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  1. Lectura y conferencia de Anne Carson en la UDP (2018)

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    Anne Carson, destacada poeta, especialista en estudios clásicos y actual profesora de escritura creativa (NYU) visitó Chile gracias a una alianza entre la Cátedra abierta en homenaje a Roberto Bolaño, el Centro para las Humanidades UDP y FILBA Santiago 2018.

    Conferencia “Albertine, rutina de ejercicios”

    Lectura “Red Doc a dos voces” con Anne Carson y Verónica Zondek

  2. Diarios

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    Una soledad irreductible

    Arthur Schnitzler, el autor de La ronda, de El teniente Gustl, de Relato soñado, de La señorita Else, de una gran obra que discurre como un puente entre los siglos XIX y XX, no cesó de escribir sus Diarios. Su obra es enorme; pero sus Diarios alcanzan dimensiones gigantescas, superlativas. los comenzó en 1879, cuando no había cumplido siquiera los diecisiete años de edad. A partir de esa fecha, y hasta su muerte, dejó constancia prácticamente todos los días de sucesos, emociones, dudas, encuentros, estrenos y publicaciones. Creó así un opus ingente, que ocupa diez volúmenes en la edición póstuma de la Academia de las Ciencias austríaca (1981-2000).

    Schnitzler nació y murió en Viena. Así como cabe trazar el recorrido de uno de sus personajes más singulares y conocidos, el teniente Gustl –quien, tras recibir una afrenta por parte de un simple ciudadano, deambula por la ciudad, herido en su honor y dispuesto a suicidarse–, cabe también dibujar un mapa con los jalones más importantes de la vida del autor en la capital austríaca. La Praterstrasse, donde nació; las casas en el centro urbano donde vivió desde su infancia hasta su casamiento; el barrio residencial de Cottage, en el distrito XVIII, donde residió hasta su muerte; los teatros en los que se estrenaban sus obras; los cafés y restaurantes que frecuentaba; las residencias de sus amantes, los hoteles donde tenían lugar las citas…

    Pese a los diversos viajes que realizó, pese a la buena acogida que obtuvieron sus dramas en Berlín, fue básicamente en Viena donde desarrolló Schnitzler su carrera literaria, que emprendió a despecho de las presiones de su padre –un afamado laringólogo, fundador y primer director de la Policlínica General Vienesa–, quien abrigaba el deseo de que su hijo mayor asumiera, por así decirlo, su herencia en el campo de la medicina. Arthur Schnitzler estudió, en efecto, medicina, trabajó en la celebérrima policlínica, así como en el hospital general de Viena; sustituyó a su padre durante las ausencias de éste y abrió incluso una consulta propia. Además, colaboró en diversas revistas especializadas, trabajando como corrector de estilo en la de su padre o como redactor de otra publicación fundada asimismo por su progenitor: la Internationale Klinische Rundschau (donde también daba a conocer sus escritos un médico llamado Sigmund Freud), o publicando, por ejemplo, en 1889, un texto sobre el tratamiento de la afonía mediante la hipnosis.

    Sin embargo, su vocación era otra: la literatura, lo cual suponía una constante fuente de conflictos con su progenitor. Mientras era estudiante, y luego, mientras ejercía su profesión de médico, no cesó de escribir poemas, dramas, algún relato. Él mismo admitiría que poco de lo escrito en aquellos años valía la pena. las tensiones que provocó esa necesaria doble vida fueron enormes.

    El 30 de marzo de 1885, Schnitzler recibía el título de doctor en medicina. Un año después comenzaba a publicar en revistas literarias. Poco a poco fue afianzando su reputación en este otro ámbito. Dos hechos contribuyeron de manera fundamental a su consolidación como escritor. El primero, el encuentro con Olga Waissnix, esposa del dueño de un renombrado hotel fundado en 1823 en Reichenau, en la zona prealpina al sur de Viena. Ella confió en el escritor Arthur Schnitzler y lo animó a seguir la carrera literaria. Apenas pudieron verse, porque el marido miraba con recelo la amistad de su esposa con ese joven. Schnitzler escribiría en una ocasión a Olga Waissnix: «En todos estos años quizá sólo hemos vivido juntos un breve día».

    Ella murió a los treinta y cinco años de edad. Poco antes de fallecer escribió a Schnitzler: «Usted ha sido desde luego lo más hermoso de mi vida». Así resume el autor austríaco Hans Weigel esa amistad que duró casi doce años: «Sin olga Waissnix, Schnitzler quizá no habría llegado a ser escritor y desde luego no habría sido el escritor que fue».

    El otro hecho decisivo para la evolución literaria de Schnitzler fue el contacto, desde comienzos de la década de los noventa del siglo XIX, con los literatos del café Griensteidl, el grupo llamado Joven Viena, al que pertenecían Paul Goldmann, Richard Beer-Hofmann, Hugo von Hofmannsthal, Felix Dörmann, Felix Salten, Raoul Auernheimer, Peter Altenberg y, tangencialmente, también Karl Kraus. Se trataba de un círculo heterogéneo que, no obstante, desempeñó un papel crucial a la hora de conectar la literatura austríaca con las corrientes  europeas del momento. Su líder y portavoz fue Hermann Bahr, quien había vivido un tiempo en París. Su intención era incorporar a la poseía, a la narrativa y a la dramaturgia en lengua alemana los impulsos procedentes de Francia: el simbolismo, la literatura de la decadencia, el arte por el arte. Schnitzler, que formaba parte del grupo, no comulgó con todas sus tendencias y propuestas literarias, pero sí estableció relaciones duraderas, a las que se refiere con asiduidad e inteligencia en los diarios.

    También contribuyó a este proceso de afianzamiento en la escritura la muerte del padre, el 2 de mayo de 1893. Aunque durante un tiempo continuó ejerciendo la medicina, a partir de ese momento Schnitzler se dedicó con más ahínco a escribir. El 3 de septiembre empezó el drama Armes Mädel (‘Pobre muchacha’),  que luego titularía Liebelei (‘Amorío’). lo concluiría el 4 de octubre y, estrenado dos años más tarde en el principal teatro de la ciudad, el Burgtheater, le daría el espaldarazo definitivo como dramaturgo.

    Esa época –la de los años previos y posteriores al cambio de siglo– resultó estar llena, además, de intensas relaciones amorosas, en muchos casos simultáneas. Schnitzler, erotómano al que aterraba la abstinencia sexual, fue apuntando entre 1887 y 1892 el número de coitos que consumaba durante sus encuentros, y elaboraba a partir de ello es-tadísticas anuales en sus diarios, que más de una vez parecen redactados por leporello. Con la mirada fría del científico anotaba, ya a los dieciocho años, que el amor no era más que «pulsión sexual asociada a envidia». Por otra parte, sin embargo, no dejaba de reflejar sus sentimientos de afecto y de culpa. En su obra fue, de hecho, pionero a la hora de plasmar el sometimiento de la mujer por el hombre. Sus figuras femeninas dejaron de ser meras proyecciones masculinas y cobra- ron autonomía hasta el punto de que uno de los puntos fuertes de su obra son precisamente los retratos de mujeres.

    También está profusamente presente a lo largo de los diarios la música. Schnitzler tocaba el piano con pericia y pasión. Sus anotaciones ponen de manifiesto esta afición y, además, la importancia que en aquel período finisecular revistió para algunos la figura de Gustav Mahler, contra quien se urdieron toda suerte de intrigas durante el tiempo en que fue director de la Ópera de Viena. Sin embargo, Mahler contó con un público fiel que lo apoyó hasta el final, como se comprueba leyendo a Schnitzler, quien lo consideraba  «el más grande de los compositores vivos», y junto con su madre no cesaba de interpretar a cuatro manos sus obras.

    Los diarios son una ventana que permite a los lectores echar un vistazo a la vida social de la Viena fin-de-siècle; en particular, de la sociedad judía liberal, a la que el autor pertenecía y que tan importante papel desempeñó en aquel tiempo. Las reuniones, los bailes, los amores con las jóvenes de aquella burguesía, deseadas y deseantes, pero al mismo tiempo respetuosas con las reglas que les imponía su posición social, la relación con muchachas procedentes de las clases populares, las célebres «dulces muchachitas»  (süsse Mädel ).

    Pero también la correosa corriente reaccionaria y antisemita que se manifestó luego en los ataques contra Schnitzler y su obra por parte de la prensa conservadora (del Reichspost, por ejemplo, diario cercano a los postulados cristiano-sociales, o del Kikeriki, revista satírica de carácter nacionalista) y de otros medios, así como se hizo patente, décadas más tarde, en los disturbios y agresiones que se produjeron a raíz del estreno de La ronda en Viena.

