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Albricia brava (Mistral póstuma)

Por Vicente Undurraga

Recados completos está formado por los textos que Gabriela Mistral escribió desde el extranjero (“Así llamaba yo esa especie de ‘conversación’ con los míos a través del mar”) y que son en el fondo ensayos que se refieren a todos los asuntos que hay entre el cielo y la tierra, desde las piedras y madame Curie hasta Cristo y los queltehues. Sus recados tienen siempre una forma diversa y un estilo la mayor parte de las veces alucinante. Asimismo, acaba de aparecer una nueva recopilación de poemas póstumos: Matriarca.

“Profesionalmente chilena, profesionalmente sudamericana, por eso gustó en Suecia”, dijo Borges de Mistral, señalando que su obra era “bastante floja”, pero que ella representaba la figura requerida de la escritora sudamericana en cuanto a “tener sangre india, escribir de un modo sentimental, ser morena”.

Difícil que hoy se pronunciara algo así, no tanto por la incorrección política sino por el extravío literario que el tiempo ha sabido remarcar. Pero interesa el punto de la vocación chilena y latinoamericana de Mistral. Ella misma lo refrendaría. ¿Qué podía significar hacerse la chilena, la latinoamericana? En la idea de Borges, algo así como rentabilizar una postura pagadora en el ámbito internacional. Pero Mistral tenía en materia política y cultural objetivos más complejos que calzar con la demanda y solazarse en los beneficios asociados. Operaba, incidía, se procuraba esferas, voz y ecos, influencia. Reconfiguraba sigilosamente un mapa futuro y abría espacios en su escritura al color local, del que Borges desconfiaba.

Solo atendiendo a una parte muy acotada de su obra podría decirse que era una autora sentimental. Predominantemente, en sus versos, como los de “El amor que calla”, de Desolación, no hay sensiblería ni cantos de galería; más bien una seca sospecha en la palabra, la potencia de un decir descreído pero tenaz:

Si yo te odiara, mi odio te daría
en las palabras, rotundo y seguro;
¡pero te amo y mi amor no se confía
a este hablar de los hombres, tan oscuro!

Tú lo quisieras vuelto un alarido,
y viene de tan hondo que ha deshecho
su quemante raudal, desfallecido,
antes de la garganta, antes del pecho.

Estoy lo mismo que estanque colmado
y te parezco un surtidor inerte.
¡Todo por mi callar atribulado
que es más atroz que el entrar en la muerte!

Han de haber sido poemas así los que llevaron a otro argentino, Ricardo Piglia, a ver en cambio en Mistral a alguien que “se hacía la maestra caritativa para esconder su aridez despótica y su percepción beckettiana de la muerte”, llegando incluso a sugerir que más bien “Beckett parece tener una percepción a lo Mistral del vacío y del límite”.

La impronta de la escritura mistraliana es abismante en ese sentido, señera: señala vacíos y también nuevos espacios. A menudo suena extraña, pero nunca ajena ni remota. Abrió posibilidades literarias que se proyectarían. En Mistral abrevan escrituras tan distintas como las de Enrique Lihn y Cecilia Vicuña. Lihn, que tomó de ella esa palabra siempre poniéndose contra las propias cuerdas, explicitó esa proveniencia en uno de sus poemas mayores, “Elegía a Gabriela Mistral”, incluido en La pieza oscura, donde dice: “El canto, cuando es bello, cura el dolor que mienta / y le sobra belleza para el dolor más ancho. / Creo verla poner a su desgracia / el rostro grave y dulce que espejea en su verbo. / Escuchémosla hablar, roto el silencio / no atinaremos a llamarla ausente”.

No atinaremos a llamarla ausente. Hoy menos que nunca. La Mistral póstuma es infinita: esa que arrancó con la publicación de Poema de Chile a 10 años de su muerte. Y que sobre todo ha crecido alucinantemente en el ámbito de la prosa, ya sean epistolarios, relatos (como los recopilados por Gladys González en Cuentos inéditos y autobiografías), textos sobre cultura y naturaleza, escritos místicos y religiosos, artículos políticos, reseñas literarias, diarios y páginas autobiográficas, la mayoría con una escritura cargada de una gramática nueva, sagacidades y poderosos designios.

En Recados completos, el investigador Diego del Pozo reunió 700 páginas de lo que Mistral llamaba sus recados, textos que escribió desde el extranjero (“Así llamaba yo esa especie de ‘conversación’ con los míos a través del mar”) y que son en el fondo ensayos que se refieren a todos los asuntos que hay entre el cielo y la tierra, desde las piedras y madame Curie hasta Cristo y los queltehues. Sus recados tienen siempre una forma diversa (a veces los mandó para ser leídos en la radio, otras eran cartas, crónicas, reseñas o poemas) y un estilo la mayor parte de las veces alucinante. Es un acontecimiento, este libro, que deja ver el trato tan particular que Mistral tenía con la lengua castellana y la inteligencia audaz con que decía lo que quería decir. Por ejemplo, cuando comenta un libro de Juvencio Valle, junto con celebrar sus virtudes, repara en cierta sobrecarga de alusiones literarias, recadeándole al autor con elegancia que en su libro “falta el olvido de lo que leyó”.

Todos esos escritos abren una dimensión que el ensayo chileno y latinoamericano harían bien en procesar para estar a la altura de sus raíces. Ese sería el gran recado: la prosa crece hacia atrás con Mistral.

