Rebecca Solnit, Recuerdos de mi existencia, Lumen, 2021.

Artículos

Recuerdos de mi existencia

La amenaza de violencia se aloja en la mente. El miedo y la tensión habitan el cuerpo. Los agresores consiguen que pensemos en ellos; han invadido nuestros pensamientos. Aunque no llegue a ocurrirnos ninguna de esas cosas terribles, la posibilidad de que se produzcan y los recordatorios constantes hacen mella. Supongo que algunas mujeres los hunden en un recodo de la mente y toman decisiones para minimizar la realidad del peligro, que de ese modo se convierte en una resta invisible de quienes son y de lo que pueden hacer. No expresada, inexpresable.

Yo sabía qué se perdía, y ese peso me aplastó entonces, durante aquellos años en que daba mis primeros pasos, en que intentaba construir una vida, tener voz, encontrar un lugar en el mundo. Conseguí todos esos objetivos, pero más tarde diría en broma que evitar que me violaran fue el pasatiempo más absorbente de mi juventud. Requería una atención y una cautela considerables y provocaba constantes cambios de itinerario por las ciudades, las zonas residenciales y los parajes naturales, los grupos sociales, las conversaciones y las relaciones personales.

Si se echa una gota de sangre en un vaso de agua clara, seguirá pareciendo agua, y lo mismo si se echan dos o seis, pero llegará un momento en que ya no estará clara, ya no será agua. ¿Qué cantidad penetra en nuestra conciencia antes de que nuestra conciencia cambie? ¿Cómo les afecta a las mujeres que tienen una gota, una cucharadita o un torrente de sangre en sus pensamientos? ¿Qué sucede si se trata de una gota diaria? ¿Y si nos limitamos a esperar a que el agua se vuelva roja? ¿De qué modo nos afecta ver torturadas a personas como nosotras? ¿Qué vitalidad y sosiego o capacidad de pensar en otras cosas, y no digamos ya de hacerlas, se pierden, y qué se sentiría al recuperarlos?

En la peor época dormía con las luces y la radio encendidas para que pareciera que seguía alerta. (El señor Young me contó que unos hombres se habían presentado y habían preguntado en qué apartamento vivía yo, información que por supuesto no les facilitó; no obstante, aquello exacerbó mi nerviosismo.) No dormía bien entonces ni duermo bien ahora. Me mostraba hipervigilante, como se califica a las personas traumatizadas, y disponía mi casa para que también diera la impresión de hipervigilancia. Mi carne se había convertido en algo crispado por la tensión. Miraba los gruesos cables de acero que sujetaban el puente Golden Gate y me recordaban los músculos de mi cuello y mis hombros, que parecían igual de tirantes y duros. Me sobresaltaba enseguida y me estremecía —en realidad me encogía— siempre que alguien hacía un movimiento brusco a mi lado.

No cuento todo esto porque crea que mi historia es excepcional, sino porque es corriente: la mitad de la tierra está pavimentada con el miedo y el dolor de las mujeres o, mejor dicho, con su negación, lo que no cambiará hasta que las historias sepultadas debajo vean la luz. Lo cuento para señalar que no podemos imaginar cómo sería una tierra sin este mal corriente y extendido, aunque supongo que rebosaría de una vida deslumbrante; que una confianza gozosa, ahora tan escasa, sería común, y que la mitad de la población se quitaría de encima un peso que ha vuelto otras muchas cosas más difíciles o imposibles.

También lo cuento porque cuando he escrito sobre estos temas en general —con la voz objetiva de los editoriales y de las inspecciones del escenario del crimen— no he presentado del todo la forma en que nos hace daño o, mejor dicho, la forma en que me lo hizo a mí. En el libro de Sohaila Abdulali sobre el hecho de sobrevivir a una violación hay un fragmento acerca de un tipo de voz, «una manera de contar la historia en una estructura fluida, con actitud impasible, con entonación, pero sin verdadera emoción. […] Por más detalles que compartamos, omitimos los insoportables que nadie quiere escuchar». En mi libro sobre el caminar escribí: «Fue el más devastador descubrimiento de mi vida saber que no tenía derecho real a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad en el exterior, que el mundo estaba lleno de extraños que parecían odiarme y desear herirme por ninguna razón más que por mi género, que el sexo podía tan fácilmente volverse violencia y que casi nadie más lo consideraba un asunto público más que un problema personal»,[*] si bien esas palabras tampoco acababan de ser una inmersión en el interior de mi mente.

