Rupturas Culturales en Dictadura / Artículos

Rodrigo Lira en el pabellón de los agitados

Rodrigo Lira atravesó la escena cultural bajo dictadura provocando desconcierto entre las figuras consagradas de la poesía chilena y los escritores incipientes. Su poesía hizo del lenguaje un campo de experimentación donde la parodia se paseó a sus anchas, sin pedirle permiso a ninguna tradición literaria. Eterno estudiante, residente ocasional de instituciones psiquiátricas y aficionado a la provocación, el poeta Rodrigo Lira, quien se quitó la vida a los 32 años, rápidamente se transformó en el primer mito literario de la década de 1980.  

Por Óscar Contardo

La perspectiva de la historia, cuando todo ya es un pasado irremediable, hace que ciertas biografías parezcan un síntoma de su tiempo. Para quienes fueron jóvenes en los años 60 en Chile, el porvenir tuvo una primera curva, vertiginosa y emocionante, una ruta de cambio, seguida de otra cerrada y resbaladiza que acabó enfrentándolos con un futuro oscuro y rabioso. Rodrigo Lira nació en 1949, y perteneció a esa generación. Antes que poeta, fue el hijo de un militar que viajaba de norte a sur con su familia. Cada destinación significaba nuevos amigos, distintos colegios. Lira pasó de ser el alumno brillante de liceos de provincia, al compañero gordinflón del que algunos se burlaban en el colegio Verbo Divino. En la medida que la adolescencia avanzaba su conducta se tornó errática y desconcertante, un problema que sus padres quisieron resolver enviándolo a la Escuela Militar a terminar su educación secundaria.

En 1967 ingresó a la primera de varias carreras universitarias en las que apenas perseveraba. En la Universidad Católica pasó por Psicología, por la Escuela de Comunicación y por Filosofía. Luego probó en Bellas Artes de la Universidad de Chile, en donde aprovechó para tomar un curso de biología, algo que combinaba con su necesidad de clasificar sistemáticamente la realidad, enfrentándose a las palabras como un botánico a las plantas. Jugaba con ellas, las analizaba como órganos a los que se le separan los tejidos

Su experiencia universitaria fue un ir y venir que remataba en períodos de inmovilidad y crisis de furia que acababan con él hospitalizado en el pabellón de los agitados. Los 70 fueron eso para él, un ensayo permanente en la búsqueda de rutinas, de regularidades que se le escabullían. Un zigzagueo que continuó después del golpe de 1973, cuando la crispación política fue reemplazada por un silencio ominoso, que él percibía como un eco ajeno, mientras fumaba marihuana en un departamento de avenida Grecia al que lo llevaron a vivir sus padres en 1975, tras una temporada en el Psiquiátrico.

En 1978 volvió a la universidad y emprendió una nueva carrera, Bachillerato en Lingüística, en el Pedagógico de la Universidad de Chile, un lugar al que llamó su “nicho ecológico”, y que por ese entonces sobrevivía a la intervención del régimen. El Pedagógico había sido severamente golpeado por la dictadura. Además del cierre de carreras, el desmantelamiento curricular y la purga administrativa, una generación de académicos había sido expulsada; hubo profesores detenidos, exiliados o hechos desaparecer. Lira sugirió a las autoridades que aprovecharan a los soplones -sapos, informantes- que recorrían los patios y jardines, escuchando conversaciones ajenas, y los hicieran regar huertas que él mismo podría diseñar, aprovechando el espacio disponible.