Es un acontecimiento, este libro, que deja ver el trato tan particular que Mistral tenía con la lengua castellana y la inteligencia audaz con que decía lo que quería decir. Por ejemplo, cuando comenta un libro de Juvencio Valle, junto con celebrar sus virtudes, repara en cierta sobrecarga de alusiones literarias, recadeándole al autor con elegancia que en su libro ‘falta el olvido de lo que leyó’.

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En cuanto a su poesía póstuma, la cuestión es diferente. Ya en los libros que publicó en vida, especialmente en Desolación, Tala y Lagar, hay suficientes poemas donde, como dijera Grínor Rojo, “cuando uno menos se lo espera saltan liebres extrañas”, y hay, sobre todo, un sonido y un modo propios que le aseguran un lugar en cualquier panorama de la poesía persistente del siglo XX (no es llegar y escribir versos así: “Todo me sobra y yo me sobro / como traje de fiesta para fiesta no habida”), mientras que los poemas que han aparecido entre sus manuscritos no han modificado sustancialmente los contornos de una obra irreductible, aunque sí la han reiterado, ampliando y consolidando, más que una voz, los estados de una voz que en ella conviven.

Si primero fueron el Poema de Chile, Lagar II y antologías, más recientemente fue Almácigo, amplísimo compilado de poemas y versiones preparado por Luis Vargas Saavedra (hay dos ediciones, de 2008 y 2015, publicadas por Ediciones UC). Después Manuscritos (2017, Garceta Ediciones), 24 poemas inéditos recopilados por Lorena Garrido Donoso entre los cuales hay piezas más o menos acabadas, algunas notables, como “Regreso de hermano”. Y ahora aparece Matriarca, una selección de inéditos que reunió y prologó el poeta Gustavo Barrera Calderón. Se repiten poemas entre Almácigo y Matriarca, a veces con variaciones relevantes que se deben al modo de transcribir y otras consideraciones que cada volumen a su manera expone.

Barrera plantea que “en algunos de los poemas del legado, recogidos con anterioridad en antologías, surgieron interpretaciones erradas o alteraciones que se arrastraron de una publicación a otra”. No especifica cuáles antologías, cuáles poemas, pero sí añade una consideración inquietante: “Algunas versiones publicadas parecieran escritas por la estatua de Gabriela Mistral y distan bastante del espíritu original de los textos”. Queda abierta esa discusión y, por lo pronto, consignada la magia de una obra futura. Futura en sentido literal, pues más allá de la vigencia y la feracidad de lo ya habido, seguirán saliendo “nuevos libros” de Mistral que articulen y recompongan de distintas maneras el legado inmenso que dejó la poeta elquina.

Matriarca reúne 62 poemas como una nueva muestra y, más concretamente, como una invitación, en palabras de Barrera, “a explorar y regresar a la fuente original de estos textos, la herencia poética de Mistral que se encuentra en la Biblioteca Nacional”. Se reconoce en el conjunto el carácter del verbo mistraliano, su tranco fuerte. No excluye poemas inconclusos o menores, pero hay algunos sobresalientes, como “La palabra”, que es una vuelta de tuerca a un asunto que siempre inquietó a la poeta: el sentido, o la posibilidad más bien, del decir y del callar, de esa palabra que muere en la garganta, como escribiera en su célebre poema “Una palabra”, de Lagar. Acá, en el poema de Matriarca, se lee: “No tiembla como tiembla tu boca con jadeo / y no entrega la rima tu entrechocar de dientes / Se muere el canto como la salamandra ardiente / saliendo de tu entraña torcida de deseo”.

Entre personajes, coloquios y duelos (“Caen los gestos de los amigos / en la soledad de mi falda”), hay un poema, “Para Doris”, entre cuyos versos sorprende la cercanía con la poética extraordinaria del propio antologador, Gustavo Barrera, recordando a la vez al Gonzalo Millán de Vida; ¡pero es Mistral hace casi un siglo!: “… ocurre que entre losas / y muñecas destripadas / queda un bultito que se parece / a cosa viva y no mentada”.

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El misterio Mistral crece a medida que se le acercan. Comentando Doris, vida mía, la correspondencia de Mistral con Doris Dana, Alia Trabucco Zerán indica el carácter complejo y múltiple de la poeta, “escurridiza ante las etiquetas, polifónica en su escritura, recelosa de su intimidad, habilísima en la política y capaz de construir para sí misma un rinconcito de felicidad en un mundo que proscribía o silenciaba incluso el nombre de sus afectos”. Ha devenido una clásica en llamas, proveedora volcánica de un magma que sigue marcando el presente.

“Cabe en un redondel de luz la América / que un corazón contuvo en un gesto de amor”, escribe Lihn en otro momento de su elegía, y Mistral es eso: un gran gesto de amor que abraza las formas duras y dulces, los arqueos y las quebradas de una lengua, de un paisaje y de un modo de estar que ciertamente no es el europeo. Ante tanto criollismo, Borges rehuía y defenestraba la presencia del “color local”. Otras escrituras, como las de Mistral y Cecilia Vicuña, se hundieron en ese colorido y proyectaron un arcoíris que incluye desde el dorado hasta lo más oscuro. Así lo vio Alfonsina Storni, que ya en 1920 dijo que lo publicado por Mistral era “lo suficiente para hacer comprender que el infinito puede reflejarse en una pequeña gota”.

La palabra “albricia”, tan viva en Mistral, alude a la manifestación que se hace al recibir una noticia importante y feliz y al regalo que se da en gratitud por ella. En uno de los poemas incluidos en Matriarca hay unas líneas que con esa palabra informan mejor que nadie la gran noticia de esta obra nunca vieja: “Novedad verdadera / y albricia brava. / Hay una niña viva / que ayer no estaba”.

 

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