Rupturas Culturales en Dictadura / Artículos

Francisco Zegers, inventor de libros

Ejemplar único dentro de la escena de los 80 chilenos, Francisco Zegers fue un publicista que, a la par de sus negocios, ofició como editor independiente reuniendo las voces críticas y experimentales de ese momento. Sin aparato comercial, sin distribución, sin demanda, se arriesgó a publicar libros de escritores y artistas que entonces eran marginales y que hoy son reconocidos como el núcleo cultural más potente de esa década.

Por Catalina Mena

Nadie lo pudo creer cuando en la primavera del 2012, con apenas 58 años, este sujeto vital e hiperproductivo despareció del planeta. Murió de una extraña y fulminante enfermedad. Sus funerales fueron concurridos por personajes variopintos.

Francisco Zegers era un tipo raro, excéntrico en el mejor sentido de la palabra, que a los 26 años, siendo ya un profesional exitoso, se convirtió en un activo personaje dentro de la escena cultural de los 80, continuando en ese rol hasta finales de los 90.  Dicen que le gustaban los autos de último modelo y que solía andar impecablemente vestido, con chaqueta y corbata; bien planchado y bien peinado. Era delicado en sus modales, excesivamente producido, tal vez un poco artificioso: “performativo”, lo calificaron algunos.

Criado en una familia más bien conservadora (pero que sufrió un fuerte traspiés económico cuando él era adolescente), Francisco Zegers desde muy joven se había visto lanzado a la autodeterminación. Comenzó en el colegio Verbo Divino, pasó por el Seminario Menor, acabó en el Marshall (que era el colegio para las ovejas negras), pero también se fugó de allí. Así es que no terminó el colegio, nunca lo soportó. “Me di cuenta de que los profesores me enseñaban lo que ellos querían y eso me cagó la cabeza”, confesó después. Tampoco hizo estudios universitarios; estaba decidido a inventarse un perfil laboral a la medida de su gusto.  Por esas vueltas de la vida, a los 22 años ya estaba transformado en publicista y comunicador, a puro entusiasmo autodidacta. Manejaba con destreza a sus clientes, muchos empresarios acomodados en el sistema, como los dueños de Diners y de Ekono, y en paralelo cultivaba estrechas relaciones con intelectuales de la izquierda más crítica y experimental que transitaban en los extramuros. Él mismo era un artista, pero eso se sabría después.

Francisco Zegers era un inventor de proyectos, quería intervenir creativamente en el mundo.  Lo que lo movía era la curiosidad: flaco, acelerado y hábil llevaba las antenas bien paradas las 24 horas del día y se mantenía atento a las tendencias internacionales. Ostentaba un entusiasmo que rayaba en lo utópico: inventaba soluciones de la nada y se arriesgaba en cada proyecto como si fuera el último.

Ostentaba un entusiasmo que rayaba en lo utópico: inventaba soluciones de la nada y se arriesgaba en cada proyecto como si fuera el último.

No se matriculaba con ideologías ni militancias, aunque siempre manifestó su rechazo a la dictadura cívico-militar. Muchos de los intelectuales con quienes se vinculó, a pesar de que apreciaban y agradecían su ingenio, no dejaban de verlo como un neoliberal; por su parte, los del ambiente empresarial sospechaban de su lealtad a las leyes del mercado. Para la mentalidad dogmática que imperaba en el Chile de esos años (y quizás no sería muy distinto ahora), Zegers era un tipo incómodo al que costaba mucho clasificar. “Yo tuve siempre la conciencia de vivir en un mundo contemporáneo extremadamente complejo y jugué dentro de esa cancha”, me dijo poco antes de morir. “Me he relacionado con el mercado, pero nunca he desprotegido mi propio lugar. ¿Para qué son las lucas? Para tener independencia”.

Pero lo decisivo es lo siguiente. En un momento en que las ideas disidentes estaban condenadas al silencio, este publicista que dirigía la exitosa agencia Hermosilla y Zegers se metió a editar y publicar textos impublicables. Impublicables, dice la crítica cultural Nelly Richard, porque la censura reinante los invisibilizaba, porque además no estaban sujetos a las normas de la academia y, para colmo, tampoco tenían un público destinatario. Eran libros desubicados; hoy son piezas de culto.

Dato para registrar: Zegers fue avanzado en reconocer tempranamente el talento intelectual de las mujeres. Hizo libros con la pensadora Nelly Richard, la escritora Diamela Eltit, las poetas Eugenia Brito y Guadalupe Santa Cruz, la artista Cecilia Vicuña, la fotógrafa Paz Errázuriz, la instaladora Lotty Rosenfeld y la crítica Adriana Valdés: todas figuras que en los años siguientes se consolidaron y que hoy son referentes de autoridad en sus respectivas áreas. Lo dijeron Diamela Eltit y Nelly Richard: fue un personaje insustituible que empujó sus trayectorias. Cuando inició su trabajo como editor no existía otro sujeto que pudiera hacer lo mismo.

Era 1980, recién salíamos de los tortuosos 70, cuando Zegers comenzó a atar las hilachas sueltas de producciones dispersas que hoy adquieren un sentido de conjunto. Y lo hizo en el descampado total. En esos años de dictadura la industria editorial estaba desmantelada, sus libros no tenían nadie que los distribuyera, no existía ni demanda ni mercado. Él tampoco tenía una estructura formal: corría solo con todo, tal vez porque anticipaba la construcción futura de un valor simbólico y era consciente de la urgencia de resguardar la integridad de unas voces periféricas, críticas y creativas. Zegers visualizó un campo cultural antes de que se produjera, y de ese modo contribuyó a su emergencia.

