El despertar literario de los 90: la Nueva Narrativa Chilena

Con el impulso de editorial Planeta, la transición vivió un inédito círculo virtuoso: apoyados por una prensa robusta y miles de lectores, autores como Alberto Fuguet, Gonzalo Contreras, Marcela Serrano, Jaime Collyer y Ana María del Río publicaron novelas que se volvieron un éxito, capturando algo que estaba en el aire. Fue una fiesta que duró hasta que los 90 empezaron a mostrar sus grietas y el panorama literario se reorganizó dejando varios damnificados.

Por Roberto Careaga C.

“Parece que decir Nueva Narrativa Chilena provoca bastante urticaria. Cuando se pronuncian esas palabritas, las respuestas suelen reflejar reacciones que van desde la irritación hasta la franca indignación”, empezó diciendo en 1997 el crítico Camilo Marks el primer día de un seminario organizado por el diario La Época en el Centro Cultural de España, para conversar sobre eso que parecía ser un movimiento literario que estalló a inicios de los 90 al alero del regreso de la democracia y que avanzó como un tren desbocado hecho de novelas que hablaban sobre los traumas que arrastraba el país. Todos vislumbraron que algo nuevo estaba pasando en el panorama literario, pero el nombre les hacía ruido.

Carlos Orellana, quien había oficiado como comandante de la Nueva Narrativa Chilena en su cargo de editor del sello Planeta, prefería la neutralidad y llamar a la escena simplemente “narrativa chilena actual”, mientras que otros negaban prácticamente todo, asegurando que no existía ningún movimiento literario, que solo se trataba de un fenómeno editorial. Y quizás tenían razón, porque la famosa marca había sido gestionada justamente como eso desde editorial Planeta, cuando a fines de los 90 puso en marcha Biblioteca del Sur, una colección que pretendía hacerse cargo de las voces que a fines de los 80 empezaron a volverse ineludibles. Los puntales son conocidos: Gonzalo Contreras, Jaime Collyer, Fuguet, Carlos Franz, Marcela Serrano, Hernán Rivera Letelier, Ana María de Río, Arturo Fontaine y varios otros. Luego vendrían más. Tantos que los bordes se desdibujarían para siempre.

La oferta post pinochetista

Es probable que el principal impulsor de la nueva escena fuera el argentino Ricardo Sabanes, quien a mediados de los 80 asumió la dirección de Planeta en Chile. Tras varios años administrando la distribución de best sellers españoles, un día asumió el desafío que le impuso José Donoso: publicar a sus propios autores. Sabanes entonces se asoció con el crítico Mariano Aguirre y, bajo el paraguas de la Biblioteca del Sur, empezó a buscar nombres. Fue a los lugares que parecían los más indicados: los talleres de Donoso y Antonio Skármeta, donde se escribían varias de las novelas que luego él mismo publicaría.

“Queríamos hacer una oferta narrativa pospinochetista. Ya había pasado el plebiscito, las elecciones, y ellos, los autores jóvenes, se engancharon porque tenían obra, y yo me enganché porque vi la posibilidad del mercado”, le contó Sabanes hace unos años a la revista Qué Pasa. Era un hombre que venía del marketing, siempre vestía trajes cruzados de dos piezas y solía invitar a sus autores a restaurantes para firmar contratos. O cafés de moda.

Así fue como un día invitó a Fuguet al Tavelli y rápidamente lo convenció de sumarse a sus filas. Luego le extendió una servilleta y le hizo firmar ahí mismo un contrato por la novela que sería luego Mala onda.

Fuguet demoró la entrega de Mala onda y a cambio pasó los cuentos de Sobredosis, que salieron en 1990 y según Orellana fueron “el heraldo de un tiempo inaugural de la narrativa”. Era una voz fresca que retrataba a una juventud que no había aparecido en la narrativa chilena hasta ese momento. Biblioteca del Sur ya había publicado a autores como Fernando Jerez, Marco Antonio de la Parra o Ágata Gligo, pero con Fuguet empezó un nuevo sistema: Sobredosis se lanzó en una discoteca del barrio Suecia y corrió muchísimo trago entre una camada de autores que empezaba a reconocerse. Fue una fiesta. Y el libro fue un éxito de ventas.

