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  1. Cárceles de Invención

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    Esta antología reúne ocho relatos –uno de ellos inédito– escritos a lo largo de más de tres décadas, en lo que constituye una muestra contundente de la versatilidad técnica y el lenguaje sobrio, afilado, del autor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa. Son historias que prescinden de metáforas, dominadas por una sensación de aflicción, donde la persecución y la paranoia se confunden en la misma medida en que a veces cuesta distinguir la realidad de las pesadillas. Penal, reformatorio, clínica, casa, país: los nombres de las celdas pueden variar, no así la necesidad imperiosa de salir de ellas y recuperar la dignidad de poder elegir cómo se quiere vivir. Porque bajo el poder y la dominación, en las historias de Rodrigo Rey Rosa siempre late una voluntad de alcanzar la libertad.

    NEGOCIO PARA EL MILENIO

    Primera carta

    Enviada a Peter Beyle

    (Presidente de la Asociación Americana de Cárceles Lucrativas)

     

    Querido amigo,

    un hombre en un puesto de autoridad y al que todo el mundo admira debe estar siempre dispuesto a autoexaminarse, como dice el Libro de los cambios. Comienzo esta carta de presentación con una banalidad, pero como todo el mundo sabe, las banalidades son en realidad cosas pro- fundas que, por hastío o por cansancio, hemos dejado de percibir. Ahora bien, no crea –como debe de creer en este momento– que quien le escribe es un chantajista. Es solo que me veré obligado a usar el lenguaje y quizá también los métodos de los chantajistas para comunicarme con usted. Y aunque conozco más acerca de sus actividades de lo que usted podría sospechar, aquí se trata pura y simplemente de una proposición de negocios. Mi cautela, extremada y aun enfermiza si usted quiere, se debe a que me encuentro en una posición muy desfavorable y al temor de que usted –hombre de gran éxito y por lo tanto, cabe suponer, de es- casos escrúpulos, pese a las apariencias– se aproveche de ella y pretenda conservar para sí mismo todas las ganancias que pueda generar el negocio que quiero proponerle.

    Puedo casi imaginar los indignados levantamientos y fruncimientos de cejas que estas líneas han de producirle y espero que no impidan que siga leyendo mi carta, pero, con el fin de suscitar su interés, debo proferir una ligera amenaza –una advertencia, más bien: no soy una persona respetable. Soy –y al revelarlo parecerá que falto a mi propia resolución de ser cauteloso– un huésped de lo que usted llamó alguna vez, cínicamente por cierto, la más lucrativa cadena de hoteles que ha existido jamás, que está completa el cien por ciento del tiempo, con reservas y lista de espera para los próximos 10 años.

    Hace varios años que disfruto de su hospitalidad, y durante todo este tiempo he tenido la ocasión de enterarme de muchos detalles del funcionamiento de su empresa. Desde luego, yo podría estar mintiéndole, y es posible que todo lo que sé lo averiguara estando fuera, o que ingresara aquí solo con el fin de dar los últimos toques a este negocio que voy a proponerle, que bien valdría un sacrificio así. O más aún, que todo lo que le he dicho sea falso, que yo no sea un huésped suyo sino un hombre libre que se oculta tras la cara o la firma de un prisionero. Pero no estamos en abril y lo del negocio es absolutamente cierto, como podrá comprobar muy pronto, en cuanto entremos en contacto.

    Mi nombre de batalla será por lo pronto Huésped Indeseable. Le ruego que, a la mayor brevedad, me envíe un acuse de recibo (c/o: penthouse@com) por internet. Diga solamente: Huésped Indeseable, dónde estás. Y yo estaré contentísimo. Es una página de anuncios personales. He optado por esta vía de comunicación porque he podido comprobar que este servicio respeta la intimidad de sus clientes. He tanteado, ofreciendo hasta diez mil dólares para que me revelaran ciertos datos confidenciales, y se han resistido una y otra vez. Claro que por una suma más elevada, quizá sería diferente. He publicado unos doscientos anuncios para nuestro Huésped Indeseable esta semana, de modo que, si usted intenta descubrirme por medio de este servicio, es poco probable que me encuentre al primer intento, pues solo uno de esos doscientos anuncios es el bueno.

