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  1. Cuentos Policiales Norteamericanos

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    ¿Cómo definir ese género policial al que hemos convenido en llamar de la serie negra según el título de una colección francesa? A primera vista parece una especie híbrida, sin límites precisos, difícil de caracterizar, en la que es posible incluir los relatos más diversos. Basta leer The Asphalt Jungle de W. R. Burnett, They Shoot Horses, Don’t They? de Horace McCoy, The Postman  Always Rings Twice de James M. Cain, The Long Goodbye de Raymond Chandler o The Dain Curse de Dashiell Hammett para comprender que es difícil encontrar aquello que los unifica. De hecho, el género se constituye en 1926 cuando el “Capitán” Joseph T. Shaw se hace cargo de la dirección de la revista de pulp fiction Black Mask, fundada en 1920 por el muy refinado crítico Henry L. Mencken. El “Capitán” (personaje digno de un film de Samuel Fuller, típico en la mitología de la literatura norteamericana), campeón de sable, afecto al póker y al whisky de maíz, no escribió nunca una línea pero fue el verdadero creador del género. (Esto es, sin duda, lo que reconoce Hammett al dedicarle Red Harvest, su primera novela). Shaw cumple en la historia de la literatura norteamericana el mismo papel mítico que aquel jefe de redacción del Toronto Star que, según Hemingway, le enseñó a escribir en prosa (un eco de la importancia que tiene el editor en la definición de la narrativa norteamericana lo dio Harold Ross, director del New Yorker. Los cuentos de Salinger, Updike, Cheever, entre otros, llevan, en más de un sentido, el sello de la revista). Shaw le dio a Black Mask una línea y una orientación, y todos los grandes escritores del género (antes que nada Dashiell Hammett, pero también Horace McCoy, W. R. Burnett, Raoul Whitfield, James Cain, Raymond Chandler) publicaron sus primeros relatos en la revista. De entrada definió un programa: su ambición era publicar un tipo de relato policial “diferente del establecido por Poe en 1841 y seguido fielmente hasta hoy”. Determinado, en el comienzo, por su diferencia con la narrativa policial clásica, el género en-cuentra allí, provisoriamente, su unidad.

    Así podemos empezar a analizar esos relatos por lo que no son: no son narraciones policiales clásicas, con enigma, y si se los lee desde esa óptica (como hace, por ejemplo, Jorge Luis Borges) son malas novelas policiales.

    Lo que en principio une a los relatos de la serie negra y los diferencia de la policial clásica es un trabajo diferente con la determinación  y la causalidad. La policial inglesa separa el crimen de su motivación social. El delito es tratado como un problema matemático y el crimen es siempre lo otro de la razón. Las relaciones  sociales aparecen sublimadas: los crímenes tienden a ser gratuitos  porque la gratuidad del móvil fortalece la complejidad del enigma. Habría que decir que en esos relatos  se trabaja con el esquema de que a mayor motivación menos misterio.

    El que tiene razones para cometer un crimen no debe ser nunca el asesino: la retórica del género nos ha enseñado que el sospechoso, al que todos acusan, es siempre inocente. Hay una irrisión de la determinación que responde a las reglas mismas  del género. El detective nunca se pregunta por qué, sino cómo se comete un crimen, y el milagro del indicio, que sostiene la investigación,  es una forma figurada de la causalidad. Por eso el modelo del crimen perfecto que desafía la sagacidad del investigador es, en última instancia, el mito del crimen sin causa. La utopía que el género busca como camino de perfección es construir un crimen sin criminal que a pesar de todo se logre descifrar. En este sentido,  si la historia interna de la narración policial clásica  se cierra en algún lado hay que pensar en El proceso de Kafka, que invierte el procedimiento y construye un culpable sin crimen.

    Los relatos de la serie negra (los thrillers, como los lla- man en Estados Unidos) vienen justamente a narrar lo que excluye y censura la novela policial clásica. Ya no hay misterio alguno en la causalidad: asesinatos, robos, esta- fas, extorsiones, la cadena siempre es económica. El dinero que legisla la moral y sostiene la ley es la única razón de estos relatos donde todo se paga. Allí se termina con el mito del enigma, o mejor, se lo desplaza. En estos relatos el detective (cuando existe) no descifra solamente los misterios de la trama, sino que encuentra y descubre a cada paso la determinación de las relaciones  sociales. El crimen es el espejo de la sociedad, esto es, la sociedad es vista desde el crimen: en ella (para repetir a un filósofo alemán) se ha desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría las relaciones  personales hasta reducirlas a simples relaciones de interés, convirtiendo a la moral y a la dignidad en un simple valor de cambio. Todo está corrompido y esa sociedad (y su ámbito privilegiado: la ciudad) es una jungla: “el autor realista de novelas policiales (escribe Chandler en The Simple Art of Murder) habla de un mundo en el que los gángsters pueden dirigir países: un mundo en el que un juez que tiene una bodega clandestina llena de alcohol puede enviar a la cárcel a un hombre apresado con una botella de whisky encima. Es un mundo que no huele bien, pero es el mundo en el que vivimos. No es extraño que un hombre sea asesinado  pero es extraño que su muerte sea la marca de lo que llamamos civilización”.

