Pedro Lemebel: el mito surgido en los 90

En los años 90, Pedro Lemebel publicó tres libros de crónicas que lo consagraron como una voz under y antiestablishment del panorama literario local. Trastocó los códigos de las letras chilenas, representó la diferencia homosexual de manera desafiante, haciendo de loca con orgullo, y logró atraer a lectores de todas las procedencias, fundando las bases de su futura condición de mito popular de la disidencia cultural y la rebeldía política.

Por Óscar Contardo

En rigor, Pedro Lemebel nació en los 90. Durante esa década marcó territorio, levantó un discurso y creó su propio mito: el de un ícono de rebeldía sexual, política y de clase que trascendería a su muerte. Hasta 1990, el año en que empezó a hacerse llamar con el apellido Lemebel, era Pedro Mardones, el hijo afeminado de un panadero de la Penitenciaría y una dueña de casa de San Miguel que se había hecho un espacio entre los narradores y poetas que frecuentaban la Sociedad de Escritores de Chile (SECH).

Mucho antes fue el niño solitario del final del pasillo del tercer piso del block de la población de molineros y panificadores, un muchachito delgado de pelo lacio al que los vecinos llamaban indistintamente Pepo o “el maricón Pedro”; también fue la loca adolescente debutante que comenzó a patinar por la Alameda a fines de los 60, en la búsqueda ansiosa de pares, hasta dar con los maricas que se reunían en la plaza de la UNCTAD. Junto a ellos se colaba en el bar del teatro El Túnel y se confundía con los hippies de la Casa en la Luna Azul, un bar y lugar de exposiciones. Luego vino el Golpe, la cerrazón, el toque de queda y los años en que fue el resignado estudiante de pedagogía básica del campus de La Reina de la Universidad de Chile.

Bajo la identidad de Pedro Mardones hizo clases en un liceo de Puente Alto y una escuela de Maipú, y con ese nombre lo conocieron Pía Barros y Carmen Berenguer, las escritoras que lo acompañaron en los primeros talleres literarios en los que participó en la primera mitad de los 80.

Quiso ser poeta, pero desistió rápidamente. Quiso ser cuentista, y perseveró: ganó un concurso, publicó un libro, pero no logró la recepción que anhelaba.

La mayoría de sus pares varones lo criticaron mal, lo ningunearon, lo excluyeron de la principal antología de su generación. Era muy tremendista, decían. Y encima maricueca, agregaban.

Las puertas se le cerraron, pero Mardones siempre se las arreglaba para meterse por la ventana, como la gata del cuento de su libro Incontables. Tenía algo de felino y una porfía ancestral. Si no podía ser el escritor que pretendía llegar a ser a través del cuento, habría otra manera de lograrlo. Buscando un género propio, orientado por sus amigas feministas, fue tomando algo de Sarduy, otro tanto de Perlongher y Puig, y unos trazos de Derrida hasta componer en 1986 su manifiesto “Hablo por mi diferencia”, un texto para ser leído en voz alta, una especie de plegaria que declamó en todos los antros under del momento.

El murmullo cundió. Por primera vez un hombre homosexual reclamaba públicamente su lugar en una izquierda homofóbica. Era un anuncio de lo que se venía.

El segundo movimiento fue formar con Francisco Casas la dupla Las Yeguas del Apocalipsis, dos locas vestidas de vodevil que despidieron la década en una acción de arte que titularon Estrellada en San Camilo, que tuvo lugar la noche del 25 de noviembre de 1989. La performance emulaba una alfombra roja de Hollywood en la tradicional calle de las travestis y el comercio sexual callejero del centro de Santiago. La amistad con las travestis de San Camilo se extendió más allá de Estrellada y de aquella noche: fue la cantera para el video Casa particular de Carmen Camiruaga que retrata una Última cena en el prostíbulo travesti de San Camilo de la que participan las dos Yeguas del Apocalipsis. En ese video, estrenado en 1990, Lemebel aun aparece acreditado con el apellido Mardones. La democracia se asomaba. Era el fin de una época.

