La grieta que abrió Roberto Bolaño en la literatura chilena

Cuando la fiesta de los 90 todavía estaba encendida, el autor de Los detectives salvajes volvió a Chile para aguar las esperanzas. En dos viajes, en 1998 y 1999, desahució la Nueva Narrativa Chilena, le quitó el piso a José Donoso, elevó a Pedro Lemebel y abrió un camino nuevo para los narradores. Dio una batalla que modificó todo el campo cultural.  

Por Roberto Careaga C.

A mediados de 1996, hasta la oficina en Chile de editorial Planeta llegó un manuscrito que venía desde Barcelona. Lo traía el poeta Jaime Quezada, que en España había estado con Roberto Bolaño, un muy desconocido escritor chileno que llevaba décadas fuera del país. Se habían conocido en México a inicios de los 70 y, más mal que bien, continuaron alguna relación. Cuando se reencontraron, Bolaño le pasó una novela que quería publicar y le pidió que la moviera entre editoriales chilenas y así fue como una copia apareció en el escritorio del editor Carlos Orellana, que había leído con interés su reciente libro La literatura nazi en América. Revisó con entusiasmo el manuscrito, pero las cosas se retrasaron y cuando quiso publicarlo, el libro ya estaba prácticamente en imprenta en España.

Se trataba de Estrella distante, una de esas novelas casi perfectas que pavimentaron la reputación de Bolaño, un poeta de 43 años que llevaba largo tiempo escribiendo casi en el absoluto anonimato libros que crecían sin pausa mirando el Mediterráneo desde Blanes. Fue publicada en octubre de 1996 por Anagrama, sello que en esos momentos representaba acaso el máximo gusto literario en todo el español. Quizá fue porque Quezada demoró demasiado en entregar el manuscrito a Planeta o porque Orellana tardó mucho en leerlo, pero en cualquier caso el atraso fue virtuoso: de la mano de la casa editorial de Jorge Herralde, Bolaño inició un despegue internacional que lo iba a terminar situando como el ícono del recambio de la narrativa latinoamericana de fin de siglo.

En cambio, de publicar en Chile Estrella distante, habría caído en el saco roto que ya empezaba a ser la Nueva Narrativa Chilena, esa movida entre literaria y comercial que en los 90 apareció de la mano de Planeta. Una movida exitosísima en Chile, pero que el mismo Bolaño miraba con una distancia radical. O no, mejor: los detestaba. “Chile es un país en donde ser escritor y ser cursi es casi lo mismo. Los escritores chilenos actuales que están en el hit parade. Los narradores y supongo que también los poetas, son muy malos y todo el mundo sabe que son muy malos”, dijo en una entrevista, en una de las visitas que hizo al país a fines de 1999. “Y además de malos: trepas, plagiarios, emboscados, tipos capaces de todo por conseguir un trozo de respetabilidad, cuando la verdadera literatura debe alejarse de la respetabilidad. Pero nadie lo dice. No sé por qué razón, pero nadie lo dice, al menos públicamente. Yo espero que los jóvenes que tomen el relevo cambien este panorama tan pacato y provinciano”, añadió.

Nacido en Santiago en 1953, Bolaño tuvo una infancia móvil entre Valparaíso, Quinteros, Cauquenes y Los Ángeles. Su formación literaria la vivió en México, donde llegó a los 15 años, en 1968. Siete años después formó junto al poeta Mario Santiago una verdadera guerrilla cultural bajo el nombre de Infrarrealismo, que avanzó como una bola de lava en la escena hasta que en 1977 se disolvió para siempre. Luego se hundió en la Costa Brava española y ahí trabajó lentamente en una obra tan enorme como genial hecha de poesía y narrativa. Lector total, en su retiro en los 80, además de escribir, estuvo atento con obsesión a los avatares de la literatura chilena, llegando a entablar correspondencias con Enrique Lihn, Waldo Rojas y la crítica Soledad Bianchi.

Aunque había publicado algunas cosas en los 80, fue a inicios de los 90 que Bolaño apareció en el mundo editorial con libros como La pista de hielo (1993) y La literatura nazi en América (1996). Luego de la novela Estrella distante (1996) y los cuentos de Llamadas telefónicas (1997) su nombre empezó a volverse un ineludible en la literatura hispanoamericana y en Chile empezó un ruido suave pero persistente. Hasta que en 1998 el escritor recibió un llamado de la Revista Paula para integrarlo al jurado de su concurso de cuentos. Primero lo recomendó el editor Andrés Braithwaite y luego fue decisiva la intervención que hizo Jorge Edwards. Entonces sucedió: después de 24 años fuera de Chile, Bolaño regresó a su país. Estuvo 20 días que iban a abrir una pequeña grieta en toda la escena literaria chilena.