    El antisemitismo estaba muy arraigado en la sociedad vienesa de finales del siglo XIX y comienzos del XX, y se plasmaba políticamente en el hegemónico Partido Social-Cristiano, fundado por el alcalde de la ciudad, Karl lueger. El libro fundacional del sionismo, El Estado judío, fue escrito por Theodor Herzl en ese ambiente. Herzl y Schnitzler eran prácticamente coetáneos; ambos se conocían, frecuentaban los mismos círculos. Schnitzler leyó el libro de Herzl en cuanto se publicó. Sin embargo, como muchos judíos liberales de la época, veía el movimiento sionista con escepticismo y distancia. Eso sí, contrariamente a otros escritores de origen judío, no negaba la existencia en el Imperio austro-húngaro (como en toda Europa) de una profunda corriente antisemita a la que fue muy sensible. Tenía siempre presente su ser judío. Y si en algún momento lo olvidaba, el antisemitismo dominante se lo recordaba. La realidad política y social se manifestó asimismo con todo su peso cuando un tribunal de honor del ejército austro-húngaro desposeyó a Schnitzler de su rango de oficial (concretamente,  de médico jefe en la reserva) por haber escrito y publicado El teniente Gustl, una obra cuyo contenido había «perjudicado y desacreditado», según la sentencia, al ejército. Schnitzler fue degradado el 21 de junio de 1901 in absentia, pues nunca se presentó ante el tribunal para defenderse.

    Por otra parte, fue asimismo un período de apertura a la modernidad, al progreso, a los avances de la técnica. Ello se pone de relieve en los diarios, en los que se alude a menudo, por ejemplo, a la bicicleta, que empezaba a popularizarse, y a la que Schnitzler enseguida se aficionó; de inmediato  se apuntó también a la novedad que suponía el teléfono; también aparecen el automóvil y el avión, al que recurre como medio de transporte ya en los años veinte (en avión viajó a Venecia tras enterarse del suicidio de su hija Lili). Además, acudía con frecuencia a las salas de cine y se interesó y colaboró en las versiones cinematográficas de su obra: por ejemplo, en Elskosvleg, una película danesa muda de 1914 basada en Amorío, con guión del propio Schnitzler; también en The Affairs of Anatol, dirigida por Cecil B. DeMille (1921); o en La señorita Else, rodada  en 1929, con Elisabeth Bergner en el papel protagonista y con guión del autor.

    En agosto de 1903, Arthur Schnitzler se casó con la cantante olga Gussmann, madre de su hijo Heinrich, nacido un año antes. A partir de entonces,  los diarios se convierten también en sismógrafo de un matrimonio, de sus altos y bajos y, en particular, de las crisis que desembocaron en el divorcio dieciocho años más tarde. los diarios toman nota igualmente de los buenos y malos momentos económicos, pues así como antes apuntaba el número de sus relaciones sexuales, Schnitzler registraría luego sus gastos e ingresos.

    Los diarios de Arthur Schnitzler dejan constancia de sus relaciones sociales, literarias y amorosas y permiten entrever el andamiaje de la sociedad vienesa de la época, pero son al mismo tiempo –a veces básicamente– el lugar donde se apuntan las dudas, las dificultades,  los obstáculos internos, los atascamientos, los ahogos a la hora de escribir.

    A los diarios podía confesar él su eterna insatisfacción con su obra, pero también el convencimiento de su valor cuando la veía tratada con rechazo o con displicencia. En este sentido, son un documen- to descarnado de franqueza. leer los diarios de Arthur Schnitzler significa entrar en la cocina de la creación literaria, significa conocer la génesis de sus textos, sus interrupciones, sus lentos desplazamientos hasta llegar a la versión definitiva, y supone asimismo recorrer la literatura de finales del siglo XIX y comienzos del XX, pues están presentes no sólo las propias creaciones, sino también las de otros, las de Ibsen, Thomas y Heinrich Mann, Karl Kraus o Hugo von Hofmannsthal, por nombrar a algunos.

    Schnitzler, como tantos otros, se encontraba de vacaciones, concretamente en Suiza, cuando el 1 de agosto de 1914 estalló la Primera Guerra Mundial, que supuso un corte profundo en su vida y en su obra. Él no se sumó a las voces intelectuales  que jalearon el esfuerzo bélico y, por tanto, la catástrofe. Contrariamente a otros autores, consiguió mantener una postura independiente, de distancia y de reserva respecto a los catastróficos acontecimientos, sin participar en ninguno de los coros periodísticos y propagandísticos. Con esa distancia y reserva vio también la llegada de la nueva época después de la guerra, la caída de la monarquía y el establecimiento de la república. Cuando ésta se proclamó, el 12 de noviembre de 1918, escribió: «Ha acabado un día de relevancia histórica mundial. Visto de cerca no parece tan grandioso». Schnitzler no creía ni en sistemas ni en regímenes, sólo en personas. Eso sí, pronto notó cambios en la recepción de sus obra. la crítica empezó a considerarlo un autor caduco, representante de un «mundo desaparecido», el de la monarquía. Aun así, siguió cosechando éxitos y reconocimientos, también en el plano privado. Por ejemplo, Sigmund Freud, quien lo consideraba su «doble» y a quien él, a su vez, respetaba sobremanera (había leído sus escritos psicoanalíticos fundamentales y apuntaba con regularidad sus sueños), le manifestaba su admiración. Con todo, los años veinte fueron para él, en el fondo, un tiempo de agobios y tristezas, jalonado por el divorcio de Olga Gussmann, la muerte en un accidente automovilístico de su amiga Vilma Lichtenstern, y sobre todo el suicidio en Venecia de su hija Lili, que acababa de casarse con un fascista italiano.

    Schnitzler cesó de escribir sus diarios a los sesenta y nueve años. La última frase es del 19 de octubre de 1931, dos días antes de su muerte. Había recibido un ejemplar de un libro de su amigo y admirador Egon Friedell y apuntó meticulosamente: «Comencé a leer la Historia cultu-ral de la Edad Moderna de Friedell, volumen 3». Los diarios de Schnitzler, escritos con un propósito de registro, pero también con una intención estética, ocupan un terreno intermedio y experimental entre el alma del escritor y su literatura. En ellos se ven las semillas de sus obras, se observan los primeros indicios de cómo un un dolor o una intuición se convierten  poco después en una creación literaria. El 24 de septiembre de 1897 nacía muerto el hijo que esperaba su amante Marie Reinhardt. El 30 de ese mismo mes apuntaba: «Tras la muerte del niño sentí profundamente que existía una relación entre su muerte y mi falta de interés por el pequeño antes de que naciera». Ese mismo día comenzaba a escribir Camino a campo abierto, novela que trata de la relación entre el músico y aristócrata Georg von Wergenthin y Anna Rosner, una profesora de música perteneciente a la pequeña burguesía. Ella queda embarazada, pierde al bebé justo después del parto, y la relación entre ambos acaba en la nada.

    Además de constituir un semillero y registro de su obra literaria, los diarios son asimismo reflejo cabal de la personalidad del autor. Considerado un consumado psicólogo en sus dramas y relatos, no cesó de analizarse en las páginas que escribía para sí mismo. Por otra parte, sus características psíquicas se manifiestan también en ocasiones en que no alberga la intención de examinarse. Así, por ejemplo, su ánimo proclive a ver la decadencia en el entusiasmo, de vislumbrar la muerte en los momentos de intensidad vital. El 27 de enero de 1896, en una época de éxitos tras el estreno de Amorío y la publicación del relato Morir, apunta: «En vez de abrigar la sensación de haber llegado ahora a lo alto, sólo tengo la siguiente: en diez o quince años esto se acabará».

    Los diarios de Arthur Schnitzler son el documento de una soledad profunda e irreductible. Mientras hacía llegar al público sus creaciones, seguía escribiendo sistemáticamente  algo que era sólo para sí mismo, trabajando mediante la escritura en un muro invisible, en una enorme masa oculta, como las cordilleras que se levantan bajo la superficie del océano. Cabe señalar, no obstante, que Schnitzler tenía muy presente la posibilidad de que sus diarios se publicaran.

