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  1. ¿Por qué importa la filosofía?

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    ¿EL FINAL DE LA FILOSOFÍA?

    —Profesor Heidegger, ¿tiene algo para publicar aho­ra? ¿Tiene usted algún manuscrito?

    Con estas palabras, el decano de la facultad de Filoso­fía de Marburgo entró a la oficina de Martin Heidegger un día del semestre de invierno del año 1926. El profesor Heidegger era un hombre más bien bajo, que comenza­ba a abandonar la delgadez de sus primeros años, pero que mantenía un raro brillo en la mirada y una extraña serenidad de campesino sostenida en un delgado bigote. Estaba muy lejos de la aristocracia representada por otro profesor de origen judío, Ernst Cassirer, con quien pocos años después se enfrentaría .

    —Desde luego —respondió Heidegger.

    —Pero la entrega tiene que ser de inmediato —repuso el decano.

    El apuro se debía a que el ministro de Educación ha­ bía rechazado el nombramiento de Heidegger como su­ cesor de Nicolai Hartmann,  arguyendo que el primero no había publicado nada en los últimos diez años.

    El profesor Heidegger se inclinó a un costado de su escritorio, abrió una de las gavetas, cogió un grueso ma­nuscrito que tenía por título Ser y tiempo y lo entregó al decano. Las pruebas de imprenta fueron prontamente enviadas al Ministerio, que, sin embargo, las rechazó por inadecuadas. Después de todo, unas pruebas de imprenta eran solo eso, unas pruebas para corregir y no una pu­blicación en forma.  Solo cuando el volumen se publicó —gracias a Edmund Husserl—, Heidegger fue invitado a dictar la cátedra que Hartmann había dejado vacante.

    La anécdota, relatada por el propio Heidegger casi cuarenta años después,1 muestra la forma en que, a falta de indicios mejores, se exige a la filosofía mostrar su uti­lidad y la ironía en la que, de esa manera, se ve envuelta.

    En efecto, Ser y tiempo pone al descubierto de qué for­ma en la modernidad los seres humanos han olvidado la estructura originaria que los constituye para, en vez de eso, volcarse inconscientemente en la cotidianidad de las cosas hasta concebir la vida entera y su quehacer como simple performatividad, como una ejecución que se jus­tifica a sí misma. Acostumbrados a vernos como sujetos frente a un mundo firme y preconstituido, explicó Hei­degger, hemos olvidado que vivimos en un mundo que hasta cierto punto es el resultado de nuestra propia interpretación, de nuestra propia capacidad de responder las preguntas finales.  Sin darnos cuenta nos habríamos de­jado arrullar por la cotidianidad, por los usos sociales, ol­vidando que somos los únicos seres capaces de preguntar por el ser (esto es, por aquello que subyace a todo lo que hay) y que en el esfuerzo de responder esa pregunta nos configuramos a nosotros mismos.  Uno de los síntomas de ese raro espíritu, por llamarlo así, de esa convicción que olvida nuestras capacidades originarias y petrifica el mundo que tenemos, un espíritu que otros autores pre­fieren llamar «fetichismo» o «enajenación» (consistente en atribuir a las cosas una cualidad humana), es la creen­cia de que todo lo que hacemos se justifica en la utilidad que presta, en que se tenga alguna respuesta inmediata a la pregunta: «¿para qué sirve esto?».

    La ironía consiste en que Heidegger fue víctima de ese síndrome cuando se le instó a publicar el mismo libro que lo describiría.

