¿Puede el hielo no derretirse?

(apuntes arbitrarios de La punta del iceberg, una posible ficción en estado de work-in-progress).

“Seville isn’t that much to shout about
But when she was out traffic stood still”

Julie Andrews
“The Shady Dame from Seville”
Victor/Victoria

Por Alberto Fuguet

En 1992, con motivo de los 500 años del “descubrimiento de América”, España celebró en Sevilla una Exposición Universal, en la cual Chile deslumbró con un pabellón que contenía un iceberg procedente de la Antártica. El mundo era un mercado, y Chile un producto que vender en el Primer Mundo, apelando al imaginario de un país eficiente y confiable, que se distinguía del resto de América de Chile por su modernidad. El pabellón desató polémicas en Chile. Fue celebrado y denostado. ¿Era la expresión de la realidad o una forma de blanquearla bajo una capa de hielo capaz de enfriar los conflictos postdictadura que cruzaban la sociedad?

Años más tarde, frente a la pantalla del computador, conectado al Zoom, Omar Jalal recordaba aquella tarde hirviente y remota de finales del siglo pasado, en que su madre lo llevó de la mano a conocer el mítico iceberg austral. Estaba alojado en lo que le pareció el vientre de una ballena varada. El hielo, que humeaba y cambiaba de color, estaba dentro de ese bello pabellón sinuoso: “Joder, tío, debiste estar ahí: ¡molaba! Era como entrar al futuro con aire acondicionado. Era superior a Euro Disney, antro al que nunca he ido, pero tenía eso: era épico, algo para el crío en uno y como yo era un chaval me taladró la imaginación. Era un chico pobre, de ocho años, con pinta de árabe, y entrar a la Expo era como ingresar al mundo. Y el pabellón que decía que Chile era el sitio al que necesitabas entrar, daba lo mismo lo larga de la fila. No tenía ni la más remota idea dónde quedaba Chile, para qué te voy a mentir. Algo sabía por Zamorano, que  jugaba en el Sevilla. Conocía de México, de Brasil, de Argentina. España estaba plagada de argentinos vociferantes. Me acuerdo que entrabas sudado por el calor inmisericorde del verano andaluz, macho, e ingresabas al frío de este edificio curioso y bello que decía Chile y te daban escalofríos. Qué recuerdos: era como deslizarse dentro de Xanadú. El edificio era bellísimo, destacaba, daba lo mismo las filas, insisto, daban ganas de entrar a jugar, a explorar. Destacaba y era inolvidable. El pabellón era una serie de curvas enfundado en la madera de los pinos australes de ese país tan remoto y exótico, lejano, de allá del fin del mundo. Debiste ver los ojos de mi madre. Para ella el sur era La Rábida, el Peñón, Melilla, a lo más los Atlas donde Marruecos se transforma en el Sahara y en África. En el pabellón una serie de chavales altos, bellos, como modelos o integrantes de una banda de rock futurista contaron de una isla que arde con fuego en medio del hielo y el viento que lo barre todo, de los indios que estaban ahí desnudos y tatuados y pintados de blanco antes de que los españoles llegaran a matarlos. Los sitios desde donde venían no intentaban ser remedos de nuestras ciudades ni se llamaban Granada o Valencia o Córdoba o Guadalajara, sino que Porvenir y Última Esperanza. Un tío guapillo, de hombreras y shorts de lino, que hablaba como un canario de Tenerife, nos regaló un libro y una caja con la foto de un pan llamado marraqueta que aún conservo en la casa de mi madre, que ya está muy mayor y que vive en Huelva. Los tiene en una caja de zapatos Yumas. Todos esos recuerdos de esa Expo 92, incluso esa mascota con la bandera del arcoíris y un libro de colorear y una foto de los dos abordando el monorriel de la isla de La Cartuja y otra, por cierto, frente al iceberg del pabellón de Chile que lo trajeron de tan lejos y que nos maravilló a los dos”.

Omar por esa época estaba en la edad de la curiosidad. Quería saberlo todo. La Expo era como ingresar en una enciclopedia en tres dimensiones. Es hijo de un soldado español de la mili apostado en Ceuta. Su madre era mora, del Magreb, y no le hablaba mucho de su pasado. Una vez, mientras le preparaba un salmorejo, le confesó que, cuando ya habían cruzado el estrecho y se afianzaron en Algeciras, que Omar era “mitad gitano, muy castizo; y que por eso tenía esos bucles negros”. También le dijo: “si un día nos ganamos la lotería, pues vamos a Chile a ver los hielos y a tomar vino pues debe de ser un sitio formidable, como un oasis, como una tierra de esperanzas, donde la guerra civil que tuvieron había quedado en el pasado, tal como pasó acá en España, niño”.