Debió ser un día de otoño de 1990, seguramente después de que Pinochet dejara el poder, cuando en las cercanías de Plaza Italia el periodista Jaime Gré vio a Pedro Mardones. Lo conocía a la distancia, conocía a las Yeguas, o más bien sabía quiénes eran y en qué circuitos se movían. Gré se le acercó, se presentó y le contó que era el subdirector de la revista Página abierta, un proyecto editorial de militantes del MIR que pretendía recoger las nuevas demandas sociales y la escena cultural del momento. Le propuso escribir en la revista de manera estable, le dio un teléfono y la dirección para formalizar el trato con Libio Pérez, el director de Página abierta. Así lo hicieron: era la primera vez que Lemebel cobraría por escribir, y según él mismo repetía, el principal impulso para arrancar una carrera literaria. Decidió entonces firmar con el apellido materno, algo que ya le había anunciado al artista Juan Domingo Dávila en una carta, en donde le explicaba que era una manera de rendirle honores a su madre y a su abuela, ambas hijas ilegítimas.

La primera colaboración con Página Abierta apareció en el número 21 de la revista, correspondiente a la segunda quincena de agosto de 1990. “Manifiesto: Hablo por mi diferencia” fue el texto elegido para el debut. Una nota a pie de página presentaba al autor como artista visual y una de las dos Yeguas del Apocalipsis. Con el paso de los números y el efecto del boca a boca su nombre cobró notoriedad entre los lectores y aquella nota explicativa desapareció. En adelante sus crónicas serían anunciadas en la tapa.

Los textos que publicaba en Página Abierta tenían el lenguaje que ya había hecho propio y que caracterizaría su escritura: giros barrocos combinados con jerga callejera y juegos de palabras. En algunos contaba historias de la ciudad o de sus personajes; en otros, hacía reflexiones más orientadas a la crítica social.

También reutilizó material escrito originalmente con otro propósito, como el caso de un discurso que leyó durante un encuentro académico con el filósofo francés Félix Guattari que visitó Santiago en mayo de 1991: “Porque la revolución sexual hoy reenmarcada al estatus conservador fue eyaculación precoz en estos callejones del Tercer Mundo y la paranoia sidática echó por tierra los avances de la emancipación homosexual”, dice uno de los párrafos. Hubo artículos que clasificarían como ensayos, otros como provocaciones y hasta un cuento de ficción, pero la mayoría eran crónicas de personajes anónimos que combinaban marginalidad con humor, como “Locas del verano”, donde describe a un grupo de jóvenes pobres que, tal como él lo hacía desde niño, iban de vacaciones a Cartagena: “Una caldera urbana revienta los índices del mercurio, derramándose hacia Estación Central y terminales de buses, la erótica de las vacaciones. Enjambre de jóvenes en shorts fosforescentes descuelgan su estética taiwanesa, arrumbando mochilas, frazadas y pitos movidos a última hora”.

Las Yeguas seguían existiendo en paralelo a sus labores de columnista, y aunque las acciones de arte se fueron distanciando cada vez más, estas habían dejado una marca perdurable que desafiaba la intención efímera de su trabajo. En julio de 1990 la galería Bucci invitó a la dupla a recrear la foto de Las dos Fridas que les tomó Pedro Marinello en un cuadro vivo en la vitrina de la sala en el paseo Huérfanos. Allí estuvieron durante largo tiempo posando tras una cortina plástica transparente. Nadie consideró necesario anotar la fecha exacta de aquella performance que situaba su trabajo en un espacio nuevo para ellos, acostumbrados a montar irrupciones de arte en situaciones muy alejadas de las institucionalidad artística.