    Esa pulsión consiste en evaluar el trabajo intelectual no por el contenido que da a luz, sino por el simple hecho de publicarse. Esta es, por supuesto, la manera en que en el mundo moderno, el mundo de la técnica, se mide la eficiencia del trabajo académico. Como no es posible comparar el valor de los contenidos, se mide la cantidad de páginas y los lugares donde ellas aparecen, para saber qué profesor, qué institución, es más productiva y merece el apoyo para su quehacer. Pero hay algo de inauténtico en todo esto, como el propio Heidegger, víctima de esta rutina, puso de manifiesto: la filosofía, o más amplia­mente el trabajo intelectual, se ve empujado a ceder a las rutinas que él mismo denuncia como inadecuadas, susti­tuyendo la urgencia o importancia de los temas a tratar por las probabilidades de que alguien lo publique. Carl Schmitt, en algún sentido un hijo de Heidegger, afirmó por eso, en La tiranía de los valores, que cuando todo se mide -medir es la pulsión de nuestra época— nada vale, puesto que todo debe ser uniformado bajo una misma vara, ¿y cuál puede ser esa sino la mera publicación?

    Lo que subyace en esa exigencia es la idea de que ciertos quehaceres intelectuales, el principal de los cuales sería la filosofía, arriesgan el despilfarro y la inutilidad. Después de todo, como el propio Heidegger pondrá de manifiesto, en un mundo donde todo parece justificarse por la utilidad, por la manera en que sirve a algún desig­nio humano específico, donde cualquier quehacer se jus­tifica ante sí mismo y ante los demás, por la producción de un útil, ¿cuál es el que la filosofía podría exhibir para que se justifique mantener a sus cultores? O más bien, ¿qué utilidad podría exhibir la filosofía, suele decirse hoy, para que desplace del currículum a otros quehaceres in­mediatamente más prácticos?

    La dificultad de responder esas preguntas a la altura de los tiempos —o, dicho de otro modo, de exhibir una utilidad cuantificable— hace incómoda la situación de la filosofía, como lo muestran los permanentes intentos de reducir su presencia en la enseñanza escolar y universita­ria que se han verificado en muchos sistemas educativos, mostrando así la persistencia de este problema. Ocurrió en Francia, en España y acaba de ocurrir en Chile. Es­grimiendo la escasez del tiempo curricular, la necesidad de optimizarlo y las necesidades de capital humano, se planteó si acaso no sería mejor destinar las horas de la filosofía a otros quehaceres donde  ellas poseyeran un empleo más eficiente. Y es que en un momento en el que todo parece medirse por su utilidad fabril, la filosofía pa­rece quedar desnuda de toda justificación. Y si bien esos intentos de arrinconar a la filosofía —o suprimirla— han fallado, ellos mostraron la fragilidad que posee esa dis­ciplina intelectual y la necesidad permanente que tiene de esgrimir en su favor argumentos que al espíritu de la época le parezcan atendibles.

    Algunos autores —entre ellos, Martha Nussbaum—, advertidos de esa fragilidad, han esgrimido algunas ra­zones en favor de la filosofía y las humanidades que, sin embargo, en vez de mostrar la dignidad autónoma de la filosofía parecen ceder al espíritu de la época y su nece­sidad de lo útil. En efecto, Nussbaum ha sostenido que las humanidades, entre ellas la filosofía, nos ayudan a mantener despierto el espíritu crítico, base de la demo­cracia y la compasión que estimula la justicia. Todo eso puede ser cierto, sin duda, pero esgrimir esas como las más importantes razones en favor de la filosofía equivale a darle toda la razón a nuestra época: ¿acaso las des­trezas argumentativas y el espíritu compasivo —algo que también podría desarrollar una academia de deba­tes o una iglesia— son cuanto podría aportar la filoso fía? ¿No hay acaso nada más originario que la filosofía pueda contribuir?

    La insuficiencia del punto de vista de Nussbaum es que, a fuerza de argumentar para salvar la utilidad de la filosofía, arriesga, como los trabajos de Jacques Derrida ponen de manifiesto, deformarla.