Omar ahora vive en Málaga y nunca ha cruzado “el charco”, pero siempre recuerda aquella tarde remota en que su madre le llevó a conocer el hielo austral de Chile. Sevilla era entonces una ciudad que miraba más hacia el pasado y la isla y esa parte del río eran los extramuros donde “solo deambulaban por ahí unos navajeros sacados de las cintas de Eloy de la Iglesia”. A La Cartuja se cruzaba en bote, me explica, y nadie sabía lo que ocurría ahí al otro lado del Guadalquivir cuyas aguas diáfanas se precipitaban por un lecho de aguas pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. Las cosas que se exhibían en la Expo 92 eran tan nuevas, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo, excepto, claro, el iceberg que vino de tan lejos, de los mares australes de Chile y que, como en un acto de magia, se negaba a derretirse.

Entonces le pregunto a Omar si cree que lo del iceberg fue una operación de blanqueado de la dictadura o de la nueva democracia que quería olvidar y no estar asociado a un país que se derrumbó y donde se cometieron excesos inconcebibles. “Qué va”, me dice sonriendo. “La Expo y las Olimpiadas de Barcelona y toda la fiesta de los 500 años del ‘Descubrimiento de América’ fue el verdadero show. España lanzó la casa por la ventana, se endeudó, quiso demostrar que era un país de Europa, que sabía de diseño y tal y hasta tuvo la ocurrencia de insistir que celebraba el ‘Encuentro de Dos Mundos’. El pabellón de Chile logró lo que, creo, quisieron: destacar. Algo muy chileno: algo muy jugado. Pues ni Portugal ni Alemania optaron por algo tan guay, macho. Es que no te podías olvidar ni menos pasar. Para mí, Clemente, en mi recuerdo, Chile era el país donde el realismo mágico podía existir. Un país curioso, eficaz, moderno, que trenzaba su pasado con el futuro y que era ecológico. No intentaron para nada querer ser un país nórdico, sino algo más curioso: un país hispano, sí, pero austral, diferente, que no tenía miedo a soñar o hacer las cosas bien. Mira, han pasado tantos años y ese gesto poético, macho, esa locura, ese deseo de reinventarse y no solo apostar por el pasado, también mirar sin miedo al futuro tenía algo de épico. Ingresar al pabellón era como viajar a un futuro posible. Ahora que me haces reflexionar de todo esto, treinta años después, te admito que lo arriesgado de la propuesta es que tenía algo de ficción: miraba hacia adelante. El iceberg era el gancho, pero una vez adentro, uno quedaba sorprendido de toda la diversidad. Chile no presentaba su pasado tormentoso, ¿y qué? ¿Estados Unidos llevó barcos con esclavos? ¿España resucitó la Inquisición o lo más denigrante de la Conquista? Como todos los países serios, aprovechó la oportunidad. Se estaba exhibiendo. Mostraba su presente. Nos embarcamos en cómo querían ser y, claro, cómo querían que los vieran. Yo como diseñador entiendo eso. Y como un tío de origen árabe sé que no hay nada más desgastante y humillante que darles a los otros exactamente lo que ellos desean ver. Impresionaba que en Chile se tenían esa fe a pesar de todo lo que habían vivido. ¿Eso allá no lo celebraron? Que no tenían miedo a ser distintos al resto o incluso como eran. Uno cuando va a una gala se quiere lucir. Si no, mejor no ir, ¿no crees? Ustedes querían destacarse y lo lograron. Eso, claro, complica a muchos, me imagino, pero eso mismo fue lo que nos impactó a todos los que creíamos que Chile era solo una dictadura remota. Partiendo por mi madre que siempre recuerda el día que me llevó a conocer el hielo en medio del calor seco de agosto. Ese es un recuerdo que nunca olvidaremos y eso es lo importante: generar recuerdos, emociones. La Expo no es el Consejo General de Naciones Unidas sino una vitrina. Y ustedes tuvieron la mejor de todas, macho”.

El año 90, cuando aún estaba viviendo en Inglaterra, pero vigilando lo más atento posible la nueva democracia, intentaba aportar a la reapertura democrática de Chile escribiendo notas y despachando crónicas desde Europa para diversos medios. En esa época, pensaba que podía contribuir a abrir los ojos y airear el ambiente con lo que “ocurría afuera”. No existían, aún, las redes sociales, pero sí las redes. El pop era mi ideología y creí firmemente en una “hermandad cósmica”, algo así como la internacional de la cultura joven o indie.

Ahora hasta los más cerrados conceden que lo personal es político, pero por esa época, mientras mis compatriotas esperaban ansiosos la llegada del destape a la madrileña y de la “crisis moral” –que advertía la Iglesia–, me parecía que, en medio del torbellino neoliberal que estalló como un huracán a fines de los setenta, que algo se podía aprovechar: el contrabando de ideas. La Concertación, recién a cargo del gobierno, creía en el modelo y como todo modelo, aparecieron trizaduras que había que aprovechar. Casi todos creían que las fronteras abiertas, las mentales, entonces era posible ingresar ideas o modos o culturas que no lo hubiesen podido hacer de otra forma. El pop era político y capaz de cambiar mentes y corazones y asentarse de manera profunda en las vulnerables y ansiosas de las nuevas generaciones.