Pasó poco tiempo para que la prensa considerara a la dupla como un ejemplo del arte surgido en el underground que trascendería. El 15 de marzo de 1991, en La Tercera, aparecen en el recuadro de una nota sobre arte contemporáneo. “Las Yeguas: dúo que sacude los cimientos” es el título, y debajo se lee: “Este dúo, formado por Francisco Casas y Pedro Lemebel –su nuevo apellido en democracia– ha desconcertado y sacudido violentamente todos los cimientos de la cultura tradicional”. En 1992 la foto de Las dos Fridas sería incluida en la muestra “La mirada oculta”, del Museo de Arte Contemporáneo, en 1993 conmemoraron el Informe Rettig con una performance en el edificio de la entonces Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile que había sido cuartel general de la DINA, y en 1997 acudieron como invitados a la VI Bienal de arte de La Habana, en donde hicieron la última performance juntos.

La revista Página Abierta tuvo una corta vida. Cerró a fines de 1993, pero el espacio que le dio a Pedro Lemebel fue fundamental para que iniciara una segunda vida como escritor. El trabajo periódico lo obligaba a escribir, a ejercitar el músculo y producir, acumulando textos que podían llegar a formar un libro. Poco antes de que Página abierta cerrara intentó publicar el proyecto Ojo gótico: Ciudad Paranoia, pero la idea quedó en suspenso. Finalmente Ciudad Paranoia se convirtió en La esquina es mi corazón, con el subtítulo de “crónicas urbanas”. Esa nueva versión fue leída por la crítica cultural Nelly Richard en 1994, quien se encargó de buscarle editorial. Richard, que había sido clave en la difusión de la obra de las Yeguas del Apocalipsis en círculos académicos de Latinoamérica y Estados Unidos, le llevó el manuscrito de La esquina es mi corazón a Marisol Vera, editora de Cuarto Propio. Vera lo leyó y aceptó publicarlo aunque estaba consciente de que era un libro difícil de hacer circular y difundir en un medio pacato y conservador como el chileno.

La esquina es mi corazón finalmente fue publicado por Cuarto Propio en 1995 y presentado el 29 de mayo en el Museo de Arte Contemporáneo por Soledad Bianchi, Carmen Berenguer y el ensayista Martín Hopenhayn.

La celebración posterior fue intensa, acabó en una borrachera que tumbó a Lemebel hasta las cinco de la tarde del día siguiente, como él mismo se lo contó a la periodista del diario La Época a la que dejó plantada para la primera entrevista de la promoción.

En la nota, publicada en La Época el 2 de junio de 1995, se revela modesto acerca de las posibilidades de La esquina es mi corazón: “El libro va a tener un circuito y yo no voy a entrar a la academia literaria chilena. Con taco alto no entraría. Pero creo que puedo generar, junto a otros libros, otras producciones, alternativas al mercado literario que nos han impuesto”. Con esa frase hacía alusión indirecta a la llamada Nueva Narrativa que había surgido impulsada por editorial Planeta con autores como Gonzalo Contreras, Carlos Franz y Arturo Fontaine. Compuesta casi exclusivamente por varones, había logrado éxito comercial y gran visibilidad en los medios de comunicación.

Aquella primera edición de La esquina es mi corazón tuvo una repercusión modesta en la prensa local. Fue ignorada por la crítica de El Mercurio, pero fue elogiada por Mariano Aguirre en La Nación y por Fernando Blanco en la Revista de crítica cultural, dirigida por Nelly Richard.

Marisol Vera intentó distribuir La esquina es mi corazón fuera de Chile. Quiso vender los derechos a un editor en la Argentina, pero la respuesta fue brutal: “¿Por qué me mandás esta porquería?”. En la Feria de Editores de Frankfurt se lo pasó a Carina Pons, de la agencia Carmen Balcells, pero nunca tuvo respuesta. Todo indica que Lemebel quedó disconforme con la gestión de su primer libro. Sin avisarle a Vera tomó contacto con LOM, en donde publicaría Loco afán: crónicas de sidario en 1996.