    Derrida, quien ha desarrollado parte de su obra en torno a la cuestión de la enseñanza de la filosofía, mues­tra cómo esta última no es inmune a la forma institu­cional de su enseñanza. La filosofía no es un significado que tenga una relación externa con el significante. No es que el contenido y el sentido de la filosofía sean ajenos al contexto en el que se enseña y se cultiva, como si la filosofía pudiera aparentar consentir en que se esperara de ella una utilidad inmediata —del tipo que encuentra Nussbaum— y, una vez practicado el engaño, ella pudiera seguir siendo la misma. Parece obvio que si la filosofía se desarrolla al interior de una institución que hace de la utilidad su justificación central, se llame escuela o uni­versidad, entonces la forma de enseñar la filosofía será la primera que habrá de ajustarse dócilmente a esa forma. Y ese ajuste no será un simple acomodo estratégico de sobrevivencia: acabará siendo una forma de concebir la propia filosofía.

    La filosofía, en suma, no tiene otro camino, ante las exigencias del mundo en el que hoy se desenvuelve, que ser fiel a sí misma, explicar qué es lo que ella hace y cuál es su lugar en la condición humana . Y al hacerlo la filo­sofía se muestra en lo que es . Y es que ocuparse de lo que la filosofía hace —identificar aquello de que habla— es desde ya sumergirse en un asunto filosófico.

    Quizá no exista mejor forma de hacerlo, de mostrar qué hace la filosofía y cuál es la razón de su incomodi­dad contemporánea, que recurrir, como se intenta en lo que sigue, a algunas páginas de Heidegger y a otras de Max Weber. La razón es que ellos no solo escribieron en el mismo clima cultural e intelectual (si bien Weber perteneció a la República de Weimar, advirtió temprano la crisis de la democracia de masas y la manera en que la modernidad era indiferente a los dioses) sino que se pre­ocuparon casi de lo mismo: el lugar del quehacer intelec­tual en la modernidad, esta época que parece empeñada en espantar de todos los lugares las preguntas finales que subyacen en la cultura.

    Weber, en su estudio sobre el espíritu del capitalismo, dijo que en la modernidad los seres humanos acabarían empeñados en su quehacer, desprovistos de todo sentido de la trascendencia, encerrados en una jaula de hierro. La cultura moderna habría comenzado animada por un profundo sentido de la trascendencia que dio origen a la racionalización de la vida, base del capitalismo; pero con el tiempo, observó Weber, ese origen se olvidó y quedó simplemente la rutina del trabajo y del consumo. En ese mundo desencantado, como lo llamó siguiendo un verso de Friedrich Schiller, el sentido final ya no resplandecía y en cambio quedaba entregado a la voluntad, a la decisión frente al destino.

    En 1964 Martin  Heidegger, el mismo que en 1926 había buscado en su gaveta un manuscrito para publi­car y así salvar su carrera, un autor que hizo del senti­do del quehacer filosófico el tema principal de la propia filosofía, escribió una conferencia para la Unesco que fue leída por Jean Beaufret. La conferencia lleva por tí­tulo «El final de la filosofía y la tarea del pensar».  Allí Heidegger explica que una vez que la pulsión de la técni­ca, el impulso a hacer todo medible y cuantificable —la pulsión que lo empujó a publicar Ser y tiempo— triunfe, la filosofía habrá llegado a su fin. Por final de la filosofía este autor no entendió algo negativo, sino una suerte de culminación, de reunión de esfuerzos, de acabamiento. La opinión de Heidegger era que la filosofía occidental habría contribuido a que vivenciáramos el mundo como una suma de objetos frente a un sujeto, que es más o menos como concebimos al mundo en la época técnica. Cuando esa forma de concebirnos se haya consolidado, cuando la época técnica ya no tenga resistencia, incluso la filosofía, afirmó, dejará de tener sentido, habrá perdido la capacidad de mantenernos despiertos frente a nuestra propia condición —el mundo, dijo José Ortega y Gasset, necesita de los «despensadores» (como alguien había llamado despectivamente a Heidegger) para que los demás animales no se duerman—.  Entonces  solo quedaría la posibilidad de pensar, de buscar un «claro» donde el ser (para Heidegger, el ser humano vive agobiado, lo sepa o no, por la pregunta por el ser) alumbre.

