Universidades intervenidas, artistas e intelectuales condenados al exilio exterior e interior, proscripción de la prensa independiente y el ejercicio de la censura fueron algunos de los factores en juego. Durante la dictadura, de hecho, se hizo costumbre hablar del “apagón cultural”. Pero el “apagón”, un concepto polémico, siempre fue relativo. Mirada con la distancia de los años, la cultura disidente (desde la literatura hasta las artes visuales y escénicas, pasando por la música y las correspondientes formas asociativas) resultó particularmente aventurada en sus exploraciones. Rompió moldes. Muchas de esas obras y esas prácticas han conservado su vitalidad hasta el día de hoy, sirviendo como referentes legendarios que marcaron puntos de inflexión. 

En los años de la dictadura se produjeron textos y obras que usaron distintos recursos para burlar la censura, al mismo tiempo que buscaban rescatar el espíritu de la vanguardia. No es menos relevante el esfuerzo por descartar la matriz ideológica y cultural de la izquierda tradicional, y proponer, en su reemplazo, modos originales de articulación entre arte, literatura, producción teórica y política. Todas estas transformaciones ocurrieron en medio de intensos debates, de colaboraciones inesperadas, de disputas facciosas y de la emergencia de nuevos discursos críticos, como el feminista. 

En definitiva, las disidencias culturales de los años 70 y 80 lograron rearmar ciertas escenas (tejidos de relaciones y de referencias semiclandestinas), pese a funcionar en condiciones muy adversas. Sus protagonistas trabajaron a espaldas del Estado, sin la venia del mercado, en medio de una sociedad civil maniatada, y con la lápida de la revolución socialista a cuestas. La exhibición y la circulación de sus obras corrió por canales alternativos, de alcance limitado pero aun así efectivos una vez llegado el momento de forjar complicidades determinantes para la reformulación de los lenguajes literarios, teóricos y artísticos. En ese contexto post-utópico, parte de los creadores y de los agitadores culturales se volcaron al ejercicio de la micropolítica en espacios residuales. Así entró en escena la producción de nuevas subjetividades, caracterizadas por la teatralización de los cuerpos, la fiesta como rito under, el desahogo hedonista y la lógica proto-punk del “hazlo tú mismo” como escape de las carencias económicas y táctica de resistencia al conformismo.