Durante ese año Eduardo Llanos y Alejandro Pérez eran estudiantes de psicología del Pedagógico. Una tarde de otoño, mientras caminaban por Macul se toparon con un hombre de gorra que les comentó que se estaba acumulando mucha hojarasca que convenía transformar en tierra de cultivo. Ese hombre era Lira. Empezó hablando de árboles, y a través de las plantas llevó la conversación hacia la literatura y la poesía hispanoamericana. Fue así como recalaron en la obra de Enrique Lihn, una suerte de tótem para los jóvenes del momento. Los nuevos amigos empezaron a reunirse en la pequeña oficina que ocupaba Eduardo Llanos como alumno en práctica de psicología. El círculo en torno a Lira tomaba distancia de la hegemonía de la trova latinoamericana y la literatura comprometida que marcaba los tiempos: eran admiradores de los beatniks, leían a Ginsberg, escuchaban a los Beatles, rock progresivo, el grupo Kansas y Jethro Tull.

Fue durante ese primer año en el Pedagógico que Lira comenzó a circular por los refugios en donde se habían resguardado los escritores: la Casa del Escritor de la Sociedad de Escritores de Chile, el Instituto Goethe y las agrupaciones universitarias. Un ecosistema que debió sentarle bien porque en cosa de meses ya se hizo un lugar con un poema que logró una de cuatro menciones en el concurso Alerce, de la SECH. Lira resultaba una criatura extrañamente atractiva para la nueva generación de poetas. El círculo era pequeño, además de Llanos y Pérez, habría que contar a Roberto Merino, Antonio de la Fuente, Óscar Gacitúa y Alicia Oportot. Un puñado que se movía en un espacio cultural aplastado por las circunstancias. Él se hizo notar por sus declamaciones, por su estampa estrafalaria, por sus anteojos gruesos de carey, por el bolso de cuero en el que llevaba una guía de teléfonos amarillas que incluía el mapa de la ciudad. “Por si me pierdo”, fue la explicación que le dio a una compañera de curso.

Roberto Merino supo de su existencia porque su figura era un tema de conversación en los patios del Pedagógico. Lo conoció personalmente en 1979 y recorrió con él los pocos lugares que funcionaban de una bohemia aplastada por el toque de queda: el Pushkin, Los Cisnes, Las Lanzas. Ese mismo año su leyenda se acrecentó cuando ganó el primer premio del concurso de poesía de la revista La Bicicleta, emblema de la contracultura del momento. El trabajo titulado “4 Tres cientos sesenta y cincos y un 366 de onces” se impuso al resto, en parte gracias a que Enrique Lihn, miembro del jurado, inclinó la balanza a su favor. Tenía ya 30 años y ese sería su principal logro artístico en vida.

Luego de eso, Lira parodió a Lihn en sus narices en un recital poético y tiempo después pensó que la mejor manera de que el autor reconociera sus habilidades era editando completamente su novela La Orquesta de Cristal y entregándosela, reformulada. Según Alejandro Pérez, Lira quería decirle al maestro “esto soy capaz de hacer y esta primera muestra que le doy será gratis. Las que vienen no”. En enero de 1981 un grupo de jóvenes escritores se reunió en el departamento de Lihn. Entre ellos estaba Lira. Lihn había sido convocado a un encuentro en Nueva York y quería llevar un registro de lo que opinaba el grupo de la realidad local. Óscar Gacitúa grabó en video la conversación. Lira tenía 31 años. Vestía pantalón con suspensores, una camisa de manga corta y patillas gruesas. Lihn escuchaba desde un sillón de mimbre cuyo respaldo tenía la forma de cola de pavorreal. Una vez finalizada la reunión, Gacitúa se dio cuenta que quedaba algo de cinta y preguntó si alguien quería recitar algo. Rodrigo se puso de pie, pidió sentarse en el sillón del anfitrión y comenzó a declamar esparciendo un rollo de papel higiénico impostando la voz, tal como lo haría después, en noviembre de ese año, un mes antes de suicidarse, representando un fragmento de Otello, de Shakespeare, en Cuánto Vale el Show, un programa al que acudían cantantes y humoristas aficionados que presentaban su espectáculo para luego ser recompensados con una suma modesta de dinero. No ganó, pero el jurado le otorgó 8.700 pesos de la época como premio de consuelo. Usó el dinero para comprar una bicicleta.

