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  1. Diarios

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    Una soledad irreductible

    Arthur Schnitzler, el autor de La ronda, de El teniente Gustl, de Relato soñado, de La señorita Else, de una gran obra que discurre como un puente entre los siglos XIX y XX, no cesó de escribir sus Diarios. Su obra es enorme; pero sus Diarios alcanzan dimensiones gigantescas, superlativas. los comenzó en 1879, cuando no había cumplido siquiera los diecisiete años de edad. A partir de esa fecha, y hasta su muerte, dejó constancia prácticamente todos los días de sucesos, emociones, dudas, encuentros, estrenos y publicaciones. Creó así un opus ingente, que ocupa diez volúmenes en la edición póstuma de la Academia de las Ciencias austríaca (1981-2000).

    Schnitzler nació y murió en Viena. Así como cabe trazar el recorrido de uno de sus personajes más singulares y conocidos, el teniente Gustl –quien, tras recibir una afrenta por parte de un simple ciudadano, deambula por la ciudad, herido en su honor y dispuesto a suicidarse–, cabe también dibujar un mapa con los jalones más importantes de la vida del autor en la capital austríaca. La Praterstrasse, donde nació; las casas en el centro urbano donde vivió desde su infancia hasta su casamiento; el barrio residencial de Cottage, en el distrito XVIII, donde residió hasta su muerte; los teatros en los que se estrenaban sus obras; los cafés y restaurantes que frecuentaba; las residencias de sus amantes, los hoteles donde tenían lugar las citas…

    Pese a los diversos viajes que realizó, pese a la buena acogida que obtuvieron sus dramas en Berlín, fue básicamente en Viena donde desarrolló Schnitzler su carrera literaria, que emprendió a despecho de las presiones de su padre –un afamado laringólogo, fundador y primer director de la Policlínica General Vienesa–, quien abrigaba el deseo de que su hijo mayor asumiera, por así decirlo, su herencia en el campo de la medicina. Arthur Schnitzler estudió, en efecto, medicina, trabajó en la celebérrima policlínica, así como en el hospital general de Viena; sustituyó a su padre durante las ausencias de éste y abrió incluso una consulta propia. Además, colaboró en diversas revistas especializadas, trabajando como corrector de estilo en la de su padre o como redactor de otra publicación fundada asimismo por su progenitor: la Internationale Klinische Rundschau (donde también daba a conocer sus escritos un médico llamado Sigmund Freud), o publicando, por ejemplo, en 1889, un texto sobre el tratamiento de la afonía mediante la hipnosis.

    Sin embargo, su vocación era otra: la literatura, lo cual suponía una constante fuente de conflictos con su progenitor. Mientras era estudiante, y luego, mientras ejercía su profesión de médico, no cesó de escribir poemas, dramas, algún relato. Él mismo admitiría que poco de lo escrito en aquellos años valía la pena. las tensiones que provocó esa necesaria doble vida fueron enormes.

    El 30 de marzo de 1885, Schnitzler recibía el título de doctor en medicina. Un año después comenzaba a publicar en revistas literarias. Poco a poco fue afianzando su reputación en este otro ámbito. Dos hechos contribuyeron de manera fundamental a su consolidación como escritor. El primero, el encuentro con Olga Waissnix, esposa del dueño de un renombrado hotel fundado en 1823 en Reichenau, en la zona prealpina al sur de Viena. Ella confió en el escritor Arthur Schnitzler y lo animó a seguir la carrera literaria. Apenas pudieron verse, porque el marido miraba con recelo la amistad de su esposa con ese joven. Schnitzler escribiría en una ocasión a Olga Waissnix: «En todos estos años quizá sólo hemos vivido juntos un breve día».

    Ella murió a los treinta y cinco años de edad. Poco antes de fallecer escribió a Schnitzler: «Usted ha sido desde luego lo más hermoso de mi vida». Así resume el autor austríaco Hans Weigel esa amistad que duró casi doce años: «Sin olga Waissnix, Schnitzler quizá no habría llegado a ser escritor y desde luego no habría sido el escritor que fue».

    El otro hecho decisivo para la evolución literaria de Schnitzler fue el contacto, desde comienzos de la década de los noventa del siglo XIX, con los literatos del café Griensteidl, el grupo llamado Joven Viena, al que pertenecían Paul Goldmann, Richard Beer-Hofmann, Hugo von Hofmannsthal, Felix Dörmann, Felix Salten, Raoul Auernheimer, Peter Altenberg y, tangencialmente, también Karl Kraus. Se trataba de un círculo heterogéneo que, no obstante, desempeñó un papel crucial a la hora de conectar la literatura austríaca con las corrientes  europeas del momento. Su líder y portavoz fue Hermann Bahr, quien había vivido un tiempo en París. Su intención era incorporar a la poseía, a la narrativa y a la dramaturgia en lengua alemana los impulsos procedentes de Francia: el simbolismo, la literatura de la decadencia, el arte por el arte. Schnitzler, que formaba parte del grupo, no comulgó con todas sus tendencias y propuestas literarias, pero sí estableció relaciones duraderas, a las que se refiere con asiduidad e inteligencia en los diarios.