    Si Heidegger o Weber tenían razón —nuestra época aún no lo sabe—, ello significa que las arremetidas contra la filosofía son, al mismo tiempo, el signo de que el modo técnico de concebir el mundo, la modernidad tal como la conocemos, habrá triunfado y que la filosofía está llegan­do a término.

    Pero todo eso lo sabremos solo si mantenemos des­pierta —si logramos que ella tenga sentido a los ojos de quien no es especialista— a la propia filosofía. Ese es el objetivo de las páginas que siguen. Echar mano a la filo­sofía para, mirando su quehacer, buscar una respuesta a la pregunta que hoy día se le formula mientras se la intenta desalojar de todas partes: ¿por qué importa la filosofía?

    ¿Por qué importa la filosofía?, Carlos Peña, Taurus, 2018, 222 páginas.

  2. Mayo del 68: un modelo para armar

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    Medio siglo después de la “revolución imaginaria” que hizo tambalear a Francia y Europa durante ocho semanas, cientos de libros –novelas, ensayos, memorias– se han escrito para tratar de dilucidar este evento iconoclasta y multidimensional. Pero así como existe la literatura post-68, también hay una serie de textos que prepararon el camino para la revuelta, la anunciaron o decretaron de antemano su derrota. He aquí una selección de cinco libros precursores y sucesores de Mayo del 68.

    En 1968, la filosofía tuvo su propia crisis. Mientras en las calles de París se agitaban lienzos en los que se anunciaba una nueva trinidad revolucionaria, “Marx, Mao, Marcuse”, los pensadores de la Escuela de Frankfurt, según cuenta Stuart Jeffries en Gran hotel abismo, se peleaban por escrito: por un lado, el citado Herbert Marcuse celebraba la lucha callejera y miraba la revuelta estudiantil y obrera como un paso loable de la teoría a la práctica; y por otro, Theodor Adorno alegaba que los años 60 no eran tiempos para la “postura fácil” de la acción, sino para el “duro trabajo de pensar”.

    En Francia, la envergadura del movimiento popular forzó a los intelectuales a tomar posición. Foucault, que por entonces vivía en Túnez, miró los hechos con cierta distancia: cuando volvió a París, en noviembre del 68, lo impactó la furia de los discursos, un tono que, según contó en 1975, le recordó la retórica del Partido Comunista “en su período más estalinista”. Barthes, por su parte, celebró la explosión de una “palabra salvaje” que, a través de malabares lingüísticos, engendró frases del tipo “prohibido prohibir” o “sean realistas, pidan lo imposible”.

    Para los conservadores, Mayo del 68 es el origen de los males de estos tiempos –desprecio por la autoridad, crisis del concepto de familia, violencia y terrorismo–, pero más allá de la infinidad de opiniones, lo esencial es que reflejan una memoria conflictiva y multidimensional. De ahí que una buena manera de entender los hechos sea buscar respuestas en textos de ficción, filosofía, memorias y ensayos publicados antes y después de 1968, que permiten armar el puzle de esas ocho semanas que remecieron al mundo.

    El segundo sexo, de Simone de Beauvoir (1949)
    Poco después de 1968, el famoso historiador francés Fernand Braudel salió en defensa de lo que llamó “aquella primavera deslumbrante”: “La revolución del 68 tuvo lugar en la medida en que entró en la moral”, afirmó. No es un legado exclusivo de las revueltas francesas –en Estados Unidos y en otras partes del mundo se vivía también un despertar sexual y una toma de conciencia sobre los derechos de las minorías raciales y de género–, pero en el país de los existencialistas, 20 años antes del estallido, se había publicado un ensayo fundacional para el feminismo occidental: El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, un texto que se convirtió, como cuenta la escritora María Moreno, en “el Libro Rojo de la nueva feminidad”.