Había huido de Santiago a fines del nefasto año 86 y me negué a titularme de Periodista. Instado por mi padre que me dijo que un cartón firmado por el rector designado Federici no tenía valor alguno. Los contactos que dejé me valoraron como una suerte de corresponsal pop desde el futuro europeo. Usaba el fax como un aliado. A veces ni siquiera tipeaba, escribía mis crónicas con letra de imprenta. A fines de los ochenta, me invitaron a reemplazar a Carlos Fonseca en Mundo Diners. Era fan, me comentaron, de Rímel & Gel, el fanzine que hice con mi doppelganger Tomás Mena durante los últimos años que estuve acá rodeado del maoísmo intransigente y antipop a ultranza de la conservadora Escuela de Periodismo de la Chile que soñaba con una Nicaragua sandinista para todos. Los odiaba, pero también estaba atento a cómo miraban el mundo. A veces incluso tendía a pensar en algunas cosas como ellos a pesar de nunca haberlos vuelto a ver, ni menos leer, luego que dejé esa Escuela habilitada en el ex cuartel general de la DINA. La Diners era la revista de papel couché de la más codiciada tarjeta de crédito. Solo llegaba por suscripción a los que consumían más. Era acerca de viajes, moda, tendencias y esa cultura que no molesta.

Con la llegada de Aylwin, la tarjeta optó por cambiar de editorial. Dejó la empresa Diseñadores Asociados que la había creado y perfilado y se fue con una esquirla de la familia Edwards: la editorial Lord Cochrane a cargo del hermano menor del patriarca amigo de Nixon y Kissinger, un ser no muy brillante, que lo tuvo todo menos talento y que insistía que era artista. Lord Cochrane tenía la revista Paula, que en su momento fue transgresora y jugada y feminista, pero que a comienzos de los 90 estaba más interesada en promover cremas y recetas. La Diners Club aceptó la idea de dejar la revista como Mundo y que incluso se vendiera en los kioscos y los nuevos editores me contactaron en Londres para “escribirles acerca de lo que pasa afuera”. De música pasé a tendencias o ideas o “captar lo que está pasando”. Pagan muy bien. Muy bien. Propuse Zeitgeist. Un joven editor adjunto, adicto a la coca y a las fiestas Spandex y pariente de las sofisticadas hermanas a cargo de la revista, me propuso que la columna se llamara Líneas Cruzadas. Acepté. A veces me pauteaba, a veces me dejaban rumiar acerca de lo que quería. “Métele pop, gente famosa, beauties, lugares de moda, cine, cable”, me faxeó el pendejo Pedro Pablo Gandarillas, un exmodelo de comerciales ochenteros de Bata y Free, que ahora era un periodista egresado de la tenebrosa Universidad Gabriela Mistral, regida con mano de hierro por una mujer tan siniestra como fea, entre sus pergaminos estaba haber ayudado a redactar la Constitución del 80 junto al closet-case de Jaime Guzmán. Gandarillas era nominalmente el subeditor de Mundo, pero carecía absolutamente de uno de verdad. Era de esos chicos que brillaban localmente, pero que “afuera” no eran más que turistas con visa o, para su pavor, basura internacional, como los latinos o hispanos que él tildaba así, porque se juraba ultra caucásico. Me daba lo mismo: conocía al tipo y a todos esos tipos.

Reyes en Zapallar, meseros en Brooklyn o en Chelsea. Gandarillas Pérez-Walker era experto en los secretos del jet set local, no se perdía “evento” (palabra noventera) que ocurriera en ese Santiago, la que muchos consideraban una ciudad del Primer Mundo incrustada en un país “en despegue” (“estamos muy winners, ¿te das cuenta?, y eso me parece la raja, perro”), pero rodeada de países que todos consideraban inferiores, partiendo por Argentina. Pedro Pablo me escribió que tenía amigos diseñadores que estaban trabajando en el pabellón de Chile y que la idea era “la raja” y que varios amigos suyos habían sido seleccionados para ser anfitriones e iban a ir con trajes a medida diseñados por Atilio Andreoli (“se van a ver muy minos porque lo son, nadie que medía menos de 1.70 pudo postular, vamos a dejar la cagada en Sevilla, Clemente. En una de esas nos conseguimos un canje y te mando el otro año a reportearlo in situ. Va a ir todo el mundo”). No se refería, creo, a que todo el globo llegaría a la Expo, sino que su acotado mundo local iría a carretear a Sevilla antes de seguir sus tours por Europa donde hacían lo que no se atrevían a hacer en ese valle insular de donde me había escapado y me aterraba volver. Le dije a Pedro Pablo: “dale”.

