La transición en escena

Los años 90 comienzan, para el teatro chileno, a fines de los 80. Es entonces cuando emergen en Santiago compañías con nuevos lenguajes, que irán cambiando el modo de asumir lo político en escena. Hacer dialogar disciplinas, trabajar en el plano de lo simbólico, usar el silencio como herramienta, recuperar el espacio público: con diversas estrategias y registros, habrá una voluntad común por dar cuenta de una época y ofrecer una mirada que sacuda, aliente, impulse y sospeche. Acá una revisión que, lejos de abarcar el escenario completo, alumbra algunos hitos de los primeros años de postdictadura.

Por Alejandra Costamagna

“Sorprender sin palabra, sin cabeza. Emoción. Esto es lo que quiero para el resto de mi vida”. Eso piensa, deslumbrado, Mauricio Celedón a comienzos de los años 70, cuando ve por primera vez el trabajo del mimo Enrique Noisvander. No sabe, entonces, que en ese preciso instante de su adolescencia está iniciando una carrera profesional. A partir de su formación con el mismo Noisvander y luego en Francia con Étienne Decroux, Marcel Marceau y Ariane Mnouchkine, Celedón recurre a la noción de gran espectáculo para operar con el silencio como principal soporte dramático de sus montajes. Una textualidad que privilegia el cuerpo, el gesto, el impacto visual e incluso la sonoridad de la música en vivo, pero que excluye la palabra inserta en el código de la comunicación verbal. Bajo esas premisas, el dramaturgo y director reúne a actores, bailarines, acróbatas, músicos y artistas plásticos para crear, en 1989, la compañía franco-chilena Teatro del Silencio. Obras como Transfusión (1990), Ocho horas (1991), Malasangre o las mil y una noches del poeta (1991) o Taca Taca, mon amour (1993) conducen a los espectadores hacia un trance en el que emociones y pensamientos parecen entrar por una misma ranura, y aportan a modificar los códigos del teatro chileno que prevalecían hasta entonces. En un país en que las palabras empiezan a cambiar de piel, el Silencio es parte de una renovación diversa en registros y estéticas, que emerge del cruce entre dictadura y postdictadura.

La atmósfera de regocijo por la recuperación de la democracia que acompaña a los primeros montajes de la compañía de Celedón se mezcla con la temprana sospecha de que han sido silenciados ciertos pactos, ciertos acuerdos políticos: un manto de impunidad con el que se irá cubriendo la memoria histórica. La propuesta de un teatro que irrumpa en la calle, que se apropie de los espacios urbanos (la Plaza de la Constitución, frente a La Moneda, o la Plaza de Armas), que trabaje de manera colectiva y busque nuevas expresiones para hablar de lo que no se habla viene a ser un gesto resueltamente político. A través del movimiento frenético o pausado que cada situación dramática exige, del gesto corporal codificado, de la música que organiza el relato en paralelo o del abandono del conflicto central como eje para desplegar múltiples focos de tensión, el director se irá asomando a la dinámica del poder, a la deshumanización y la violencia en la sociedad contemporánea, así como a las múltiples tensiones entre memoria y olvido. En Transfusión, por ejemplo, ofrece una visión crítica de las migraciones que poblaron América y la fusión de sangres e ideas, a través de un gran hospital ambulante que recorre la ciudad en carritos de feria, con personajes como Cristóbal Colón, la Malinche, Inés de Suárez o Bernardo O’Higgins a bordo; en Ocho horas repasa las luchas populares que dieron origen al Día Internacional de los Trabajadores; y en Taca Taca, mon amour revisa los principales acontecimientos históricos del siglo XX y los despliega en un taca-taca a escala humana de carácter apocalíptico, donde intervienen figuras que van desde Rasputín a Freud, pasando por Einstein, Stalin o Hitler. “Sorprender sin palabra, sin cabeza”, ha dicho Celedón. Pero también, ahora, instalar temas en el espacio público y volverlos parte de una discusión que amplíe su radar, porque tiene conciencia del momento histórico en que se sitúa cuando regresa a Chile: “Trabajar con tanta gente es reconocerse en un núcleo, en un colectivo. Y ese colectivo tiene que ver con este país, que está volviendo a ser una colectividad”.

Quiebre y rearmado

La sociedad completa, incluido el teatro, había dejado de ser esa colectividad a la que alude Celedón con el golpe de Estado de 1973. Pero a partir de 1974 la comunidad teatral empieza a reagruparse y a retomar su espacio con cautela. El teatro, marcado entonces por el gran compromiso ideológico, se convierte en una suerte de refugio colectivo. Grupos como Aleph, Ictus, Imagen, Taller de Experimentación Teatral (TIT), La Feria, Teniente Bello, El Telón, Teatro Q, Los Comediantes o El Riel mantienen con vida la escena en las duras circunstancias de represión y asfixia culturales. Aunque varios perseverarán en el tiempo (Ictus sigue activo hasta nuestros días y Juan Radrigán, cabeza de El Telón, será faro de la dramaturgia nacional hasta su muerte en 2016), durante los primeros años de la década de los 80, cuando la protesta callejera y las manifestaciones políticas afloran en el país, surge una teatralidad distinta que, en palabras de Juan Andrés Piña, “indaga en un lenguaje más visual que auditivo, más quebrado que lineal, más misterioso que evidente, más de sensaciones que de explicaciones”.