    El objetivo de Beauvoir no era exigir igualdad constitucional para las mujeres, sino denunciar la desventaja cultural y social. Tomando ideas y conceptos del marxismo, el psicoanálisis y el estructuralismo, la autora propone un análisis radical: la gran derrota histórica de este “segundo sexo”, relegado a un rincón de la Historia, tuvo lugar cuando apareció la propiedad privada y el hombre se convirtió en dueño de los esclavos, de la tierra y también de la mujer. A estas alturas, la tesis del libro es famosa: “No se nace mujer: se llega a serlo”.

    En los años 60, y en particular en la Francia post-68, la desigualdad de género se instaló en la agenda de la izquierda de forma definitiva e imposible de entender sin los aportes de Beauvoir. Mayo del 68 visibilizó y aceleró a nivel local las mutaciones culturales y sociales de los años 60: el cuerpo pasó a ser un territorio político, como dijo luego Foucault, y la libertad sexual fue la forma en que los babyboomers del 68 derrocaron la vieja moral.

    Las reivindicaciones estrictamente feministas comenzaron un par de meses después de las protestas, pero durante las huelgas las mujeres constataron, como se lee en El segundo sexo, que el prestigio viril estaba “muy lejos de haberse borrado”. Según la historiadora Florence Rochefort, las jóvenes eran minoría en las marchas y sus camaradas las seguían viendo en ellas roles serviciales o de compañía. Sin embargo, a la larga el impulso revolucionario tuvo sus efectos, y en los 70 las feministas y los homosexuales se organizaron para combatir un nuevo enemigo: el orden heteropatriarcal.

    Sylvie Chaperon, otra especialista del tema, explica que Beauvoir contribuyó a redefinir el feminismo de la segunda mitad del siglo XX al politizar las cuestiones privadas y al reclamar la libre expresión de las mujeres, una “revolución de la palabra” que constituyó un eje central de Mayo del 68, según escribe Michel de Certeau en el libro La prise de parole, escrito ese mismo año: una particularidad de la revuelta fue que la palabra fue tomada por jóvenes, mujeres, anónimos; grupos que hasta entonces no tenían autoridad para hacerlo y cuyo gesto fue leído como un desacato a la autoridad y a la jerarquía. De ahí nace su imagen idílica: Mayo, ante todo, fue un grito colectivo de libertad.

    Las cosas, de Georges Perec (1965)
    Los años 60 fueron tiempos de cambio, y mientras Barthes, Derrida o Kristeva revolucionaban las formas de entender y analizar los textos –su escritura, lectura y formas de producción–, la literatura vivía su propio remezón: se hablaba de la muerte del tema, de la crisis del autor y de una rebelión contra las formas clásicas, según Patrick Combes, autor de Mai 68, les écrivains, la littérature (2008). Desde los años 50, varios movimientos literarios derrocaron las viejas normas de la escritura, entre ellos, el nouveau roman, el grupo experimental OuLiPo y los situacionistas, con Guy Debord a la cabeza.

    Un lema de 1967 atribuido a esta última corriente vaticinó el ímpetu creativo de las revueltas del 68: “No queremos un mundo donde la garantía de no morir de hambre sea intercambiada por el riesgo a morir de aburrimiento”.

    Mayo se convirtió en un tópico literario que más tarde inspiró un sinfín de libros, pero para comprender el malestar social que despertó a las masas, y en particular a los jóvenes, la literatura pre-68 es clarificadora. Las cosas, de Georges Perec, es quizás el retrato sociológico más lúcido de la época y de esa generación que Godard llamó “los hijos de Marx y Coca-Cola”: a través de la historia de Jérôme y Sylvie, una pareja de veinteañeros que trabaja para empresas de publicidad y que se entrega al placer de los objetos, el escritor inmortalizó la naciente sociedad de consumo que comenzaba a atosigar a una juventud sometida a sus aspiraciones materiales y encandilada por los medios de comunicación.

    Las cosas se adelantó a la derrota de la generación de Mayo del 68 en manos del capitalismo y el consumo: “Millones de hombres lucharon antaño, e incluso luchaban aún, por pan. Jérôme y Sylvie no creían que se pudiera luchar por divanes Chesterfield. Pero, no obstante, hubiera sido la consigna que los habría movilizado más fácilmente”.

