La telecultura o una década gloriosa

La televisión cultural de los años 90 no tiene parangón en la época actual. Hizo la diferencia con programas icónicos que acercaron la literatura, el arte y el reportaje sociológico a las audiencias, mediante el uso de formatos que exploraban las formas audiovisuales con una soltura gozosa. Siendo televisión abierta, estaba al alcance de todos, y esa apertura no era uno de sus atributos menores, como tampoco lo fue la mirada que escrutaba las dimensiones culturales de lo chileno.

Por Marco Antonio de la Parra

Llegaron los años 90 y con un paso adelante en la democracia era inminente el sueño de una televisión abierta y cultural. Veníamos saliendo de las “franjas culturales” donde habíamos visto algunas biografías, recuerdo Verdi, Wagner, muy acotadas a una existencia efímera y vigilada, con algunas excepciones como Yo, Claudio, la notable producción de la BBC escrita por Robert Graves y protagonizada por Derek Jacobi; pero lejos de abrir un espacio a la cultura nuestra, a nuestros creadores, a una mirada amplia y libre en la cual poder reconocernos.

TVN dio el puntapié inicial en tiempos en que aún no caíamos en el imperio feroz del people meter y la esclavitud de la sintonía, y se podían aún ver programas de televisión más que, control remoto en mano, solo “televisión”, pasando de canal en canal capturados por el zapping, sin seguir claramente uno u otro programa.

Los años 90 nos encontraron construyendo un sueño entre todos. El que había esbozado ARTV, el que se había incubado en Filmocentro, el que estaba latente hasta en la misma campaña del NO. Imágenes propias, libertad en la asociación de contenidos, preguntas y respuestas que se desprendían de un país renaciendo. Cine y televisión chilenos.

No en vano, los más importantes programas de la época son conducidos por artistas que vuelven a mostrarse después de moverse vigilados o claramente marcados por la persecución o el exilio.

Así, el escritor Antonio Skármeta, regresando de Alemania, va a dar rienda suelta a su imaginación en El show de los libros, donde desde el título acepta el cortocircuito peligroso entre entretención y cultura, manejando con oficio el mundo audiovisual y abriendo la lectura como territorio de investigación con su don de comunicador natural.

Hace auténtica televisión cultural con arte de malabarista que narra, conduce, cita cine, se mete en la imaginación del televidente entregando un producto de calidad que cierra la noche recorriendo ese amenazado mundo de la lectura.

De puro verlo daban ganas de leer, de releer, de descubrir y redescubrir los clásicos de la literatura nuestra o abrirse al libro como materia prima y privilegiada, alejándose de todo peligro de oscuridad o complejidad que pudiera atribuirse a la cultura como material para el medio televisivo.

Skármeta cuenta, entrevista, viaja, trabaja los guiones haciendo fácil lo difícil. Tiene éxito y seguidores consiguiendo estar varios años en el aire.

Pero no estaba solo.

Cine-Video, por su lado, también en TVN, es conducido por Augusto Góngora. El programa se sumerge en el mundo audiovisual, analizando desde avisos publicitarios a producciones cinematográficas o visitando el trasfondo de proyectos como Films & Arts, el canal soñado por productores y telespectadores de la época que padecieron esa nostalgia de la cultura como material.

En Cine-Video la sorpresa era permanente y todos aquellos que habíamos recorrido los pasillos de la publicidad, donde latía el sueño de un cine para Chile, nos permitíamos disfrutar de lo que podía ser otra manera de contar historias.

El televidente común y corriente era tomado por sorpresa y mientras otros programas explotaban el video como el género de la chapuza y la broma, aquí se rozaba el arte y la creación más sublime sin renunciar nuevamente a entretener como hacía Skármeta en El show de los libros.

El pintor Nemesio Antúnez también regresa a la pantalla chica (ya había hecho televisión en los 70) e instala Ojo con el arte, donde será capaz de hacer un programa sobre los volantineros que no tendrá ni el más mínimo aroma a mero folklore o simple turismo (eso que vendrá a reemplazar lo cultural con el paso del tiempo y el zapping). Descubrirá artistas, recomendará grabadores japoneses, citará la alta cultura con una amenidad que aún hoy sorprende al volver a recorrer sus emisiones.

Después de Ojo con el arte, el televidente, esa criatura en que todos nos habíamos ido transformando, no podía mirar igual lo que antes eran meros objetos y descubría lo estético sin que siquiera se lo mencionara. El viaje hacia la belleza era conducido de la mano por Nemesio Antúnez en una realización delicada, que demostraba lo ciegos que habíamos estado.