    En su disposición testamentaria del 16 de agosto de 1918 se refirió a ello. Y en un anexo del 23 de julio de 1924 manifestó el deseo de que se empezara a pasar en limpio el manuscrito inmediatamente después de su muerte. De hecho, se comenzó antes a hacerlo; su secretaria concluyó en julio de 1931 una copia de los diarios que llegaba hasta el año 1882; tras la muerte del autor, continuó hasta  1912. Es decir, Schnitzler sabía perfectamente que algún día se publicarían.  Es más, les concedía un gran valor; temía su pérdida; los guardaba en una caja fuerte. Durante diferentes períodos los escribió –con pluma de acero hasta 1917 y a lápiz a partir de entonces– con un ligero desfase temporal, basándose en apuntes tomados en agendas y en blocs de notas. En una conversación con Alma Mahler (que tuvo lugar el 24 de marzo de 1928, y a la que ella se refiere en su autobiografía) afirmó ser muy consciente de que él no pertenecía al grupo de los más grandes escritores; aun así, dijo, estaba convencido de que los diarios, cuando se publicaran, estarían a la altura de la obra de los más grandes.

    Cuando las tropas de Hitler entraron en Viena el 12 de marzo de 1938, la ex mujer y viuda de Schnitzler, Olga, tuvo que emigrar. Dada la situación, no podía llevar consigo el inmenso legado del escritor. Pidió entonces ayuda a un estudiante inglés, Eric A. Blackall, quien se hallaba precisamente en la capital austríaca, trabajando en su tesis doctoral sobre Adalbert Stifter. El estudiante reaccionó con prontitud. Enseguida se puso en contacto con la Universidad de Cambridge para ofrecerle como donación los manuscritos y otros objetos de Schnitzler, y recibió una respuesta inmediata y positiva. Oficialmente, pues, el legado pasó a pertenecer a partir de entonces a la biblioteca de la universidad inglesa. Conservado en la casa de Schnitzler en la Sternwartestrasse, en el distrito XVIII, se convirtió en propiedad de una institución británica, y el despacho que lo contenía quedó debidamente sellado por el consulado. El sello en la puerta de esa habitación impidió la entrada en la misma de los destacamentos policiales que en las semanas siguientes a la anexión de Austria registraron la casa en varias ocasiones con la intención de confiscar cuanto pudieran.

    La obra de Schnitzler, considerada «decadente», estaba por supuesto prohibida en la Alemania nazi. En su correspondencia con los responsables de la universidad,  Blackall se comunicaba  mediante siglas, seudónimos y palabras en clave: el legado era el «hijo». El 23 de mayo de 1938 doce grandes baúles arribaron intactos a Gran Bretaña; al día siguiente llegó también Olga Schnitzler, que permaneció un tiempo en el país para ayudar a revisar y ordenar el material, parte del cual se llevó luego a Estados Unidos. No puede afirmarse categóricamente que los diarios estuvieran incluidos en el material que llegó a la biblioteca de Cambridge.  Sea como fuere, sí estuvieron en Estados Unidos y sí se encontraban en el llamado «legado privado» de Schnitzler (diarios y correspondencia) que su hijo Heinrich trajo de vuelta de América cuando regresó a Viena en 1957. Hoy en día el manuscrito de los diarios de Arthur Schnitzler se halla en el Archivo de la literatura en len- gua alemana de Marbach (Fundado en 1955 en Marbach am Neckar, lugar de nacimiento de Friedrich Schiller, el Archivo de la literatura en lengua alemana recoge los legados manuscritos completos o parciales de numerosos grandes escritores, tales como Kafka, Celan, Broch, Dö- blin, Jünger, Hesse, Heinrich Mann, Roth y muchos otros.) donde fue depositado el año 1982.

    El objeto de esta edición, que, por así decirlo, resume en uno solo los diez volúmenes que los diarios de Schnitzler ocupan en la edición de la Academia de las Ciencias austríaca, es ofrecer una idea lo más amplia y cabal posible de su contenido. Además de hacerse una lectura detallada del original, se estudiaron las obras del autor, así como los textos biográficos canónicos de Ulrich Weinzierl, de Konstanze Fliedl, de Reinhard Urbach, de Giuseppe Farese, de Hartmut Scheible, para tener en cuenta, a la hora de la selección, los datos, momentos y relaciones esenciales y decisivos de su vida.

    El autor de esta selección es consciente de haber incumplido en cierta medida la voluntad expresa del autor, quien en su disposición testamentaria del 16 de agosto de 1918 manifestaba que los diarios no habían de ser «abreviados». la edición de la Academia de las Ciencias austríaca cumplió con este requisito, pero nuestro caso es distinto, pues estamos hablando de una traducción, de hacer llegar el texto a un público lector de habla castellana al que no se le puede exigir el mismo conocimiento ni el mismo interés por el autor y sus circunstancias  que a los lectores de lengua alemana. Algún día tal vez se acometa la descomunal y hermosa tarea de traducir íntegros los diarios; en cualquier caso, hasta entonces habrá un volumen que servirá para introducirse en esta obra que el propio autor valoraba altamente.

    Así y todo, se ha procurado proceder con el máximo respeto al espíritu de los diarios. la mayoría de los apuntes correspondientes a un día determinado se han mantenido íntegros, con sólo muy contadas excepciones, para que el lector pueda captar con exactitud la forma y el funcionamiento del texto. la única modificación que se ha introducido afecta a las iniciales. Para nombrarlas, Schnitzler recurría muy a menudo a las iniciales de las personas a las que mencionaba: no tanto por un afán de ocultamiento como para agilizar y simplificar la escritura (su letra, por cierto, es considerada muy difícil de descifrar). Para esta edición en castellano, sin embargo, se ha decidido poner los nombres completos, para facilitar así la lectura y la identificación de las personas aludidas. Sólo se han conservado las iniciales cuando es presumible que las empleara el autor con un propósito de ocultación, como ocurre sobre todo en el caso de las amantes.  Así, por ejemplo, Marie (Mizi) Glümer es, en los diarios, Mz. Más adelante, a partir de la relación de Schnitzler con Marie (Mizi) Reinhard, se convierte en Mz. I, mientras que Marie Reinhard pasa a llamarse Mz. II o Mz. Rh. En estos casos, y en otros similares, era aconsejable mantener es- tas iniciales. otro detalle: se ha conservado el modo en que Schnitzler se refería sistemáticamente  a su cuñado Markus Hajek, nombrándolo solamente por su apellido, Hajek a secas, sin emplear nunca su nom- bre de pila, con lo que denotaba la distancia que mediaba entre ellos.

    En la presente edición están representados, uno tras otro, aunque no siempre con la misma extensión, todos los años que abarcan los diarios, desde 1879 hasta 1931. De este modo puede el lector conocer la evolución del escritor desde sus años de juventud hasta su muerte.

    Tal ha sido uno de los criterios axiales que han guiado al antólogo a la hora de escoger los textos. otro ha sido ofrecer un abanico lo más amplio posible de las reflexiones, de las inquietudes, de los sentimientos, de las relaciones y de las obras de Schnitzler. Por supuesto, queda un poso de insatisfacción. Una antología es una selección destinada sobre todo a resaltar y hacer brillar los textos y pasajes que no incluye. Aun así, se ha intentado reflejar con el máximo respeto posible el esfuerzo y la obra de unos de los principales autores de la mítica Viena fin-de-siècle.

    Diarios, Arthur Schnitzler, Colección Vidas Ajenas, Ediciones UDP, 2018.

  3. Cárceles de Invención

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    Esta antología reúne ocho relatos –uno de ellos inédito– escritos a lo largo de más de tres décadas, en lo que constituye una muestra contundente de la versatilidad técnica y el lenguaje sobrio, afilado, del autor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa. Son historias que prescinden de metáforas, dominadas por una sensación de aflicción, donde la persecución y la paranoia se confunden en la misma medida en que a veces cuesta distinguir la realidad de las pesadillas. Penal, reformatorio, clínica, casa, país: los nombres de las celdas pueden variar, no así la necesidad imperiosa de salir de ellas y recuperar la dignidad de poder elegir cómo se quiere vivir. Porque bajo el poder y la dominación, en las historias de Rodrigo Rey Rosa siempre late una voluntad de alcanzar la libertad.

    NEGOCIO PARA EL MILENIO

    Primera carta

    Enviada a Peter Beyle

    (Presidente de la Asociación Americana de Cárceles Lucrativas)

     

    Querido amigo,

    un hombre en un puesto de autoridad y al que todo el mundo admira debe estar siempre dispuesto a autoexaminarse, como dice el Libro de los cambios. Comienzo esta carta de presentación con una banalidad, pero como todo el mundo sabe, las banalidades son en realidad cosas pro- fundas que, por hastío o por cansancio, hemos dejado de percibir. Ahora bien, no crea –como debe de creer en este momento– que quien le escribe es un chantajista. Es solo que me veré obligado a usar el lenguaje y quizá también los métodos de los chantajistas para comunicarme con usted. Y aunque conozco más acerca de sus actividades de lo que usted podría sospechar, aquí se trata pura y simplemente de una proposición de negocios. Mi cautela, extremada y aun enfermiza si usted quiere, se debe a que me encuentro en una posición muy desfavorable y al temor de que usted –hombre de gran éxito y por lo tanto, cabe suponer, de es- casos escrúpulos, pese a las apariencias– se aproveche de ella y pretenda conservar para sí mismo todas las ganancias que pueda generar el negocio que quiero proponerle.