Al inicio la grieta fue subterránea, porque en esa primera visita Bolaño fue recibido casi como una celebridad. Cuando llegó a Santiago su nueva novela, Los detectives salvajes, recién había recibido el Premio Herralde, que concede Anagrama, y aunque pocos la habían leído por acá, los comentarios eran definitivos: era la obra maestra que no había salido después de las grandes novelas del boom. Más tímido que combativo, el escritor dio numerosas entrevistas (“Bolaño está en Chile”, tituló El Mercurio) y se movió entre cenas y encuentros con personajes locales, visitando desde la casa de Diamela Eltit hasta la de Nicanor Parra en Las Cruces. Sus desaires fueron pocos, pero significativos: una noche fue invitado a comer a La Pérgola, en Lastarria, con autores locales, varios nombres claves de la Nueva Narrativa Chilena, como Carlos Franz y Arturo Fontaine, pero al poco rato le dijeron que no muy lejos, en otro bar, estaba Pedro Lemebel. Bolaño se levantó, conoció al cronista y no volvió más a La Pérgola.

“Lemebel no necesita escribir poesía para ser el mejor poeta de mi generación”, escribiría Bolaño en un artículo que publicó Paula en febrero de 1999. Mientras anotaba esas palabras, hacía una operación editorial: le recomendaba a su editor en Anagrama que lo publicara en España, lo que efectivamente sucedió unos años después. Volviendo a la crónica de su paso por Santiago, titulada “Fragmentos de un regreso al país natal”, se trata de un texto lleno de puntos altos, con menciones positivas al crítico Rodrigo Pinto, una narración emocionada de la visita a Parra y un fuerte elogio a “una generación de escritoras que promete comérselo todo”. Hablaba de Lina Meruane, Alejandra Costamagna y Nona Fernández.

Pero tres meses después, su tono cambió. En mayo de 1999 publicó en la revista española Ajo Blanco una columna casi legendaria, “El pasillo sin salida aparente”. El texto está hilado por la cena en la casa de Eltit; se refiere a la comida que sirvió, pero de su literatura no dice una palabra. Sobre todo habla de la pareja de Eltit, el por entonces ministro del Trabajo Jorge Arrate. Su tono es amargo y hasta paranoico: está aterrado de que Arrate no tenga guardaespaldas, sospecha que en cualquier momento pueda entrar una facción de Patria y Libertad disparando. Acaso Bolaño aún imaginaba el Chile que por última vez vio en 1973, cuando volvió desde México para sumarse a la Unidad Popular, pero llegó tan tarde que ya habían bombardeado La Moneda. Acaso en su cabeza flotaba una historia que Lemebel le contó y que conectaba el pasado de la dictadura con el presente de la narrativa chilena. Una historia real.

Lemebel le había contado de los talleres literarios en la casa de Mariana Callejas, a fines de los 70. Agente de la Dina y condenada junto a su esposo, Michael Townley, por el asesinato del general Carlos Prats en Buenos Aires, Callejas prestaba su casa en Lo Curro para continuar las conversaciones que empezaban en el taller de Enrique Lafourcade. Por ahí pasaron, entre otros, Carlos Franz, Gonzalo Contreras y Carlos Iturra. Eran fiestas que tenían una contracara oscura: abajo, en el subterráneo, Townley tenía las oficinas donde planificaba los atentados y, quizá alguna vez, traía a algún detenido. “Y así se va construyendo la literatura de cada país”, terminaba su artículo Bolaño. Quizás fue en ese momento en que apareció públicamente el escritor salvaje y combativo, porque ya no tuvo compasión y sus elogios a la literatura chilena se volvieron dardos envenenados. La grieta se volvió un terremoto.

