María Luisa Bombal: el teatro de los muertos, Ediciones UDP, 2019.

POR Diego Zúñiga
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María Luisa Bombal, el teatro de los muertos

La biografía de María Luisa Bombal escrita por Diego Zúñiga recupera la intensa vida de una de las escritoras chilenas más importantes del siglo XX. Cosmopolita casi por accidente, la vida de Bombal transita zonas oscuras, periodos tormentosos y cercanías con tótems de la literatura como Neruda y Borges.

Cinco días antes de su muerte, en el Hospital Salvador, en Providencia, María Luisa Bombal soñó con unos caballos. Se lo contó al escritor Alfonso Calderón, quien la fue a visitar a aquella sala, en la que estaba sola y donde moriría. Le habló de los caballos, le dijo que estaban en el sur, que los cubría una niebla pero corrían, salvajes, libres, indemnes por una mañana brumosa.

Ya en sus novelas y cuentos aparecían, casi siempre, caballos en medio de la niebla, inesperados, silenciosos; ahora volvían a presentarse ante ella.

Calderón recuerda que años antes, en la casa de una amiga, en Valparaíso, había hablado con María Luisa sobre la muerte. Partieron comentando sus novelas y luego ella se detuvo en dos obsesiones: el pelo y las uñas. Le dijo que “las trenzas eran parte de un pelo que seguiría creciendo cuando la dueña de la cabellera careciera de memoria, de sueños, de vida. Después mencionó las uñas, esa materia dura, absurda, cuyo crecimiento resulta imposible detener”.

Pensó y escribió muchísimo sobre la muerte, y ahí está, entonces, pasado el mediodía de aquel 6 de mayo de 1980, en un ataúd, rodeada por sus familiares, amigos y colegas; escritores que se enteraron a última hora de que la enfermedad que tenía era mucho más grave de lo que imaginaron. Se encuentran en la pequeña parroquia Nuestra Señora de los Ángeles, en El Golf –ese exclusivo barrio santiaguino–, siguiendo la misa, mientras dentro del ataúd está ella, María Luisa Bombal, con un vestido color púrpura –que le regaló hace años su hija Brigitte–, convertida en la protagonista de su novela más importante, La amortajada.

Ahora que la saben muerta, allí están rodeándola todos.

Por cierto, Brigitte de Saint Phalle –que ya es, en ese momento, una brillante doctora en Matemáticas– no está en el velorio ni estará en el crematorio del Cementerio General cuando esos amigos y escritores se despidan de su madre con discursos pomposos que hablarán de una vida intensa y de un puñado de libros –dos novelas breves, un par de cuentos, no mucho más– que la convirtieron en un mito, en la gran novelista de la literatura chilena. Ella no escuchará aquellas alabanzas ni tampoco los alegatos que insisten, una y otra vez, en la injusticia cometida contra su madre por no haber obtenido el Premio Nacional de Literatura, que tanto esperó.

Brigitte no está porque desde muchos años que desapareció de la vida de su madre; años en los que se transformó en un fantasma, en una suma pequeña de postales y cartas que le enviaba de vez en cuando. Una presencia inasible, como un personaje de María Luisa, que está en ese ataúd, con un vestido púrpura, esperando que la cremen, mientras su hija no sabe, todavía, que ella está muerta: solo días después su tía Blanca –hermana de María Luisa– logrará darle la noticia.

¿Dónde crees que estoy?

El primer muerto de María Luisa Bombal fue su padre, Martín Bombal Videla, hombre que la adoraba por sobre todas las cosas del mundo. Ocurrió en octubre de 1919. Padecía una enfermedad al corazón, que tenía más o menos controlada, pero un enfisema pulmonar acabaría con él. Fue cosa de días. Martín Bombal tenía 41 años; María Luisa, solo nueve. Algo se quebró para siempre en su vida. No volvería a ver los ojos de su padre ni a recibir sus cariños ni sus palabras. Quedaría, sin embargo, el recuerdo del funeral, su madre imponente, vestida de negro –alta, rubia, fuerte– y una sensación de vacío que luego desarrollará en sus novelas y cuentos, y una pregunta que la acechará por siempre: ¿Qué hay después de la muerte?