    Puedo casi imaginar los indignados levantamientos y fruncimientos de cejas que estas líneas han de producirle y espero que no impidan que siga leyendo mi carta, pero, con el fin de suscitar su interés, debo proferir una ligera amenaza –una advertencia, más bien: no soy una persona respetable. Soy –y al revelarlo parecerá que falto a mi propia resolución de ser cauteloso– un huésped de lo que usted llamó alguna vez, cínicamente por cierto, la más lucrativa cadena de hoteles que ha existido jamás, que está completa el cien por ciento del tiempo, con reservas y lista de espera para los próximos 10 años.

    Hace varios años que disfruto de su hospitalidad, y durante todo este tiempo he tenido la ocasión de enterarme de muchos detalles del funcionamiento de su empresa. Desde luego, yo podría estar mintiéndole, y es posible que todo lo que sé lo averiguara estando fuera, o que ingresara aquí solo con el fin de dar los últimos toques a este negocio que voy a proponerle, que bien valdría un sacrificio así. O más aún, que todo lo que le he dicho sea falso, que yo no sea un huésped suyo sino un hombre libre que se oculta tras la cara o la firma de un prisionero. Pero no estamos en abril y lo del negocio es absolutamente cierto, como podrá comprobar muy pronto, en cuanto entremos en contacto.

    Mi nombre de batalla será por lo pronto Huésped Indeseable. Le ruego que, a la mayor brevedad, me envíe un acuse de recibo (c/o: penthouse@com) por internet. Diga solamente: Huésped Indeseable, dónde estás. Y yo estaré contentísimo. Es una página de anuncios personales. He optado por esta vía de comunicación porque he podido comprobar que este servicio respeta la intimidad de sus clientes. He tanteado, ofreciendo hasta diez mil dólares para que me revelaran ciertos datos confidenciales, y se han resistido una y otra vez. Claro que por una suma más elevada, quizá sería diferente. He publicado unos doscientos anuncios para nuestro Huésped Indeseable esta semana, de modo que, si usted intenta descubrirme por medio de este servicio, es poco probable que me encuentre al primer intento, pues solo uno de esos doscientos anuncios es el bueno.

    Estaré aguardando ansiosamente su mensaje, y espero que lleguemos a establecer una comunicación recíproca que haga posible este negocio en realidad original, por medio del cual no solo usted y yo sino todo este inexplicable y sobrepoblado planeta podría resultar beneficiado.

    Segunda carta

    A Peter Beyle

    Querido amigo,

    no crea, por favor, que estoy sentido por la falta de respuesta a la anterior. Aunque habría estado muy contento si me hubiera enviado el acuse de recibo para iniciar formalmente nuestra correspondencia, el que no lo hiciera no me descorazona, todavía. Hice enviar la anterior por medio de un mensajero de mi absoluta confianza, a su despacho en las Torres Gemelas del World Trade Center, donde, si mi información es correcta, pasa usted la mayor parte de sus días. De nuevo, no pretendo asustarlo a base de detalles, solo quiero demostrarle que he hecho mi tarea y que conozco su perfil. Me he enterado, por ejemplo, de que viaja todos los días, sin exceptuar los domingos, de su mansión (es una auténtica mansión) en Long Island a las Torres, en helicóptero, a eso de las diez de la mañana, y no vuelve a casa hasta medianoche o así. Su despacho está en el piso 99 de la Torre 2, la de las antenas, y mira al norte. Imagino la vista que tiene de la ciudad –un vasto panorama de cubos de cemento, una especie de lego para niños prodigio que a veces parecerá sublime, a veces infernal. Usted parece estar enamorado de la ciudad, y colecciona fotografías y pinturas de este excepcional paisaje urbano, injerto de hormiguero humano y entrañas de ordenador. Su cuadro favorito, por un artista cuyo nombre no recuerdo, es una pequeña acuarela de la ciudad vista desde lo alto, con un cielo crepuscular algo anticuado y colorido poco realista, con influjo, digo yo, de Turner.

    De todas formas, sé que alguien muy cercano a usted pudo interceptar la anterior, y así dañarlo a usted involuntariamente. De modo que la presente no va dirigida solamente a usted, que quizá piensa que a estas misivas un poco desesperadas lo mejor es responder con el silencio, va dirigida también a esa persona íntima de usted, que podría creer que no entregándole mis mensajes le hace un favor, lo protege, pero que en realidad le perjudica, le hace un desfavor. El negocio que quiero proponerle es lícito y aun honorable. Conozco su reputación de hombre honrado y no sería tan torpe como para hacerle una propuesta que pudiera ir contra las leyes de la nación ni contra un código moral estricto y elevado, como las apariencias indican que es el suyo. Espero que mi oscura posición social y la desfavorable situación en que me encuentro no sean obstáculo para una relación que podría ser –y le ruego que disculpe la repetición– enormemente benéfica para ambos y para la humanidad en general. Así que envíeme ese mensaje que tanto espero. Le doy mis señas una vez más.

    Tercera carta

    A Peter Beyle

    Querido amigo,

    no me doy por vencido. Ahora sé, con casi completa seguridad, que las dos anteriores han llegado a sus manos –dada la serie de despidos en el departamento de seguridad que protege a su corporación. Esta le llegará por un correo distinto; pero le aseguro que esos despidos fueron injustos e inútiles y que mi correo anterior se mantiene incólume. En cualquier caso, no lo culpo por haber tomado esas medidas drásticas, puedo comprender el temor que ha de sentir constantemente un hombre en la posición de usted. Me molesta, sin embargo, el verme obligado a insistir de esta manera, a convertirme en un individuo molesto para usted, cuando mi intención al iniciar estas comunicaciones era precisamente lo contrario: establecer una relación mutuamente beneficiosa  y hasta feliz.

    Pero entiendo que antes de seguir adelante tengo la obligación de hacer todo lo posible para ganarme su confianza. Haré todo lo que esté en mis manos por conseguirlo, tan fuerte es para mí el poder de atracción de esta idea que quiero explicarle,  y que me parece ya una realidad.

    Comprenda, por favor, que no sea yo explícito acerca de la naturaleza del negocio en sí. Seré cándido. Temo que, si le digo lo que pienso, usted sacará todo el provecho de mi idea y se olvidará de mí. Después de todo, esa sería la reacción más humana, especialmente cuando yo he tenido que hacerme odioso para usted con esta serie de mensajes cuya lectura le impongo o pretendo imponerle de esta manera disimulada e impertinente. No he tenido alternativa. Pero no quiero hacerle desperdiciar su precioso tiempo, así que entro en materia.

    No hace falta que se lo recuerde, la Asociación Americana de Cárceles Lucrativas se ha convertido en los últimos años en una de las compañías con mayor rendimiento en la bolsa de valores de Nueva York, con socios accionistas como el Kentucky Fried Chicken, TWA, American Express, para nombrar solo a los más conocidos. Dado el actual estado de cosas, las perspectivas para la AACL son en verdad excelentes. El desempleo en aumento; la creciente afluencia de inmigrantes ilegales; la desesperación típica de todo fin de siglo, para no hablar del milenio; todo esto garantiza un alza en la demanda de celdas de seguridad –y ustedes invierten actualmente gran parte de sus enormes ganancias en la construcción de nuevas prisiones. O sea: el riesgo económico que corren es nulo. Pero existe otro riesgo que no es posible olvidar: el riesgo político de la opinión general.

    Ya hoy en día, un amplio sector de los contribuyentes se quejan de que no existan fondos, por ejemplo, para la educación o salud pública, y comienzan a preguntarse por qué su dinero no se invierte en estas cosas, sino en construir y administrar prisiones. O, más exactamente, en pagarles a ustedes para que las construyan  y administren (a un coste solo mínimamente inferior al de las prisiones del Estado). La preocupación  por reducir los gastos de mantenimiento y operación de las prisiones ha sido una constante para usted, y usted ha hecho grandes progresos en ese sentido, como lo atestigua la nueva prisión de Lawrenceville, un panóptico realmente avanzado, donde un solo guardia es capaz de vigilar simultáneamente a quinientos prisioneros. Aun así, los gastos son altos y siempre se puede economizar más. Pero no voy a aburrirlo con los datos y cifras que usted examina todos los días en las gráficas digitales empotradas en la pared a la derecha de su escritorio. La competencia, y tampoco hace falta que lo diga, es tenaz. Me refiero a los gigantes como la Corrections Corporation of America, la Prisons for Profit Association, o el Private Prison Fund.