    Estaré aguardando ansiosamente su mensaje, y espero que lleguemos a establecer una comunicación recíproca que haga posible este negocio en realidad original, por medio del cual no solo usted y yo sino todo este inexplicable y sobrepoblado planeta podría resultar beneficiado.

    Segunda carta

    A Peter Beyle

    Querido amigo,

    no crea, por favor, que estoy sentido por la falta de respuesta a la anterior. Aunque habría estado muy contento si me hubiera enviado el acuse de recibo para iniciar formalmente nuestra correspondencia, el que no lo hiciera no me descorazona, todavía. Hice enviar la anterior por medio de un mensajero de mi absoluta confianza, a su despacho en las Torres Gemelas del World Trade Center, donde, si mi información es correcta, pasa usted la mayor parte de sus días. De nuevo, no pretendo asustarlo a base de detalles, solo quiero demostrarle que he hecho mi tarea y que conozco su perfil. Me he enterado, por ejemplo, de que viaja todos los días, sin exceptuar los domingos, de su mansión (es una auténtica mansión) en Long Island a las Torres, en helicóptero, a eso de las diez de la mañana, y no vuelve a casa hasta medianoche o así. Su despacho está en el piso 99 de la Torre 2, la de las antenas, y mira al norte. Imagino la vista que tiene de la ciudad –un vasto panorama de cubos de cemento, una especie de lego para niños prodigio que a veces parecerá sublime, a veces infernal. Usted parece estar enamorado de la ciudad, y colecciona fotografías y pinturas de este excepcional paisaje urbano, injerto de hormiguero humano y entrañas de ordenador. Su cuadro favorito, por un artista cuyo nombre no recuerdo, es una pequeña acuarela de la ciudad vista desde lo alto, con un cielo crepuscular algo anticuado y colorido poco realista, con influjo, digo yo, de Turner.

    De todas formas, sé que alguien muy cercano a usted pudo interceptar la anterior, y así dañarlo a usted involuntariamente. De modo que la presente no va dirigida solamente a usted, que quizá piensa que a estas misivas un poco desesperadas lo mejor es responder con el silencio, va dirigida también a esa persona íntima de usted, que podría creer que no entregándole mis mensajes le hace un favor, lo protege, pero que en realidad le perjudica, le hace un desfavor. El negocio que quiero proponerle es lícito y aun honorable. Conozco su reputación de hombre honrado y no sería tan torpe como para hacerle una propuesta que pudiera ir contra las leyes de la nación ni contra un código moral estricto y elevado, como las apariencias indican que es el suyo. Espero que mi oscura posición social y la desfavorable situación en que me encuentro no sean obstáculo para una relación que podría ser –y le ruego que disculpe la repetición– enormemente benéfica para ambos y para la humanidad en general. Así que envíeme ese mensaje que tanto espero. Le doy mis señas una vez más.

    Tercera carta

    A Peter Beyle

    Querido amigo,

    no me doy por vencido. Ahora sé, con casi completa seguridad, que las dos anteriores han llegado a sus manos –dada la serie de despidos en el departamento de seguridad que protege a su corporación. Esta le llegará por un correo distinto; pero le aseguro que esos despidos fueron injustos e inútiles y que mi correo anterior se mantiene incólume. En cualquier caso, no lo culpo por haber tomado esas medidas drásticas, puedo comprender el temor que ha de sentir constantemente un hombre en la posición de usted. Me molesta, sin embargo, el verme obligado a insistir de esta manera, a convertirme en un individuo molesto para usted, cuando mi intención al iniciar estas comunicaciones era precisamente lo contrario: establecer una relación mutuamente beneficiosa  y hasta feliz.

    Pero entiendo que antes de seguir adelante tengo la obligación de hacer todo lo posible para ganarme su confianza. Haré todo lo que esté en mis manos por conseguirlo, tan fuerte es para mí el poder de atracción de esta idea que quiero explicarle,  y que me parece ya una realidad.