    También contribuyó a este proceso de afianzamiento en la escritura la muerte del padre, el 2 de mayo de 1893. Aunque durante un tiempo continuó ejerciendo la medicina, a partir de ese momento Schnitzler se dedicó con más ahínco a escribir. El 3 de septiembre empezó el drama Armes Mädel (‘Pobre muchacha’),  que luego titularía Liebelei (‘Amorío’). lo concluiría el 4 de octubre y, estrenado dos años más tarde en el principal teatro de la ciudad, el Burgtheater, le daría el espaldarazo definitivo como dramaturgo.

    Esa época –la de los años previos y posteriores al cambio de siglo– resultó estar llena, además, de intensas relaciones amorosas, en muchos casos simultáneas. Schnitzler, erotómano al que aterraba la abstinencia sexual, fue apuntando entre 1887 y 1892 el número de coitos que consumaba durante sus encuentros, y elaboraba a partir de ello es-tadísticas anuales en sus diarios, que más de una vez parecen redactados por leporello. Con la mirada fría del científico anotaba, ya a los dieciocho años, que el amor no era más que «pulsión sexual asociada a envidia». Por otra parte, sin embargo, no dejaba de reflejar sus sentimientos de afecto y de culpa. En su obra fue, de hecho, pionero a la hora de plasmar el sometimiento de la mujer por el hombre. Sus figuras femeninas dejaron de ser meras proyecciones masculinas y cobra- ron autonomía hasta el punto de que uno de los puntos fuertes de su obra son precisamente los retratos de mujeres.

    También está profusamente presente a lo largo de los diarios la música. Schnitzler tocaba el piano con pericia y pasión. Sus anotaciones ponen de manifiesto esta afición y, además, la importancia que en aquel período finisecular revistió para algunos la figura de Gustav Mahler, contra quien se urdieron toda suerte de intrigas durante el tiempo en que fue director de la Ópera de Viena. Sin embargo, Mahler contó con un público fiel que lo apoyó hasta el final, como se comprueba leyendo a Schnitzler, quien lo consideraba  «el más grande de los compositores vivos», y junto con su madre no cesaba de interpretar a cuatro manos sus obras.

    Los diarios son una ventana que permite a los lectores echar un vistazo a la vida social de la Viena fin-de-siècle; en particular, de la sociedad judía liberal, a la que el autor pertenecía y que tan importante papel desempeñó en aquel tiempo. Las reuniones, los bailes, los amores con las jóvenes de aquella burguesía, deseadas y deseantes, pero al mismo tiempo respetuosas con las reglas que les imponía su posición social, la relación con muchachas procedentes de las clases populares, las célebres «dulces muchachitas»  (süsse Mädel ).

    Pero también la correosa corriente reaccionaria y antisemita que se manifestó luego en los ataques contra Schnitzler y su obra por parte de la prensa conservadora (del Reichspost, por ejemplo, diario cercano a los postulados cristiano-sociales, o del Kikeriki, revista satírica de carácter nacionalista) y de otros medios, así como se hizo patente, décadas más tarde, en los disturbios y agresiones que se produjeron a raíz del estreno de La ronda en Viena.

    El antisemitismo estaba muy arraigado en la sociedad vienesa de finales del siglo XIX y comienzos del XX, y se plasmaba políticamente en el hegemónico Partido Social-Cristiano, fundado por el alcalde de la ciudad, Karl lueger. El libro fundacional del sionismo, El Estado judío, fue escrito por Theodor Herzl en ese ambiente. Herzl y Schnitzler eran prácticamente coetáneos; ambos se conocían, frecuentaban los mismos círculos. Schnitzler leyó el libro de Herzl en cuanto se publicó. Sin embargo, como muchos judíos liberales de la época, veía el movimiento sionista con escepticismo y distancia. Eso sí, contrariamente a otros escritores de origen judío, no negaba la existencia en el Imperio austro-húngaro (como en toda Europa) de una profunda corriente antisemita a la que fue muy sensible. Tenía siempre presente su ser judío. Y si en algún momento lo olvidaba, el antisemitismo dominante se lo recordaba. La realidad política y social se manifestó asimismo con todo su peso cuando un tribunal de honor del ejército austro-húngaro desposeyó a Schnitzler de su rango de oficial (concretamente,  de médico jefe en la reserva) por haber escrito y publicado El teniente Gustl, una obra cuyo contenido había «perjudicado y desacreditado», según la sentencia, al ejército. Schnitzler fue degradado el 21 de junio de 1901 in absentia, pues nunca se presentó ante el tribunal para defenderse.

