívar porque alguien le representó con tetas”.

“Si vas para Chile”

La década de los 90 fue, en sí misma, tema de arte. Una de las exposiciones más visitadas y difundidas de la época fue Si vas para Chile. Se trata de una muestra de pinturas y objetos en técnica mixta realizada por la dupla que conformaron Bruna Truffa y Rodrigo Cabezas, dos artistas que energizaron el lenguaje pictórico desarrollando un estilo pop con fuertes dosis de humor crítico. La exhibición, de gran envergadura, ironizaba sobre la cultura del consumismo y la influencia norteamericana que caracterizó esta década, con la proliferación de los malls y las fantasías de prosperidad que dieron lugar a la noventera ficción del “jaguar de Latinoamérica”.

Una figura muy significativa que en su momento leyó las contradicciones de la década fue el crítico y escritor Guillermo Machuca, representativo de los 90. Este historiador del arte, que entonces tenía 30 años, vino a sumarse a las voces más posicionadas de la crítica de arte, liderada en ese momento por Nelly Richard y Justo Pastor Mellado, autores cuyas escrituras eran herederas del post-estructuralismo francés. Machuca inyectó un estilo satírico, más narrativo y callejero, que se burlaba tanto de los “vendidos” como de los “puristas”.

Década de bandos artísticos que se miran con suspicacia y también de estéticas que se traslapan. El arte contemporáneo explora estrategias para traducir y ajustar su lenguaje al idioma del mercado. Nada distinto a lo que pasa a nivel del país, donde la democracia se ha conseguido negociando con la herencia de la dictadura. Figuras del socialismo se amigan con el libremercado y sus antiguos compañeros, críticos del modelo económico, los acusan de haber deshonrado sus valores. Década de transición, de modelos y actitudes superpuestas en el arte. Tiempos de traducción y, por eso mismo, de traición.


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