El peligro arrasaba mis pensamientos. Se me presentaban por sí solas posibilidades de agresiones, y en ocasiones las reconducía imaginando que ganaba el combate, por lo general mediante técnicas de artes marciales que en realidad no domino, y de ese modo mataba una y otra vez para evitar que me mataran en los años más lúgubres de aquella época, en circunstancias imaginarias que eran molestas, indeseadas, impulsadas por la angustia, una especie de persecución y una forma de tratar de controlar el que me persiguieran. Me di cuenta de que una de las cosas que podían hacernos los depredadores era inducirnos a pensar como un depredador. La violencia se había infiltrado en mí.

Contaba con métodos de defensa más etéreos. En busca de estrategias para sentirme a salvo, imaginaba prendas de protección, y si imagináis prendas para impedir que os hagan daño, imagináis una armadura, y si fuerais yo acabaríais con toda la quincallería medieval. Durante unos años me obsesionaron las armaduras, iba a los museos a verlas y leía libros sobre ellas, me imaginaba dentro de una, aspiraba a probármela. Hacia el final de ese período una amiga empezó a trabajar como ayudanta de una artista neoyorquina, Alison Knowles, cuyo marido, Dick Higgins, pertenecía a la adinerada familia que fundó el Museo Higgins de Armaduras de Worcester (Massachusetts). Escribí una carta a Higgins para preguntarle si podía concertarme una visita y planteé la petición de probarme una armadura de manera desenfadada, cerebral, como un experimento interesante y no como una fantasía nacida de la desesperación.

Fue lo más cerca que estuve de una armadura, que era una solución imaginativa, no práctica. A fin de cuentas, ¿qué es una armadura, sino una jaula que se mueve con la persona? No obstante, quizá estar en esa jaula me habría dado libertad en cierto sentido. O quizá estuviera dentro y me sintiera al mismo tiempo libre y constreñida: cuando pienso en quién era yo entonces y a menudo soy ahora, la dura superficie reflectante y defensiva se me antoja una buena imagen. Es posible proyectar toda nuestra conciencia en esa superficie, en ser astuta, en mostrarse vigilante, en estar preparada para el ataque o simplemente tan tensa que los músculos se contraigan y la mente se bloquee. Podemos olvidar nuestro fondo tierno y hasta qué punto la vida más importante tiene lugar bajo la superficie y las superficies. Aun así, es fácil ser la armadura. Morimos continuamente para evitar que nos maten.

Cuando recordaba agresiones o las imaginaba, también se me presentaban por sí solas imágenes de levitación: con frecuencia soñaba que volaba, aunque no pedía esa libertad plena; tan solo fantaseaba con que ascendía hasta ser inalcanzable, sin importar cuántos metros por encima de la cabeza de un perseguidor fueran necesarios. Si no podía tener un cuerpo lo bastante compacto para que no le hicieran daño, un cuerpo blindado, ¿podría tener uno tan etéreo que no formara parte de los enfrentamientos propios de la superficie de la tierra?

Me lo imaginaba con tanto fervor que todavía me parece sentir y ver cómo me elevaba hasta la altura de la farola de delante de mi apartamento y flotaba en su halo luminoso en la noche, a salvo no solo de los depredadores, sino también de las leyes de la física, de las normas que rigen los cuerpos humanos, quizá de la vulnerabilidad de ser una mortal que tenía un cuerpo y vivía en la tierra, y del peso de todos aquellos miedos y aquel odio.

[*] Rebecca Solnit, Wanderlust. Una historia del caminar, traducción de Álvaro Matus, Madrid, Capitán Swing, 2015. (N. de la T.)