Te devuelvo tu imagen: el cine de los 90

La historia del cine chileno es una historia de promesas e ilusiones rotas. Y la década del 90 no fue la excepción. Esta fue una etapa de reconocimientos y de una explosión creativa en que la diversidad de estilos y géneros resultó inevitable. Fue también un momento de reencuentro, entre los cineastas del exilio, los pocos que se quedaron y una generación más joven, que había comenzado a hacer cine con todo en contra. Para los espectadores, fue un momento en que volvimos a reconocernos en el cine.

Por Yenny Cáceres

La década de los 90, para el cine chileno, tiene un comienzo preciso y prometedor, que se puede resumir en una imagen. Es una foto en que la actriz Gloria Münchmeyer, con una sonrisa rotunda y perfecta, sostiene en sus manos la copa Volpi que le acaba de entregar el actor Dennis Quaid, por su papel en La luna en el espejo, durante la premiación del Festival de Venecia. Es septiembre de 1990 y, meses después del fin de la dictadura, una película chilena volvía a aparecer en el mapa del cine mundial.

El premio a mejor actriz de Gloria Münchmeyer en Venecia sigue siendo uno de los hitos del cine local. Para dimensionar el triunfo de La luna en el espejo, basta recordar que en ese mismo festival Jane Campion recibía el Gran Premio Especial del Jurado por Un ángel en mi mesa, y Martin Scorsese ganaba el León de Plata a la Mejor Dirección por Buenos muchachos. El logro es épico si se considera que Chile, en ese entonces, era una cinematografía arrasada tras el golpe militar. 

La trayectoria de Silvio Caiozzi, el director de La luna en el espejo, es un reflejo de lo que fue hacer cine en dictadura. Tras codirigir A la sombra del sol (1974), junto a Pablo Perelman, debuta como director en solitario con Julio comienza en julio (1979), uno de los pocos estrenos en el periodo más duro del apagón cultural. Luego, reaparece con Historia de un roble solo (1982), basado en un cuento de José Donoso y con la producción del Ictus. Su siguiente proyecto era La luna en el espejo. Fichó a Donoso como guionista, se alcanzó a rodar, pero se quedó sin financiamiento. Caiozzi se dedicó a la publicidad, hasta que consiguió los recursos para terminar su película. Finalmente se estrena en 1990, seis años después de su rodaje.

La historia del cine chileno es una historia de promesas e ilusiones rotas. Y la década del 90 no fue la excepción. Gloria Münchmeyer y su copa Volpi representaban, una vez más, la esperanza de crear una industria del cine chileno. Fue una etapa de reconocimientos y de una explosión creativa en que la diversidad de estilos y géneros resultó inevitable en un universo de casi 40 títulos. Fue también un momento de reencuentro, entre los cineastas del exilio, los pocos que se quedaron y una generación más joven, que había comenzado a hacer cine con todo en contra.

Para los espectadores, fue un momento en que volvimos a reconocernos en el cine. Ese gesto, tan cotidiano como poderoso, es la esencia del cine de indagación del que hablaba Raúl Ruiz durante su etapa chilena, antes del exilio: “Creo que es fundamental realizar un cine que provoque una identificación o, mejor dicho, una autoafirmación nuestra a todos los niveles, incluso a los más negativos. La función de reconocimiento me parecía –y me parece– la más importante indagación en los mecanismos reales del comportamiento nacional”.

Ruiz fue justamente un enlace entre el Nuevo Cine Chileno, que surgió en medio de la efervescencia política de los años 60 y una generación de directores que nunca habían tenido contacto con sus padres creativos. Para muchos, Ruiz era un secreto compartido en malas copias en VHS o en ciclos de cine en el Instituto Chileno-Francés de Cultura. El rescate y posterior estreno de Palomita blanca (1973), en 1992, fue la oportunidad de conocer un eslabón perdido del cine local y una aproximación sociológica al Chile de la UP que hasta entonces había estado vedada.

Entre los cineastas, un punto de inflexión fue el III Festival Internacional de Cine de Viña del Mar, realizado en octubre de 1990, que se conoció como el festival del reencuentro, en que Ruiz fue uno de los invitados, junto a otros directores del exilio, como Valeria Sarmiento, Miguel Littin y Orlando Lübbert. Allí estuvieron como invitados nombres que después filmarían películas clave, como es el caso de Gustavo Graef Marino y su Johnny Cien Pesos (1993), que incursiona exitósamente en el cine de género.

Que este reencuentro ocurriera en el Festival de Viña del Mar era muy simbólico. Creado bajo el empuje de Aldo Francia, director de Valparaíso mi amor –uno de los títulos fundacionales del Nuevo Cine Chileno de los 60–, este festival se convirtió en una leyenda para el cine latinoamericano de esa época. En esta nueva versión, la película de apertura fue Caluga o menta (1990), de Gonzalo Justiniano, un director que había estudiado en París y que representaba a la generación de recambio. 