“En Chile me odian, sobre todo los escritores de la nueva narrativa chilena, porque se me ocurrió decir que José Donoso tenía un sistema de flotación más bien frágil. ¡Todos saltaron sobre mí como fieras! Ahí resulta imposible tocar a las vacas sagradas, siempre que no tengan el síndrome de las vacas locas”, diría en 1999 Bolaño en una de las entrevistas que dio en su segunda visita a Chile, esta vez invitado a la Feria Internacional del Libro de Santiago. Y es cierto, había tocado a las vacas sagradas y prácticamente a todos quienes se le pusieran por delante: desde Blanes o en columnas en Las Últimas Noticias, empezó a disparar: contra Luis Sepúlveda, Isabel Allende o Hernán Rivera Letelier, y también contra Donoso, de quien dijo que era un autor de “tres libros y algunos abominables”.

Pero más que a Donoso, contra quienes se lanzó fue contra sus discípulos, especialmente los que habían integrado su taller: “Sus seguidores, los que hoy portan la antorcha de Donoso, los donositos, pretenden escribir como Graham Greene, como Hemingway, como Conrad, como Vonnegut, como Douglas Coupland, con mayor o menor fortuna, con mayor o menor grado de abyección, y desde esas malas traducciones llevan a cabo la lectura de su maestro, la lectura pública del mayor novelista chileno”, dijo. “De los neostalinistas hasta los opudeístas, desde los matones de derecha hasta los matones de izquierda, desde las feministas hasta los tristes machitos de Santiago, en Chile todos, veladamente o no, se reclaman discípulos. Grave error. Mejor harían leyéndolo”, añadió.

Es posible que llegara al final de la fiesta de la Nueva Narrativa Chilena para apagar la luz, pero también Bolaño traía un viento fresco y estaba dispuesto a remover todo. Aferrado a Lemebel, a quien admiraba desde que supo que había sido parte de un colectivo llamado Las Yeguas del Apocalipsis, empezó a prodigar una suerte de nuevo canon hispanoamericano: cada vez que podía, mencionaba a Juan Villoro, Enrique Vila-Matas, Ricardo Piglia, Jorge Volpi, César Aira, Rodrigo Fresán, Javier Cercas u Horacio Castellanos Moya. Había leído más que nadie y una vez, según Los detectives salvajes, se había jugado la vida por la poesía. En Chile, en ese paso en 1999, quiso seguir la ruta y otra vez fue donde Parra. Acompañado por el crítico español Ignacio Echevarría le propuso en Las Cruces al antipoeta publicar sus obras completas con la editorial Galaxia Gutenberg. No fue fácil convencerlo e incluso debió insistir una última vez en 2001, en Madrid.

“Me interesan los poetas. Es un verdadero tesoro que hay en Chile, la vieja poesía chilena. Ayer, conversando con un amigo poeta, me contó cómo había muerto Alfonso Alcalde: se ahorcó en Penco. Me parece infame. Y luego están aquí estos niños cuicos bailando la conga y diciendo somos la nueva narrativa y Alfonso Alcalde se ahorca solo en Penco”, le dijo a Fernando Villagrán en el programa Off the Record. “Pero qué literatura más infame, hasta qué grado de podredumbre ha sido contaminada por la dictadura. Porque no hallo qué otra explicación darle. Es la dictadura que contaminó una literatura. O una especie de gripe del mercado. Además, qué mercado si sus libros circulan solo en Chile. Creo que esta abyección es producto de la dictadura. Cómo es posible que por un lado se baila la conga y se hagan las loas a la nueva narrativa… No me refiero solo a los del taller de José Donoso, que se han adjudicado este nombre, me refiero a todos los que escriben prosa y que están en una franja de edad como la mía. Mujeres, hombres, viejos verdes, etc.”, añadió.

Pero en esa visita, Bolaño melló también su relación personal con Lemebel. Invitado al programa radial que tenía el cronista en Radio Tierra, el novelista tuvo un áspero diálogo con la crítica Raquel Olea en que subió paulatinamente de tono hasta volverse una discusión. Empezaron hablando de la relación entre nacionalidad y literatura (“La obra de un escritor jamás está ceñida a su país”, sentenció Bolaño) y se enredaron en una disputa sobre las formas de la lectura desde la academia. El audio se puede escuchar en YouTube y hacerlo es oír a un Bolaño incómodo, al estilo de un gato de espaldas defendiendo cierta pureza de la literatura como si estuviera más allá de cualquier análisis teórico. Tras esa sesión, la relación entre el cronista y el novelista no fue la misma.