El marco de fondo era un nuevo Chile que se asomaba con el regreso de la democracia, tras una dictadura que, entre otros desgarros, había dejado a la narrativa chilena en un estado prácticamente catatónico. No se había dejado de escribir, pero publicar se había vuelto sistemáticamente complicado. El nuevo aire de los 90 traía otra energía. “Santiago es una ciudad que se empieza a dinamizar: empiezan a haber cafés, restaurantes, los lugares se empiezan a llenar, hay vida nocturna. Y empieza a haber dinero. Sin dinero no ocurre nada”, recordó Gonzalo Contreras en el libro de conversaciones Jaguar. “Dinero empieza a haber en los 80, pero en los 90 sí empieza a circular mucho, pero mucho dinero, en el ambiente. En el primer cuatrienio de Aylwin se crece al 8%, al 10%, entonces empieza a haber hueveo. Hay un animus de que la gente lo quiere pasar bien, si veníamos de una sociedad aplastada y gris, propia de una dictadura. No era un chiste la dictadura, no era broma”, añadió.

Contreras tuvo un golpe de suerte: en 1991 ganó el Premio Revista de Libros de El Mercurio con La ciudad anterior, una novela sobre un vendedor de armas que Sabanes fichó de inmediato para Planeta. Tuvo buen ojo: aunque no era un texto sencillo, el libro vendió alrededor de 37 mil ejemplares durante dos años en los que no salió del ranking de los más vendidos. Y no era solo Contreras el que se encontró con el éxito.

A librerías también llegó Mala onda, acaso la novela ícono del Fuguet de la Nueva Narrativa: la historia de un adolescente que atraviesa los 80 en una bruma de excesos. Difícil calcular cuánto vendió el libro, pero no menos que otra novela que ese mismo año había lanzado editorial Los Andes: Nosotras que nos queremos tanto, de Marcela Serrano, autora que se alzó como un best seller imparable.

Para la crítica Soledad Bianchi, con el éxito de esas tres novelas, se dio oficialmente la partida de la Nueva Narrativa, porque lo que consiguieron fue un encuentro inédito con los lectores. “Ya no se trataba de una sola novela que interesaba a un amplio público; y en su proyección y ampliación, y en la posibilidad de que el receptor pudiera elegir entre un conjunto de escritos, creo ver la instalación definitiva del apelativo Nueva Narrativa Chilena que se hacía difundir y circular como equivalente a movimiento o grupo”, dijo Bianchi en el Centro Cultural de España. “Ni las causas motivadoras de este fenómeno ni sus logros son separables en Chile, pienso, de la ya instalada sociedad de consumo a ultranza y de las políticas de libre mercado, ratificados por los gobiernos democráticos, desde 1990”, añadió.

Y tenía razón, pues el mismo Sabanes diseñó una estrategia que iba más allá de lo puramente literario y operaba en los ámbitos de un marketing que, hasta ese entonces, no existía en el paisaje editorial chileno.

“Sentamos las bases de una operación comercial muy potente. Las principales herramientas eran las de la comunicación; la utilización de la prensa para la promoción de un libro”, contó Sabanes.

Se trataba de un sistema virtuoso, que además del impulso de Planeta incluía un apoyo medial inédito. Ubicada unos pisos más arriba que dicha editorial, en un edificio del paseo Bulnes, el diario La Época abrazó el movimiento y tuvo en el editor del suplemento Literatura y Libros del medio, Carlos Olivares, un socio crítico pero generoso que le dio visibilidad sistemática al grupo móvil que avanzó hasta convertirse en la Nueva Narrativa. En las alturas de Santiago, la Revista de Libros de El Mercurio también le daba cabida a la escena: ahí el crítico Ignacio Valente era un lector inclemente de todos esos libros. Y en un recodo del diario, Fuguet armaba un tinglado estético personal en el suplemento Zona de Contacto. Que en 1992 Skármeta tuviera un programa en TVN tan exitoso como El Show de los Libros terminó de abrochar el asunto: sus protagonistas eran todos los nuevos escritores.