No tendría forma de responderla en ese tiempo. La vida junto a su madre y a sus hermanas mellizas –Loreto y Blanca, un año menores que ella– continuó en Viña del Mar, donde nació María Luisa el 8 de junio de 1910, en una casa de dos pisos, la número 56 del Paseo Monterrey, un pasaje casi secreto, que hoy comienza justo al lado de una estación de servicio Shell ubicada en la Avenida Agua Santa, camino por donde los automóviles entran y salen de la ciudad hacia otros lugares, como Santiago, por ejemplo.

El lugar, por supuesto, como casi todo Viña del Mar, ha cambiado de manera salvaje en estos más de cien años, volviéndose un espacio irreconocible: la casa donde nació María Luisa, de hecho, hoy es un hotel pequeño, pero muy visitado, pues queda a solo cinco minutos caminando desde la estación de buses de la ciudad.

La vista, desde el pasaje, ahora es otra: lleno de edificios de más de diez pisos, el mar ya no se ve a lo lejos con tanta facilidad como lo podían ver las hermanas Bombal, que pasaron su infancia en ese pasaje, en ese lugar donde su madre, Blanca Anthes Precht, les leía cuentos de Hans Christian Andersen, luego de que llegaran del colegio – las Monjas Francesas de los Sagrados Corazones– donde estudiaban las tres.

–Mi madre nos leía los cuentos de Andersen y de Grimm, los traducía directamente del alemán. Nosotras nos sentábamos y ella nos leía de ediciones alemanas, así que crecimos leyendo todo lo nórdico, todo lo alemán, desde chiquititas… más que lo chileno, todo lo nórdico – recordaba María Luisa en “Testimonio autobiográfico”, un texto que surgió a partir de una serie de entrevistas que en 1979 –un año antes de su muerte– le realizaron el ensayista Martín Cerda (1930-1991) y la escritora y académica Lucía Guerra (1943), quien estuvo a cargo de compilar las Obras completas, libro donde se publicó esta suerte de breve autobiografía, tras siete horas de conversación. Es el relato donde María Luisa Bombal aborda de manera más directa lo que fue la historia de su vida, a pesar de que evita entrar en aquellos rincones oscuros de su intimidad, zonas frágiles con las que tuvo que aprender a convivir: amores fallidos, amores tristes, divorcios, la muerte, aquella noche en que intentó suicidarse, el silencio literario de todos esos años –después de publicar tres libros– en que la escritura se volvió un problema, el alcoholismo, la soledad, la distancia irremediable con su hija Brigitte y el recuerdo maldito de un amor infame, Eulogio Sánchez Errázuriz, el hombre al que le disparó en mitad del centro de Santiago, sin que nadie pudiera entender cómo esa muchacha delgada y pálida, de un metro y sesenta y dos centímetros de estatura, chasquilla recta y perfecta, pudo haber hecho eso.

Pero nada de aquello ha ocurrido todavía. El dolor, por ahora, es otro: el de sentirse sola por la muerte de su padre. Blanca Anthes actúa rápido, no quiere que la vida de sus hijas –ni la suya– se pierda en medio de la tristeza, no quiere sucumbir, por lo que decide cambiarse de casa y se instala donde Fedor Anthes, abuelo de María Luisa, quien vive desde hace unos años solo: su mujer se ha ido a Berlín y su único hijo varón, el tío Óscar, se suicidó hace un tiempo. Recibe a Blanca y a las niñas sin problemas, aunque será una estadía breve.

La vida de estas cuatro mujeres está en otra parte.

Allá lejos, cruzando el Atlántico.

Es 1923.

María Luisa Bombal: el teatro de los muertos, Ediciones UDP, 2019.