    Por otra parte, fue asimismo un período de apertura a la modernidad, al progreso, a los avances de la técnica. Ello se pone de relieve en los diarios, en los que se alude a menudo, por ejemplo, a la bicicleta, que empezaba a popularizarse, y a la que Schnitzler enseguida se aficionó; de inmediato  se apuntó también a la novedad que suponía el teléfono; también aparecen el automóvil y el avión, al que recurre como medio de transporte ya en los años veinte (en avión viajó a Venecia tras enterarse del suicidio de su hija Lili). Además, acudía con frecuencia a las salas de cine y se interesó y colaboró en las versiones cinematográficas de su obra: por ejemplo, en Elskosvleg, una película danesa muda de 1914 basada en Amorío, con guión del propio Schnitzler; también en The Affairs of Anatol, dirigida por Cecil B. DeMille (1921); o en La señorita Else, rodada  en 1929, con Elisabeth Bergner en el papel protagonista y con guión del autor.

    En agosto de 1903, Arthur Schnitzler se casó con la cantante olga Gussmann, madre de su hijo Heinrich, nacido un año antes. A partir de entonces,  los diarios se convierten también en sismógrafo de un matrimonio, de sus altos y bajos y, en particular, de las crisis que desembocaron en el divorcio dieciocho años más tarde. los diarios toman nota igualmente de los buenos y malos momentos económicos, pues así como antes apuntaba el número de sus relaciones sexuales, Schnitzler registraría luego sus gastos e ingresos.

    Los diarios de Arthur Schnitzler dejan constancia de sus relaciones sociales, literarias y amorosas y permiten entrever el andamiaje de la sociedad vienesa de la época, pero son al mismo tiempo –a veces básicamente– el lugar donde se apuntan las dudas, las dificultades,  los obstáculos internos, los atascamientos, los ahogos a la hora de escribir.

    A los diarios podía confesar él su eterna insatisfacción con su obra, pero también el convencimiento de su valor cuando la veía tratada con rechazo o con displicencia. En este sentido, son un documen- to descarnado de franqueza. leer los diarios de Arthur Schnitzler significa entrar en la cocina de la creación literaria, significa conocer la génesis de sus textos, sus interrupciones, sus lentos desplazamientos hasta llegar a la versión definitiva, y supone asimismo recorrer la literatura de finales del siglo XIX y comienzos del XX, pues están presentes no sólo las propias creaciones, sino también las de otros, las de Ibsen, Thomas y Heinrich Mann, Karl Kraus o Hugo von Hofmannsthal, por nombrar a algunos.

    Schnitzler, como tantos otros, se encontraba de vacaciones, concretamente en Suiza, cuando el 1 de agosto de 1914 estalló la Primera Guerra Mundial, que supuso un corte profundo en su vida y en su obra. Él no se sumó a las voces intelectuales  que jalearon el esfuerzo bélico y, por tanto, la catástrofe. Contrariamente a otros autores, consiguió mantener una postura independiente, de distancia y de reserva respecto a los catastróficos acontecimientos, sin participar en ninguno de los coros periodísticos y propagandísticos. Con esa distancia y reserva vio también la llegada de la nueva época después de la guerra, la caída de la monarquía y el establecimiento de la república. Cuando ésta se proclamó, el 12 de noviembre de 1918, escribió: «Ha acabado un día de relevancia histórica mundial. Visto de cerca no parece tan grandioso». Schnitzler no creía ni en sistemas ni en regímenes, sólo en personas. Eso sí, pronto notó cambios en la recepción de sus obra. la crítica empezó a considerarlo un autor caduco, representante de un «mundo desaparecido», el de la monarquía. Aun así, siguió cosechando éxitos y reconocimientos, también en el plano privado. Por ejemplo, Sigmund Freud, quien lo consideraba su «doble» y a quien él, a su vez, respetaba sobremanera (había leído sus escritos psicoanalíticos fundamentales y apuntaba con regularidad sus sueños), le manifestaba su admiración. Con todo, los años veinte fueron para él, en el fondo, un tiempo de agobios y tristezas, jalonado por el divorcio de Olga Gussmann, la muerte en un accidente automovilístico de su amiga Vilma Lichtenstern, y sobre todo el suicidio en Venecia de su hija Lili, que acababa de casarse con un fascista italiano.

