Rupturas Culturales en Dictadura / Artículos

La paradoja necesaria: Breve historia de La Bicicleta

Documento histórico imprescindible, la revista La Bicicleta fue caja de resonancia, compañera de ruta y estímulo de las transformaciones que redefinieron el panorama de la cultura de los jóvenes y los no tan jóvenes en dictadura. Antonio de la Fuente, uno de los directores de revista, cuenta su historia desde adentro.

Por Antonio de la Fuente

La Bicicleta nació en la primavera de 1978 con la pretensión de ser una revista consagrada al arte y la cultura. “Revista chilena de la actividad artística” se leía bajo el título de los primeros números publicados en un formato apaisado. Dos años más tarde, el número 9 supuso el paso a un formato convencional y el destaque en la portada de la imagen de un músico al que se le dedicaba el cancionero al interior. Y un nuevo subtítulo: “Revista cultural hecha en Chile”. El énfasis, como se ve, pasó del arte a la cultura, a la cultura entendida como creación estética y también como vida cotidiana.

Subiendo el volumen de la música

Sin romper del todo con el público inicial, compuesto mayormente por artistas, a poco andar la revista se reorientó hacia un público juvenil. También se podría decir que fue ese público el que reorientó la revista, un público interesado sobre todo por una música que no encontraba espacio en los medios masivos, que circulaba de mano en mano en discos y casetes, se cantaba en las fogatas y se escuchaba en las fiestas bajo el toque de queda: folklore y rock, en grandes rasgos, y una mezcla de ambos, el matrimonio entre Violeta Parra y Jimi Hendrix, como tituló alguna vez la revista argentina Pelo, refiriéndose a Los Jaivas.

El cambio de formato y de énfasis representó un salto considerable en materia de tiraje. La revista vendía en sus inicios mil ejemplares y con el número 9 referido arriba —Silvio Rodríguez en la portada, una imagen inédita para el Chile de la época— pasó a vender más de 20 mil ejemplares, una feliz sorpresa. Dejar de impostar un lenguaje de teóricos del arte nos permitió establecer un diálogo horizontal con los lectores.

Dejar de impostar un lenguaje de teóricos del arte nos permitió establecer un diálogo horizontal con los lectores.

Escribir para los jóvenes puso en evidencia que nosotros también lo éramos (adopto ya la vía testimonial porque formé parte de la aventura). Dejar de impostar un lenguaje de teóricos del arte nos permitió establecer un diálogo horizontal con los lectores. La manera cómo llegué a La Bicicleta ilustra esto que digo: una noche de 1979 coincidí con el entonces director, Eduardo Yentzen, en un recital de poetas populares en Los Dominicos y me pidió que escribiera algo sobre el evento. Escribí no sobre las formas de la poesía popular o la relación de esta con la poesía culta sino sobre nosotros, el público que había decidido pasar la noche de un sábado escuchando poesía popular.

Tanto así que si por falta de tiempo sólo pudiera releer una rúbrica de La Bicicleta, no dudaría en leer la sección La cuchara que ustedes meten, el espacio de las cartas de los lectores. Así describía Luis, 22 años, su relación con la revista: “Ha conquistado un lugarcito dentro de mi mente. Leerla es como una necesidad, pero no sé de qué tipo”. Hugo, por su parte, ejercía su derecho a crítica: “Dejé de comprarla en el número 36 porque me parecía muy cara en relación a lo que traía: pagaba 90 pesos y la leía en cinco minutos”. Y César argumentaba en una carta escrita en décimas: «Somos muchos los que pedaleamos, ustedes sólo llevan el manubrio».