Épica, leyenda y escándalo

“Ya estamos aquí, ha ocurrido al fin el anhelado despliegue. La llamada ‘nueva narrativa chilena’ acaba de irrumpir en escena, para no abandonarla”, dijo de pronto Jaime Collyer en lo más parecido a un manifiesto del grupo. Escribió un artículo cargado de fuerza en la revista Apsi titulado “Casus Belli”, publicado en marzo de 1992.

“Se acabaron las contemplaciones: no más tacitas de té en compañía de los viejos maestros, no más talleres literarios a su gusto y medida –ahora los maestros somos nosotros—, no más sonrisas y halagos a los patriarcas del 50 o la generación ‘novísima’.

Nosotros somos, ahora, la novedad del año, lo demás es pura y simple redundancia en las páginas sociales. Nuestra obra se sostiene por sí misma, sin necesidad de interesados padrinazgos, porque escribimos como los dioses, con nuestras cicatrices a cuestas y también con humor”, lanzó Collyer.

Collyer era un actor decisivo de la escena: fue un editor de Planeta en el despunte de la Nueva Narrativa y autor de libros claves del momento, como El infiltrado (1988) y Gente al acecho (1992). En su gestión en la editorial se publicaron libros como La ciudad anterior, de Contreras, y Oír su voz, un retrato de la elite empresarial de los 80 de Arturo Fontaine, que si bien a Valente no terminó de gustarle, sigue siendo un muestrario ineludible para conocer un mundo casi indocumentado. También Collyer fue un detractor feroz de Mala onda, que sin embargo contaba con la venia de Sabanes. La novela fue un estruendo pocas veces visto, pero, otra vez, Valente arrugó la nariz. No, fue peor: “Estamos ante un proceso humano regresivo, de retorno a ciertas formas de barbarie sofisticada que no enaltecen nuestra literatura”, dijo en su reseña y Planeta lo entendió como una joya: puso esa frase en una huincha en la portada de la segunda edición del libro.

“Yo nunca me sentí parte. No creo que tenga el espesor de un grupo épico. Esto fue más un asunto de timing, de casualidad, de suerte. Y porque fue una suerte de sueño mojado esporádico de la elite. Era tema y ‘había que estar al día’. Creo que le faltó épica y leyenda y escándalo”, dice Fuguet recordando esos años, en que bordeando los 25 saltó a la fama. “Me di cuenta de que había algo que no estaba resultando cuando la revista Caras juntó a muchos escritores a comer vino y quesos. La idea era fotografiarnos en un grupo, a lo Vanity Fair. Creo que había que ir ‘ojalá en la gama de negro’. Luego apareció el reportaje y el título era: ‘Estos son lo que se venden’. De muy mala leche. Y nada: me dije, todo está podrido, se pierde por todos los lados, mejor no ser más parte, punto”, cuenta Fuguet.

Sin duda, el show mediático fue parte de la Nueva Narrativa, pero también había un costado literario honesto en el ambiente.

Luego del paso de Collyer por Planeta, Carlos Orellana asumió como editor y abrió las puertas de la editorial a todo lo que estaba en el aire y que no había encontrado un espacio en los 80. Orellana venía del exilio, era un comunista convencido que había sido parte de Araucaria de Chile, la revista de los expatriados, con sede en París, dirigida por Volodia Teitelboim, y sumó al catálogo de Biblioteca del Sur a autores muy disímiles: publicó nuevos libros de Fuguet o a Sergio Gómez, pero además a José Leandro Urbina, José Miguel Varas o Germán Marín, escritores especialmente de izquierda que miraban el pasado chileno con una textura más amarga, distante de la fiesta del consumo que acontecía en el Chile de los 90. Por cierto, incluyó en el entramado a Diamela Eltit, que desde los 80 tenía su propio proyecto fuera de cualquier moda.