La década anterior había terminado con tres películas que anunciaban esta resurrección del cine chileno. Desde el documental, Ignacio Agüero registra un Chile completamente ajeno al de la televisión en Cien niños esperando un tren (1988), que recoge la experiencia de los talleres de cine de Alicia Vega en las poblaciones, mientras que en Imagen latente (1987), Pablo Perelman recurre a la ficción para relatar una historia dolorosa y autobiográfica: la de un fotógrafo que busca a su hermano detenido desaparecido. El filme fue censurado y solo se pudo estrenar tras la vuelta de la democracia.

El tercer título es Sussi (1988), de Justiniano, que reinventa el mito de la chica de provincia que llega a la capital en busca de nuevas oportunidades. La cinta sirvió para instalar a la actriz protagónica, Marcela Osorio, como una figura erótica, algo no menor en un país pacato y clausurado también en su sexualidad. 

Justiniano demostró ser uno de los directores más lúcidos para entender los desafíos de ese país que dejaba atrás la dictadura. En Caluga o menta representa a ese Chile ignorado y silenciado por las teleseries que, a falta de un cine local, fueron las ficciones más consumidas durante los 80. Es icónica la imagen del Niki, el protagonista, con el torso desnudo, tendido junto a sus amigos en un sitio eriazo, como si estuviera en la playa pero con los pies en la tierra, ajeno a la contingencia política y fuera del sistema. 

La descripción de estos personajes en el libro Huérfanos y perdidos. El cine chileno de la transición, de Ascanio Cavallo, Pablo Douzet y Cecilia Rodríguez, resuena tan precisa como actual: “Viven en una árida población de Lo Espejo, marginales y desocupados, pero sobre todo escépticos ante el cambio de régimen político, que no modifica su situación de abandono. Para ellos, la democracia es un mero cambio de énfasis”.

Un país de huérfanos

Los 90 fueron un laboratorio en que se ensayaron las más distintas fórmulas, géneros y temáticas. Dos de los títulos más desconcertantes del cine chileno pertenecen a esta etapa. Es el caso de Entrega total (1994), de Leo Kocking, una road movie disparatada y con un casting confuso, en que una cantante (María Erica Ramos) sufre una decepción amorosa y parte al norte para rehacer su vida, periplo en que se topa con un prófugo de la policía (Axel Jodorowsky, hijo del escritor y cineasta Alejandro Jodorowsky). 

Más descabellada aún es Takilleitor (1998), de Daniel de la Vega. En la trama –si es que podemos hablar de trama– un par de ex funcionarios de la CNI persiguen a un papagayo –sí, hay un papagayo– que esconde un secreto político, a lo que se suma la presencia del cantante Luis Dimas, que se interpreta a sí mismo y termina secuestrado por un ovni. Biopic, policial, ciencia ficción y parodia se mezclan sin pudor alguno. El resultado, por supuesto, es delirante y no es raro que se haya convertido en una película de culto.

En el otro extremo, Johnny Cien Pesos fue la experiencia más sólida de un cine de género que, a la vez, era capaz de registrar las contradicciones de una sociedad que transitaba hacia una estabilidad económica, pero acechada por los fantasmas de la precariedad. Estrenada en 1993, la cinta se basó en un episodio policial ocurrido en octubre de 1990, en que un escolar de 17 años participó del asalto a una casa de cambios clandestina, lo que terminó con una toma de rehenes, en pleno centro de Santiago. 

Narrada como un policial, en la tradición de Tarde de perros (1975), de Sidney Lumet, Graef Marino no esquiva el contexto del suceso. Desde la participación de las autoridades, ya que se trataba del primer asalto con toma de rehenes en el país, hasta la cobertura sensacionalista de la televisión. En una de las escenas más recordadas, Paty (Paulina Urrutia), la polola del adolescente, contaba, en vivo y en directo, cómo “el Johhny” le había “tajeado la mano a su papi”.

Johnny Cien Pesos fue la película chilena más taquillera de la década. Pero su éxito no se replicó. Los chilenos volvimos a ver filmes nacionales en las salas, pero no de una manera tan masiva para sostener a una industria. Curiosamente, gran parte de las cintas se exhibieron después en televisión abierta, donde lograron altos ratings. Pese al cambio de las condiciones de producción y circulación, los premios internacionales y la aparición de ayudas estatales, hacer cine en Chile siguió siendo una empresa en la que se necesitaba empeño, coraje, y hasta cierto grado de locura. Dentro de este panorama, surgen nuevos directores que pronto se revelarán como indispensables, como es el caso de Andrés Wood con Historias de fútbol (1997) y El desquite (1999). Otros, en cambio, pese al ruido mediático, rápidamente caerán en la irrelevancia, como pasó con Marco Enríquez-Ominani y su Bienvenida Casandra (1997). 