“Leyendo entre líneas, acusáis un filtro muy estrecho en lo político. No se trata de autocensura, tranca que nunca atajó demasiado a La Bicicleta, sino más bien de un asco al leninismo que saca pinta verdes en el hoy más bien alado vehículo”, escribía Sergio desde Viña. La respuesta de la revista: “Hace días que no pensaba en Lenin. Pero sí. Donde diga Lenin, léase Stalin. Y así sucesivamente”. Otro lector cuenta que lo detuvieron en la calle por llevar La Bicicleta y pasó ocho horas en un calabozo. La respuesta adopta la forma de una autoentrevista instantánea:

¿Qué opina de la detención de este lector por llevar La Bicicleta?
—Me parece un amargo piropo.
¿Qué les diría a los demás lectores?
—Que no se asusten. Cuando la encuentran, generalmente se limitan a pedirla prestada.

Como se ve, no se trataba de escribir para el público juvenil, a la manera de la revista Ritmo o incluso de la revista Onda, no se trataba de “juvenilizar” a los jóvenes, sino de escribir con ese público. El propósito más o menos espontáneamente asumido era acompañar una dinámica alternativa que prendía en cierta juventud y dialogar con ella, entre otras cosas porque los que hacíamos la revista formábamos parte de esa dinámica.

La música es lo que asoma principalmente por las casi cien portadas de La Bicicleta y otro tanto de literatura, teatro y cine, y sobre todo de cultura entendida como vida cotidiana: vida estudiantil, sexo, sicología, ecología, feminismo, viajes —las proverbiales peregrinaciones a Machu Picchu y a Chiloé, cómo no, pero también a la Boca del Maule, a Cartagena o a la laguna del Parque O’Higgins.

Por ese camino, el periodismo se impuso como el formato privilegiado, en el sentido de buscar la pluralidad de las fuentes y de privilegiar la claridad en la presentación de los contenidos. Se trataba eso sí de un periodismo crítico con el reporterismo adocenado y dócil con el poder que se practicaba en esos años en Chile, previsible y “malo de adentro”, como se decía entonces.

Se trataba eso sí de un periodismo crítico con el reporterismo adocenado y dócil con el poder que se practicaba en esos años en Chile, previsible y “malo de adentro”, como se decía entonces.

El periodismo que practicaba La Bicicleta no renunciaba a revertir la sacrosanta pirámide invertida de los manuales, a hablar en primera persona y a asumir el proyecto parriano de hacerse eco de la lengua de la tribu. Un artículo sobre el profesor Banderas, pomposo pontífice del blablablá de los locutores, termina con esta pregunta: ¿cómo se escribe insoportable? En una palabra, que lo dice todo, era un periodismo con pretensiones de ser alternativo.

Para muestras, botones. La primera mención a Los Prisioneros en la prensa chilena está en La Bicicleta: Tenían 19 años y habían tocado en el mítico escenario del Trolley. “Me asombra el hecho de estar tomando francamente en serio por primera vez en mi vida a un grupo de rock chileno”, sentenció el cronista. También las primeras entrevistas a Charly García —”P: ¿Cómo ha influido en los artistas argentinos la vuelta a la democracia? R: Hay algunos que extrañamos a la dictadura, por eso venimos a Chile”—, a Mercedes Sosa —”no cantaré en Chile mientras esté Pinochet”, nos dijo, y lo cumplió. En cuanto a Silvio Rodríguez, si bien apareció alguna vez en la prensa con ocasión del viaje que hizo a Chile en 1972, fue en La Bicicleta donde, una década más tarde, su éxito subterráneo entre los jóvenes pudo ver la luz del día.

La Bicicleta publicó también inéditos de Julio Cortázar, de Nicanor Parra, de Enrique Lihn. Con estos dos últimos tuvimos una fluida relación de aprendices a maestros. Con Vargas Llosa se dio la curiosa circunstancia de que él entrevistó a La Bicicleta antes de que la revista lo entrevistara a él. Y La Bicicleta le entregó a Rodrigo Lira el único premio que recibió en su corta vida. Tras recibir el premio de manos de un jurado compuesto por Lihn, Raúl Zurita y Manuel Silva Acevedo, Lira nos pidió poder leer todos los textos enviados al concurso, lo que hizo concentradamente. Solo al cerrar la última carpeta pareció convencido de que el premio era suyo. El nombre del poema premiado —”Cuatro 365 y un 366 de onces”— creo que dice bien lo que fue la dictadura: cada día era un once de septiembre.