    Schnitzler cesó de escribir sus diarios a los sesenta y nueve años. La última frase es del 19 de octubre de 1931, dos días antes de su muerte. Había recibido un ejemplar de un libro de su amigo y admirador Egon Friedell y apuntó meticulosamente: «Comencé a leer la Historia cultu-ral de la Edad Moderna de Friedell, volumen 3». Los diarios de Schnitzler, escritos con un propósito de registro, pero también con una intención estética, ocupan un terreno intermedio y experimental entre el alma del escritor y su literatura. En ellos se ven las semillas de sus obras, se observan los primeros indicios de cómo un un dolor o una intuición se convierten  poco después en una creación literaria. El 24 de septiembre de 1897 nacía muerto el hijo que esperaba su amante Marie Reinhardt. El 30 de ese mismo mes apuntaba: «Tras la muerte del niño sentí profundamente que existía una relación entre su muerte y mi falta de interés por el pequeño antes de que naciera». Ese mismo día comenzaba a escribir Camino a campo abierto, novela que trata de la relación entre el músico y aristócrata Georg von Wergenthin y Anna Rosner, una profesora de música perteneciente a la pequeña burguesía. Ella queda embarazada, pierde al bebé justo después del parto, y la relación entre ambos acaba en la nada.

    Además de constituir un semillero y registro de su obra literaria, los diarios son asimismo reflejo cabal de la personalidad del autor. Considerado un consumado psicólogo en sus dramas y relatos, no cesó de analizarse en las páginas que escribía para sí mismo. Por otra parte, sus características psíquicas se manifiestan también en ocasiones en que no alberga la intención de examinarse. Así, por ejemplo, su ánimo proclive a ver la decadencia en el entusiasmo, de vislumbrar la muerte en los momentos de intensidad vital. El 27 de enero de 1896, en una época de éxitos tras el estreno de Amorío y la publicación del relato Morir, apunta: «En vez de abrigar la sensación de haber llegado ahora a lo alto, sólo tengo la siguiente: en diez o quince años esto se acabará».

    Los diarios de Arthur Schnitzler son el documento de una soledad profunda e irreductible. Mientras hacía llegar al público sus creaciones, seguía escribiendo sistemáticamente  algo que era sólo para sí mismo, trabajando mediante la escritura en un muro invisible, en una enorme masa oculta, como las cordilleras que se levantan bajo la superficie del océano. Cabe señalar, no obstante, que Schnitzler tenía muy presente la posibilidad de que sus diarios se publicaran.

    En su disposición testamentaria del 16 de agosto de 1918 se refirió a ello. Y en un anexo del 23 de julio de 1924 manifestó el deseo de que se empezara a pasar en limpio el manuscrito inmediatamente después de su muerte. De hecho, se comenzó antes a hacerlo; su secretaria concluyó en julio de 1931 una copia de los diarios que llegaba hasta el año 1882; tras la muerte del autor, continuó hasta  1912. Es decir, Schnitzler sabía perfectamente que algún día se publicarían.  Es más, les concedía un gran valor; temía su pérdida; los guardaba en una caja fuerte. Durante diferentes períodos los escribió –con pluma de acero hasta 1917 y a lápiz a partir de entonces– con un ligero desfase temporal, basándose en apuntes tomados en agendas y en blocs de notas. En una conversación con Alma Mahler (que tuvo lugar el 24 de marzo de 1928, y a la que ella se refiere en su autobiografía) afirmó ser muy consciente de que él no pertenecía al grupo de los más grandes escritores; aun así, dijo, estaba convencido de que los diarios, cuando se publicaran, estarían a la altura de la obra de los más grandes.

    Cuando las tropas de Hitler entraron en Viena el 12 de marzo de 1938, la ex mujer y viuda de Schnitzler, Olga, tuvo que emigrar. Dada la situación, no podía llevar consigo el inmenso legado del escritor. Pidió entonces ayuda a un estudiante inglés, Eric A. Blackall, quien se hallaba precisamente en la capital austríaca, trabajando en su tesis doctoral sobre Adalbert Stifter. El estudiante reaccionó con prontitud. Enseguida se puso en contacto con la Universidad de Cambridge para ofrecerle como donación los manuscritos y otros objetos de Schnitzler, y recibió una respuesta inmediata y positiva. Oficialmente, pues, el legado pasó a pertenecer a partir de entonces a la biblioteca de la universidad inglesa. Conservado en la casa de Schnitzler en la Sternwartestrasse, en el distrito XVIII, se convirtió en propiedad de una institución británica, y el despacho que lo contenía quedó debidamente sellado por el consulado. El sello en la puerta de esa habitación impidió la entrada en la misma de los destacamentos policiales que en las semanas siguientes a la anexión de Austria registraron la casa en varias ocasiones con la intención de confiscar cuanto pudieran.