    ¿No tendría curiosidad por saber cómo sería posible, en cuestión de semanas y por medio de una inversión mínima, iniciar un negocio que le daría una ventaja vital sobre sus competidores –en la humilde opinión de un huésped de su insólita y exitosa cadena de prisiones, alguien que conoce íntimamente la cárcel, la moral y las debilidades de los prisioneros?

    ¡Contésteme, amigo!

    P.S.: Soy consciente de que sus colaboradores más hábiles trabajan incesantemente en el problema de la reducción de costes, y de que ya en el pasado han dado prueba de sobrada capacidad y brío –i. e. la institución de una fuerza de trabajo paralela dentro de las prisiones, donde está prohibido sindicarse  y la hora laboral se paga a unos veinte céntimos de dólar, con lo cual han creado ganancias enormes para su compañía y han permitido que los mismos productos que hace apenas un lustro llevaban etiquetas como “Hecho en El Salvador”, “Hecho en Corea”, o “Hecho en Guatemala”, hoy lleven de nuevo el orgulloso aviso de Made in USA. Y aprovecho  para señalar también que estas geniales medidas han acarreado las críticas más duras de parte de sus rivales, que hacen todo lo posible por meter un hierro en las ruedas de la carreta de usted, y que han llegado a tacharle de neoesclavista. O sea, que esas medidas han significado para su compañía un alto coste político. No solo los contribuyentes que están cansados de pagar el costoso mantenimiento de los criminales que constantemente les amenazan, también los políticos comienzan a quejarse de la incierta moralidad del sistema que usted valientemente puso en marcha. La gente es mezquina y sus opositores son maliciosos, sin duda, pero en este país los más nume- rosos son los más fuertes y acaban teniendo la razón –si permite que yo se lo diga. Mi solución es distinta. Es una solución a prueba de críticas, rápida y final, que, estoy seguro, se convertirá en popular. Creo que sabrá apreciar estas observaciones, en vista de los preparativos para las ac- tividades electorales que se aproximan (a toda velocidad, o así me lo parece a mí, encerrado como estoy en esta cápsula electrónica  y en vísperas del nuevo milenio).

    Cuarta carta

    A Peter Beyle

    Querido, silencioso amigo,

    sin duda las anteriores han de parecerle el trabajo de un maniático, y me culpo a mí mismo por haberle causado una impresión indeseada. Ahora, si usted cree que estoy loco, me pregunto cómo es que no ha querido contestarme, aunque fuera por cansancio o compasión.  Así podría usted deshacerse de mí de una vez por todas (un simple mensaje dirigido al Huésped Indeseable que dijera: “Re: Negocio del milenio. No interesado. Gracias”, me haría desistir), mientras que con su silencio solo me obliga a seguir escribiéndole,  y le advierto que seré perseverante.

    Hoy no quiero hablarle de negocios; intentaré, una vez más, darme a conocer, a comprender. No le hablaré de mi pasado, por razones que no hace falta explicar, pero también porque el pasado no me interesa. La vida en prisión me ha transformado a tal punto que tengo muy poco en común con el individuo que un día fue arrestado, justa o injustamente, poco importa ya, en una populosa calle de Nueva York.

    Aquí he podido hacer cosas que no hice nunca cuando es- taba fuera, como tomar el hábito del estudio y la lectura. Al principio, me gustó en particular la filosofía, y mis lecturas oscilaban entre la lógica y la metafísica. Aparte de eso, no leía otra cosa que novelas policiacas o de suspense. Hasta hace un par de años, cuando comencé a interesarme por el funcionamiento de su compañía.

    Imagine usted a un hombre reducido a prisión como yo, un hombre que –como en un ejemplo de libro de filosofía– no puede apenas usar su voluntad, que debe sufrir todas las desdichas de este mundo, y pregúntese luego cómo, en tales circunstancias, podría pretender ser feliz. La respuesta del filósofo es, naturalmente, por medio del saber. Así que yo no he renunciado a mi felicidad, por insignificante que pueda ser la felicidad de alguien como yo, y he perseguido el saber, me he instruido. Pero como desde mi celda el mundo exterior parece tan remoto como Europa o la luna, me dedico casi exclusivamente al estudio de las cárceles y particularmente las cárceles privadas; es así como el estudio me ha llevado a usted.

    En materia de prisiones, créame, he leído todos los libros. Prefiero a los autores franceses, con su cinismo particular, que les permitió comprender hace ya dos siglos que el criminal es necesario para el mantenimiento del orden burgués. Qué aburrido resulta, al lado de los franceses, el sueño anglosajón de ciudades blancas sin criminales y sin prisiones. Pero qué salto hemos dado, cuánto material inexplorado para un nuevo Foucault, con la novísima industria de la corrección lucrativa, que usted prácticamente inventó. Es como si el antiguo tablero de ajedrez se transformara de repente y, con las antiguas piezas, tuviéramos que seguir jugando un juego cuyas reglas no han sido formuladas todavía y que los nuevos jugadores tenemos que inventar o descubrir.

    Pues bien, yo creo haber descubierto algo acerca de este nuevo juego, y quisiera –interminablemente me repito– compartir este descubrimiento con usted. En una de las anteriores, le decía yo algo que ya le habrán indicado sus expertos: actualmente la única clase de riesgo para una empresa como la suya es el riesgo político. He aquí uno de mis axiomas, a ver si nos entendemos: si el problema es político, la solución será ideológica.

    Hay un límite para la labor de los ingenieros y técnicos de la norma y la conducta. Yo he querido ir más allá de ese límite. La cosa es tan simple, tan evidente, que me parece increíble que nadie haya dado con ella, que nadie la viera antes que yo. Pero casi todos los grandes descubrimientos han ocurrido así. Desde luego, yo tengo la ventaja de estar dentro para pensar en todo esto, y el secreto de mi… –ya no sé cómo llamarlo: negocio, proyecto, invento… está en el “alma” de los prisioneros, en la manera de pensar de los prisioneros, que casi nadie ha tomado en cuenta. Pero quizá llegó el momento de escuchar a los que estamos dentro, que somos muchos, que somos cada vez más. Recuerde, señor Beyle, que ya en la Francia de 1848 los habitantes de las prisiones dieron un magnífico ejemplo a la sociedad: mientras las escuelas de Angers, La Flèche y Alfort se rebelaban violentamente, la prisión de menores de Mettray dio el ejemplo de la calma.

    P.S.: Una pregunta: si el helipuerto de las Torres se encuentra en la Torre 1, y visto que no hay pasajes elevados entre las dos torres, si su despacho está en la Torre 2, ¿quiere decir que usted tiene que hacer ese largo viaje en ascensor cuatro veces al día?

    Quinta carta

    A Peter Beyle

    Hola, amigo,

    seré breve. Un pajarito, como decíamos antes, me ha traído la noticia, la lamentable noticia de los despidos en el departamento de limpieza. Se ha equivocado usted una vez más. Supongo que el hecho de que más del noventa por ciento de los limpiacristales de rascacielos de Nueva York sean latinoamericanos le haría sospechar que uno de mis mensajeros podía encontrarse entre ellos. No siga intentando localizarme así, pues no lo logrará. He invertido muchísimo tiempo y seso en idear la manera de hacerme inencontrable, si no es a través de internet y según mis instrucciones. No entiendo por qué se resiste a contestarme, pero sospecho que mi idea le interesa verdaderamente y que lo que pretende es apoderarse de ella, aprovechándose de su poder y de mi posición (supuesta –ya se le habrá ocurrido a usted o a alguno de sus especialistas que yo podría ser un hombre libre y que la historia del presidiario es una máscara).

    Yo, por mi parte, he llegado a preguntarme quién es Peter Beyle en realidad. He dicho que conozco su perfil, pero el perfil de un empresario como usted es algo que se fabrica, se realza o se disminuye a capricho, y yo pude –igual que usted conmigo– equivocarme. ¿No será usted –me pregunto de vez en cuando, mientras aguardo su mensaje–, al contrario de lo que yo imaginé, un ser obtuso  y temeroso? Una especie de robot (Hecho en MIT) cuyo programa no prevé la comunicación con alguien tan imprevisible como yo. Lo único que ha podido hacer hasta el momento es enviar cientos de bizcochos* a mis anuncios de internet para ver si yo mordía, cuando le advertí que eso sería en vano; y luego, iniciar un torrente de despidos entre la gente que le rodea y que le ha sido fiel durante años. Vaya desperdicio.