    En el fondo, como se ve, no hay nada que descubrir, y en ese marco no sólo se desplaza el enigma sino que se modifica el régimen del relato. Por de pronto el detective ha dejado de encarnar la razón pura. Así, mientras en la narrativa policial clásica todo se resuelve a partir de una secuencia lógica de hipótesis, deducciones con el detective inmóvil, representación pura de la inteligencia analítica (un ejemplo a la vez límite y paródico puede ser el Isidro Parodi de Borges y Bioy Casares que resuelve los enigmas sin moverse de su celda), en la novela policial norteamericana no parece haber otro criterio de verdad que la experiencia: el investigador  se lanza, ciegamente, al encuentro de los hechos, se deja llevar por los acontecimientos y su investigación produce, fatalmente, nuevos crímenes. El desciframiento  avanza de un crimen a otro; el lenguaje de la acción es hablado por el cuerpo y el detective, antes que descubrimientos, produce pruebas. Por otro lado ese hombre que en el relato representa a la ley sólo está motivado por el dinero: el detective es un profesional, alguien que hace su trabajo y recibe un sueldo (mientras que en la novela clásica el detective es generalmente  un aficionado, a menudo, como en Poe, un aristócrata que se ofrece desinteresadamente a descifrar el enigma). Curiosamente es en esta relación explícita con el dinero (los 25 dólares diarios de Marlowe) donde se afirma la moral; restos de una ética calvinista en Chandler: todos están corrompidos menos Marlowe, profesional honesto, que hace bien su trabajo y no se contamina, parece una realización urbana del cowboy. “Si me ofrecen 10.000 dólares y los re- chazo, no soy un ser humano”, dice un personaje de James Hadley Chase. En el final de The Big Sleep, la primera novela de Chandler, Marlowe rechaza 15.000. En ese gesto se asiste al nacimiento de un mito. ¿Habrá que decir que la integridad sustituye a la razón como marca del héroe? Si la novela policial clásica se organiza a partir del fetiche de la inteligencia pura y valora, sobre todo, la omnipotencia del pensamiento y la lógica abstracta pero imbatible de los personajes encargados de proteger la vida burguesa, en los relatos de la serie negra esa función se transforma  y el valor ideal pasa a ser la honestidad, la “decencia”, la incorruptibilidad. Por lo demás se trata de una honestidad ligada exclusivamente a cuestiones de dinero. El detective no vacila en ser despiadado  y brutal, pero su código moral es invariable en un solo punto: nadie podrá corromperlo. En las virtudes del individuo que lucha solo y por dinero contra el mal, el thriller encuentra su utopía. No es casual, en fin, que cuando el detective desaparezca de la escena, la ideología de estos relatos se acerque peligrosamente  al cinismo (caso Chase) o mejor, cuando el detective se corrompe (caso Spillane) los relatos pasan a ser la descripción cínica de un mundo sin salida, donde la exaltación de la violencia arrastra vagos ecos del fascismo. Asistimos ahí a la declinación y al final del género: su continuación lógica serán las novelas de espionaje. Visto desde James Bond, Philip Marlowe es Robinson Crusoe que ha vuel- to de la isla.