    La obra de Schnitzler, considerada «decadente», estaba por supuesto prohibida en la Alemania nazi. En su correspondencia con los responsables de la universidad,  Blackall se comunicaba  mediante siglas, seudónimos y palabras en clave: el legado era el «hijo». El 23 de mayo de 1938 doce grandes baúles arribaron intactos a Gran Bretaña; al día siguiente llegó también Olga Schnitzler, que permaneció un tiempo en el país para ayudar a revisar y ordenar el material, parte del cual se llevó luego a Estados Unidos. No puede afirmarse categóricamente que los diarios estuvieran incluidos en el material que llegó a la biblioteca de Cambridge.  Sea como fuere, sí estuvieron en Estados Unidos y sí se encontraban en el llamado «legado privado» de Schnitzler (diarios y correspondencia) que su hijo Heinrich trajo de vuelta de América cuando regresó a Viena en 1957. Hoy en día el manuscrito de los diarios de Arthur Schnitzler se halla en el Archivo de la literatura en len- gua alemana de Marbach (Fundado en 1955 en Marbach am Neckar, lugar de nacimiento de Friedrich Schiller, el Archivo de la literatura en lengua alemana recoge los legados manuscritos completos o parciales de numerosos grandes escritores, tales como Kafka, Celan, Broch, Dö- blin, Jünger, Hesse, Heinrich Mann, Roth y muchos otros.) donde fue depositado el año 1982.

    El objeto de esta edición, que, por así decirlo, resume en uno solo los diez volúmenes que los diarios de Schnitzler ocupan en la edición de la Academia de las Ciencias austríaca, es ofrecer una idea lo más amplia y cabal posible de su contenido. Además de hacerse una lectura detallada del original, se estudiaron las obras del autor, así como los textos biográficos canónicos de Ulrich Weinzierl, de Konstanze Fliedl, de Reinhard Urbach, de Giuseppe Farese, de Hartmut Scheible, para tener en cuenta, a la hora de la selección, los datos, momentos y relaciones esenciales y decisivos de su vida.

    El autor de esta selección es consciente de haber incumplido en cierta medida la voluntad expresa del autor, quien en su disposición testamentaria del 16 de agosto de 1918 manifestaba que los diarios no habían de ser «abreviados». la edición de la Academia de las Ciencias austríaca cumplió con este requisito, pero nuestro caso es distinto, pues estamos hablando de una traducción, de hacer llegar el texto a un público lector de habla castellana al que no se le puede exigir el mismo conocimiento ni el mismo interés por el autor y sus circunstancias  que a los lectores de lengua alemana. Algún día tal vez se acometa la descomunal y hermosa tarea de traducir íntegros los diarios; en cualquier caso, hasta entonces habrá un volumen que servirá para introducirse en esta obra que el propio autor valoraba altamente.

    Así y todo, se ha procurado proceder con el máximo respeto al espíritu de los diarios. la mayoría de los apuntes correspondientes a un día determinado se han mantenido íntegros, con sólo muy contadas excepciones, para que el lector pueda captar con exactitud la forma y el funcionamiento del texto. la única modificación que se ha introducido afecta a las iniciales. Para nombrarlas, Schnitzler recurría muy a menudo a las iniciales de las personas a las que mencionaba: no tanto por un afán de ocultamiento como para agilizar y simplificar la escritura (su letra, por cierto, es considerada muy difícil de descifrar). Para esta edición en castellano, sin embargo, se ha decidido poner los nombres completos, para facilitar así la lectura y la identificación de las personas aludidas. Sólo se han conservado las iniciales cuando es presumible que las empleara el autor con un propósito de ocultación, como ocurre sobre todo en el caso de las amantes.  Así, por ejemplo, Marie (Mizi) Glümer es, en los diarios, Mz. Más adelante, a partir de la relación de Schnitzler con Marie (Mizi) Reinhard, se convierte en Mz. I, mientras que Marie Reinhard pasa a llamarse Mz. II o Mz. Rh. En estos casos, y en otros similares, era aconsejable mantener es- tas iniciales. otro detalle: se ha conservado el modo en que Schnitzler se refería sistemáticamente  a su cuñado Markus Hajek, nombrándolo solamente por su apellido, Hajek a secas, sin emplear nunca su nom- bre de pila, con lo que denotaba la distancia que mediaba entre ellos.

    En la presente edición están representados, uno tras otro, aunque no siempre con la misma extensión, todos los años que abarcan los diarios, desde 1879 hasta 1931. De este modo puede el lector conocer la evolución del escritor desde sus años de juventud hasta su muerte.

    Tal ha sido uno de los criterios axiales que han guiado al antólogo a la hora de escoger los textos. otro ha sido ofrecer un abanico lo más amplio posible de las reflexiones, de las inquietudes, de los sentimientos, de las relaciones y de las obras de Schnitzler. Por supuesto, queda un poso de insatisfacción. Una antología es una selección destinada sobre todo a resaltar y hacer brillar los textos y pasajes que no incluye. Aun así, se ha intentado reflejar con el máximo respeto posible el esfuerzo y la obra de unos de los principales autores de la mítica Viena fin-de-siècle.