El Mirador fue el programa estrella del equipo de TVN, conducido por un icónico Patricio Bañados, locutor al que mi generación había seguido desde la televisión holandesa hasta su emblemática participación en la campaña del NO. Sus reportajes, cargados de una mirada entre sociológica y antropológica, ofrecían una salida que se alejaba de lo meramente periodístico informativo, con una profundidad sorprendente que en cada emisión nos planteaba a nosotros, los cada vez menos inocentes telespectadores, un “mirar” nuevo.

No en vano cada uno de estos programas tenía relación con el ver, con el mirar, con el “show”, con el “video”, con el “ojo”:

lo audiovisual era rescatado por asalto con plena conciencia del medio en que se estaba trabajando para abrirse a las artes y la cultura con creatividad gozosa que permitía la llegada al gran público.

El Mirador incluyó en algunas temporadas una joya del humor televisivo nuestro (comparable con La Manivela o Plan Zeta o piezas de Medio Mundo) que fue “La entrevista vista”, una creación del publicista Javier Campos y el actor y escritor Gregory Cohen, donde, en una celebración del absurdo criollo, Cohen era entrevistado por Campos en un espacio en que lo imposible permitía reírse de la chilenidad, de lo ridículo propio, de los lugares comunes de la actualidad, de la misma televisión, incluso del hecho de entrevistar.

Como todos los programas citados, la pregunta es qué impidió su multiplicación y su permanencia. El Mirador conoció 10 temporadas y ya nos sentíamos en casa con cada uno de estos productos televisivos.

Hasta que llegó el combate por la sintonía, la esclavitud publicitaria y el reino de los dueños del switch, al vivirse la televisión abierta como una batalla en línea donde no podía perdonarse ante los avisadores caer en la sintonía por una pausa o la pérdida de interés.

Es llamativo que junto con la desaparición de estos programas culturales llenos de creatividad también desaparecieran los programas humorísticos de mayor riesgo, donde concurrirían actores, actrices, directores y guionistas con una ambición confesa de romper las reglas. El vacío que quedó luego del fin de estos programas y formatos terminó con el sueño de una televisión cultural que supiera entretener, educar e informar al mismo tiempo.

La televisión abierta fue en los años 90 un territorio que pareció ganado. El zapping y la televisión por cable segmentarían de ruda manera los hábitos de ver y hacer televisión.

Recuerdo el invencible ARTV donde pasaron, entre muchas otras cosas, La Academia Imaginaria (conferencias en blanco y negro sobre la sensibilidad del siglo XX en las cuales participé) y esa joya de entrevistas que era La belleza de pensar conducido por un insumergible Cristián Warnken.

El repertorio de figuras de la cultura chilena y extranjera que están en esos archivos es un mapa que sorprende a la tendencia al olvido tan nuestra y desafía nuestra oscilante autoestima con emisiones de alto calibre.

Telebiblioteca olvidada, la televisión cultural chilena vivió en los años 90 un auge que no tiene hoy parangón ni paralelo. En estos días, la entretención pura y dura se declaró autoridad y búsqueda mayor en la producción televisiva. El turismo reemplazó a la geografía, la historia quedó relegada al área dramática y los aniversarios, y el arte parece un pariente demasiado lejano del trabajo audiovisual.

El show se quedaría sin libros y el mirador más encandilado que reflexivo. El show vendría a vencer escondiendo dentro suyo un potencial de artistas que no ha sido convocado más que por las áreas de creación dramática cada vez más encarecidas y oscilantes ante el vibrar de la sintonía. Hoy el contenido está desparramado entre podcasts, youtubers, improperios de redes, lives de Instagram o lo que venga. La pantalla chica se está comiendo con sus plataformas a la pantalla grande. Se vuelve muy caro imaginar y producir para esa voraz pantalla casera.

Los televidentes ven series. Entre medio, matinales, noticias, late shows o el pronóstico del tiempo. Se habla de series. Son la obra de arte del instante. HBO su padre y madre, y NETFLIX su más exitosa madrina, mientras Disney afila los dientes irrumpiendo en la familia actual con tanta pantalla en tiempos de pandemia. Tanto hablan de series que ya no dicen que ven televisión.

El serial killer es el ícono de nuestro tiempo. Ha partido en pedazos la experiencia televisiva y hay canales para todo, incluso la cultura, pero esos son los menos visitados. Gastronomía, historia, naturaleza, aventura, mucho pero mucho deporte y series y películas que cada vez son más seriales.

¿Sería posible un show cultural una vez más en medio de la oferta feroz actual de un Smart tv?

El Mirador es un sueño glorioso de los años 90. Terminaba un siglo y una manera de mirar. Hoy somos red. Y cazamos como un asesino serial algo que nos produzca placer. Por un rato. Agradecemos ser capturados en un atracón por alguna serie icónica. Y así dejar de “ver” y “vernos”. ¿Qué viene ahora?


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