    Comprenda, por favor, que no sea yo explícito acerca de la naturaleza del negocio en sí. Seré cándido. Temo que, si le digo lo que pienso, usted sacará todo el provecho de mi idea y se olvidará de mí. Después de todo, esa sería la reacción más humana, especialmente cuando yo he tenido que hacerme odioso para usted con esta serie de mensajes cuya lectura le impongo o pretendo imponerle de esta manera disimulada e impertinente. No he tenido alternativa. Pero no quiero hacerle desperdiciar su precioso tiempo, así que entro en materia.

    No hace falta que se lo recuerde, la Asociación Americana de Cárceles Lucrativas se ha convertido en los últimos años en una de las compañías con mayor rendimiento en la bolsa de valores de Nueva York, con socios accionistas como el Kentucky Fried Chicken, TWA, American Express, para nombrar solo a los más conocidos. Dado el actual estado de cosas, las perspectivas para la AACL son en verdad excelentes. El desempleo en aumento; la creciente afluencia de inmigrantes ilegales; la desesperación típica de todo fin de siglo, para no hablar del milenio; todo esto garantiza un alza en la demanda de celdas de seguridad –y ustedes invierten actualmente gran parte de sus enormes ganancias en la construcción de nuevas prisiones. O sea: el riesgo económico que corren es nulo. Pero existe otro riesgo que no es posible olvidar: el riesgo político de la opinión general.

    Ya hoy en día, un amplio sector de los contribuyentes se quejan de que no existan fondos, por ejemplo, para la educación o salud pública, y comienzan a preguntarse por qué su dinero no se invierte en estas cosas, sino en construir y administrar prisiones. O, más exactamente, en pagarles a ustedes para que las construyan  y administren (a un coste solo mínimamente inferior al de las prisiones del Estado). La preocupación  por reducir los gastos de mantenimiento y operación de las prisiones ha sido una constante para usted, y usted ha hecho grandes progresos en ese sentido, como lo atestigua la nueva prisión de Lawrenceville, un panóptico realmente avanzado, donde un solo guardia es capaz de vigilar simultáneamente a quinientos prisioneros. Aun así, los gastos son altos y siempre se puede economizar más. Pero no voy a aburrirlo con los datos y cifras que usted examina todos los días en las gráficas digitales empotradas en la pared a la derecha de su escritorio. La competencia, y tampoco hace falta que lo diga, es tenaz. Me refiero a los gigantes como la Corrections Corporation of America, la Prisons for Profit Association, o el Private Prison Fund.

    ¿No tendría curiosidad por saber cómo sería posible, en cuestión de semanas y por medio de una inversión mínima, iniciar un negocio que le daría una ventaja vital sobre sus competidores –en la humilde opinión de un huésped de su insólita y exitosa cadena de prisiones, alguien que conoce íntimamente la cárcel, la moral y las debilidades de los prisioneros?

    ¡Contésteme, amigo!

    P.S.: Soy consciente de que sus colaboradores más hábiles trabajan incesantemente en el problema de la reducción de costes, y de que ya en el pasado han dado prueba de sobrada capacidad y brío –i. e. la institución de una fuerza de trabajo paralela dentro de las prisiones, donde está prohibido sindicarse  y la hora laboral se paga a unos veinte céntimos de dólar, con lo cual han creado ganancias enormes para su compañía y han permitido que los mismos productos que hace apenas un lustro llevaban etiquetas como “Hecho en El Salvador”, “Hecho en Corea”, o “Hecho en Guatemala”, hoy lleven de nuevo el orgulloso aviso de Made in USA. Y aprovecho  para señalar también que estas geniales medidas han acarreado las críticas más duras de parte de sus rivales, que hacen todo lo posible por meter un hierro en las ruedas de la carreta de usted, y que han llegado a tacharle de neoesclavista. O sea, que esas medidas han significado para su compañía un alto coste político. No solo los contribuyentes que están cansados de pagar el costoso mantenimiento de los criminales que constantemente les amenazan, también los políticos comienzan a quejarse de la incierta moralidad del sistema que usted valientemente puso en marcha. La gente es mezquina y sus opositores son maliciosos, sin duda, pero en este país los más nume- rosos son los más fuertes y acaban teniendo la razón –si permite que yo se lo diga. Mi solución es distinta. Es una solución a prueba de críticas, rápida y final, que, estoy seguro, se convertirá en popular. Creo que sabrá apreciar estas observaciones, en vista de los preparativos para las ac- tividades electorales que se aproximan (a toda velocidad, o así me lo parece a mí, encerrado como estoy en esta cápsula electrónica  y en vísperas del nuevo milenio).