Ramón Griffero será una de las principales figuras de este nuevo ciclo, con la creación, en 1983, del Teatro Fin de Siglo. La compañía se instala en la improvisada sala El Trolley del barrio poniente de Santiago para echar a andar una propuesta estética que desarrolla un lenguaje centrado en el uso de técnicas cinematográficas, en una concepción plástica de la puesta en escena, en la apertura hacia distintos planos de realidad y en la construcción de una dramaturgia del espacio que refuerza las percepciones emotivas. En montajes como Recuerdos del hombre con su tortuga (1983), Historias de un galpón abandonado (1984), Cinema-Utoppia (1985) o 99 La morgue (1986), Griffero parece preguntarse con qué herramientas seguir hablando de la opresión dictatorial sin que suene a “panfleto”. Uno de los montajes más agudos de su tiempo será, justamente, 99 La Morgue, en el que nos conduce desde la festividad religiosa al carnaval prostibulario, desde la necrofilia a la parodia de un país vislumbrado como una “pobre colonia”. Así lo comentará entonces Enrique Lihn: «El trabajo del Teatro Fin de Siglo insiste en un discurso desesperanzado y sentimental, algo de morboso, punto de contacto con ese invocado fin de siglo que combinó la anarquía, el eclecticismo, el catastrofismo y la efusión en el decadentismo y el simbolismo […] Se trata a la vez de un trabajo concienzudo, meritoriamente distinto al que realiza en general el teatro chileno comprometido». Es la evidencia de un recambio generacional que se prolongará durante la postdictadura.

La compañía de teatro La Memoria, fundada por Alfredo Castro en 1989, es parte fundamental de este núcleo de experimentación artística que cambia el modo de asumir lo político en escena. El arranque será trabajar con una estética del inconsciente y lo simbólico, con el cuerpo, con lo fragmentario, con el registro de quienes permanecen excluidos socialmente y con un lenguaje que reconfigura la relación entre las palabras y las imágenes. En 1990 el grupo estrena La manzana de Adán, basada en el libro de fotografías de Paz Errázuriz con testimonios de travestis y homosexuales recogidos por la periodista y escritora Claudia Donoso. Es la primera pieza de la Trilogía Testimonial de Chile, que continúa con Historia de la sangre (1992), creada a partir de la investigación de Castro, Rodrigo Pérez y la psicoanalista Francesca Lombardo en cárceles y hospitales psiquiátricos en los que reúnen un nutrido material de crímenes catalogados como “pasionales”, que luego trabajarán en escena con Amparo Noguera, Paulina Urrutia, Maritza Estrada, Francisco Reyes, Pablo Schwarz y el mismo Pérez. Cuerpos al margen en un país herido. 

En pleno proceso de creación, en 1990, Castro decía en una entrevista: “Mi interés es mostrar cómo la realidad no es tan real. Cómo estos tipos en su delirio te muestran otra verdad que de repente te hace luces; te dice que algo hay por ahí. Y en lo actoral, seguiremos con nuestro estilo de no a la autocompasión, no a la emoción desbordada; que el diálogo suceda por regiones casi inconscientes y trabajando significaciones corporalmente”. Una estrategia semejante es la de la tercera obra de la trilogía, Los días tuertos (1994), basada en textos de Claudia Donoso que surgen del registro de cuidadoras de tumba, artistas circenses, cartoneros, vagabundos y otros seres que habitan en los márgenes de la sociedad.

Carnaval y desencanto

A diferencia de La Memoria y más cercano al Teatro del Silencio, Andrés Pérez y su Gran Circo Teatro tienen como eje la masividad de sus espectáculos. Pérez también se forma con Arianne Mnouchkine en Francia y absorbe su metodología y sus ideas acerca de un teatro callejero que, a modo de ritual, descentralice la cultura. Tal como Castro, Celedón o Griffero, ha venido fraguando su estética desde los años de dictadura, y el escenario de transición da nuevas resonancias a su propuesta. La Negra Ester, estrenada el 9 de diciembre de 1988 en la plazuela O´Higgins de Puente Alto y trasladada luego a la terraza Caupolicán del cerro Santa Lucía, es vista por miles de personas y se convierte en un éxito de crítica y taquilla. La tónica de las obras del Gran Circo Teatro estrenadas en democracia es la de la fiesta popular y el carnaval. Hay una esperanza fresquita, la ilusión de incorporar a sectores postergados en el engranaje cultural. La idea de comunidad teatral auténtica y de autogestión de los artistas es un norte, que en 2001 se verá frustrado cuando las autoridades del gobierno de Ricardo Lagos desalojen a Andrés Pérez de las bodegas estatales de calle Matucana, que hasta entonces nadie había reclamado y que él, con su grupo, fueron revitalizando con la idea de hacer una escuela gratuita, un lugar de ensayo, creación y democratización del arte. El espacio se transformará luego en la corporación cultural Matucana 100 y Andrés Pérez no tendrá (no tiene hasta hoy) ni una placa de reconocimiento.