Se lo comenté a mi padre, un sociólogo ligado a la Unidad Popular y que veía con horror cómo sus compañeros de revolución abrazaban la cultura del mall y el retail. Le pareció un asco. Mi padre no estaba de acuerdo con “la transición”, le dolía. Le parecía “una transaca”. Una vez, algo ebrio con demasiados gin -tonics, me dijo desde Birmingham por teléfono: “Quizás hubiera sido más épico que hubiera ganado el Sí y el régimen de Pinochet se hubiera desmoronado por su propio peso. Yo no esperaba esto y me asquea, Clemente. El picante del Guatón Correa insiste en que hay que dejar de mostrar o hablar de los detenidos desaparecidos en la prensa. Que en democracia hay que vender y mostrar otra imagen de Chile: fría, civilizada, no bananera”.

Sentí que me pauteaba y, como siempre, me adoctrinaba con cariño. Leí declaraciones contra el iceberg, me puse al día con lo que decían los intelectuales más de izquierda en los diarios que llegaban a la Embajada, hablé con Tomás Moulian por teléfono. Para irritar al nerd de PPG, escribí, antes de que se inaugurara la Expo, y para estar del lado de los que creían que estaban en lo correcto, esta columna. Casi me costó el puesto.

La fría conveniencia del iceberg
por Clemente Fabres,
Revista Mundo
Septiembre 1991

Uno es lo que quiere ser, dicen los libros de autoayuda. Los psicólogos hablan, a su vez, de profecías autocumplidas: lo que al final se logra es lo que uno siempre creyó que se iba a lograr.

Querer, por lo tanto, es poder.

Así de simple. ¿Simple?

Algunos creen que sí.

De un tiempo a esta parte, un creciente número de personas cree a pie juntillas en esta premisa algo new age que se basa en la energía, la disciplina, la autogestión y —por sobre todo—en metas muy claras. Este karma, recitado en los momentos más difíciles, puede cambiar un destino. O un país. Basta mirar, por ejemplo, lo que ocurre con Chile que, gracias a un esfuerzo increíble de todos sus habitantes, unido a una conducción política y económica absolutamente civilizada, el país ahora, sorpresa de sorpresas, se alza como primera figura.

¿De verdad?

Así es. Es más: se potencia como un ejemplo a seguir. Pero no necesariamente para sus vecinos —que son exóticos y tropicales— sino para el mundo. Tanto así que, a partir de unos meses más, Chile ya ni siquiera pertenecerá a América Latina.

El subcontinente le quedó chico.

Las figuras hablan por sí solas. Eso que Chile expulsó a pura disciplina militar. El cólera no es mera casualidad. Es orden. El nuevo gobierno, por ejemplo, se lleva estupendo con el régimen pasado. Tanto así que el viejo presidente —que ahora solo manda a su Ejército— se junta a cada rato con el nuevo a charlar. No como en Argentina, por ejemplo. Y es que en Chile las diferencias ideológicas casi no existen. Por eso un exministro del régimen pasado tiene el beneplácito de La Moneda para afinar la imagen corporativa de esta nueva y rentable empresa llamada Chile.

Todo esto queda más que claro si uno revisa la estrategia con la que Chile llegará a la Feria Mundial de Sevilla el próximo año. Chile —que decidió no participar con el resto de América Latina— tendrá su propio pabellón en la isla de La Cartuja, no un simple stand. Y aquel que asista y entre a ese pabellón saldrá convencido de que Chile —¡por fin!— es un país moderno. O incluso posmoderno. O posmo, como dicen allá. Los más escépticos dirán que esta imagen no corresponde a la realidad. Quizás. Pero se olvidan de la premisa inicial: querer es poder.

Lo que Chile quiere ser es un país frío. No porque tenga una obsesión con los chalecos, bufandas y estufas catalíticas, sino porque el frío es civilización. ¿Han visto la cinta Bye, Bye, Brasil cuando por fin cae nieve al final? Los españoles, acostumbrados a los 40 grados, quizás no estén de acuerdo con esta cuestionable  —y racistoide— premisa. Mal que mal, a pesar del calor, las siestas, el ajo, el gazpacho, el ajo blanco y todo ese vino y aceite de oliva, España se ha transformado en una potencia sudada. Pero —dicen— la excepción no hace la regla. Según algunos, los europeos asocian calor con retraso. Por eso, Chile va a llevar un iceberg, va a renegar del folclore y la cultura de la denuncia (o sea, lo artesa) y hasta abandonará el estridente rojo-azul-y-blanco por colores más pasteles. Y fríos, claro.