    *   Bizcocho: espía cibernético enviado a tu disco duro a través de tu navegador mientras visitas una dirección de internet. Si visitas de nuevo esa dirección, el procedimiento se invierte, y tu ordenador  y el de tu “servidor” entablan conversación, probablemente sin tu conocimiento. (N. del E.)

    Aprovecho para enviarle mis nuevas señas, por si decide contactarme: HombreInvisible/penthouse@com;  aunque dudo que lo haga y empiezo a investigar otras compañías carcelarias, con la esperanza de encontrar un socio más atrevido que usted. Reciba esto como amistosa advertencia; y recuerde que es usted quien me obliga a buscar otra posibilidad. Le aseguro que, a mi juicio, el socio ideal para esta aventura es usted. Me encantaría que encontráramos la manera de recuperar el tiempo, la energía, el dinero y demás recursos ya invertidos.

    Sexta carta

    A Peter Beyle

    Querido amigo,

    me decepciona usted cada vez más. Protesto: ¡no más despidos! La semana pasada diezmó usted, por culpa mía, al personal cautivo de las dos compañías que emplean a más presidiarios cualificados en toda la nación: TWA y AT&T. Sí, sigo culpándome a mí mismo, pero no crea que me echo toda la culpa. ¿No comprende que todos esos despidos han sido en vano? Supongo que esta última serie de despidos se debió a que usted y su gente piensan que la persona que los importuna con estas cartas debe de ser alguien “cualificado”, y alguien con acceso a los teléfonos y a internet, de modo que podría ser uno de los cientos de miles de empleados cautivos de estas compañías. Esa era una posibilidad, desde luego. Era. Hágame caso: detenga esa estúpida catarata de despidos, que no le llevarán a nada, y que me enojan. Realmente me enojan, pues causan un dolor y un sufrimiento innecesarios a gente que ya no los necesita, que ya tiene bastante de todo eso.

    Me siento, al seguir escribiéndole, como uno de esos enamorados que no son correspondidos. Como aquel enamorado, temo no haber usado el lenguaje correcto para tocar el corazón de la persona amada. Y sufro  como  él, porque creo que lo que tengo que ofrecerle es un tesoro, algo que, si usted pudiera verlo, le parecería un don del cielo.*

    Pero me armo de paciencia. Si algo me hace diferente de aquel amante desdichado es que para mí, encerrado como lo estoy en su prisión privada y condenado  a estarlo de por vida, ya no existen las tragedias. Pero los conflictos, como los espías cibernéticos que usted sigue mandando, como los inhumanos despidos, las maniobras secretas, todo esto me parece innecesario, estúpido y perverso.

    Pero estos enojos míos son pasajeros, como los del amante que se pone rabioso un momento cuando es rechazado, pero que al poco tiempo regresa a la amada con su canción de amor.

    Séptima carta

    A Peter Beyle

    Querido amigo,

    ¿cuántos condenados a cadena perpetua hay actualmente en su cadena de prisiones? Los datos que barajo arrojan la cifra de cincuenta mil. Quizá sean más.

    Le he dicho que me encuentro entre esos condenados de largo aliento, y así, indirectamente, he abdicado. El círculo se cierra, como dicen, y es hora de hablar claro. Me he dado por vencido, finalmente. Y no sabe usted qué alivio siento; es como si me hubieran quitado de encima un peso enorme. Esta frase hecha expresa perfectamente lo que he sentido al decidir revelarle mi secreto: un peso que me oprimía los pulmones, como una pesadilla que me impedía respirar, ya no está ahí, se ha levantado, y conozco de pronto el significado exacto de esa palabra profunda que se ha hecho banal, la palabra libertad.

    Pongo las cartas sobre la mesa; el juego está por terminar. Usted sabe perfectamente cuál es el problema de las cadenas perpetuas. Aunque para su compañía los presos a perpetuidad somos buenos clientes, el coste que representamos para los contribuyentes es elevadísimo. Mi caso, por ejemplo: tengo veintinueve años, y según el examen médico que me hicieron siete meses atrás, me encuentro en perfecto estado de salud, salvo una dolencia reumática que se ha venido agudizando desde que ingresé aquí pero que, según los doctores, no va a matarme, al menos no antes de unos treinta años. Así, si el coste de mi celda y mi comida es de cincuenta dólares diarios aproximadamente, para usted yo represento alrededor de medio millón de dólares, sin tomar en cuenta la inflación y suponiendo que viviré solo veinte años más. Si, como lo indican mis informes, la mayoría de los penados perpetuos somos más bien jóvenes, estamos hablando de un presupuesto de unos veinticinco mil millones de dólares, si no me equivoco, para los próximos veinte años.

    Tengo poca familia; de hecho, mi única familia cercana es mi madre, que vive en el extranjero. (Yo vine a los Estados Unidos hace siete años, y en cuanto vi desde el avión la brillante isla de Manhattan y el circundante manto urbano de la gran ciudad de Nueva York, supe con un ligero estremecimiento que yo viviría y moriría allí. Pero me he hecho una promesa que no dejaré de cumplir: no envejeceré en su prisión. Por eso, durante todos estos meses, estos años, he estudiado, he pensado tanto).

    He aquí mi proyecto. Usted fundará una nueva asociación, que podrá llamarse algo así como The Beyle Suicide Fund, que prestará al gobierno y a la sociedad el siguiente servicio. Supongamos un hombre joven y desesperado, condenado a cadena perpetua y con una madre por quien preocuparse. Pues la Fundación Beyle le propone que evacue su celda, mediante el suicidio, veinte años antes de lo previsto, a cambio de cierta suma de dinero destinada a sus seres queridos. Yo le aseguro que no podría resistir una oferta de, digamos, cien mil dólares. Entonces, su empresa podría cobrar unos ciento cincuenta mil por preso evacuado, en concepto de servicios y trámites legales, y todo esto supondría para el Estado y los contribuyentes un ahorro de por lo menos un cuarto de millón por cada prisionero. (Aunque es cierto que en algunos estados el código penal establece que fomentar el suicidio es ilícito, ¿no cree que –así como usted consiguió hace pocos años que se modificaran ciertas leyes que impedían la privatización de las prisiones– sería relativamente fácil, sobre todo en vista de los cuantiosos ahorros y ganancias, hacer a un lado estos obstáculos?).

    He desarrollado ya un sistema filosófico que gira alrededor de mis ideas, con el cual sería posible infectar a muchos compañeros presidiarios, en beneficio de usted. Y he pensado en cómo alcanzar no solo a los que se encuentran dentro, sino también a los miles o millones de hermanos desesperados que están en el exterior. El crimen será provechoso para todos. Y si mientras más grave es el crimen es más larga la condena, mientras más grave sea el crimen que uno cometa, su muerte será más lucrativa.

    El crimen sería una salida inteligente para los desesperados, y el planeta se vería ligeramente aliviado del actual estado de sobrepoblación. Piense en los países latinoamericanos en que ustedes tienen o planean establecer sucursales, como Brasil, Colombia, El Salvador y Guatemala, donde los costes en general son mucho más bajos que los de aquí, pero donde la criminalidad es muy superior, así como son mucho más intensos el thanatos y la desesperación.

    ¡Minas de oro!

    Pero no crea que soy solo un ambicioso, o que hablo en abstracto. Estoy dispuesto a dar el ejemplo. He aquí mi oferta inicial: desocuparé mi habitación veinte años antes de la fecha previsible (2020), con la condición de que usted deposite en una cuenta de banco que tengo en conjunto con mi madre la cantidad de cien mil dólares exactos.

    Si la propuesta le interesa, mándeme un mensaje de internet a cargo del Hombre Invisible, y yo le enviaré a vuelta de correo mi número de cuenta bancaria  y el nombre  de mi señora madre.

    *  No crea que se trata de una idea inspirada en el ejemplo de la China, que al parecer maneja sus populosas prisiones como bancos de órganos para los pudientes incurables del llamado mundo libre, cuyo número aumenta año tras año.

    Octava carta

    A Peter Beyle

    La esperanza es la última diosa: es cierto.

    He optado por la defenestración, por facilidad y economía personales. (Dicho sea de paso, la seguridad es deficiente en sus prisiones). Pero yo había soñado con una revolución. Mañana, el día de mi muerte, yo no moriría solo, morirían conmigo cientos y quizá miles de hombres como yo. Y esas muertes no hubieran sido inútiles; habrían beneficiado a miles de familias desamparadas,  y le habrían enriquecido a usted todavía más.

