Nicanor Parra, rey y mendigo, Ediciones UDP, 2018.

POR Por Rafael Gumucio
Artículos

Nicanor Parra, rey y mendigo

En octubre de 2002 visité por primera vez a Nicanor Parra. Yo tenía 32 años. Él, 87. “Asmático a tiempo completo”, como le gustaba definirse, vivía por entonces en Las Cruces, frente al mar, a 112 kilómetros de Santiago. Un día de sol bajamos, la editora Isabel Buzeta, que manejaba, y el escritor Germán Marín, que daba las órdenes, por la Norte- Sur, viramos a la altura de la gran mole de vidrio que iba a ser el Centro de Justicia hasta la Carretera del Sol y sus peladeros infinitos, suburbios de suburbios, montículos de hojas ahumándose, plantaciones de maíz, viñedos y más viñedos hasta que empezaban los eucaliptos, las vulcanizaciones –como llaman a las reparadoras de neumáticos–, las panificadoras, los condominios abandonados y el mar.

Subimos por la cuesta junto al supermercado Malloco, por la calle Lincoln, que en su último tramo abandona el asfalto y se hace de tierra, hasta la casa de rejas de madera blanca y la puerta donde los mochileros aún no habían pintado con spray la palabra ANTIPOETA.

No sé si esa primera vez abrió el propio Parra, o si fue la Rosita Avendaño, su cuidadora y empleada doméstica de entonces. Solo sé que de pronto estaba frente a él: completamente despeinado, su piel tostada casi del mismo color que su chaleco marrón,  sus pantalones de pana, un ojo guiñándome, las cejas levantadas, entre desafiante y circense.

–Tú, por favor, nada de usted. Si no, no podemos hablar… –dijo.

–De niño un anciano francés me dio una bofetada en un parque por decirle tú en vez de usted –le expliqué.

No se inmutó. El usted y el tú no tenían en el universo de Parra nada que ver con la edad, sino con el trato del patrón al empleado. En el campo chileno, el patrón trata de usted al inquilino, tenga este la edad que tenga. Tampoco soportaba el “don Nicanor”. Lo más lejos a lo que llegó el poeta Adán Méndez, sesenta años más joven que Nicanor pero uno de sus amigos más cercanos en los últimos tiempos, fue a decirle Don Nica, hasta que el “tú” se instauró naturalmente.  Le importaba dejar en claro desde el primer minuto esa horizontalidad  sin la que nada entre nosotros, a quienes nos separaban entre otras cosas cinco décadas, era posible.

Isabel Buzeta fumaba en la terraza, mirando a prudente distancia el espectáculo. Había en el salón esa mañana una mezcla rara de tensión y naturalidad. Como si fuese un escenario sin butacas ni más espectadores que nosotros mismos. El frío, las rocas, el mar, la bahía abierta hacia Cartagena, todo eso entraba por el ventanal. Parra parecía entregarse entero, pero había siempre una vigilancia. La casa era de muros blancos, con chimeneas falsas, botellas de vino vacías de las que salían ramas de arbustos sin hojas ni flores. Vigas de madera, vidrios sucios, un sillón cubierto con una sábana, diarios viejos, fotos de archivo, carpetas escolares, papeles sueltos. No había nada que fuera cómodo, ni el menor cuidado por los detalles.

Quizá la fragilidad del piso y de la casa se me hizo más evidente por la presencia del novelista Germán Marín, que parecía un elefante en una cristalería. Completamente ajeno al humor y la liviandad del due- ño de casa, refunfuñaba en su rincón algunas de sus frases interminables. Parecía tan raro que hubiese sido Marín el que me ofreciera finalmente, después de muchos mensajes del propio Parra, presentármelo. Hasta que de pronto Parra empezó a hablar de Marín sin nombrarlo, como si no estuviera ahí, para dejar en claro sus méritos, la razón por la que lo dejaba entrar sin preguntarle nada. A los 18 años,  cuando Parra cumplía 45, Marín, recién salido de la Escuela Militar, decía frases que sonaban como juicios perentorios. Se conocieron entonces, por intermedio del también adolescente Enrique Lihn que miraba con sorna la escena. Parra, impaciente, quiso darle una lección al imberbe: “La juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo”, le dijo. “Pero la vejez no, viejo concha tu madre”, le respondió Marín.

–Gol de media cancha, nooooo.

Las manos sobre la cabeza, cincuenta años después, Nicanor Parra seguía celebrando esa respuesta.

–Ahí nos ganó a todos. No, no, nooooo, se las mandó ahí el joven aquí presente.