    Las cosas escribió Perec en la novela. De paso, anunció lo que Guy Debord advirtió dos años más tarde en La sociedad del espectáculo, a saber: la vida social había sido colonizada por las mercancías, que ser se convirtió en sinónimo de tener, y que tener devino en parecer.

    Daniel Cohn-Bendit frente a La Sorbona. Autor de Forget 68.

    El Anti-Edipo, de Gilles Deleuze y Félix Guattari (1972)
    En los años 60 circularon, dialogaron y convivieron una multiplicidad de ideas y corrientes filosóficas dedicadas a desentrañar el poder, el lenguaje, el marxismo o la psicología, por mencionar algunas áreas, y en ese panorama, un universo de pensadores heterogéneos se dedicaron a modificar el paisaje intelectual: Althusser, Barthes, Foucault, Lacan y Derrida, entre otros, abrieron las mentes de los estudiantes y desataron debates sulfurosos en seminarios abiertos y en aulas universitarias.

    Gilles Deleuze fue uno de los filósofos que más cuestionó el impulso creador con el que las masas buscaron instalar una nueva subjetividad durante Mayo del 68. La revuelta popular, sumada a sus lecturas de Foucault y a sus discusiones con Félix Guattari, lo llevaron a centrar su interés en lo estrictamente político, un giro en su obra que lo hizo volcarse al análisis del capitalismo, como quedó de manifiesto en dos de sus obras esenciales, coescritas junto a Guattari: El Anti-Edipo (1972) y Mil mesetas (1980). En ellas, pusieron en marcha una premisa que Deleuze describió así en su libro Conservaciones (1990): “No creemos en una filosofía política que no esté centrada en el análisis del capitalismo y su evolución”.

    Para Deleuze y Guattari, la explosión social del 68 y su consecuente desestabilización pasajera del orden establecido dejó a la vista una idea que desarrollaron en El Anti-Edipo: que la catexis de deseo revolucionaria (es decir, la energía psíquica de la revolución) es capaz de minar al capitalismo. “¿De dónde vendrá la revolución y bajo qué forma en las masas explotadas? Es como la muerte: ¿dónde, cuándo? Un flujo descodificado, desterritorializado, que mana demasiado lejos, que corta demasiado fino, escapando a la axiomática del capitalismo. ¿Un Castro, un árabe, un pantera negra, un chino en el horizonte? ¿Un Mayo del 68, un maoísta del interior? (…) ¿de dónde vendrá la nueva irrupción de deseo?”.

    La imagen de esta revuelta popular masiva persiguió a Deleuze en los años venideros y lo llevó a articular una fórmula que se volvió famosa a la hora de hablar del tema: “¿Qué es Mayo del 68? Un devenir revolucionario sin futuro de revolución”, o como dice el historiador Boris Gobille, un acto simbólico que engendró un “sentido de lo posible”: el capitalismo, que siempre había parecido inamovible, se mostró durante dos meses como un sistema vulnerable.

    Pero esa interrupción fugaz y simbólica de la continuidad histórica desde la micropolítica –Deleuze y Guattari hablan de Mayo del 68 como un movimiento “molecular” en Mil mesetas– también significó que los poderes perdieran el miedo a la energía revolucionaria, ya que el fracaso de la revuelta demostró una “impotencia radical” para crear un nuevo orden político, como lo plantearon en su ensayo Mai 68 n’a pas eu lieu (1984), cuyo título (Mayo del 68 no tuvo lugar) prueba la distancia que ambos tomaron en los años posteriores frente al suceso.

    Los jóvenes habían accedido como nunca a la educación superior, y si en 1958 había 150 mil estudiantes universitarios, en 1968 eran 500 mil.