    Pero se me ocurre que después de mi muerte usted podría difundir mi filosofía para beneficiarse con ella. Quizá decida fundar una asociación como la que yo soñé, que respalde y administre mis ideas.

    Entonces, para evitar que estas ideas, en forma de panfletos y manuales, lleguen por medio de mis mensajeros a manos de la competencia y beneficien a otro, le ruego se sirva depositar cuanto antes en la cuenta de banco que comparto con mi madre, cuyos datos adjunto, la cantidad de cincuenta mil dólares exactos.

    Y hasta nunca, Peter Beyle.

    Cárceles de invención, Rodrigo Rey Rosa, Hueders, 2018, 158 páginas.

  4. Rock y Poesía

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    El Centro para las Humanidades organizó la actividad “Rock y Poesía”, donde el escritor Roberto Merino y el poeta y músico Mauricio Redolés, conversaron sobre música y obras literarias a propósito de sus propias historias de vida.

  5. Conocimiento de El Águila

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    A Ricardo Duhart y Fernando Lasalvia, en la continuación del sueño.

     

    El Águila duerme en una esquina de mi casa

    Lo conocí en El Camino Para observar el Cosmos esquina La Avenida Del Traidor

    Había olor a niño meado, pero amado

     

    Segundos antes habíamos iniciado involuntariamente

    Una conversación sobre un Monte

    Que abusaba de unos pequeños montículos

     

    Caminamos

    Pasamos frente adonde habían desaparecido

    Von Schowen y Munita

    Cuando yo llevaba tres días de mi tercera cana

    (Esa vereda se interpuso solo para recordarnos

    Qué Peligrosa Era la Verdadera Poesía)

     

    El Águila  sin dar aviso lanzó su vuelo

    Y volando

    Me habló de poetas chinos

    Que trabajaba con la Palabra inexistente

    Que era lo único que existía.

     

    Además me contó que era padre de una niña que dejaba huellas

    Derroteros mínimos

    de niña en su departamento

     

    El Águila

    Había levantado edificios de futuros nidos

    Para conejos de fuego

     

    Prestaba su hogar

    A un señor de un Taller de Cerámicas

    Volvía El Águila a su hogar

    Y las cerámicas lo desconocían

    Cambiado el sentido de los sentidos

    Dejándolo sin palabras

     

    Un día El Águila me dijo que me dijo

    “Soy el de Gorro Verde

    Que aparece moviendo la cabeza”

     

    Y yo empezé a desconfiar de

    Las mágicas máquinas de la memoria

    Y a confiar de nuevo

    Y ¡por fin!

    En la poesía de mañana

     

    Santiago de Chile, 23 de abril de 2018.

    Poema abandonado a las 03:31 a.m.

  6. Rock y Poesía

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    El Centro para las Humanidades organiza la actividad “Rock y Poesía”, donde el escritor Roberto Merino y el poeta y músico Mauricio Redolés, conversarán sobre música y obras literarias.

    La mezcla de cultura literaria y música popular ha sido una constante. Leonard Cohen es un caso emblemático: un escritor que, pasados los treinta años, deviene cantante y convierte sus composiciones en piezas literarias. Otro ejemplo: Bob Dylan. Leer y escuchar, escribir y cantar son acciones que a veces confluyen en el curso de una biografía, produciendo obras a la vez literarias y musicales capaces de marcar la sensibilidad contemporánea. De eso y más conversarán Roberto Merino y Mauricio Redolés, a propósito de sus propias historias de vida.

    La actividad se realizará el martes 15 de mayo a las 19:00 horas, en el Auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra, ubicado en Vergara 324, Santiago.

  7. Emociones convulsionadas

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    Tracey Emin, quien construyó una obra visual a partir de su vida íntima, ha escrito también dos libros memorables: en uno recrea su infancia y entrega las claves que la llevaron a convertirse en artista; el otro se compone de las columnas que publicaba en The Independent, cuando ya era una celebridad pero, como si todavía estuviese unida por un hilo secreto al rechazo y la angustia y los abusos que padeció en la niñez, sigue sola, anhelando un poco de compañía y ternura. En vez de provocarnos como en sus instalaciones, la honestidad, el humor y la fuerza de sus textos generan una exquisita complicidad.

    En sus dos libros Tracey Emin aparece en la portada. Su boca, siempre medio ladeada, y el mentón en alto, que en su caso es más una señal de decisión y firmeza que de mera arrogancia. En las entrevistas y videos que se pueden ver en YouTube se ve que habla a mil, con un tono inglés de provincia (pasó su niñez y adolescencia en Margate, Kent) y un look siempre despeinado.

    Que aparezca ella en la portada no es casual. Su obra –pintura, escultura, fotografía, instalación y performance– es, en esencia, biográfica. Ella es el centro de su obra. Cecilia Pavón, escritora y artista argentina, comenta en el prólogo del libro Proximidad del amor, que Emin “expone en un lenguaje claro y directo sus emociones convulsionadas”.

    Emin es eso. Emociones convulsionadas. Puede estar hablando de cómo se emborrachaba a los 13 años, de la ausencia de su madre, de la cercanía con su padre, de cómo se siente una puta con los hombres, de cómo perdió los dientes incisivos en la adolescencia, de la imposibilidad que siente para amar, de su violación en la adolescencia y los dos abortos que le marcaron la vida. Todo lo que escribe tiene esa mirada: honesta, limpia y voraz.

    La artista vivió hasta los 14 años en Margate, con su madre y su mellizo Paul. Vivieron en varias casas y hoteles. Emin cuenta que nunca sintió que tenía un hogar, la idea romántica de llegar a una casa y que la madre la esperara para comer. Todo este relato de soledad lo escribe en Strangeland, que se divide en tres partes: Motherland, Fatherland y Traceyland. Las tres tierras que habitaron su existencia: su madre, el padre y cómo sus propias experiencias la llevaron finalmente a convertirse en figura central de los Young British Artist en los 80.

    ***

    Philip Roth en Operación Shylock conversa con un amigo en Israel y comenta: “La infancia de Apter seguía encadenada hasta ahora: es una persona que en plena edad madura sigue siendo incapaz de contener las lágrimas ni controlar sus rubores, y que a duras penas si se eleva del suelo lo suficiente como para mirarle a uno a los ojos. Una persona cuya vida está en manos del pasado”.

    En un momento, la lectura de los libros de Emin produce la sensación de que su vida ha estado en manos del pasado, como dice Roth, y que ciertas experiencias incluso podrían hundirla en un pozo. Pero la infancia no alcanzó a encadenar a Emin, sino que por una combinación de voluntad, deseo, fuerza expresiva y confianza en sus intuiciones, ella aprendió a usar todas esas experiencias en su obra, se elevó del suelo y armó un imaginario a partir de su historia privada.

    Ya en las primeras páginas de Strangeland comenta: “Cuando nací creyeron que estaba muerta. Paul llegó primero, 10 minutos antes que yo. Cuando me tocó el turno, salí sin grandes complicaciones: pequeña, amarilla y con los ojos cerrados. No lloré. Porque en el momento de venir a este mundo tuve la sensación de que había cometido un error”. Emin ve su nacimiento como una epifanía de las duras experiencias de su niñez y, sobre todo, de su adolescencia: “Cuando era pequeña intenté morirme un par de veces. Mi método más logrado fue tratar de asfixiarme aplastando la boca contra un lado del capazo… pero uno trata de vivir”.

    Emin intentó sobrevivir sin la ayuda de nadie. Menos de su madre, quien trabajaba de mesera y mucama desde muy temprano y hasta muy tarde. Vivió una niñez solitaria, y poco a poco se fue distanciando de su hermano Paul, quien la obligaba a verlo masturbarse y a mostrarle sus partes íntimas. Su madre no tenía recursos para arreglarle los dientes –que por la desnutrición los tenía hecho pedazos– ni pagarle anteojos. Tuvo varios desórdenes alimenticios que la llevaron a desarrollar una anorexia y más adelante, a tener dientes postizos por culpa de esta enfermedad.

    Este relato se asemeja a la historia de Emma Reyes en Memorias por correspondencia, libro que se convirtió en best seller en Colombia. Ahí Reyes escribe sobre cómo su madre (que nunca realmente sabemos si lo fue o no) la abandona con su hermana y llegan a un convento de monjas del terror. Ahí es obligada a trabajar día y noche bordando para la Iglesia y los ricos de Colombia. Reyes, al igual que Emin, tenía problemas de desnutrición y era bizca. La hacían usar unos “anteojos” de papel que la volvían cada vez más ciega. Ambas comparten la soledad, la incomprensión y la lejanía a todo lo lindo –se supone– que pueden tener las experiencias de la niñez.