Que en Chile hace frío es verdad. Por lo menos en invierno. Pero la idea, además, es presentar al país como un país de sangre fría. Adiós a la cálida hospitalidad que nos caracterizaba. El que no trabaja se congela. Porque, como dice el eslogan, Chile funciona.

Es una empresa de ideas.

Es tierra de manjares y posee gente sólida.

Pero esto, dirán algunos, es sólo especulación. Que se trata de cambiar de look, que nadie se toma estas premisas en serio. Quizás. Pero leyendo estas declaraciones de Eugenio García y Guillermo Tejeda y el resto de los cerebros que están detrás de todo esto, uno se percata de que las ideas en juego son bastante tórridas. Por ejemplo, que “Chile se vea como un país moderno, que no tiene conflictos graves”. “Queremos cambiar la ventana por donde se mira el país; hacer un ordenamiento de lo que deseamos a futuro”, dice uno. Otra basa la estrategia en el concepto de que “Chile no es un país tropical, en el mal sentido de la palabra, con palmeras y dictadores”.

En esta carrera de prejuicios, todo vale.

El que quiebra la imagen, gana.

A ver si nos creen.

Si uno circula por Sevilla, entre las callejuelas de la ciudad vieja y el aroma de los azahares de los naranjos, después de las fiestas de Semana Santa, existe la posibilidad de perderse en un laberinto que no provoca temor. Esa esta meta: perderse. Deambular. Caminar por esas calles angostas donde no cabe un auto. Siempre habrá una taberna con tapas para indicar el camino de vuelta. Es de buen gusto salir a recorrer sin destino y sin un teléfono con GPS. La época de navidades (y de las celebraciones de los putos Reyes Magos de la noche del 5 de enero) es otra cosa. Lo bueno de caminar por Sevilla durante este eterno paréntesis entre católico y pagano es que no hace calor. A veces la temperatura es francamente fría y el aire es tan seco que puede provocar conjuntivitis. Lo sé, me pasó. Durante más de dos semanas, todo es fiesta. El primero de enero es una fecha más. Lo que importa es el día de Reyes.

En efecto, la idea de que ha comenzado un año nuevo hábil no es tema hasta que pase el día en que los magos invaden cada ciudad, pueblo y villorrio de Andalucía. No cualquier chaval o tío puede ser uno de los célebres reyes. Es una competencia y es un honor. Un premio, un hito en la vida masculina local. El haber sido uno equivale a haber sido elegido el Prom King en una de esas comedias románticas adolescentes yanqui. El año nuevo andaluz no parte hasta después de Reyes. Ese día toda la ciudad se vuelca a sus calles a mirar pasar la cabalgata de Gaspar, Melchor y Baltasar que, desde las coloridas carrozas, lanzan toneladas de caramelos. Hay cohetes, luces de colores, bandas de música como si se tratara de un funeral narco sudamericano. La ciudad entera se llena de roscones de reyes, una suerte de inmensos donuts rellenos de nata batida que esconden regalos secretos y fruta confitada.

Era un 6 de enero del año 2018 cuando salí a explorar la ciudad y seguir mi investigación. Había una resaca fiestera y los zapatos se pegaban en las veredas pegoteadas de caramelos aplastados. Pero al menos las eternas fiestas ya habían concluido. Esperaba ese día con ansiedad. Dos semanas de paréntesis me parecían demasiado. Llevaba ahí desde antes de la nochebuena esperando que todo volviera a la normalidad para investigar, recorrer y preguntar acerca del iceberg y la Expo 92. Pasé la Navidad a solas en un hotel de Triana al lado de un local de clases de danzas sevillanas. La piscina del techo del hotel era sombreada por el inmenso rascacielos llamado Torre de Sevilla, ubicada en lo que había sido el ingreso a la Expo y que era una suerte de faro modernista que marcaba el inicio del parque Fernando (no Hernando) de Magallanes y era un legado de la Nueva Sevilla que brotó post Expo. Parecía que Andalucía entera se había detenido para celebrar esas fiestas que me importaban poco.

Desde el barrio pijo de Los Remedios crucé el río por mi puente favorito (el de San Telmo) y me acerqué al Paseo de las Delicias rumbo al Parque María Luisa. Me habían citado para una entrevista en el “Pabellón de Chile”. Pensé: ¿existe aún? Había leído que el iceberg se había derretido en las aguas del río (“agua somos, agua seremos”), pero que el edificio diseñado por Germán del Sol y José Cruz —ambos futuros Premio Nacional de Arquitectura, en 2006 y 2012, respectivamente— con su techo de placas de cobre se había vendido a una empresa y que lo habían trasladado de lugar. Quizás estaba ahora en la dirección hacia la que caminaba. Las coordenadas que me envió Jerónimo, un chico de Concepción que fue anfitrión treinta años antes en el Pabellón de Chile en la Expo 92, quedaba a un costado de la parte céntrica histórica y no en la isla de la Cartuja.