    Forget 68, de Daniel Cohn-Bendit (2008)
    No hay fenómeno colectivo, por más revolucionario que sea, que no tenga un portavoz, un personaje carismático o una estrella mediática, y en el caso de Mayo del 68 el elegido fue Daniel Cohn-Bendit, un veinteañero franco-alemán conocido como Dany El Rojo, uno de los rostros principales de la revuelta. Convertido hoy en un célebre y exitoso euro-diputado de la bancada ecologista, este ex anarquista es de los pocos rebeldes que siguieron situados a la izquierda, y aunque su discurso se suavizó con el tiempo, su imagen sigue vinculada a las barricadas de 1968.

    En 2008, cuando se cumplieron 40 años de los hechos, publicó Forget 68, un libro en el que criticó el hito que lo hizo famoso: “Olvídenlo: el 68 se acabó, está enterrado bajo el pavimento, incluso si ese pavimento hizo historia y gatilló un cambio radical en nuestras sociedades”, escribe ahí, y alega que hoy no tiene sentido santificar la rebelión francesa en un mundo tan distinto al de entonces. Mayo, dice, fue el primer movimiento de revuelta global transmitido en vivo por la radio y la televisión, y su fama mediática fue tal, que hasta Sartre lo entrevistó para Le Nouvel Observateur.

    El libro –que no fue ni el primero ni el último en el que abordó el tema– funciona en dos niveles: micro y macro historia se funden en recuerdos personales y análisis de los hechos, bordados más con un espíritu crítico que con nostalgia. Mayo fue un fracaso político innegable, símbolo del fin de los mitos revolucionarios, dice, pero también fue un acelerador de la Historia, un temblor que remeció los conceptos de sociedad, moral y Estado.

    La France d’hier, de Jean-Pierre Le Goff (2018)
    En 1968, Francia vivía un período de fuerte crecimiento económico conocido como los “Treinta años gloriosos” (1945-1975), pero existía la sensación de que el fenómeno no había beneficiado a toda la sociedad. Ese descontento social fue una de las causas de Mayo del 68, pero los factores fueron múltiples: los jóvenes, por ejemplo, habían accedido como nunca a la educación superior, y si en 1958 había 150 mil estudiantes universitarios, en 1968 eran 500 mil. El libro La France d’hier. Récit d’un monde adolescent. Des annés 1950 à Mai 68, publicado este año por el sociólogo Jean-Pierre Le Goff (1949), es un relato sobre la Francia que antecedió a los hechos, algo así como un ejercicio de “ego-historia” en el que, como en el caso de Cohn-Bendit, las vivencias personales –en este caso, de un estudiante de provincia– sirven para trazar un retrato histórico y sociológico de la época que engendró este movimiento que, a ojos del autor, tiene más sombras que luces.

    Le Goff, antiguo anarco-situacionista reconvertido en maoísta durante las protestas, desde hace dos décadas es uno de los principales desmitificadores de Mayo del 68.

    Su análisis lo llevó a crear la noción de “izquierdismo cultural”, con el que definió el afán de la izquierda post-68 por abandonar la cuestión social y abrazar la idea del cambio en las mentalidades y la moral.

    Según dice, la historia de las revueltas ha sido contada principalmente por los vencedores, “sesentayochistas reconvertidos” que se jactaban de su aporte a la modernización de la sociedad y que omitían el lado oscuro del asunto, desde las fracturas entre trotskistas, maoístas –y otras corrientes ideológicas– hasta el nihilismo radical del movimiento. El autor apunta los dardos hacia la autocelebración de los que se creyeron “héroes de los nuevos tiempos” y la idea de Mayo como un mito fundador de los tiempos que corren.

    El segundo sexo, Simone De Beauvoir, Debolsillo, 2007, 728 páginas, $9.000.

    Las cosas, Georges Perec, Anagrama, 2006, 158 páginas, $21.500.

    El Anti-Edipo, Gilles Deleuze y Félix Guattari, Paidós, 2005, 428 páginas, $24.000.

    Forget 68, Daniel Cohn-Bendit, Nouvelles éditions de l’Aube, 2018, 135 páginas, 14€.

    La France d’hier, Jean-Pierre Le Golff, Stock, 288 páginas, 22€.