La Troppa es otra de las compañías que aporta en esta renovación que cuaja con la llegada de la democracia, pero cuyo germen está en los años inmediatamente previos. Comandado por Laura Pizarro, Juan Carlos Zagal y Jaime Lorca, el grupo trabaja a partir de textos narrativos que son intervenidos con elementos cinematográficos y con un carácter de juego. Un mundo de juguetes y artefactos que transporta un universo nada complaciente y en ocasiones cruel. Así lo vemos, por ejemplo, en Gemelos (1999). Inspirada en la novela El gran cuaderno, de la escritora húngara Agota Kristof, es la historia de dos hermanos abandonados por sus padres, en plena Segunda Guerra Mundial, en la casa de su abuela, una mujer hosca que al inicio los castiga y luego, poco a poco, los va observando, los reconoce y pasa a integrar el engranaje de tres piezas unidas por la barbarie. Todo transcurre dentro de una suerte de mueble gigante: un laberinto de madera, diseñado por Eduardo Jiménez y Rodrigo Bazaes, de cinco metros de altura, lleno de puertas, niveles y espacios acoplados para recibir a los actores, los muñecos y los artefactos que lo pueblan. Un montaje que cruza disciplinas y lenguajes para dar un nuevo sentido al tradicional “érase una vez” y que deja ver las resonancias con un país que mantiene heridas a flor de piel. Algo semejante había ocurrido con sus obras previas, especialmente Pinocchio (1990), con la que estuvieron presentes, junto a la trilogía del grupo La Memoria y el Taca Taca, mon amour de El Silencio, en la primera muestra teatral masiva realizada en la Estación Mapocho, en 1994. Se llamó Teatro a Mil porque el ánimo y las revoluciones, simbólicamente, parecían estar a mil por hora. 

Otro hito significativo de la época había sido Cariño malo (1990), de Inés Margarita Stranger, una obra articulada por un colectivo de creadoras que exploraban, con mirada de género, las relaciones afectivas y los mandatos sociales para la mujer en la contemporaneidad. Al alero del Teatro de la Universidad Católica, el equipo que integraban también la directora Claudia Echenique y la actriz Claudia Celedón presentó luego Malinche (1993) y Siddartha (1995), en las que profundizaban las búsquedas temáticas y estéticas de la primera obra. Parecía abrirse un lugar que no había sido transitado hasta entonces. 

Sin embargo, el entusiasmo ciudadano que acompaña a estos y otros montajes de comienzos de los 90 va cruzándose cada vez más con el desencanto por las herencias de la dictadura. Una de las compañías que trajo a escena aquel disgusto con mayores luces fue Bufón Negro, formada por Alejandro Goic en la dirección y Benjamín Galemiri en la dramaturgia. En El coordinador (1993), por ejemplo, la compañía se valió de un humor agudísimo para abordar asuntos como el poder en sus microescalas y las relaciones humanas como espejos de un entramado social y económico en tensión. 

Lo propio hizo el director Rodrigo Achondo con el grupo Anderblú, creado en 1996. Una seguidilla de obras hiperrealistas y crudas, que mostraban un Chile sucio y parecían remarcar el blanco y negro de la desconfianza frente a un arcoíris que parecía desteñirse. Así ocurrió también con las obras de dramaturgos formados y activos en las décadas anteriores, como Marco Antonio de la Parra, Jorge Díaz, Egon Wolff, Luis Rivano o el mismo Radrigán, que tuvieron otros ecos en esta apertura tensionada por el cauce que iba tomando la democracia. 

A contracorriente del abúlico “no estoy ni ahí” de la transición, aquella frase acuñada por el tenista Marcelo Ríos que pareció la tónica de unos tiempos de triunfalismo acrítico e indiferencia, las propuestas de los colectivos mencionados –y de otros igualmente memorables, como Teatro Provisorio, La Patogallina, La Puerta, Equilibrio Precario, Teatro Circo Imaginario, El Cancerbero, La Loba, RKO-Fábrika de Sueños, La Trompeta, Merri Melodys, La Balanza, El Cancerbero, El Sombrero Verde, La Mancha, Mutabor o Teatro Aparte– marcaron una forma de estar ahí: en las calles, en el inconsciente, en galpones abandonados, en el juego de múltiples capas de lectura o en otros planos de una realidad que recién aprendíamos a leer.


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