Una frase bastaba para que Parra justificara tu entrada en su reino. Como otros coleccionan pedazos de asteroides o conchas marinas, él coleccionaba respuestas, insolencias.

–Noooo, chuta ese poema tuyo –se dio de pronto vuelta hacia mí–, noooo, ese poema que escribiste, te las mandaste con ese poema, compadre.

–¿Qué poema? –le pregunté.

–¿Cómo que qué poema? La carta a monseñor Medina. ¿No escribiste tú la carta a monseñor Medina?

–No es un poema, es una columna de opinión –cometí la imprudencia de interrumpir mi sonrojo para corregirlo.

–Así son los poemas ahora. Chile, país de columnistas, dicen por ahí. Opinólogos, les dicen ahora también. Todos somos opinólogos. La poesía en verso, antigualla del siglo XX. Como el teléfono fijo.

Supe en ese instante que no le importaban mis libros ni mi prosa, que yo pensaba ingenuamente me habían llevado hasta aquí. Le gustaba una columna de entre las miles que había escrito, y era ésa y nada más. “Con eso basta y sobra”.

En la columna le recordaba al más conservador de los cardenales chilenos que yo era, como él, hijo de padres divorciados, que eso me hacía entender su desconcierto, su orfandad, su soledad misma, pero que comprender me hacía despreciar su gesto de negarle la comunión a mi madre separada, de perseguir el sexo para borrar el error que lo había hecho nacer. A Parra no le importaba ni siquiera mi indignación, o la de monseñor Medina, le interesaba el gesto de comprender que para matar a monseñor Medina o a Allende, a Pinochet o a Fidel Castro mejor hay que acercarse o perdonarlo primero.

–Yo ese poema lo he repetido muchas veces, a mucha gente. Claro que parece que puse algunas cosas de mi cosecha entremedio.

Y sonrió coqueto, como para hacerse perdonar la apropiación. Después se puso a recitar, o a inventar ahí mismo, una versión de mi poema, o sea de mi columna, que cometí la estupidez de no anotar ni mentalmente, ocupado por entero en seguir la mímica perfectamente exagerada de sus gestos, mientras llamaba “compadre” al cardenal.

–¿Cómo era, cómo era?… –y sus brazos nunca en calma empezaron a hacer la mímica del supuesto poema–. Ven para acá, ven para acá, somos hermanos, ven para acá… Y ahí justo la estaca. No, compadre, no, eso no se hace… Parece que hay hambre –decretó, después de completar la actuación, y aseguró que conocía un lugar, El Kaleuche con K, entre El Tabo e Isla Negra, un restaurante.

Nos subimos al auto de la Isabel. En el camino, no me acuerdo a propósito de qué, dije la palabra “culear”, intentando impresionarlo con mi chilenidad.

–¿Tú puedes usar esa palabra? –se llevó las manos a la cabeza, levantando  las cejas al mismo tiempo. ¿Tú puedes? Chuta la payasada. Yo hasta ahora solo llegaba hasta la palabra planchar. Por dios, por dios, culeaaaar.

Aprovechó la digresión para contar cómo, a su edad, se podía llegar a algo parecido al acceso carnal gracias a los artefactos.

–Me salvaron los artefactos.

Como casi todo lo que decía, era también una referencia a su propia obra, que había partido de los versos y pasado, en 1972, a las tarjetas ilustradas que llamó Artefactos. Pero el artefacto al que se refería ahora estaba en un altar junto a su cama y era un vibrador de tamaño familiar que usaba con las Muñoces, dos hermanas que venían a visitarlo cada cierto tiempo, contaba, tapándose la cara de sobreactuada vergüenza.

–Así con la palabra culear. Se puede usar, parece. Hay permiso, parece. Eso cambia todo.

Pasaban los gigantescos eucaliptus negros, los muros perimetrales de los condominios de los balnearios, los galpones desvencijados de las gasolineras abandonadas, hasta llegar al roquerío de El Tabo en que se había instalado El Kaleuche, un restaurante con aspiraciones contemporáneas, ventanales sobre el mar, mascarones de proa y cuadros expresionistas abstractos.

–¿Qué les parece la vistita que se gastan aquí?

Mostró con orgullo de propietario las olas panorámicas, mientras buscaba una mesa al medio del salón vacío. Peinado, dueño del lugar, perfectamente erguido, delgado pero fibroso, como el señorito de campo que también era.

–Aquí –decidió, y los tres nos sentamos donde dijo.