Apostilla sobre lo alternativo

Ser o no ser alternativo estaba fuera de cuestión porque en los hechos el sistema de la prensa del Chile de entonces nos imponía serlo. Así las cosas, la pregunta no era serlo o no serlo, sino hasta qué punto. Para decirlo con un ejemplo: ¿cabía hablar del Festival de Viña, o había que pasar de él olímpicamente? Lo que nos pedía el cuerpo era escribir de otra cosa, pero puesto que Chile era —y probablemente siga siendo— un país umbilical, en el sentido de que el cuerpo social se centra al unísono en un mismo asunto, así sea para decir cosas opuestas, hablábamos del Festival de Viña para reivindicar lo escasamente bueno y burlarnos de lo abundantemente malo.

Y así con todo, con el arte conceptual que consistía entonces mayormente en pintarse el cuerpo y colgarse de un semáforo, o con las apariciones de Enrique Lafourcade en 60 minutos, el noticiero de Televisión Nacional, al que la gente llamaba 60 milicos. El humor es un signo distintivo de esas páginas porque las ceremonias de legitimación del poder eran ridículas y risibles. Y también porque sí, porque éramos jóvenes y es sabido que los jóvenes son tentados de la risa, y porque en años de apagón cultural y de burda represión burlarse era no dejarse avasallar y reírse del poder era una buena manera de afirmarse.

Por otra parte, también es verdad que había un país paralelo silenciado y estaba en buena medida en el exilio. Desde el inicio La Bicicleta desplegó sus antenas para escucharlo y hacerse eco. También porque la atmósfera en Chile era irrespirable y el exterior, el extranjero, lo otro, asomaba como un respiradero. Una ilustración de esto que digo se dio la noche de un sábado de enero de 1986 en un encuentro entre chilenos de dentro y de fuera en las calles de Mendoza bajo la forma de la proclamación espontánea y festiva del pintor Nemesio Antúnez como presidente de Chile. «Nemesio, Nemesio, líbranos del adefesio», coreaban los manifestantes. Y también: «Nemesio, Antúnez, orgasmos hasta el lunes» (era sábado).

Coda sobre la militancia

“El director no comparte necesariamente las opiniones del subdirector, ni éste las de aquél, ni ambos las del jefe de redacción y viceversa, ni los tres las opiniones de otros redactores, secretarias, diagramadores y gerentes, ni éstos las de aquéllos, porque en esta revista pensamos todos diferente. Aunque no necesariamente…”, dice uno de los ciclistas que pedalean en la ilustración de la página de presentación de la revista. No era una boutade, o no sólo.

En La Bicicleta había militantes, ex militantes e incluso militantes de la no militancia. Si es verdad que un cierto apoyo partidista permitió que la revista diese sus primeros pasos, en la misma medida en que la publicación fue “encontrándose con su público”, como reza la frase hecha, y recibiendo algo de apoyo en el mercado a través de la venta de ejemplares, aquel soporte partidario se fue difuminando. Cuando digo mercado me refiero al público que compraba la revista, a la pequeña empresa que la distribuía y a los quiosqueros que la exponían y vendían. Porque, aparte de los canjes de publicidad con otros medios y algunos negocios afines, ningún publicista o empresario se atrevió a apostar por la revista, lo que contribuyó en parte a su desaparición tras nueve años de recorrido.

El resto lo haría la represión, el cansancio, la distancia. Porque lo cierto es que La Bicicleta hacía frente a una dictadura que censuraba, intimidaba y llegado el caso allanaba imprentas y rompía rotativas. Sobre esto y para cerrar la ronda de las divisas de la casa, conviene citar la fórmula con la que abre el primer número: “En la era de los helicópteros concéntricos, surge como una paradoja necesaria La Bicicleta“.

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