El ánimo de Bolaño tenía sus vaivenes, pero todos quienes lo trataron en contextos de amistad hablan de él con cariño y cercanía. Estaba lleno de historias, referencias literarias especiales y afecto muy concreto. Su pelea era contra el establishment literario, de punta a cabo. En la Feria del Libro de Santiago dio un taller literario para escritores jóvenes al que asistieron, entre otros, Nona Fernández, Pablo Simonetti, Marcelo Leonart, Larissa Contreras y Marcelo Cabrera. Todos ellos pasaron inmediatamente a un segundo plano solo por el hecho de haber publicado. Según recuerda Rodrigo Miranda, autor de los libros La expropiación o Satancumbia, en la primera sesión del taller Bolaño preguntó a sus alumnos quienes ya no eran inéditos, y cuando levantaron la mano les informó que no le interesaban. Fue gentil, pero sin medias tintas: no les pidió nunca que leyeran en el taller, como sí lo hizo con los inéditos.

En el recuerdo de Miranda, a Bolaño lo que le interesaba de la literatura chilena, especialmente de la narrativa, era lo que venía. El futuro. El presente le era esquivo y a veces derechamente hostil. En una entrevista Carlos Franz defendió a Donoso y dijo que el autor de Los detectives salvajes cultivaba “un solo registro y hasta se ha vuelto monótono”. La forma en que reaccionó Eltit fue más dura: “Patero y cortesano”, le dijo, y luego añadió: “No muy inteligente”. También se especuló que ella había notado, en esa cena en su casa, que a Bolaño le faltaba un diente. Luego, la escritora practicó la indiferencia: nunca ha hablado del impasse que mantuvo con el escritor y tampoco se ha referido a su obra. El problema es que el novelista ya estaba en modo combate y respondió como si hubiera una guerra de por medio.

“Dice un escritor en la prensa que lo que más le sorprendió de mí es que yo era cortesano y me faltaba un diente. Lo que más le divirtió. A mí me faltan muchas muelas, pero muchas, como a Gary Snyder. Supongo que esta mujer no debe tener idea de quién es Gary Snyder, pero espero que alguien lo sepa. Es como si viera al Quijote y dijera huy, le falta una mano, es manco. Ese es el nivel de discusión. Esas son las señoras que hacen la literatura en este país”, dijo Bolaño en el programa Off the Record. “Estos mismos que me han criticado, como yo no los he alabado… Yo no puedo alabar literaturas que no me gustan, libros que son plagios de Graham Greene, de cosas que ya están acabadas. Bueno, pues estos mismos que se murieron en alabanzas conmigo, ahora dicen solo tiene dos libros buenos, el resto es monótono. Los detectives salvajes debe ser monótono, puesto que ellos no conocían los detectives entonces. Es terrible. Además es gente que me la voy encontrando… Es una película de terror. Y esto no es un desahogo”, añadió.

Bolaño volvería una tercera vez a Chile, después de 1998 y 1999, pero la última lo hizo sin publicidad. Viajó solo, sin su esposa ni su hijo. Vio a algunos amigos, evitó cualquier entrevista y se marchó con el mismo silencio que llegó. Los años de la transición se evaporaban, a la fiesta noventera se le terminaba el efectivo y, entre otras cosas, la narrativa chilena que había reinado por una década perdía conexión con los lectores. Es difícil que Bolaño haya venido a ver cómo se apagan las luces, pero seguro que vio que el campo empezaba a ser otro y en esa batalla antojadiza que dio por desenmascarar a los impostores él estuvo cerca de ganar. La generación de Alejandro Zambra y Álvaro Bisama lo leyó como un maestro que le dio las llaves para avanzar por otro camino. La grieta que abrió en sus visitas se transformó en una ruta de salida hacia algo nuevo.

Bolaño siguió escribiendo, corriendo detrás una enfermedad que le pisaba los talones. Su hígado fallaba desde inicios de los 90 y ya no le quedaba más tiempo. Sus amigos lo sabían perfectamente, pero él solo lo hizo oficialmente público en una entrevista que le dio a Rodrigo Pinto en abril de 2003. Para esa fecha estaba trabajando frenéticamente en la novela 2666, a la que no le pudo poner punto final. Murió el martes 15 de junio en el Hospital Valle de Hebrón, de Barcelona, después de 12 días sedado. Gigante en vida, después de muerto su leyenda cruzó fronteras y se convirtió en un mito en todo el mundo. Antes, cuando regresó a Chile después de vagabundear por México, España y todo el planeta, sacudió la literatura chilena.


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