    Diarios, Arthur Schnitzler, Colección Vidas Ajenas, Ediciones UDP, 2018.

  2. Memorias de un emigrante

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    Publicado en 1942, Memorias de un emigrante, de Benedicto Chuaqui, se ha ido convirtiendo en un libro fundamental para entender, desde un ángulo fuera de lo común, la sociedad chilena de primera mitad del siglo XX. Chuaqui, nacido en Homs (Siria) en una familia tan pobre como tradicional, llegó a Chile en 1908 y conoció los intersticios ocultos de la vida local gracias a su trabajo inicial como falte, o comerciante ambulante. El choque cultural, el aprendizaje en las calles, la formación de un hombre en un medio extraño, el pulso de la vida misma, todos esos elementos conviven en las páginas de este libro escrito con amenidad, inteligencia y sentido de la observación. Un clásico de nuestra pequeña historia.

    Veo con relieve inolvidable  las calles de Homs, ciudad de Siria donde nací y en la que transcurrieron  los más bellos días de mi infancia.

    Quién sabe si por ser primogénito,  fui criado con cierta regalía en el modesto hogar de mis padres que me mimaron desde muy pequeño, haciendo gran alarde de mi precoz inteligencia y de mis gracias infantiles ¡Qué poco se puede confiar en la verdad de este juicio que surge de la ternura paternal!  Y es que en el hijo, renovación maravillosa de la vida, cada hombre ve reflejada su propia existencia con todos sus defectos y virtudes.

    Cuando evoco aquellos tiempos  y las  características esenciales de las gentes  de mi tierra, puedo apreciar las grandes diferencias que existen, si se comparan  con las de esta parte del mundo, en su manera de vivir.

    En Homs, por lo menos en la época a la cual me refiero, 1895, año de mi nacimiento, la mayor parte de su población estaba compuesta por familias de recursos económicos muy limitados, lo que no obstaba para que su moral fuese muy estricta e imbuida en un exagerado sentimiento religioso.

     

    Un clima duro hace que allí las costumbres  adquieran ciertas modalidades muy típicas. Un verano ardiente y pesado pone a prueba el esfuerzo individual en las penosas labores de las cosechas y demás trabajos de la época, que son indispensables para afrontar los largos y crueles días del invierno, en que las prolongadas nevazones obstruyen calles y caminos, haciendo punto menos que imposible toda actividad afuera. Durante semanas enteras la gente vive encerrada  en sus viviendas, viendo cómo cae la nieve, lluvia blanca y silenciosa, cuya acumulación  a veces derrumba los techos de las viejas casas, causando  verdaderas catástrofes familiares con reiterada frecuencia.

    En esa  época es  cuando se  le da una importancia preferente a los tejidos que se hacen en telares rústicos, de algodón, hilo o seda. En todas las casas se ve el telar, en donde los obreros realizan su paciente labor. El industrial les  entrega el material en bruto  y éstos  se  dedican a limpiarlo y ovillarlo después de una minuciosa operación que no deja de tener interés por la forma en que se ejecuta. Hay que mojar los hilos y secarlos a la sombra para volver a humedecerlos con leves rociadas, práctica que sin duda influye en la resistencia del tejido.

    Los sábados el tejedor entrega su obra de la semana y junto con el salario recibe el material para la siguiente. El salario que percibe está en relación con la calidad de la tela que entrega.

    Todos  estos  obreros  viven, como ya he  dicho, en una  pobreza suma y su alimentación es muy frugal. Generalmente su comida consiste en pan y frutas: higos, dátiles, pepinos, uvas, aceitunas. Por la noche un plato de verduras o legumbres.  Los más pobres se contentan con un trozo de pan con sal untado en aceite. La sopa es muy poco apetecida y sólo muy rara vez se consume.

    Para los chicos, y seguramente para los grandes, el do-mingo era el día de fiesta, porque se podía saborear las viandas y exquisitos guisos de cordero, que es la carne más apreciada. El vacuno, mucho más barato, casi no se come.

    La precaria condición en que el obrero vive, hace que éste ponga el mayor empeño en ahorrar durante el verano, a fin de reunir los medios para aprovisionar su despensa y poder esperar así el invierno. La mayor preocupación era tener trigo para la molienda. Se mandaba al molino y allí cada cliente, a su turno, intervenía en la faena de cocer, pelar y secar el grano, ayudado por su familia. Esta tarea daba lugar a las más divertidas escenas entre chicos y grandes, pues los molinos están siempre construidos en las afueras  de la ciudad, rodeados de huertas y jardines y junto al río. La naturaleza contribuye, pues, a que esa tarde tenga su parte de deleite y de sana alegría. El resto de las provisiones para el año consistían en aceite, azúcar, miel, cebollas,  lentejas,  garbanzos,  arroz, café, nueces, almendras, mantequilla, etc.