    Cuarta carta

    A Peter Beyle

    Querido, silencioso amigo,

    sin duda las anteriores han de parecerle el trabajo de un maniático, y me culpo a mí mismo por haberle causado una impresión indeseada. Ahora, si usted cree que estoy loco, me pregunto cómo es que no ha querido contestarme, aunque fuera por cansancio o compasión.  Así podría usted deshacerse de mí de una vez por todas (un simple mensaje dirigido al Huésped Indeseable que dijera: “Re: Negocio del milenio. No interesado. Gracias”, me haría desistir), mientras que con su silencio solo me obliga a seguir escribiéndole,  y le advierto que seré perseverante.

    Hoy no quiero hablarle de negocios; intentaré, una vez más, darme a conocer, a comprender. No le hablaré de mi pasado, por razones que no hace falta explicar, pero también porque el pasado no me interesa. La vida en prisión me ha transformado a tal punto que tengo muy poco en común con el individuo que un día fue arrestado, justa o injustamente, poco importa ya, en una populosa calle de Nueva York.

    Aquí he podido hacer cosas que no hice nunca cuando es- taba fuera, como tomar el hábito del estudio y la lectura. Al principio, me gustó en particular la filosofía, y mis lecturas oscilaban entre la lógica y la metafísica. Aparte de eso, no leía otra cosa que novelas policiacas o de suspense. Hasta hace un par de años, cuando comencé a interesarme por el funcionamiento de su compañía.

    Imagine usted a un hombre reducido a prisión como yo, un hombre que –como en un ejemplo de libro de filosofía– no puede apenas usar su voluntad, que debe sufrir todas las desdichas de este mundo, y pregúntese luego cómo, en tales circunstancias, podría pretender ser feliz. La respuesta del filósofo es, naturalmente, por medio del saber. Así que yo no he renunciado a mi felicidad, por insignificante que pueda ser la felicidad de alguien como yo, y he perseguido el saber, me he instruido. Pero como desde mi celda el mundo exterior parece tan remoto como Europa o la luna, me dedico casi exclusivamente al estudio de las cárceles y particularmente las cárceles privadas; es así como el estudio me ha llevado a usted.

    En materia de prisiones, créame, he leído todos los libros. Prefiero a los autores franceses, con su cinismo particular, que les permitió comprender hace ya dos siglos que el criminal es necesario para el mantenimiento del orden burgués. Qué aburrido resulta, al lado de los franceses, el sueño anglosajón de ciudades blancas sin criminales y sin prisiones. Pero qué salto hemos dado, cuánto material inexplorado para un nuevo Foucault, con la novísima industria de la corrección lucrativa, que usted prácticamente inventó. Es como si el antiguo tablero de ajedrez se transformara de repente y, con las antiguas piezas, tuviéramos que seguir jugando un juego cuyas reglas no han sido formuladas todavía y que los nuevos jugadores tenemos que inventar o descubrir.

    Pues bien, yo creo haber descubierto algo acerca de este nuevo juego, y quisiera –interminablemente me repito– compartir este descubrimiento con usted. En una de las anteriores, le decía yo algo que ya le habrán indicado sus expertos: actualmente la única clase de riesgo para una empresa como la suya es el riesgo político. He aquí uno de mis axiomas, a ver si nos entendemos: si el problema es político, la solución será ideológica.