En sus memorias, Informe Final, Orellana relata que sus decisiones editoriales tuvieron un costó muy concreto: Contreras se indignó con su curatoría. “Me acusó de haber ‘chacreado’ el movimiento incorporando al plan de publicaciones de Planeta a escritores que juzgaba advenedizos, porque en su opinión no reunían la calidad suficiente o porque pertenecían por su edad a una generación anterior. Protestaba, en rigor, porque en los años 93 y 94, Planeta abrió por mi iniciativa la puerta a numerosos autores que no se movían en el círculo del grupo de amigos a quienes Contreras les confería algo así como los derechos exclusivos de propiedad de la Biblioteca del Sur”, contó.

Entre los libros que pasaron por la edición de Orellana también estuvo Siete días de la señora K, de Ana María del Río, otro de los best seller improbables de esos años. Publicado en 1993, exploraba el erotismo femenino, en el marco de la oligarquía local. Como dice la autora, eran los tiempos para abrir las ventanas: “Nuestra generación venía recién saliendo herida de años de dictadura. Ahora se podía hablar sin metáforas de lo que habíamos vivido. Ese es el momento cumbre para la literatura, porque la metáfora cambia. Ahora no es una metáfora para que no te persigan y te encarcelen. Ahora es una metáfora para tratar de hacer ver al mundo lo que habían sido aquellos incontables años de dictadura, que duraron mucho más que 17 años, por supuesto. Entonces, surge una literatura descarnada, por un lado, y críptica por otro. Pero todas las voces cuentan lo que se vivió en dictadura, de modo más o menos cercano”, dice Del Río. Y agrega: “Se escribía, se escribía, se contaba, se recordaba la sangre, la carne, el miedo, el silencio pasados”.

Fin de fiesta

Acaso cuando aconteció ese seminario, la Nueva Narrativa estaba asomándose a su ocaso. Habían pasado ya seis años con la máquina a todo dar. Quizás Contreras tenía razón y el movimiento se había chacreado. O ya había terminado. La lista de autores que supuestamente participaba en sus filas se extendía incluso a Rafael Gumucio y Alejandra Costamagna, quienes leídos a la distancia no representaban una continuidad sino que iluminaban el camino en el horizonte. Por lo demás, la fiesta noventera empezaba a exhibir sus grietas y, entre otros, Tomás Moulián avisó de todos esos resquebrajamientos en su ensayo de sociología crítica Chile actual: Anatomía de un mito, un texto publicado en 1997, quizás tan popular como lo había sido Mala onda.

Más allá, pero no tan lejos, Pedro Lemebel estaba publicando unas crónicas que retrataban una desesperanza que la Nueva Narrativa no se había atrevido a mirar: en libros como La esquina es mi corazón: crónica urbana (1995) y Loco afán: crónicas de sidario (1996) ilustraban muy explícitamente que la alegría de la transición era un decorado plástico para unas miserias y conservadurismos de los que la democracia no conseguía liberarse.

Y mientras Contreras, Collyer, Franz y compañía demoraban sus nuevos éxitos, Lemebel despuntó entre los lectores. Ahí sí que había fiesta. Tanta que cuando a fines de los 90, Roberto Bolaño se apareció por Santiago como una estrella fue a Lemebel a quien apuntó. A la pandilla de Biblioteca del Sur, en cambio, la despreció.

Y sucedió lo obvio: la editorial Anagrama, por esos años el epígono del gusto literario cosmopolita, eligió a Lemebel para incluirlo en su catálogo. “Para los escritores de la Nueva Narrativa fue un golpe inesperado. Fue como tener la mesa servida y repentinamente apareciera Lemebel como convidado de piedra”, cuenta Sergio Parra en Loca Fuerte, la biografía de Óscar Contardo sobre el cronista. No le falta razón: como en todas las fiestas, llega un momento imperceptible en que la celebración pierde brillo, deja a los protagonistas solos en los salones, se traslada a la cocina y ahí se arma otra fiesta que barre todo a su paso. Lemebel era eso, mientras la generación noventera dejaba de sintonizar con el gran público.

“Es loco pensar en que en algún momento los libros fueron tan importantes”, asegura Fuguet. “Por unos años, los libros pautearon la agenda y se hicieron cargo del imaginario”, agrega el escritor. Contreras suma un lamento más dramático: “Había fe en los libros, una fe que hoy no existe. Ese momento no se volverá a repetir nunca más. Era lo último que quedaba de una vieja cultura”.


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