Cuando Loco afán salió a la venta, Lemebel había comenzado a trabajar en radio Tierra, conduciendo el programa Cancionero, en donde ensayó un híbrido entre la literatura y el radioteatro. Ejercitó de manera muy concreta la oralidad que tanto le gustaba, escribiendo crónicas pensadas para ser leídas en voz alta.

Aunque en la práctica podría haber sido considerado un programa de literatura, el formato y las historias relatadas lo transformaban en un espacio de entretención para un público amplio, popular incluso, personas que habitualmente no irían a comprar a una librería. Los relatos escritos para Cancionero serían el material de su tercer libro de crónicas, De perlas y cicatrices, publicado en 1998, es decir en las postrimerías de la década. En este tercer libro de crónicas Lemebel deja constancia de lo que había significado la transición democrática hasta ese momento: un consenso pactado a contramano de la justicia.

Las crónicas incluidas en De perlas y cicatrices recuerdan el paisaje de celebridades y programas de televisión que acostumbraba a ver el autor con su madre durante las tardes muertas de la dictadura. Las viñetas sobre la cultura popular de los 80 le sirven como evidencia de lo poco que habían cambiado las cosas con el fin del régimen: quienes más se habían beneficiado con la dictadura, gozaban de total impunidad. Lemebel quiso dejar constancia de la forma en que la sombra de Pinochet se extendía sobre la política de los consensos.

La crítica Patricia Espinosa reseñó De perlas y cicatrices en el segundo número de la revista Rocinante, de diciembre de 1998. Bajo el título “Un mapa de la denuncia”, escribió: “Las crónicas de Pedro Lemebel instauran un nuevo canon de lectura. Los signos ya no pueden ser leídos desde la sanción de la ley o de la norma. Lemebel interviene con la imagen grotesca, con la risa sin fin, la ridiculización y el manoseo de fetiches”.

Pese a los tres libros de crónicas publicados y a la popularidad de su programa de radio, Lemebel no era considerado una figura literaria, si no periférica, de un rango menor al que gozaban los novelista de la llamada Nueva Narrativa.

Él mismo estaba consciente de que sus libros jamás estarían en los mesones de novedades de las grandes librerías, ni serían difundidos por los principales medios. Eso cambió cuando en noviembre de 1998 Roberto Bolaño visitó Santiago como parte del jurado del concurso de cuentos de revista Paula.

María Elena Ansieta, amiga de Lemebel y relacionadora pública de Editorial Planeta, consiguió que Bolaño lo conociera. Los reunió en un restorán de Lastarria. El autor de La pista de hielo congenió con el cronista, luego alabó en distintas entrevistas su trabajo y le llevó sus libros a Jorge Herralde, editor de Anagrama. Herralde se entusiasmó y viajó a Chile al año siguiente para firmar contrato con el cronista.

El prestigio que se había ganado Anagrama era tal entre los autores latinoamericanos, que ser elegido por Herralde era una consagración con la que todos los escritores jóvenes soñaban. En su libro de memorias El optimismo de la voluntad, Herralde describe el encuentro que tuvo en Santiago con el autor de Loco Afán, el libro que se había decidido a publicar en la colección Contraseñas: “Lemebel apareció con un maquillaje discreto, y un tanto envarado, un tanto tenso. Pero empezamos a tomar whisky sours en el bar y se rompió el hielo muy pronto (…) Parecía muy divertido ante el revuelo armado en la prensa chilena por haber sido precisamente él, Pedro Lemebel, beat y offbeat, golpeado y excéntrico, un paria de extramuros del establishment, el nuevo escritor fichado por Anagrama después de Roberto Bolaño, que aunque muy diferente era otro outsider”.

Los 90 terminaban con la figura de Pedro Lemebel encaminada a transformarse en un ícono cultural y político de rango nacional, los años de la loca under barriobajera quedaban atrás y se asomaba una nueva década, la era de la loca superestrella.


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