    Emin nunca se victimiza, ni siquiera cuando le cuenta el episodio de su violación a la madre: “No llamó a la policía ni armó ningún jaleo. Se limitó a lavarme el abrigo y todo siguió su curso normal, como si nada hubiera sucedido. Pero para mí la infancia había terminado; yo había cobrado conciencia de mi vertiente física, también de mi presencia, y me había abierto a las feas verdades del mundo. Con 13 años, me di cuenta de que existía un peligro en la inocencia y en la belleza, y que no podía vivir con las dos”.

    A esas alturas del libro, Emin es un poco Alicia en el país de las maravillas, una niña cayendo por un agujero negro, cayendo sin parar y exponiéndose a la dureza de la vida: “Tenía 13 años; me habían violado, me había quedado sin incisivos y la vida me había defraudado. Pero sabía que había algo mejor: existía un exterior, algo exterior a mí”.

    ¿De qué manera nuestras experiencias más dolorosas pueden despertarnos o dejarnos permanentemente en el vacío? ¿Cómo podemos usar ese despojo de toda conexión con el mundo, con lo real, y convertirlo en arte? Emin sabía que existía “algo” exterior a ella, algo que permitiría sacarla de su agujero: el arte.

    ***

    En el libro El olor a sangre humana no se me quita de los ojos. Conversaciones con Francis Bacon, de Franck Maubert, el pintor inglés contesta a la pregunta sobre qué es un artista: “Es preciso que el tema te absorba por completo, si no tienes un tema que te roa por dentro caes en lo decorativo… Yo necesito que los temas me emocionen profundamente”.

    Pareciera que Emin hubiese seguido al pie de la letra el dictado de Bacon: ella expone sus emociones, frustraciones e historias en toda su obra. Mejor, su biografía será el tema que la absorberá por completo.

    Tras dejar el colegio a los 13 años, se trasladó en 1987 a Londres para estudiar en el Royal College of Art. Una de sus obras más conocidas es My Bed (1998), donde recrea su pieza: una cama sin hacer, con colillas de cigarros, vodka, condones, calzones con menstruación y más: “Aquella cama era el autorretrato de alguien muy devastado, entonces, por amor. Llevaba 15 días aislada, borracha después de sufrir un aborto”. Otra de sus obras emblemáticas es Everyone I Have Ever Slept With 1963-95 (1995). Esta es una carpa azul con las fotos de todas las personas con quienes Emin se había acostado en el trayecto de esos años.

    Instalación Everyone I Have Ever Slept With, 1963-65.

    Ambas exposiciones son las más emblemáticas de Emin, en las cuales usa la instalación como elemento principal. A pesar de esto, Emin reconoce y entronca con figuras fundamentales de la pintura, como Edvard Munch y Egon Schiele. El primero, precursor del expresionismo, intentaría, al igual que Emin, “diseccionar el alma”, explorar la existencia humana, los sentimientos y la tensión amor y odio. El 2015, la artista realizó una exposición donde dialoga con Egon Schiele. El montaje se titulaba “Dónde quiero ir”, y consistía en 80 de sus dibujos más otros de Schiele seleccionados por ella. El curador del Leopold Museum afirmó entonces que la obra de Emin es “mordaz y directa. Su propia experiencia la dota de una inagotable inspiración, posee un lenguaje afilado, donde expone sus humillaciones, esperanzas, fracasos y éxitos”.

    Schiele tuvo una gran influencia en Emin, quien poco antes de la muestra, el 2011, se había convertido en profesora de dibujo en la Royal Academy of Arts de Londres. Los cuadros de la exposición mostraban, al igual que varios de Schiele, parejas en la cama, mujeres con las piernas abiertas y trazos firmes que pintan contornos de cuerpos de mujeres.

    Al igual que en Everyone I Have Ever Slept With 1963-95 My Bed, el sexo y el amor, y cómo estos se manifiestan de manera problemática, son el núcleo del libro Proximidad del amor, armado a partir de las columnas que la artista publicaba cada semana en el periódico The Independent, entre 2005 y 2009.

    Ella está constantemente haciendo un balance entre los sentimientos y el sexo, y en sus textos habla abiertamente de sus emociones más profundas: “¿Alguna vez has deseado tanto a alguien, con tanta intensidad que te parecía que te vas a morir? ¿Que el corazón te iba a dejar de latir sin más? Ahora siento ese deseo, pero no sé quién me lo inspira. Mi cuerpo entero anhela que lo abracen. Me embarga la acuciante necesidad de amar y ser amada. Quiero que mi mente se sumerja en la de otro. Quiero liberarme de la desesperación gracias al amor que siento por otro. Quiero ser parte de alguien físicamente. Quiero fusionarme. Quiero estar abierta y ser libre para explorar todas las partes de esa persona, como si me estuviera explorando a mí misma”.

    En estas páginas también se la ve como una celebridad del mundo del arte. Un día puede tomar un avión a Estados Unidos a ver a Louise Bourgeois o partir en un jet con un amigo a la Bienal de Venecia. Las fronteras se diluyen en la champaña que, al mismo tiempo, simboliza el glamour que distingue a esa escena artística de punta, atrevida pero siempre sofisticada. “Pero volvamos al arte”, dice Emin. “La Bienal de Venecia es como las olimpiadas del arte, países de todo el mundo compiten con sus pabellones, mostrando los artistas que los representan mejor en ese momento de la historia… me encanta ir a Venecia porque reafirma mi fe en el arte, y como artista, no puedo decirles lo importante que es eso. (…) El arte ha sido mi mejor amigo y mi guía espiritual, y en los peores momentos de mi vida, me ha levantado del piso y me ha cuidado. Gracias, arte, te amo”.

    ***

    Emin en toda su escritura comenta el interés por conectarse con alguien, no solo física sino también emocionalmente. A pesar de tener varios noviazgos que le rompieron el corazón, de hombres que no la quisieron y que la arrastraron por el piso, ella no se cierra al amor. Tampoco disimula. Admite que se siente sola y desprotegida, aunque también en su relato usa el humor para reírse de sus miserias: “Tengo un problema terrible, no puedo tener sexo con hombres de pija chica. Oh sí, lo he intentado, pero realmente no puedo. Pero mucha gente sí puede. Entonces, no he tenido sexo por dos años. ‘Hola, ¿cómo estás?… mi nombre es Tracey… ¿De qué tamaño es tu pija?’ Esa nunca es una buena forma de romper el hielo”.

    Uno de los elementos más atractivos es la distancia que provoca la ironía. Nunca se victimiza, nos hace cómplices de su sufrimiento y a la vez de sus alegrías o incluso pesadeces. En rigor, Emin pareciera no tener filtro, es decir, ser capaz de decir lo que muchos pensamos y no nos atrevemos. Un ejemplo de Proximidad del amor:

    “–¿Asiento fumador o no fumador?

    –No fumador, desde luego, y pasillo; no voy bien de la vejiga. Y nada de niños pequeños.

    Me contempló atontada.

    –Que no quiero sentarme al lado de ningún niño pequeño que chille, gracias.

    –Eso no lo puedo evitar –contestó–. Ya se han registrado todos los pasajeros.

    –Pues a eso me refería: si ya se han registrado, ya no le hace falta a usted ponerme cerca de ellos. Sonreí y me marché”.

    Emin tiene una capacidad de verse y reírse de sí misma, de contar episodios tristes y mezclarlos con algo cómico, siempre con un pie en lo incorrecto. No suelta al lector, es una especie de imán, queremos seguir leyéndola y mirar su vida, espiarla y observar desde cómo se emborracha hasta cómo se acuesta sola en la madrugada. La capacidad para exponerse, más allá de la vergüenza o el decoro, hacen que Emin transmita una sensación de verdad única. “Es complicado ser una mujer soltera y salvaje”, se lee en estas páginas. “Me parece muchísimo mejor masturbarme antes que partirle el corazón a alguien”, anota más adelante.

    En un mundo donde exponer las propias emociones es perder, Tracey Emin sin duda ha perdido muchas veces. Sin embargo, tampoco hay duda de que nos gana como lectores. Ya lo decían The Smiths, sus contemporáneos: “Es tan fácil reír, es tan fácil odiar, se necesita fuerza y agallas para ser delicado y amable”.

    Strangeland, Tracey Emin, Alpha Decay, 2016, 240 páginas, $23.600.

    Proximidad del amor, Tracey Emin, Mansalva, 2012, 128 páginas, $10.000.