    En Homs, la bebida de mayor consumo era el anisado (aguardiente con anís), que se prepara en cada casa cociendo el jugo de las uvas en alambiques primitivos, para guardarla en grandes toneles, pues allí no existen tabernas ni depósitos de licores. El vino lo beben sólo aquellas personas que disponen de cierta holgura económica.

    La manera de hacer el pan es realmente  curiosa. La masa se confecciona en el hogar y cada pan lleva, generalmente, un  pequeño dibujo que sirve para distinguirlo de los demás al ser enviados a un establecimiento que se ocupa únicamente de la cocción en grandes hornos.

    Incontables fueron las ocasiones en que yo, siendo un pequeñín, salí de mi casa muy de madrugada, muchas veces antes  de que apareciera el sol,  llevando en una enorme bandeja de hierro los grandes panes. Era la única manera de conseguir un buen turno en el horno y poder regresar con pan fresco para el desayuno.

    Recuerdo que en uno de estos viajes hacia el horno, la carga que llevaba era abrumadora. Mis manos entumecidas casi no podían sujetar la bandeja. De pronto resbalé en la nieve y al caer recibí en la cabeza el golpe de la bandeja que me dejó aturdido. La amable ayuda de un vecino amainó aquel accidente y sólo así pude cumplir mi diligencia. La vuelta era siempre más fácil. Ya era de día y transitaba mucha gente por la calle. El pan cocido pesaba menos y el frío no era tan intenso. El vaho tibio que se desprendía del pan era también reconfortable y ayudaba a desentumecer mis manos ateridas.

    Olvidé anotar que las mujeres de los tejedores, también, se ocupaban en sus casas en trabajos de hilados y tejidos. Algunas ganaban tanto como los hombres, pues su destreza y minuciosidad eran casi iguales. Mis padres fueron tejedores y cuando faltaba el trabajo en el telar de mi madre aceptaba el de hilados. Por ser el hijo mayor, asumía una gran responsabilidad en todas estas labores, que en su mayor parte eran superiores a mis fuerzas.

    Mi padre trabajaba en las noches hasta muy tarde. En cambio, mi madre prefería madrugar. Yo  les  ayudaba a embobinar los hilos mientras ellos hacían las  telas. Por las noches,  el sueño me cerraba los párpados,  pero la conciencia de nuestra pobreza me daba ánimo para recuperar energía y seguir ayudándoles. Y por las mañanas, ¡qué dulce y agradable era poder dormir  un ratito más! Casi nunca era posible tal regalía, pues mi madre con palabras y caricias me despertaba para que la acompañara, porque era muy miedosa. La oscuridad, para ella, siempre estaba poblada de fantasmas o espíritus malignos. Sin embargo, mi compañía la tornaba valerosa, dándole ánimo, aunque, a decir verdad, yo la superaba en aprensión.  Las gentes allí son muy adictas a contar historias  fantásticas,  de demonios, hechiceros y duendes que asechan a los niños. Por las noches  reina en los hogares el ambiente de “las mil y una noches”. Con frecuencia mi padre, para acortar la velada, contaba fábulas e historias maravillosas, en las que siempre había un genio maligno que se robaba a un príncipe, para transformarlo en un camello o en la piedra de un molino. O bien lo encerraba en lóbregas cisternas, alimentándolo con pan duro y caldo de cucarachas.

    En cada casa había un pozo profundo, de donde se extraía el agua para los usos domésticos. Como en la ciudad no existían lavanderías, en cada hogar también se hacía el lavado de la ropa. Mi madre acostumbraba  lavar por las noches y yo, después de embobinarle los hilos a mi padre durante el día, tenía que sacar agua del pozo dando vueltas a la pesada roldana que tiraba el balde. ¡Era una faena muy fatigosa para mis escasas fuerzas de niño!

    Al narrar  en  forma simple  y  sencilla  todos  estos menesteres de nuestro hogar, no me lleva otro propósito que el de reflejar el ambiente común a toda la población de aquella ciudad de Homs que vive grababa en mi memoria con caracteres indelebles.

    Las viviendas, aunque en general no ostentaban lujos de ninguna especie, eran en cambio amplias, bien ventiladas y llenas de luz que penetraba por sus grandes ventanales. No había allí cités, ni conventillos. Tampoco esas habitaciones  que aquí se designan con el nombre de colectivos.