Pensé: quizás desea tomar un café o me está citando a su despacho.

A Jerónimo, por lo que me cuenta en su mail, la experiencia de Sevilla le voló la cabeza. Se hizo artista, se casó con una belga del stand de Bélgica y ahora vive en el suburbio de Dos Hermanas. Es, me comentó, profesor de diseño gráfico y arte latinoamericano. “Nos podemos juntar donde enseño”, me escribió. No todo me calzaba, pero el personaje me parecía perfecto y el hecho de que se quedara en Sevilla y haya formado una familia lo separaba y distinguía del resto de los anfitriones veinteañeros que postularon y quedaron aceptados y luego entrenados para ser la cara humana de Chile. Caminé entre los árboles, mirando mi mapa, hasta que llegué a la calle Chile y a un extraño edificio de color malva que resaltaba del resto por lo morisco que era. Pensé: a lo mejor esto es un legado de la época de la conquista árabe. O, a lo mejor, un edificio religioso, un templo musulmán o, pensé, el consulado de Túnez o Siria, pero me parecía demasiado grande, tres pisos macizos que aumentaban en volumen a medida que me acercaba y con un torreón que se alzaba con una cúpula verde que, sin duda, tendría una vista privilegiada al parque, al río y a toda la ciudad.

Jerónimo estaba en la entrada, debajo del pórtico de la reja de entrada. Lo reconocí porque lucía debajo de su canguro gris una camiseta con el logo de Expo 92: una naranja con los colores españoles apretada en una malla que simbolizaba las redes que pronto iba a unir el mundo quizás más de la cuenta, y que cumplía el rol de la letra O de la palabra Expo en una tipografía maciza, azul. Los jardines del edificio donde me esperaba estaban atestados de chicos con pintas de artistas, esa internacional bohemia con tatuajes, piercings, ropa usada y peinados “creativos” que es el uniforme de los “chicos creativos” en todas las ciudades del mundo. El aroma a marihuana (¿o era hachís?) me dejó claro que esto no era una mezquita ni menos un consulado y sí, tal como decía un letrero, la Escuela de Arte de Sevilla. El macizo edificio era morisco, sin duda, pero tenía algo levemente fascista o militar, con incrustaciones que me remiten a algo egipcio. No me cabía duda que se había construido para durar. Aunque era difícil saber de qué siglo era, lo que sí estaba claro era que este no era el pabellón donde había estado alojado el iceberg. ¿Estaría atrás? ¿Entre los jardines? ¿Era ahora un salón de té o el sitio donde los chicos tenían sus ateliers?

Jerónimo me reconoció y me abrazó. Olía a español. Me dijo: “bienvenido al Pabellón de Chile, Clemente. El Pabellón de Chile de la Exposición de Sevilla. La Expo Iberoamericana de Sevilla. La Expo del 29. De 1929. Te sorprendí, ¿no?”. Entendí poco, pero al rato, luego de recorrer las instalaciones y a medida que me fue contando, me enteré de este otro pabellón, de esta otra apuesta, más de 80 años antes, cuando Chile quiso ser parte de esa otra exposición internacional que se realizó en Sevilla, previo a que se instalará la corta República y estallara la Guerra Civil.

En efecto: el pabellón lo mandó hacer el León de Tarapacá, pero al final fue parte del legado, digamos, del dictador Carlos Ibáñez del Campo. El auge del salitre ya había llegado a su fin, pero Alessandri no quería que eso se notara. Y si te fijas: no parece el legado de un país en una serie de crisis, partiendo por haberse quedado con aquello de que vivía. En esa Expo, Chile invirtió lo indecible para mejorar su imagen pública. Fue como un billboard, un aviso de neón, una pantalla de LED en Times Square. Publicidad pura. Nuestro país quiso destacarse y lo hizo. “Mira: el pabellón sigue acá, incólume, la calle se llama Chile y aún dicen: estudio en el Pabellón de Chile.

Los mejores artistas de Andalucía se forman en este mastodonte o elefante malva financiado por nuestro país hace casi cien años. Es una de las pocas construcciones que perdura. A esta mole no la bota nada”. Jerónimo no sabía de este edificio y jura que nunca le contaron de “la primera vez que vinimos a Sevilla” cuando lo prepararon para representar a Chile frente al Iceberg. “Lo que la gente no entiende es que las Expos o, como le decían antes, las Exposiciones Mundiales o Ferias Mundiales eran la única forma de mostrar tu mejor cara o la cara que querías mostrar al mundo. Y Chile siempre quiso destacar, separarse, hacer algo distinto. La idea era demostrar que no había sido derrotado del todo debido a la debacle de su principal producto de exportación y que ‘a pesar de todo, de las revueltas y la dictadura imperante’, Chile, con su nueva Constitución, la del 25 de Alessandri, estaba dispuesto a gastar lo que no tenía para quedar como un país sólido, concreto, que construía una sociedad y unos edificios que no eran para nada transitorios sino todo lo contrario: iban a quedar”.