Un mozo vino a atendernos. Parra pidió “lo mismo de siempre” para que el menú no lo distrajera ni un segundo de sus especulacio- nes concéntricas.

–¿Se ubican con Diego Portales?  ¿Y Hamlet, y su hermano Roberto, y a Marcial Cortés-Monroy lo ubican, y Roberto Bolaño, y el Pato Fernández, el Clinic? Parece que con el Clinic se acabó la huevada, parece que no se puede ir más allá del Clinic, qué tremendo.

Germán Marín, cansado de verse excluido de la conversación, lanzó al ruedo alguna insolencia sobre Enrique Lihn, que había sido su amigo y lo más parecido que había tenido Parra a un discípulo. Algo de la Adriana Valdés, exnovia de Lihn y actual crítica cultural. Algún pelambre, una sugerencia, un chiste interno que Nicanor trató de no escuchar, concentrado en perfecto silencio en filetear su pescado.

“Este viejo odia el pasado”, concluí. No odiaba el pasado, supe des- pués, que lo vivía como presente continuo:  Diego Portales como el Clinic, el Clinic como el Quebrantahuesos (el diario mural hecho de re- cortes con que escandalizó a Santiago en 1952), Pato Fernández como Vicente Huidobro, la Universidad Diego Portales como la Universi- dad de Chile de los años cuarenta.

–Pablito, no hay día en que no piense al menos una vez en Pablito me dijo cuando salimos del restaurant a la pequeña playa que servía de estacionamiento del Kaleuche.

Sentado en una de las rocas de la playa se puso a recitar un poema de Crepusculario: “La mariposa  volotea / con el sol / y arde a veces”.

–Se las mandó Pablito. Hay gente que dice que no hizo nada bueno después de eso. Noooo. Yo no me atrevo a ir tan lejos, pero hay gente…

Marín, a lo lejos, iba con las manos en los bolsillos, como un niño al que sus padres han obligado a ir a la playa.

Bajó el sol, la brisa se hizo helada y volvimos a Las Cruces.

–Pero es tarde, Nicanor. Tenemos que volver a Santiago, Nicanor – dijo Isabel Buzeta cuando él ofreció un té en su casa.

No pareció escucharnos. Se hundió con una agilidad adolescente en la vivienda, llamándonos con la mano para que lo siguiéramos.

–Rositaaa, Rositaaa.

Germán Marín disimulaba ya muy poco su incomodidad y refunfu- ñaba, mirando sus zapatos, en el umbral de la puerta.

“Nicanor, Nicanor, nos vamos, Nicanor”, decíamos a coro mientras lo seguíamos por el pasillo: una araña de plástico entre el Mein Kampf, El Capital y Así habló Zaratustra, una silla rota con una bacinica encima, una colección de máquinas de escribir, diarios viejos anotados, una pequeña foto de sus hijos menores, la Colombina y Juan de Dios, de adolescentes, casi niños, sus pelos rubios brillando en el último sol de la tarde, una foto de Violeta sirviéndole vino navegado a un señor en poncho y sombrero que parecía el padre o el abuelo de Parra, quien a su vez nos instalaba de vuelta en su living, instándonos a sentarnos mientras subía el volumen de las cuecas en el minicomponente a medio armar o desarmar.

–Siéntense. Rosita, un té –nos invitó, aunque se mantuvo de pie. Isabel Buzeta insistió en que teníamos que volver a Santiago.

–Vamos a volver luego, no se preocupe, vamos a volver.

Yo, tembloroso,  le entregué un ejemplar de mi libro Memorias prematuras. Parra, inmutable,  seguía ofreciendo las sillas, el sillón, saltando de un tema al otro, como una pantera salta sobre un antílope, para que no nos fuéramos. Hasta que de pronto algo parecido al orgullo, o al pudor, lo hizo rendirse a la evidencia:

–Si tienen que irse, váyanse, no los retengo más.

Y con ensayada caballerosidad nos llevó hasta la puerta del antejardín.

–El saludo cubano –exigió, e hizo algo parecido a un abrazo que terminaba con guiño de ojo–. Vuelvan cuando quieran. A su casa no más llegan.

Volvimos a despedirnos mientras nos subíamos al auto. Él se quedó parado en la entrada de su casa, diciendo adiós con la mano. No se movió de ahí hasta que doblamos por la calle Washington.

Viaje de ida y vuelta, extracto del libro Nicanor Parra, rey y mendigo, Rafael Gumucio, Colección Vidas Ajenas, Ediciones UDP, 2018.