    Otra de las curiosidades de mi pueblo natal era la ausencia completa de farmacias y de dentistas. En cierto modo, estas funciones las desempeñaban  en forma rudimentaria en las peluquerías. En ellas se sacaban muelas y dientes, se vendían sanguijuelas y se aplicaban  ventosas. Había una sección destinada a lavar y a planchar turbantes. Eran actividades tan diversas que, en realidad, resultaban estrafalarias miradas desde esta parte del mundo. Pero allá era lo normal. Aún más, la profesión de peluquero era muy ad- mirada, pues gozaba de un prestigio que seguramente surgía de su contacto con la mayor parte de la población.

    El peluquero era comúnmente un hombre de maneras corteses y no exentas de zalamerías. Así, por ejemplo cuando veía venir por la acera de enfrente a una persona, no era menester que la conociera para dirigirle un saludo obsequioso:

    –Bienvenido sea el señor. ¡Adelante!

    Eran hombres que sabían de todo un poco. Con una pizca de charlatanería suplían su ignorancia de muchas cosas. Además de su oficio entendían de medicina, farmacia y dentística.

    Mi padre tenía un primo peluquero. Y nosotros, los pequeños, nos sentíamos orgullosos de tal parentesco, sin dejar de pensar en que con el tiempo su oficio se transmitiría a sus hijos y, entonces, la gente les haría cambiar su apellido por el de “Peluquero”. ¡Qué hermoso sería llamarse de este modo!

    Sin embargo, el primo Jalil, a pesar de haberse casado muy joven, no había tenido descendencia. Se le morían lo hijos poco después de nacer. Su mujer era prima de él y por este motivo le costó gran trabajo conseguir que la iglesia efectuara su matrimonio. La ley canónica ortodoxa no admite esta clase de reuniones y sólo las acepta después de una elocuente advertencia y de una dispensa en dinero. Por esta causa eran muy raros los matrimonios  en que los cónyuges estaban unidos por lazos de consanguinidad.

    ¡Con qué sincero anhelo esperábamos nosotros que un hijo del primo Jalil se criara y tuviera después un oficio! Llegaba nuestro deseo a ser tan fuerte, que en nuestras oraciones a la hora de la misa así lo pedíamos. En más de una ocasión le pregunté a mi padre por qué razón Jalil se había casado con su prima, siendo que, como se decía, la sangre degeneraba. Pero él me contestaba con evasivas que cada vez excitaron más mi curiosidad.

    Un día se lo pregunté a un muchacho mayor que yo, que tenía fama de pícaro por sus reiteradas tunanterías. Con aire de “sabelotodo” éste me respondió al punto:

    –Es que Jalil se enamoró de su mujer antes de estar de novio con ella.

    Mis ojos se dilataron de asombro y no pude ocultar mi impresión:

    –¡Enamorarse antes de estar de novio! ¡Qué escándalo! Y para mis adentros  me quedé pensando en si podía ser verdad que en la vida ocurrieran  esas cosas que sólo suceden en las leyendas. Mi amigo me agregó:

    –Jalil es hombre muy ilustrado y los hombres  así no creen en esas cosas. Tienen más libertad en la vida…

    A mí me daban ganas de replicarle que eso era arriesgar el futuro de los hijos. Pero esta conversación me sirvió después para sacar mis deducciones cuando se hablaba de la desgracia del primo Jalil. En esas pláticas familiares aquella situación se resumía en la siguiente frase: “La felicidad no es nunca completa”.

    Yo sentía un gran cariño por el primo Jalil, pues apenas me divisaba corría a mi encuentro para alzarme en sus brazos, regalándome en seguida con toda clase de golosinas: almendras confitadas, maníes o dulces. En seguida, levantándome de nuevo, me miraba largamente y suspiraba entristecido, terminando por decirle a mi padre:

    –¡Es como una vela encendida! ¡Que Dios te lo conserve con vida!

    Y mi padre, muy grave, no sin cierto orgullo, le contestaba:

    –Dios  es pródigo. El premiará tu buen corazón y te concederá un hijo.

    En realidad, el primo Jalil era un hombre bondadoso. En nuestra casa se susurraba –aunque él no lo decía– que los servicios del establecimiento jamás se los cobraba a mi padre. Asimismo cuando me cortaba el pelo. Y si sabía que teníamos enfermos en casa, era el primero en acudir a prestar sus servicios sin pedir remuneración de ninguna especie.

    Entre los parientes no era raro que de tarde en tarde se echara un “pelambre”, como en esta tierra se dice, a los ausentes. Mas, del primo Jalil nunca se hablaba mal. Seguramente porque no era feliz. Porque la dicha de él y la nuestra hubiera consistido en ese hijo que no llegaba.

    Memorias de un emigrante, Benedicto Chuaqui, Ediciones UDP, Colección Vidas Ajenas, 2017, 332 páginas.