Él tampoco tenía una estructura formal: corría solo con todo, tal vez porque anticipaba la construcción futura de un valor simbólico y era consciente de la urgencia de resguardar la integridad de unas voces periféricas, críticas y creativas. Zegers visualizó un campo cultural antes de que se produjera, y de ese modo contribuyó a su emergencia.

Este campo cultural, tal como hoy lo conocemos, está articulado por el gesto editorial que lo convocó. Los autores que Zegers editó se asocian a la denominada “Escena de Avanzada”, partiendo por Nelly Richard, su mentora. Se trata de una corriente multidisciplinaria que marcó un quiebre en el imaginario de la época, tanto por la profundidad crítica frente a los discursos políticos hegemónicos como por su alto grado de experimentación estética. Dentro de la historia de la literatura y el arte contemporáneo reciente, esta escena ganó un respeto indiscutible.

El catálogo de su sello Francisco Zegers Editor contempla a otras figuras fundamentales, como los artistas Carlos Leppe, Juan Dávila, Eugenio Dittborn y Gonzalo Díaz; y el poeta Raúl Zurita. “La Escena de Avanzada estaba conectada con muchas cosas, es una galaxia que se armó, fue azaroso”, dijo después. Pero la curiosidad de Zegers no se sometió a ninguna cofradía intelectual, lo que le permitió transitar y captar los distintos focos energéticos de la producción crítica.  Así recogió a otros autores que hoy son muy relevantes y que circulaban por otros lados, como el poeta Diego Maquieira, a quien publicó un anticipo de su libro Los Sea Harrier, en 1986. Posteriormente, en 1993, fue publicada la versión completa y sacudió al medio literario chileno, ya que fue el primer poemario en formato de compac disc y escrito a la manera de una suite musical.

La de Zegers era una movida arriesgada, dicen todos los que publicaron con él. Se metió en cosas que en ese entonces no tenían nada de “seguras”. Y no solo apostó su propia plata en estos asuntos poco ortodoxos, sino que también metió las manos, los ojos y la cabeza. De hecho, muchos de los libros que publicó fueron diseñados por él mismo y se caracterizaron por visualidades híbridas, juegos de imagen y texto, lecturas cruzadas, experimentos de iluminación y textura. Como no había distribución, Zegers repartía algunos libros y el resto los guardaba. Sabía que eran valiosas piezas culturales, pero además se trataba de un proyecto personal. Hacer libros era un arte que requería ingenio, vuelo mental, postura estética y manualidad. Años más tarde, en un incendio de su bodega muchos ejemplares se hicieron cenizas, otros sobrevivieron y hoy son objetos atesorados por investigadores y centros de documentación.

Hacer libros era un arte que requería ingenio, vuelo mental, postura estética y manualidad. Años más tarde, en un incendio de su bodega muchos ejemplares se hicieron cenizas, otros sobrevivieron y hoy son objetos atesorados por investigadores y centros de documentación.

Sus libros eran incómodos, como él.  No calzaban con la estética de la izquierda tradicional (más dada a la opacidad) ni con el gusto oficialista (amante de la complacencia). La primera publicación que realizó constituye una jugada de una audacia y una densidad que hoy sigue sorprendiendo. Se trata de Cuerpo Correccional, publicado en 1980, con textos de Nelly Richard e imágenes de la obra del artista y performer Carlos Leppe. Después publicaría varios libros de Richard, hasta adentrados los 90, quizás la autora con quien más estrechamente trabajó. Richard recuerda la experiencia de trabajar con Zegers como algo “extremadamente feliz, pese a lo tenebroso de los tiempos que nos tocaba vivir”.

Cuerpo Correccional fue un libro iniciático, pues también fue el primero de Richard. Se publicó cuando ella tenía 32 años y Zegers 27. La publicación reúne el trabajo del artista Carlos Leppe, que era absolutamente disruptivo para su momento. En sus obras Leppe usaba pantallas de televisores, objetos, animales, fotografías y su propio cuerpo ofrecido en fiesta sacrificial. Emitía  su ruido desde una  disidencia border, con deslumbrante desparpajo. Se servía sin complejos de códigos vernáculos y contemporáneos; usaba todo tipo de recursos y materiales; entrecruzaba su vida privada con la situación política; juntaba la religiosidad, el sexo y la historia del arte; hablaba del amor, de su madre, de la homosexualidad y de la violencia. Leppe rompía, ya entonces, los binarismos.

Y Zegers lo entendió. Hizo un libro con una portada atractiva, cinematográfica, que apelaba a una escena de la madre del artista: mostraba la escalera que ella transitaba cotidianamente, iluminada con una pátina nocturna, prostibularia. El libro, he aquí su mayor subversión, fue impreso en papel cuché, como el de las revistas de moda y la publicidad. “Quizás para varios la aspereza del día a día se veía mejor documentada en la rugosidad del papel cartón de los catálogos de Eugenio Dittborn y Catalina Parra que se editaban desde la Galería Epoca”, reflexiona ahora Nelly Richard, defendiendo un deseo carnavalesco, precisamente en esa época, en que todo era tan normativo y opaco. Había en ese cuché una provocación vitalista (que ella y Leppe compartieron con Zegers), dispuesta al brillo de la contradicción.

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