Un caso aparte es el de Cristián Sánchez, quizá el más perseverante de los cineastas chilenos, discípulo avezado de Ruiz y dueño de una filmografía vanguardista, más cercana a un cine de autor. Pese a las dificultades, Sánchez fue capaz de estrenar tres títulos en los 90, desde la enigmática El cumplimiento del deseo (1994) a Cautiverio feliz (1998), una aproximación al libro de Núñez de Pineda que evitaba la épica de las películas históricas.

En un campo dominado por voces masculinas, lo de Tatiana Gaviola fue una proeza. Como otros cineastas, trabajaba regularmente en publicidad, donde fue discriminada por ser mujer. Su primer largometraje, Mi último hombre (1996), participó en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes y transcurre en una ciudad más bien arrasada, casi onírica. Con ecos del Chile de la postdictadura, la protagonista (Claudia Di Girolamo) es una periodista casada con un funcionario de gobierno que se involucra con un terrorista. 

A la apuesta de Christine Lucas por el thriller psicológico (En tu casa a las ocho, de 1995, y Last call, de 1998), se suma el retorno de Valeria Sarmiento, la más importante de las directoras chilenas. Con una carrera forjada en el exilio, Amelia Lopes O’Neill (1991) fue una de las grandes coproducciones de cine de la transición, con Franco Nero y Laura del Sol, dos reconocidos actores extranjeros, en los roles protagónicos. Con un guion coescrito junto a su marido, Raúl Ruiz, Sarmiento filma en el Valparaíso de su infancia una historia en que juega con los clichés del melodrama.

En medio de tantas voces y miradas, Huérfanos y perdidos intenta buscar un elemento común entre las cintas de este periodo: “Aunque no se puede decir que La luna en el espejo inauguró la investigación en las relaciones padre-hijo en el cine chileno, es seguro que abrió un ciclo temático en el cual confluirían, en los años siguientes, numerosos cineastas y películas, hasta convertirlo en el motivo más visitado de los años 90”.

En La luna en el espejo, un viejo marino vive encerrado en su casa de Valparaíso bajo el cuidado de su hijo, el Gordo (así, sin nombre), quien no logra desprenderse del autoritarismo paternal ni siquiera cuando comienza una relación sentimental con su vecina, la cándida Lucrecia (Gloria Münchmeyer). Un universo donosiano y asfixiante, donde este hijo castrado no parece tener salida alguna. 

En La frontera (1991), de Ricardo Larraín, esta orfandad se encarna en distintos planos. En 1985, todavía en dictadura, el profesor de matemáticas Ramiro Orellana (Patricio Contreras) es condenado a la pena de relegamiento en un pueblo del sur. A esta sentencia, que lo arroja en medio de la nada, se suma una complicada (o más bien inexistente) relación con su hijo, ya adolescente, que se quedó en el exilio junto a su madre. En este lugar, que fue asolado hace décadas por un maremoto, Ramiro entabla una relación amorosa con Maite (Gloria Laso), hija de un viejo español (Patricio Bunster) que llegó en el Winnipeg. Mientras la mujer carga con la muerte de un hijo, el anciano vive su propio exilio y la añoranza de la tierra natal.

Formado en la Escuela de Artes de la Comunicación de la UC, Larraín trabajó en publicidad y se aventuró con varios cortometrajes antes de lanzarse con La frontera, su primer largometraje. La fotografía de Héctor Ríos, admirado por su trabajo en El chacal de Nahueltoro (1969), contribuye a esta apuesta por hacer del paisaje salvaje de Puerto Saavedra otro personaje más en la travesía existencial del protagonista. El baile de los hombres solos en el boliche del pueblo, cargado de melancolía y embriaguez, es un conmovedor retrato de la soledad que nos recuerda al Ruiz de Tres tristes tigres (1968).

En su siguiente cinta, El entusiasmo (1998), Larraín contó con un gran presupuesto y un elenco internacional (Maribel Verdú, Carmen Maura), avalado por los premios que consiguió La frontera (Oso de Plata en Berlín, Goya a Mejor Película Extranjera). Era un proyecto ambicioso para una historia en que los personajes son consumidos por el exitismo, y en el que la especulación inmobiliaria es más importante que cualquier principio. Esto ocurría además en el Chile de la prosperidad económica de los gobiernos de la Concertación y de la democracia de los acuerdos. El filme fue un fracaso de crítica y de público y así, Larraín, de forma involuntaria, condensó lo que fueron los 90: una promesa que no se cumplió. Una década en que pasamos del reencuentro y la esperanza al relato de un sueño fallido.


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