Por dentro, el edificio es helado, algo que en el verano del 29, refrescaba a los visitantes, tal como sucedió el 92. El arquitecto fue nada menos que Juan Martínez, un español que llegó como un niño de ocho años a Chile en 1909 y que se fascinó con su país nuevo. “Martínez era un inmigrante, un allegado, un chico que quiso ser más chileno que el resto y que se dedicó a construir un imaginario nacional algo fascista, castrense, definitivamente exagerado, para demostrar que su nuevo país no era tan endeble y frágil y fracturado como todos pensaban que era. Martínez, de alguna manera, quiso alejar la estética afrancesada y apostó por algo que yo llamaría monumental-fundacional, elefantiásico, concreto en todos los sentidos, sin ornamentos. Le gustaba la obra gruesa. Imagínate, Clemente, lo que diseñó Martínez: la Escuela de Derecho de la Chile, la Escuela Militar, la Facultad de Medicina en la calle Independencia. Puta, el Templo Votivo de Maipú que es una locura como de Marvel. O de Flash Gordon, esa película con la música de Queen.

Martínez no le hacía casas a los ricos ni mucho menos casas de veraneo para hípsters. Trabajaba para la Nación, el Estado, para Chile. Se la creía. Quería trascender, intervenir, invadir. Uno de sus primeros encargos fue justamente este Pabellón de Chile para la Expo del 29. La gente se confunde o se pone dix-lesa, creen que uno habla de Sevilla 92, que se dieron vuelta los números, pero ese escándalo que se armó en Chilito a comienzo de los 90 se parece bastante a lo que pasó a fines de los años 20. Martínez quiso llamar la atención y puta que lo hizo. Lo logró tanto que ahora todos creen que es un edificio sevillano construido por los árabes. Este pabellón, como todo pabellón, tiene algo de la imaginería kitsch Disney, es lúdica, como un juego, muy Las Vegas, el tipo de construcción que haría eyacular a Baudrillard. Es, no cabe duda, una fantasía. Y en esa época la meta no fue resumir Chile en una suerte de meme de concreto sino un poco seducir al anfitrión. Hacer que España no olvidara el regalo que le hicimos. No lo hizo y aquí estamos, Clemente. Es un edificio corporativo que no quiere ser desechable. Y no lo es. Sigue acá y es parte intrínseca de Sevilla y, puta, hueón, del mundillo del arte español”, me dice Jerónimo algo sobregirado mientras recorremos los pasillos tapizados de lienzos y telas y esculturas.

“¿Subamos al torreón?”. Subimos. Mirando una panorámica en 360 grados, Jerónimo se nota que fue entrenado por la Comisión Expo 92 a comunicar y acaso vender una idea-país. Le enseña arquitectura a los estudiantes de arte. Su obsesión es el art déco. “Mira, todo es cíclico. Soy penquista, estudié en la Universidad de Conce, había mucho Mapu en la familia, conocía a Los Tres, iba a los conciertos de Emociones Clandestinas. Y me dio lata que todos atacaran la idea de vender Chile, o una idea de ella. Todos venden algo. Las Expo son eso: un mercado. Pero lo curioso es que al final no son tan importantes y lo que queda es cómo cada uno se percibe en ese momento. Es, claro, una oportunidad para que el anfitrión se la juegue y para que los invitados intenten estar a la altura. Pero tú ya sabes, por lo que veo, suficiente del fuego que provocó el hielo. El año 29, la polémica fue quizás más ruidosa, porque el país era más chico y el poder concentrado. La alta sociedad, que al final pagaba todo y era la dueña del poder económico, no quería quedar como ‘árabes’ o ‘turcos’, como ya les decían a los primeros inmigrantes de Medio Oriente. Martínez inventó una fantasía morisca, algo no tan raro pensando que en pleno centro de Santiago tenemos una copia descarada de La Alhambra en la calle Compañía que Manuel Aldunate hizo copiando la de Granada para satisfacer los deseos exóticos de los Ossa, que eran unos mineros incultos. Lo islámico está por todo Santiago y no precisamente alrededor de la Avenida Perú, el epicentro árabe de la capital. Martínez intuyó que llevar algo chileno, de adobe, digamos, una casona de campo era poco arriesgado y era, además, muy cercana a la arquitectura española fuera de Andalucía, ¿me explico? El alcalde de Sevilla quedó fascinado con los planos y José Cruz Conde, comisario regio de la exposición, hizo lo humanamente posible para lograr concretar esta media edificación, incluso ahorrando presupuesto, modificando su interior y despidiendo al propio Martínez, lo que no importó tanto porque él mismo tenía la concepción del planteamiento original como un anteproyecto, es decir, unas trazas generales que podrían ajustarse, ¿cachai?, adaptándose en función de las necesidades reales que en la ejecución se viesen necesarias. Muy visionario, adelantado. Un palacio casi fabricado, dócil, modificable. Se hizo para encandilar y lo hizo. Luego fue el consulado acá y eventualmente esta Escuela y un ícono de la ciudad”.