Nunca tuvo novia. No una que presentara y con quien se les viera llegar juntos a las reuniones. Se enamoraba de muchachas que no le correspondían. Alicia Oportot recuerda que durante mucho tiempo pretendió a la fotógrafa Leonora Vicuña, pero sus intenciones no prosperaban. Una vez planeó un matrimonio por conveniencia. Óscar Gacitúa conoció la idea. El objetivo era casarse con la hija de algún escritor. Un matrimonio que se arreglaría entre él y el padre de la escogida. Hizo una lista de escritores que le interesaban y que tenían hijas solteras –algunas de ellas adolescentes- y diseñó unas cajas en las que iba una carta de petición de mano y algunas otras cosas. Gacitúa detalla que se la envió a Nicanor Parra, José Donoso, Jorge Edwards y Enrique Lihn, pidiéndoles la mano de sus respectivas hijas. En un recital poético en la SECH abordó a Lihn y le pregunto de manera muy ceremoniosa si había recibido “su envío”. Lihn le respondió: “No acuso recibo de su mierda”. Hasta ese momento Lira no había contado que el envío incluía caca, según él, una antigua tradición medieval.

La última vez que Roberto Merino vio a su amigo Rodrigo Lira fue durante el atardecer del 24 de diciembre de 1981. Lira llegó atormentado a la casa de Merino. Iba en la bicicleta que se había comprado con lo que ganó en Cuanto Vale el Show. Le habían dado un topón en la calle y decía que ya no se podía vivir en esta ciudad. Estaba muy angustiado. Habló de matarse. Merino trato de disuadirlo de la idea, hizo lo que pudo. Lira se fue. En la poesía “Ulterior Desdibujo Contribución Zoo-eto-lógica al trabalenguas del Topo” Lira escribe: “Al final de la película, el Topo se aleja/Gimoteando, murmurando sus quejas, gemebundo/ Por flojera no se muere todavía”.

El 26 de diciembre de 1981 era su cumpleaños. Ese día uno de sus hermanos lo encontró muerto en su departamento durante la mañana. En las páginas policiales del diario La Tercera del día siguiente quedó registrado, en una pequeña nota, que “Lira fue encontrado en el baño de su domicilio con profundas heridas punzantes en el cuello y rostro y con heridas en ambas manos que al parecer le causaron su deceso por anemia aguda”.

Recién después de su muerte, y luego de reunir un conjunto de textos desperdigados, tres de sus amigos lograron publicar, en 1984, el libro Proyecto de obras completas, con prólogo de Lihn. El 2 de diciembre de 1984, el crítico Ignacio Valente dio su veredicto sobre la obra póstuma de Lira en El Mercurio: “Su talento poético más específico fue el de la parodia (…) Las afinidades sonoras y las asociaciones inmediatas de imágenes lo seducían de modo irresistible (…) Este Proyecto lo es doblemente en cuanto obra inconclusa y en cuanto boceto de una poesía posible”.

Proyecto de obras completas, cuya tirada inicial fue de 500 ejemplares, se transformó en un objeto de culto para las generaciones siguientes y Lira en una suerte de ícono. “Me dice David Wallace (profesor de literatura) que los muchachos y las muchachas estudiantes de pregrado en literatura de la Universidad de Chile cuentan a Rodrigo Lira como uno de los suyos” escribía el profesor de literatura Grinor Rojo en el prólogo de “Declaración jurada”, el segundo libro de Lira, publicado más de 20 años después de su muerte, en 2006. Sobre ese volumen dio cuenta el crítico Camilo Marks, sumándole a su reseña el factor de celebridad que con los años adquirió la figura del poeta:

“Rodrigo Lira no es un mito más de la literatura chilena, sino la figura arquetípica que reúne, en su vida y creaciones, todo el potencial de extravío, perdición, descarriamiento de una vocación llevada a sus últimas consecuencias, en el límite extremo de la ruptura con el lenguaje”.

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