    Hay un límite para la labor de los ingenieros y técnicos de la norma y la conducta. Yo he querido ir más allá de ese límite. La cosa es tan simple, tan evidente, que me parece increíble que nadie haya dado con ella, que nadie la viera antes que yo. Pero casi todos los grandes descubrimientos han ocurrido así. Desde luego, yo tengo la ventaja de estar dentro para pensar en todo esto, y el secreto de mi… –ya no sé cómo llamarlo: negocio, proyecto, invento… está en el “alma” de los prisioneros, en la manera de pensar de los prisioneros, que casi nadie ha tomado en cuenta. Pero quizá llegó el momento de escuchar a los que estamos dentro, que somos muchos, que somos cada vez más. Recuerde, señor Beyle, que ya en la Francia de 1848 los habitantes de las prisiones dieron un magnífico ejemplo a la sociedad: mientras las escuelas de Angers, La Flèche y Alfort se rebelaban violentamente, la prisión de menores de Mettray dio el ejemplo de la calma.

    P.S.: Una pregunta: si el helipuerto de las Torres se encuentra en la Torre 1, y visto que no hay pasajes elevados entre las dos torres, si su despacho está en la Torre 2, ¿quiere decir que usted tiene que hacer ese largo viaje en ascensor cuatro veces al día?

    Quinta carta

    A Peter Beyle

    Hola, amigo,

    seré breve. Un pajarito, como decíamos antes, me ha traído la noticia, la lamentable noticia de los despidos en el departamento de limpieza. Se ha equivocado usted una vez más. Supongo que el hecho de que más del noventa por ciento de los limpiacristales de rascacielos de Nueva York sean latinoamericanos le haría sospechar que uno de mis mensajeros podía encontrarse entre ellos. No siga intentando localizarme así, pues no lo logrará. He invertido muchísimo tiempo y seso en idear la manera de hacerme inencontrable, si no es a través de internet y según mis instrucciones. No entiendo por qué se resiste a contestarme, pero sospecho que mi idea le interesa verdaderamente y que lo que pretende es apoderarse de ella, aprovechándose de su poder y de mi posición (supuesta –ya se le habrá ocurrido a usted o a alguno de sus especialistas que yo podría ser un hombre libre y que la historia del presidiario es una máscara).

    Yo, por mi parte, he llegado a preguntarme quién es Peter Beyle en realidad. He dicho que conozco su perfil, pero el perfil de un empresario como usted es algo que se fabrica, se realza o se disminuye a capricho, y yo pude –igual que usted conmigo– equivocarme. ¿No será usted –me pregunto de vez en cuando, mientras aguardo su mensaje–, al contrario de lo que yo imaginé, un ser obtuso  y temeroso? Una especie de robot (Hecho en MIT) cuyo programa no prevé la comunicación con alguien tan imprevisible como yo. Lo único que ha podido hacer hasta el momento es enviar cientos de bizcochos* a mis anuncios de internet para ver si yo mordía, cuando le advertí que eso sería en vano; y luego, iniciar un torrente de despidos entre la gente que le rodea y que le ha sido fiel durante años. Vaya desperdicio.

    *   Bizcocho: espía cibernético enviado a tu disco duro a través de tu navegador mientras visitas una dirección de internet. Si visitas de nuevo esa dirección, el procedimiento se invierte, y tu ordenador  y el de tu “servidor” entablan conversación, probablemente sin tu conocimiento. (N. del E.)

    Aprovecho para enviarle mis nuevas señas, por si decide contactarme: HombreInvisible/penthouse@com;  aunque dudo que lo haga y empiezo a investigar otras compañías carcelarias, con la esperanza de encontrar un socio más atrevido que usted. Reciba esto como amistosa advertencia; y recuerde que es usted quien me obliga a buscar otra posibilidad. Le aseguro que, a mi juicio, el socio ideal para esta aventura es usted. Me encantaría que encontráramos la manera de recuperar el tiempo, la energía, el dinero y demás recursos ya invertidos.