Una llamada urgente hizo que Jerónimo tuviera que partir, algo que me alivió.

Mucha información en poco tiempo.

Decidí deambular por el parque. Me senté en un escaño y miré lo que Chile presentó ese año 29. Quiso mostrar lo que exportaba más que lo que fabricaba, pues ya entonces el país había optado más por extraer que manufacturar. Así, fotos inmensas del proceso de extracción y elaboración del salitre. O los productos posibles derivados del yodo. Chile tenía cueros, tejidos, calzados. Y llevaron muestras de las Escuelas de Artes y Oficios que trabajan el cobre, el acero. En 20 bodegas llevaron a Sevilla sus vinos y 40 conserveras lucieron que lo envasaban tan lejos. Conservar a pesar de lo lejos que se fabrican. Chile era capaz de llevar a Europa frutas y alimentos sin que se pudrieran, era al parecer uno de los mensajes. Luego llevamos un iceberg. Abundaban los afiches y fotografías: playas, paisajes, turismo. Chile leía: El Mercurio llevó una retrospectiva y el salón del Cobre dejaba claro que el país tenía un mineral más de fiar que el salitre. No todo era comercio o elementos fabriles. Chile creaba arte: 170 pinturas y 24 esculturas del Museo de Bellas Artes de Santiago y de artistas contemporáneos. Chile además creía en la Educación y celebraba el arte “araucano” con colecciones de tejidos, alfarería y plata araucana. El interior, tal como el pabellón de Sevilla, fue decorado con obras pictóricas: murales de grandes dimensiones de los artistas chilenos Laureano Ladrón de Guevara Romero y Arturo Gordon Vargas, quienes obtuvieron el primer premio, compartido, con la medalla de oro de la Exposición. Otras actividades que se desarrollaron durante la Iberoamericana fueron la publicación de un libro en inglés sobre Chile y la celebración del 21 al 26 de octubre de la semana en honor a la República de Chile. Terminada la Exposición, el año 1935 el Gobierno chileno vendió el vistoso edificio y los terrenos anexos para instalar en ellos una escuela de artes y oficios aplicados: aunque durante la guerra serían utilizados como hospital antes de destinarse a enseñar a artistas cachorros.

Al recorrer sus inmensos espacios interiores, queda claro que, a fines de la década del 20, se veía como una potencia. Parece un museo y, a veces, el interior de una pirámide. Tiene patios interiores con fuentes como una extraña forma de homenajear al país anfitrión. Si por fuera tiende a ser más Martínez, por dentro tiene algo desmesurado y lúdico. Fue el único pabellón vanguardista de la exposición, enmarcándose en el art déco, incluso en sus elementos decorativos, como la forja. El edificio pretende representar por un lado a la cordillera andina y por otra a la llanura costera, lo cual se logra mediante una composición de volúmenes con un escalonamiento constante que culminan con su torre. Puede tener aires moriscos, pero lo que quiere decir es que esto es un Chile for export y a escala. Hay un deseo descarado de no recurrir a motivos coloniales, como para dejar claro que el país fue forjado con más matrices que la española. Martínez lo explicita así: el pabellón agrupa “volúmenes y trozos de escultura y pintura capaces de sugerir el ambiente de un pueblo y de hacernos adivinar su cultura. Expresar los plácidos remansos de las costas chilenas y la orografía titánica de los Andes, componiendo de forma casi escultórica las masas grises y blancas, que van ascendiendo hasta culminar en la fuerte torre…”.

Decido bajar a pie la torre de 50 metros y me paseo entre grandes bloques de cantería con decoración indígena. Miro los estucos, que varían gradualmente del gris en la base al blanco de la nieve andina en la parte superior. Los contrafuertes empleados en fachadas y patio son estilizados y, aunque modificados, actúan como una referencia simbólica a una característica de la arquitectura chilena. No cabe duda: hay algo esencialmente nacional, aunque, décadas antes que se empleara la palabra posmoderno, sin duda todo es un remix calculado para sorprender, maravillar, mostrar un país que estaba lejos de ser el que estaba intentando mostrar que era.

Salgo y cruzo al Paseo de las Delicias.

La temperatura ha descendido.

Me pierdo rumbo al Real Alcázar pensando en el iceberg mientras me invade una suerte de déjà vu.

Es el frío, pienso, de los hielos del sur.


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