    La transformación que lleva de la policial clásica  al thriller no puede analizarse según los parámetros  de la evolución inmanente de un género literario como proceso autónomo. Es cierto que la novela policial clásica se había automatizado (en el sentido en que usan este término los formalistas rusos), pero esa automatización (denunciada por Hammett y Chandler y parodiada en novelas como The High Window y The Thin Man) y el desgaste de los procedimientos no puede explicar el surgimiento de un nuevo género, ni sus características. De hecho, es imposible analizar la constitución del thriller sin tener en cuenta la situación social de los Estados Unidos hacia el final de la década del veinte. La crisis en la bolsa de Wall Street, las huelgas, la desocupación, la depresión, pero también la ley seca, el gangsterismo político, la guerra de los traficantes de alcohol, la corrupción. Al intentar reflejar (y denunciar) esa realidad, los novelistas norteamericanos inventaron un nuevo género. Así al menos lo creía Joseph T. Shaw, quien al definir la función de Black Mask señalaba que el negocio del delito organizado tenía aliados políticos y que era su deber revelar las conexiones entre el crimen, los jueces y la policía. En 1931 declaró: “Creemos estar prestando un servicio público al publicar las historias re- alistas, fieles a la verdad y aleccionadoras sobre el crimen moderno de autores como Dashiell Hammett, W. R. Bur- nett y Whitfield”. En este sentido la novela policial se conecta con un proceso de conjunto de la literatura norteamericana de esos años. El pasaje de los twenties al New Deal está signado por la toma de conciencia social de los escritores norteamericanos. El ejemplo más notable es el de Scott Fitzgerald (hay que leer su Notebooks donde se define como socialista, o analizar en ese marco The Last Tycoon y las notas que acompañaron la redacción de esa novela), pero el proceso alcanza también a Faulkner (basta ver su saga de los Snopes) y por supuesto a Hemingway (que en los años treinta no sólo trabaja por la República Española e integra el Comité de escritores antifascistas, sino que colabora en New Masses, periódico del Partido Comunista). Son los años de la literatura proletaria, de la Partisan Review en la que Edmund Wilson, Lionel Trilling y Mary McCarthy defienden posiciones radicals; los años en que Dos Passos publica su trilogía (U.S.A.), Steinbeck The Grapes Of Wrath, Michael Gold Jews Without Money, Caldwell Tobacco Road, Hemingway To Have and Have Not (cuyo primer capítulo, publicado antes como cuento con el título de “One Trip Across” es un modelo de thriller). Son los años en que empiezan a publicar sus libros, desde la misma óptica, Nathaniel West, Katherine Ann Porter, Daniel Fusch, Nelson Algren, John O’Hara. Los escritores de Black Mask están ligados a esa tendencia: el caso de Dashiell Hammett (también colaborador de New Masses) es el más conocido,  y Lillian Hellman lo ha narra-do, con cierta incómoda distancia, en el retrato biográfico que prologa Blood Money.

    El thriller surge como una vertiente interna de la literatura norteamericana, y la constitución del género debe ser pensada en el interior de cierta tradición típica de la literatura norteamericana: lo que podríamos llamar el costumbrismo social que viene de Ring Lardner y de Sherwood Anderson, antes que en relación con las reglas clásicas del relato policial. En la historia del surgimiento y la definición del género el cuento de Hemingway “The Killers” (1926) tiene el mismo papel fundador que “The Murders in the Rue Morgue” (1841) de Poe con respecto a la novela de enigma. En esos dos matones profesionales que llegan de Chicago para asesinar a un exboxeador al que no conocen, en ese crimen por encargo que no se explica y en el que subyace la corrupción en el mundo del deporte, están ya las reglas del thriller, en el mismo sentido en que las deducciones del caballero Dupin de Poe preanunciaban toda la evolución de la novela de enigma desde Sherlock Holmes a Hércules Poirot. Por lo demás en ese relato (y en el primer Hemingway) está también la técnica narrativa y el estilo que van a definir el género: predominio del diálogo, relato objetivo, acción rápida, escritura blanca y coloquial. Por esto no es casual que Chandler haya comenzado por escribir una parodia de Hemingway, “The Sun Also Sneezes”, “dedicado sin ninguna razón al mayor no-velista norteamericano actual: Ernest Hemingway”; o que Hemingway se llame uno de los personajes de Farewell, My Lovely. Por lo demás, en 1931 aparece Sanctuary de Faulkner, que puede ser considerada  una de las mejores novelas del género y que tiene un papel clave en su transformación. Porque el desarrollo del thriller hacia formas cada vez más alejadas del relato policial propiamente dicho (como de un modo u otro lo practicaban Hammett o Chandler) está marcado por la primera novela de James Hadley Chase, No Orchids for Miss Blandish (1937), que no es más que una remake de Sanctuary.

    El thriller es uno de los grandes aportes de la literatura norteamericana a la ficción contemporánea. Nacido en una coyuntura histórica precisa, literatura social de notable calidad, el género se cristaliza y culmina en la década del treinta: The Long Goodbye de Chandler (1953) marca su final y es ya un producto tardío. Los que siguen, escritores excelentes como Chester Himes, Donald Henderson Clarke, Kenneth Fearing o David Goodis, para nombrar a los mejores, se desligan cada vez más de esa tradición y en el fondo no hacen más que repetir o exasperar las fórmulas establecidas por los clásicos.

    En esta antología hemos seleccionado cinco relatos que se ligan al momento de constitución del género. En la narración de Hammet aparece el gordo detective que será protagonista de Red Harvest, pero puede encontrarse también el clima que hará famoso el desenlace de The Maltese Falcon. “Blackmailers Don’t Shoot” es el primer relato de Chandler: publicado en Black Mask  en diciembre de 1933, muestra la perfección de la que fue capaz en su debut como escritor. El cuento de McCoy, también publicado en la revista de Shaw, es uno de los escasos relatos breves que escribió el autor de I Should Have Stayed Home. Los relatos de W. R. Burnett y de James M. Cain recibieron en 1930 y en 1936 el premio O. Henry al mejor cuento norteamericano del año, lo que prueba que en aquel mo- mento los escritores de Black Mask estaban lejos de ser considerados practicantes de una literatura “menor”.