    Sexta carta

    A Peter Beyle

    Querido amigo,

    me decepciona usted cada vez más. Protesto: ¡no más despidos! La semana pasada diezmó usted, por culpa mía, al personal cautivo de las dos compañías que emplean a más presidiarios cualificados en toda la nación: TWA y AT&T. Sí, sigo culpándome a mí mismo, pero no crea que me echo toda la culpa. ¿No comprende que todos esos despidos han sido en vano? Supongo que esta última serie de despidos se debió a que usted y su gente piensan que la persona que los importuna con estas cartas debe de ser alguien “cualificado”, y alguien con acceso a los teléfonos y a internet, de modo que podría ser uno de los cientos de miles de empleados cautivos de estas compañías. Esa era una posibilidad, desde luego. Era. Hágame caso: detenga esa estúpida catarata de despidos, que no le llevarán a nada, y que me enojan. Realmente me enojan, pues causan un dolor y un sufrimiento innecesarios a gente que ya no los necesita, que ya tiene bastante de todo eso.

    Me siento, al seguir escribiéndole, como uno de esos enamorados que no son correspondidos. Como aquel enamorado, temo no haber usado el lenguaje correcto para tocar el corazón de la persona amada. Y sufro  como  él, porque creo que lo que tengo que ofrecerle es un tesoro, algo que, si usted pudiera verlo, le parecería un don del cielo.*

    Pero me armo de paciencia. Si algo me hace diferente de aquel amante desdichado es que para mí, encerrado como lo estoy en su prisión privada y condenado  a estarlo de por vida, ya no existen las tragedias. Pero los conflictos, como los espías cibernéticos que usted sigue mandando, como los inhumanos despidos, las maniobras secretas, todo esto me parece innecesario, estúpido y perverso.

    Pero estos enojos míos son pasajeros, como los del amante que se pone rabioso un momento cuando es rechazado, pero que al poco tiempo regresa a la amada con su canción de amor.

    Séptima carta

    A Peter Beyle

    Querido amigo,

    ¿cuántos condenados a cadena perpetua hay actualmente en su cadena de prisiones? Los datos que barajo arrojan la cifra de cincuenta mil. Quizá sean más.

    Le he dicho que me encuentro entre esos condenados de largo aliento, y así, indirectamente, he abdicado. El círculo se cierra, como dicen, y es hora de hablar claro. Me he dado por vencido, finalmente. Y no sabe usted qué alivio siento; es como si me hubieran quitado de encima un peso enorme. Esta frase hecha expresa perfectamente lo que he sentido al decidir revelarle mi secreto: un peso que me oprimía los pulmones, como una pesadilla que me impedía respirar, ya no está ahí, se ha levantado, y conozco de pronto el significado exacto de esa palabra profunda que se ha hecho banal, la palabra libertad.

    Pongo las cartas sobre la mesa; el juego está por terminar. Usted sabe perfectamente cuál es el problema de las cadenas perpetuas. Aunque para su compañía los presos a perpetuidad somos buenos clientes, el coste que representamos para los contribuyentes es elevadísimo. Mi caso, por ejemplo: tengo veintinueve años, y según el examen médico que me hicieron siete meses atrás, me encuentro en perfecto estado de salud, salvo una dolencia reumática que se ha venido agudizando desde que ingresé aquí pero que, según los doctores, no va a matarme, al menos no antes de unos treinta años. Así, si el coste de mi celda y mi comida es de cincuenta dólares diarios aproximadamente, para usted yo represento alrededor de medio millón de dólares, sin tomar en cuenta la inflación y suponiendo que viviré solo veinte años más. Si, como lo indican mis informes, la mayoría de los penados perpetuos somos más bien jóvenes, estamos hablando de un presupuesto de unos veinticinco mil millones de dólares, si no me equivoco, para los próximos veinte años.

    Tengo poca familia; de hecho, mi única familia cercana es mi madre, que vive en el extranjero. (Yo vine a los Estados Unidos hace siete años, y en cuanto vi desde el avión la brillante isla de Manhattan y el circundante manto urbano de la gran ciudad de Nueva York, supe con un ligero estremecimiento que yo viviría y moriría allí. Pero me he hecho una promesa que no dejaré de cumplir: no envejeceré en su prisión. Por eso, durante todos estos meses, estos años, he estudiado, he pensado tanto).

    He aquí mi proyecto. Usted fundará una nueva asociación, que podrá llamarse algo así como The Beyle Suicide Fund, que prestará al gobierno y a la sociedad el siguiente servicio. Supongamos un hombre joven y desesperado, condenado a cadena perpetua y con una madre por quien preocuparse. Pues la Fundación Beyle le propone que evacue su celda, mediante el suicidio, veinte años antes de lo previsto, a cambio de cierta suma de dinero destinada a sus seres queridos. Yo le aseguro que no podría resistir una oferta de, digamos, cien mil dólares. Entonces, su empresa podría cobrar unos ciento cincuenta mil por preso evacuado, en concepto de servicios y trámites legales, y todo esto supondría para el Estado y los contribuyentes un ahorro de por lo menos un cuarto de millón por cada prisionero. (Aunque es cierto que en algunos estados el código penal establece que fomentar el suicidio es ilícito, ¿no cree que –así como usted consiguió hace pocos años que se modificaran ciertas leyes que impedían la privatización de las prisiones– sería relativamente fácil, sobre todo en vista de los cuantiosos ahorros y ganancias, hacer a un lado estos obstáculos?).

    He desarrollado ya un sistema filosófico que gira alrededor de mis ideas, con el cual sería posible infectar a muchos compañeros presidiarios, en beneficio de usted. Y he pensado en cómo alcanzar no solo a los que se encuentran dentro, sino también a los miles o millones de hermanos desesperados que están en el exterior. El crimen será provechoso para todos. Y si mientras más grave es el crimen es más larga la condena, mientras más grave sea el crimen que uno cometa, su muerte será más lucrativa.

    El crimen sería una salida inteligente para los desesperados, y el planeta se vería ligeramente aliviado del actual estado de sobrepoblación. Piense en los países latinoamericanos en que ustedes tienen o planean establecer sucursales, como Brasil, Colombia, El Salvador y Guatemala, donde los costes en general son mucho más bajos que los de aquí, pero donde la criminalidad es muy superior, así como son mucho más intensos el thanatos y la desesperación.

    ¡Minas de oro!

    Pero no crea que soy solo un ambicioso, o que hablo en abstracto. Estoy dispuesto a dar el ejemplo. He aquí mi oferta inicial: desocuparé mi habitación veinte años antes de la fecha previsible (2020), con la condición de que usted deposite en una cuenta de banco que tengo en conjunto con mi madre la cantidad de cien mil dólares exactos.

    Si la propuesta le interesa, mándeme un mensaje de internet a cargo del Hombre Invisible, y yo le enviaré a vuelta de correo mi número de cuenta bancaria  y el nombre  de mi señora madre.

    *  No crea que se trata de una idea inspirada en el ejemplo de la China, que al parecer maneja sus populosas prisiones como bancos de órganos para los pudientes incurables del llamado mundo libre, cuyo número aumenta año tras año.

    Octava carta

    A Peter Beyle

    La esperanza es la última diosa: es cierto.

    He optado por la defenestración, por facilidad y economía personales. (Dicho sea de paso, la seguridad es deficiente en sus prisiones). Pero yo había soñado con una revolución. Mañana, el día de mi muerte, yo no moriría solo, morirían conmigo cientos y quizá miles de hombres como yo. Y esas muertes no hubieran sido inútiles; habrían beneficiado a miles de familias desamparadas,  y le habrían enriquecido a usted todavía más.

    Pero se me ocurre que después de mi muerte usted podría difundir mi filosofía para beneficiarse con ella. Quizá decida fundar una asociación como la que yo soñé, que respalde y administre mis ideas.

    Entonces, para evitar que estas ideas, en forma de panfletos y manuales, lleguen por medio de mis mensajeros a manos de la competencia y beneficien a otro, le ruego se sirva depositar cuanto antes en la cuenta de banco que comparto con mi madre, cuyos datos adjunto, la cantidad de cincuenta mil dólares exactos.

    Y hasta nunca, Peter Beyle.

    Cárceles de invención, Rodrigo Rey Rosa, Hueders, 2018, 158 páginas.